Alcalino.- Oreja de Oro» y el quite de oro»
Durante décadas, México tuvo en la corrida de la Oreja de Oro un equivalente a la del
Montepío de Toreros en España: como ésta, se celebraba anualmente y las utilidades
obtenidas se destinaban a la Unión Mexicana de Matadores de Toros y Novillos, el
sindicato de los hombres de coleta. Celebrada hacia el final de la temporada grande,
reunía a las figuras base de la misma en festejo de seis matadores, de manera que el
trofeo solía ganarlo aquel al que el sorteo le deparara el astado más propicio. Si por azar
resultase que salía más de un toro aprovechable, miel sobre hojuelas.
En los primeros años, la fórmula no era esa. En 1926-27, la flamante presea se la adjudicó
el baturro Nicanor Villalta en corrida para cuatro espadas, y al año siguiente el vencedor
fue un muchachito de 16 abriles llamado Fermín Espinosa “Armillita Chico”, también en
festejo de ocho toros; este diseño se repitió en la campaña del 28-29, con Curro Puya
como indiscutible vencedor merced a su célebre faena a “Como Tú” de San Mateo. Como
la aceptación popular iba in crescendo, para 1930, la Unión de Matadores ideó una doble
confrontación a mañana y tarde, con ocho espadas y dieciséis toros en total, emergiendo
vencedor el hidalguense Heriberto García con nada menos que cuatro orejas y dos rabos
cortados. Pero el maratónico experimento no obtuvo el resultado esperado, de modo que
a partir de 1930-31 quedaría establecido un cartel de seis matadores que finalmente
prevaleció. Fue David Liceaga el ganador de la primera Oreja de Oro disputada bajo dicho
formato, en pugna con Manolo Bienvenida; en los siguientes dos años los triunfadores
serían Fermín Espinosa “Armillita” y Alberto Balderas. Pero la campaña de 1933-34 iba a
revestir algunas peculiaridades dignas de atención.
Esa temporada invernal, bajo la férula de Domingo González “Dominguín” y Eduardo
Margeli, se dio toda ella con solo cuatro figuras base: Fermín Armilla, Alberto Balderas,
Jesús Solórzano y Domingo Ortega, as de ases de la baraja española que ese invierno se
presentó en El Toreo. Como Domingo, sotto voce, estaba detrás de la empresa y el clima
del tendido devenía bastante enrarecido, la Unión decidió suavizar las tensiones
recurriendo al programa ya institucionalizado de seis espadas y un toro para cada cual.
Razón por la cual el cartel del 28 de enero de 1934 quedó integrado por Luis Freg, sin
saber que aquel iba a ser su último paseíllo en la capital, y Pepe Ortiz, el orfebre tapatío,
precediendo ambos, en razón de su mayor antigüedad, a las cuatro figuras vistas y revistas
a lo largo de esa extraña campaña. El hierro de La Laguna, toros con fama de boyantes,
respaldaba el acontecimiento. Pues eso era lo que se avecinaba, aunque con una sorpresa
mayúscula por medio.
Luis Freg, Armillita y cogida de Balderas. De Luis Freg y su legendaria valentía se sabía ya
bastante poco por entonces, pese a lo cual su paso por el áureo festejo no fue desairado:
fiel a su costumbre se mantuvo en la línea de fuego, además de hacer honor a su fama de
estoqueador fuera de serie, y eso que el abreplaza “Hortelano” poco lo ayudó. Al finalizar
su cometido resonó la última ovación que El Toreo le dedicaba a su legendaria valentía.
Doce años antes, había sufrido allí una de las cornadas más terribles –femoral seccionada-
- del medio centenar que a esas alturas jalonaban su anatomía (09.03.22).
Fermín Espinosa confirmó con “Catrinfasio”, el tercero, su sitial de triunfador máximo de
la temporada. La faena, redonda por donde se le mirase, le habría permitido pelear de
firme por la presea de haber acertado al estoquear. Fue llamado a dar la vuelta al ruedo.
Alberto Balderas, el cuarto contendiente por la Oreja de Oro, se mostró tan esforzado y
dispuesto como cabía esperar de su reconocido pundonor. Con “Sortijo” bulló sin cesar en
los tres tercios, pero pudo más la casta del lagunero que al ejecutar la suerte suprema lo
hirió de cierta gravedad en la ingle izquierda. Su atropellada entrega concluyó con sangre.
