Antonio Corbacho, samurai del toreo
La última ilusión taurina de Antonio Corbacho quien se nos fue exactamente hace 8 años, fue el colombiano Sebastian Ritter que perdió así un guía esplendido que lo entendía perfectamente y juntos trazaron un mundo de ilusiones que se quebró con la partida final del grandioso torero, apoderado y filosofo de la vida.
Pero Ritter sigue ahí, soñando, escarbando en los recuerdos. Ya le llegará su ocasión para demostrar el gran torero que ES.
Antonio Corbacho, el maestro, entendía el toreo como una entrega total, sin dobleces, sin importar la vida y así lo comprendió José Tomas que fue uno de sus alumnos mas aventajados.
“El camino del valiente no sigue los pasos de la estupidez. Un perro sin dueño vagabundea libre. El Halcón de un Daimyo (señor) vuela más alto”.
Mirumoto Jinto
Existe una leyenda en Japón en la que un grupo de 47 guerreros se vieron obligados a convertirse en Ronin —aquellos Samurais que se quedaban sin dueño—, ya que su amo se quitó la vida en un acto de “seppuku” —suicidio—, pues había agredido a un alto funcionario del gobierno y fue obligado a hacerlo.
Al quedarse sin amo, los antiguos guerreros carecían de alguna meta en la vida, por lo que decidieron vengar la muerte de su daimyo, con el asesinato del alto mando que los había dejado sin amo.
Cuando esto sucedió, los 47 ronin se entregaron voluntariamente a la justicia y fueron sentenciados a quitarse la vida.
«Nunca he querido ser como los demás». Evidente, dice Francisco Apaolaza.
Ahí está el éxito de una vida que arranca toreando de salón en un callejón de Chamberí y remata moldeando personajes de fábula como José Tomás.
En el camino, no recuerda ni una fecha. Ahora lee ‘Analectas’ de Confucio, pero de chico le gustaba el rigor torero de El Viti. Cuando lo sacaron del colegio para trabajar, hizo de botones en una oficina, de pintor, de repartidor de lotería en el Madrid de los 60.
En parvulitos le decían ‘El Torero’ y a los nueve años se puso delante de su primera vaca, una vieja que le doblaba la edad: «Llevaba pantalón corto. Me cogió y me quedé conmocionado, pero le pegué media verónica». Desde entonces, nunca le han gustado los niños toreros.
Dice Anya Bartels Suermont autora de la fotografía de Corbacho con nuestro compatriota Ritter :
Antonio Corbacho habla poco. Pero cuando habla va al grano. Comenta sus ideas con afilada brillantez. Ve la vida con bondad y un humor más seco que el desierto del Gobi.
A él se le puede contar todo. Y ante cualquier derrota propone ideas existencialistas. Tiene muchos amigos y enemigos; los enemigos hechos también por méritos propios, algo de las tantas cosas que admiro de él.
Pase lo que pase, Corbacho jamás dice lo que conviene, sino lo que hay. Y para bien o para mal, ¡que más da!, sin una gota de diplomacia. Verdadero, sabio, preciso, sensible, incomodo, afectuoso, listo… Corbacho.
Su ultimo ‘faenón’ verbal en una plaza de toros tuvo lugar en el último San Isidro. Estaba debilitado por la enfermedad y muy limitado físicamente, como un torerazo con tres cornadas cruzando Las Ventas.
Se encontraba sentado en el callejón, en el burladero debajo del 9, y de pronto se levantó como un huracán, con unas fuerzas descomunales que no se sabe dónde las tenía, para ‘comentar’ en voz tan alta que se habría escuchado hasta en la Cibeles a otro apoderado durante un lío en la suerte de varas que de una puta vez hiciese el favor de enterarse de dónde había que picar el toro.
«¡¡En el 5, coño!!». Acto seguido, volvió a sentarse, me pidió un caramelo y murmuró: «De verdad, qué coñazo. Y lo que tarda éste en comprender… ¡Joder!».