Estaba anunciado como un gran acontecimiento. Histórico, porque nunca antes se lidiaron a rejones toros de la ganadería de Adolfo Marín. Y, artísticamente, aún fue más que un acontecimiento: una grandiosa tarde de toreo a caballo, de toros embistiendo con encendida bravura con toda la emoción y las complicaciones que ello entraña, y de toreros aceptando la prueba y superándola con alto nivel. Magistral Ventura, fue la suya una actuación completísima, a la altura de la expectación que se tradujo en la Plaza de Toros de Ávila completamente llena dentro del aforo permitido. Diego asumió el compromiso como un reto. Lo anunció así y así lo vivió, con la entrega y el sentido de la responsabilidad de quien sabe que ha lanzado una moneda al aire y que tiene que salir cara sí o sí por lo arriesgada de la apuesta. Porque en ella no iba solo anunciarse con una ganadería considerada torista, de aficionados, sino que la corrida fuera un espectáculo que confirmara que estos gestos merecen la pena hacerlos, que se pueden hacer más y que, como prueba la entrada final, el público los agradece.
Y Diego fue Ventura en toda regla. A lo grande. En tono grandioso. Solo dos detalles, no menos importantes, reducen demasiado el resultado final de una oreja de una actuación global que pudo ser de cuatro y un rabo. Esos detalles fueron el fallo reiterado con los aceros en el primer toro y la incomprensible cerrazón del presidente negando la segunda oreja del quinto aun con toda la plaza puesta en pie y pidiéndola de forma unánime. Que sí, es cierto que ese segundo trofeo es competencia siempre del palco, pero ¿bajo qué argumento artístico o técnico se puede justificar que una persona le llevara la contraria a varios miles? Resulta muy complicado de entender. Porque la obra de Diego Ventura a ese quinto toro de Adolfo fue un primor. Una gozada, un ejercicio de entrega, de pulso entre el animal y el hombre de una emoción arrebatadora. Porque fue bravo y encastado el burel y, como es costumbre en él, en nada se tapó el rejoneador, que, desde la salida con Guadalquivir, se fajó con su oponente en las distancias más cortas haciendo gala de un valor seco y de un sentido del temple en mayúsculas absolutamente mágico. Así fue con Velásquez, con el que se dejó llegar al astado a límites de escalofrío y, sobre todo, con Bronce, con el que el prodigio alcanzó cotas difícilmente superables. Porque Bronce es el Bronce de siempre, pero aún mejor. Es el Bronce que hace suyo y domina todos los terrenos, también los del toro, con la misma suficiencia y capacidad, pero ahora con el summum de hacerlo casi por voluntad propia. Porque Ventura le quita la cabezada y le deja hacer. Y Bronce se va al toro, a ese lugar donde el toreo es un precipicio y ahí se queda para mandar, para imponer, para morder y para impresionar por tamaño despliegue de poder y de valor. Fue la cima de la faena, a la que siguió el carrusel de cortas con Guadiana, anticipo del momento supremo, que Diego culminó al segundo intento tras un primer pinchazo. ¿Fue éste el clavo ardiendo al que se agarró el palco para negar el doble premio? Sería incomprensible en todo caso, porque no se debe medir con parámetros cuadriculados lo que fue un puro ejercicio de libertad, sin límite ni canon alguno. El público tampoco lo entendió y se rozó el altercado de orden público, que Diego Ventura calmó dando dos aclamadas vueltas al ruedo.
Una atronadora ovación recogió en el tercio a la muerte de su primero, otro toro exigente, que no regaló nada y que multiplicó el valor de lo hecho por el torero. Para empezar, quedarse solo en el ruedo para recibir a portagayola al adolfocon Guadalquivir para clavar un rejón de castigo que fue ya el primer quejío de la tarde, la mecha que la dinamitó. Impresionante este arranque, aún lo fue más el tercio de banderillas con Nazarí -eterno Nazarí-, que se hiló la encendida embestida del cárdeno a su barriga para conducirlo empapado en la muleta invisible de su temple único. Tenía eso, mecha, la embestida del toro, pero ni un tirón se le fue a Ventura con Nazarí, todo lo contrario: un pulso compartido que pareciera que caballo y rejoneador sintieran por igual. Esa precisión fue máxima también con Lío para clavar al quiebro con una exactitud sublime frente a la arrancada de frente del toro de Adolfo que no concedía duda alguna por fugaz que fuera. Se venía el toro buscando arrollar, pero lo burlaba Ventura con Lío en quiebros impresionantes, ya dejándose venir al toro, ya a caballo parado. Mantuvo alto el listón de la conexión con la gente en las cortas con Guadiana, pero fue entonces cuando sobrevinieron los fallos con el rejón de muerte que privaron al jinete del premio máximo a una obra máxima.