La tauromaquia es una experiencia que enfrenta al espectador a sus propios dilemas
No traigo mercancía fresca. Debí haber escrito esto en mayo, que fue cuando sucedió, pero andaba yo entonces al borde del colapso y no supe encontrar ni el tono ni la forma para contar lo que acababa de vivir. No importa mucho, porque las sensaciones no prescriben, pero no está de más advertirlo, que a los puristas de la actualidad no les gusta leer las cosas con tanto retraso.
Chapu Apaolaza, periodista taurino y miembro de la Fundación Toro de Lidia, me invitó a ver una corrida de San Isidro desde el callejón de Las Ventas. No es lo mismo que verla desde el tendido, me advirtió, es una experiencia mucho más impactante. Le confesé que no había ido a los toros en mi vida y que me tengo por antitaurino, si es que ser antialgo es una forma de definirse. Ambas cosas le parecieron fenomenales a Chapu. Casi se relamió con la idea de enseñarle a un alma virgen los toros por primera vez. Lo comparó con llevar a alguien a ver el mar, estaba deseando ver mi reacción. Te invitamos para que luego cuentes lo que te dé la gana, me dijo, o no cuentes nada, pero creo que merece la pena que conozcas este mundo.
Con solo aceptar la invitación de Chapu ya tuve una discusión con mi madre, que se enfadó mucho conmigo. No sé qué se te ha perdido ahí, decía, ni qué curiosidad ni qué leches. Coincidía mi madre con algunos tuiteros y gente del Facebook, que me llamaron criminal y asesino cuando colgué una foto en la puerta de Las Ventas. Y aún no había ni entrado a la plaza.
«Me descubrí fascinado en la corrida de toros»
Mis sensaciones y emociones durante la corrida estaban rotundamente condicionadas por mi anfitrión. Chapu Apaolaza es un tipo muy cariñoso, muy elegante, muy cordial, muy listo y muy culto. Alguien con quien es fácil encontrar complicidades. Ha sido comentarista de retransmisiones taurinas y tiene cierta reputación de bicho raro entre los aficionados más pata negra, que no entienden, por ejemplo, que se dedique a invitar a la plaza a gentuza como yo, que luego se dedica a criticar los toros. Asistir a una corrida con cualquier otra persona habría hecho de la misma algo mucho más desagradable y, sin duda, más en sintonía con lo que mi madre esperaba de mí (que confiaba en que saliera horrorizado, tal vez con náuseas y gritando asesinos a los del tendido que aplauden).
Chapu tiene la culpa de que horas después, tomando unos botellines en un bar cercano, no me quedase más remedio que responder: sí, me ha gustado. Me sentía muy raro diciéndolo. Me resistía, incluso. Pensaba que el asco, el olor a animal, la brutalidad del rito y la cercanía con la sangre y la muerte se me iban a hacer insoportables, y no descartaba tener que marcharme de allí a los diez minutos, incapaz de ver nada más. Pero no solo aguanté toda la corrida, sino que me descubrí fascinado. Y eso que no fue una buena corrida. Eso me dijo Chapu, que fueron faenas mediocres, pero qué más daba, si yo no entendía un carajo, si era incapaz de saber si lo hacían bien o mal, si apenas entendía el significado ritual de cada escena. Sólo sabía que me había impactado mucho, para bien. Reconocer otra cosa habría sido hipócrita. A los ojos de mi madre, esta sensación me convertía en una especie de psicópata, alguien no menos despreciable que un ministro nazi.
«La forma más eficaz y definitiva de oponerse a algo es no conocerlo»
A ver cómo se lo cuento, pensaba, sabiendo que no me iba a entender, pero que tampoco podía mentirle y decirle que me había asqueado ese espectáculo de tortura animal porque no era cierto: tenía la certeza de haber asistido a algo bello.
¿Cómo puede suceder eso? ¿Cómo puedo encontrar belleza –una belleza de una forma primaria y radicalmente distinta a la belleza que me inspira el arte– en un espectáculo que atenta contra mi sensibilidad, que representa todo lo que detesto de mi país, que escenifica una barbarie de la que abomino?
Cuando doy una charla o tengo un acto literario y, en el turno de preguntas, alguien del público empieza disculpándose porque aún no ha leído mi libro, le suelo responder: mejor, así tendrá una opinión contundente de él, que la lectura no le ha estropeado. Es un chiste pero lo digo en serio: la forma más eficaz y definitiva de oponerse a algo es no conocerlo. Es muy difícil mantener una convicción firme sobre cualquier cosa una vez se ha visto la tal cosa de cerca. En lenguaje taurino –que ha aportado tantísimas expresiones coloquiales al castellano, la mayoría de las cuales ni siquiera suenan taurinas–, eso se llama ver los toros desde la barrera (es decir, lo que hice yo, literalmente).