Y bien poco pudo decirse de Jesús Solórzano y Domingo Ortega, que cerraban el esperado
cartel. Chucho lució su templado capote pero al final se encontró con un bicho
completamente aplomado. Ortega, con el ambiente en contra, no se acomodó con el
cierraplaza y prefirió abreviar, marginándose de la pugna entre los partidarios de Pepe
Ortiz y Armillita que a esas alturas agitaba los tendidos. - 0rtiz y su quite de oro. José Ortiz Puga (Guadalajara, 12.121902 – México DF, 16.04.1975)
es un caso digno de la mayor atención dentro del siglo de oro del toreo. Imbuido de una
creatividad excepcional, supo darle al primer tercio de la lidia un sentido estético en el
que hacía alarde de suavidad y ritmo con un acento personalísimo, hazaña tanto más
asombrosa por cuanto la etapa de su ascenso y madurez como torero se corresponde con
un tipo de toro cuya agresividad, poder y sentido derramó más sangre que nunca tanto en
México como en España, con más de cien víctimas mortales, entre las cuales hay trece
matadores de toros, de Joselito El Gallo (Talavera de la Reina, 16.05.20) a Ignacio Sánchez
Mejías (Manzanares, 11.08.34)–. Inevitablemente, Pepe Ortiz sufrió también numerosas
cornadas, de suma gravedad algunas de ellas. Y casi siempre durante el tercio de quites,
no pasando de muleta, engaño con el que, de acuerdo a la crónica de la época, no tenía el
mismo dominio que con ese capote ondulante con el que solía refrenar el ímpetu de fieras
recién salidas del toril, más propensas a acometer desordenadamente que a embestir con
alguna fijeza… hasta que terminaban envueltos con aquel lienzo de giros pausados y
cadencias acompasadas con el que Pepe Ortiz alumbró lances como la tapatía, la orticina,
la guadalupana, el quite por las afueras –galleo por medias chicuelinas–, entre otros que
se quedaron sin denominación porque la imaginación de su inventor rebasó con creces las
de los bautizadores oficiales u oficiosos de las nuevas suertes de capa.
La tarde del 28 de enero de 1934, con Ortiz como uno de los dos invitado a participar en
esa sola corrida, el segundo toro se llamó “Periodista” y Pepe lo bordó de lujo desde los
cadenciosos lances de recibo, lo puso en suerte ante el caballo con la sutileza habitual en
él. Y sorprendió a tirios y troyanos al recibirlo con el capote por detrás, a la salida del
primer puyazo, para ligar una insólita serie de lances girando a favor del viaje del astado, a
sus espaldas siempre, enlazados entre sí mediante un movimiento apenas perceptible
para cambiarse de pitón sobre la marcha. El remate a una mano, no menos suave y
envolvente, coincidió con una catarata de sombreros y prendas procedentes del tendido
donde la gente, puesta de pie, celebraba con asombro la singular hazaña.
La celebridad del quite de oro –así llamado porque iba a poner en manos de su autor el
áureo trofeo en disputa—opacaría un tanto en el recuerdo la calidad de un muleteo no
menos inspirado, basado en la mano zurda, que no fue premiado con los apéndices del
noble lagunero porque Ortiz no estuvo acertado al estoquear. Pero el conjunto de su
actuación y, sobre todo, la conmoción provocada en la afición por aquel quite
extraordinario, convirtieron al tapatío en indiscutible vencedor en la pugna por la oreja de
Oro. Reconocido como tal al inclusive por los armillistas, que también habían visto en gran
plan a su torero.
El toreo de capa, en la cumbre. Por ese mismo tiempo surgieron también en España
varios capoteros prodigiosos. Se habla con unción de Cagancho y Curro Puya, trianeros
ambos, que lentificaron y dotaron de una profundidad abismal sus lances de recibo –la
verónica desmayada, “lenta, olorosa, redonda” en palabras de Gerardo Diego–, pero
tampoco hay que olvidarse de Victoriano de la Serna ni de Fernando Domínguez o Félix
Rodríguez, ese santanderino cuasi desconocido que lo hacía todo con arte y sabor
extraordinarios. O los mexicanos Jesús Solórzano y Luis Castro “El Soldado”, asimismo
artífices señeros de la verónica. La de Pepe Ortiz quizá fuese más ligera, pero a cambio,
fue único en el secreto de andarles a los toros, haciéndolos partícipes de una especie de
danza cuya musicalidad velaba la violencia intrínseca de aquellos rudos primeros tercios y
transportaba la corrida a un lugar hasta entonces desconocido, reino encantado en el que
la finura de procedimientos y la fantasía creadora colocaron el toreo a la altura de las
bellas artes. Por algo se llamó a Pepe Ortiz El Orfebre Tapatío, sobrenombre apenas
adecuado para un artista como no ha habido otro igual con la capa entre las manos.