No me he caído de ningún caballo, no soy un converso ni me voy a sacar el abono de la temporada que viene. Puede que no vuelva a ver una corrida en mi vida, pero me alegro mucho de que Chapu me invitara a conocer su mundo. Me siento un privilegiado por haber visto algo rarísimo que atenta gravemente contra el espíritu de los tiempos, algo que pone a prueba no sólo mi sensibilidad, sino la de toda la sociedad.
«Los toros recuerdan que el ser humano es un depredador y que la única forma digna de afrontar su condición es mirar a los ojos a su presa»
El espectáculo y su rito plantean dilemas muy incómodos que no se pueden resolver desde una atalaya moral. Es muy facilón señalar lo evidente: que hay un animal que sufre y muere para proporcionar deleite estético. No se puede negar. Ningún taurino decente y sincero debería negarlo. Pero no es menos cierto que el público que asiste a las corridas no se compone de psicópatas sádicos ávidos de morbo y salpicaduras de sangre. No es el sufrimiento de un animal lo que les lleva a la plaza —al menos, no lo es en el caso de los aficionados como Chapu—, sino la potencia simbólica del ritual, la representación de una tragedia donde todo sucede de verdad. Porque eso es una corrida: la teatralización de una lucha, pero es un teatro donde todo es real, que termina con la muerte real y en el que el torero tiene un peligro real de morir. No son actores representando Medea. El espectador sabe que no hay fingimiento, que al terminar la función no caerán las máscaras.
Esto es atávico, brutal, incomprensible y, sobre todo, innecesario. Claro que sí, pero después de verlo yo ya no puedo sostener la caricatura del aficionado taurino como un salvaje abominable. Al contrario: desde su punto de vista, el salvaje abominable soy yo. Yo soy el hipócrita que se horroriza de la muerte del toro en la plaza pero disfruta de un chuletón. Un hipócrita que se avergüenza de su condición depredadora y que come muchos animales siempre que no vea cómo los matan. Un hipócrita que se aprovecha de la industrialización aséptica de los mataderos que quedan a las afueras de las ciudades y que compra los cadáveres de los animales envasados al vacío y con código de barras, para no tener que pensar que esa pieza de carne fue una vez un ser que sentía y respiraba. Para muchos aficionados, los toros representan la confrontación con la naturaleza humana y su relación con los animales que devora. Escenifican una cultura perdida, la que quedó en las paredes de la cueva de Altamira. En un mundo sin culpables, sin responsabilidad, donde todo viene elaborado por manos extrañas, anónimas y distantes, los toros recuerdan que el ser humano es un depredador y que la única forma digna y valiente de afrontar su condición es mirar a los ojos a su presa antes de matarla. Hipócrita y vil, según esta perspectiva, es quien cierra los ojos y finge que no existen las granjas y los mataderos.
No comparto esa visión, pero la entiendo y, sobre todo, comprendo que fascine a mucha gente. Algunos de mis amigos más sensibles y cultos, cuya inteligencia y personalidad admiro, son aficionados taurinos y sienten de alguna forma y en algún grado esa visión. Otros creen, como yo, que es un anacronismo que no tiene cabida en el mundo de hoy y que, inevitablemente, desaparecerá, pero asumen su contradicción: racionalmente les repugna; emocionalmente les fascina. Y lo entiendo: no hay ninguna otra expresión cultural en occidente que obligue a quien la presencia a hurgar en sus propios dilemas y a palparse las paradojas de una manera tan radical. Solo un fanático o un mentecato puede salir de una corrida igual que entró. Me resisto a creer que fue cosa mía. Chapu, como buen Mefistófeles, sabía dónde me metía y sabía qué estaba haciendo cuando me susurraba al oído su retransmisión personalísima del espectáculo. Sabía que me estaba llevando a un lugar incómodo. Sabía que me estaba inoculando un dilema que, aún hoy, meses después, no he resuelto.
Sí, me gustó la corrida, no puedo decir otra cosa. Pero sigo sin saber qué me gustó en realidad ni si excitó alguna zona oscura de mi sensibilidad que tal vez estaba mejor dormida.
Sergio del Molino es escritor y periodista.