Hace 28 años César Rincón unió su gloria torera a » Bastonito» de Baltasar Ibán en Madrid
La grandeza de César Rincón es historia viva de la tauromaquia. Vivo con la historia y no de la historia pero lo ocurrido hace 28 años en Madrid con el toro de Baltasar Ibán, «Bastonito» , está en los anales de la épica por la fiereza , la casta, y esa faena colmada de matices que surcó la tragedia.
No falta el desaprensivo que intente , sin conseguirlo, restarle méritos al maestro colombiano pero los enanos de pensamiento son los menos y no merece detenerse en su mezquindad. A esos, los pocos, se les olvida la gesta del maestro, su aporte cuando más se le necesitó y vinieron, gracias a él 10 figuras del toreo cuando estaba cerrada La Santamaría y un grupo de novilleros ( loor a ellos) se plantó a las puertas de la plaza para reclamar su reapertura lo que se logró. Mantiene con mucho sacrificio una ganadería en Colombia, Las Ventas, de éxitos sonoros en muchas plazas de Colombia y América. Y discretamente ha tocado las puertas de funcionarios, expresidentes, ministros para mostrarles la importancia de una fiesta que no es solo congregar aficionados en un coso sino el circuito social y económico que representa una corrida en una ciudad o un pueblo.
Volvamos a la grandeza de una corrida en Madrid. Se cumplen 28 años de la lidia de uno de los toros más bravos y fieros que recuerda la afición venteña.
«Bastonito» nº25 de Baltasar Ibán, negro de capa, con 501 kilogramos y nacido en agosto de 1989. Su lidia y muerte correspondió al torero César Rincón, cortando una oreja y el toro premiado con la vuelta al ruedo. Sin duda, una de las batallas más épicas que se recuerdan entre un toro y torero. «Bastonito» representa y es uno de los máximos exponentes de lo que debe de ser el toro bravo y como dijo Joaquín Vidal en su crónica de El País, ”Bastonito fue el resultado que todo ganadero debe buscar en la crianza del toro de lidia: un animal que venda cara su vida”.
Al día siguiente , el maestro JOaquín Vidal reseñó en El País lo ocurrido ese 7 de junio, un día como hoy
Salió un toro de casta brava a eso de las siete y media de la tarde, y eran las tantas de la madrugada cuando aún discutía la afición si mereció la vuelta al ruedo que le dieron las mulillas con todos los honores, bajo una cerrada ovación del público puesto en pie. A ese toro, César Rincón le había cortado una oreja, cuyos merecimientos asimismo se discutían de madrugada, aunque el toro le pegó previamente un volteretón al torero en justa correspondencia, dejándolo herido, maltrecho y sin posibilidad de continuar la lidia. Un toro de casta brava: ¡menudo acontecimiento! Un toro de casta brava como el que saltó al ruedo venteño a eso de las siete y media de la tarde, es la sensación, el acabose, un valor del que apenas quedaba memoria, un tesoro recuperado de lo recóndito, un vendaval de sensaciones llegado de la noche de los tiempos. Embestir el toro de casta brava tan pronto plantó su pezuña en el redondel, y ya vibraba la plaza entera, reviviendo aquel estremecimiento singular y aquella emoción intensa que conformaban el ambiente habitual de las corridas de toros en todas las épocas, creando una afición numerosa, fiel y apasionada por esta fiesta exclusiva llamada del arte y del valor.
El toro de casta necesitaba, naturalmente, un torero en plaza, y lo hubo en la corrida ferial. Fue César Rincón, que le presentó pelea con el ardor y la entrega propios de un novillero principiante. Tiene mérito: quien ha cimentado fama y fortuna y está catalogado figura indiscutible del toreo, peleando corajudo con el toro de casta indómita, afanándose en la cercanía de sus pitones, intentando embarcarlo en la muleta del arte con serio riesgo de cogida, trastabillando cuando la fiera codicia del toro desbordaba el arte, la muleta y hasta el artista muletero.
Tiene mérito la entrega novilleril del diestro maduro. Aunque cabía esperar también de su oficio, de su experiencia y de su condición de figura del toreo, que poseyera la serenidad y los recursos suficientes para ordenar, encauzar, dominar aquel torrente de embestidas. Y ahí es donde falló César Rincón pues, pese a su valentía y pundonor, se vio superado por el toro en todas las series, en todos los pases y en todos los frentes. Sencillamente, no pudo con él. Sólo la suprema entrega en la estocada entrando a toma y daca, que le costó un voleteretón y luego un terrible menudeo de pitonazos, le redimió de sus anteriores limitaciones y fatigas, y validó el premio de la oreja, que le fue concedido a petición mayoritaria de un público conmocionado por los desgarradores lances que acababa de presenciar.
Al toro de casta se le dio la vuelta al ruedo en medio de un clamor. Ahora bien, ¿fue bravo en realidad? Nunca se podrá saber, desde luego, pues ya está muerto y seguramente comido en estofado. Pero la duda permanece y eso es lo que discutían acaloradamente los aficionados aún de madrugada, sin llegar a ningún acuerdo. Porque la bravura del toro se mide en el tercio de varas, y este se cerró incompleto. El picador tapó la salida del toro en el primer puyazo; el segundo consistió en un picotazo leve y el tercero ni existió, ya que el presidente se apresuró a cambiar el tercio, dejando en el aire la incógnita del toro y su bravura.
Reacción al castigo
Cierto que el toro estuvo recargando fijo sobre el peto varios minutos sin atender a los quites, mas el picador no picaba y el celo embestidor carecía de la medida que únicamente puede dar su reacción al castigo. Dos varas, además, no bastan para probar la bravura. Muchos toros se han visto recargar entregados en los dos primeros puyazos y, en cambio, al sentir el tercero, cantaban la gallina, escapaban despavoridos a la querencia de chiqueros.
No se dice que el toro encastado de Ibán se hubiera comportado así, ni mucho menos, e incluso su comportamiento posterior permite suponerle una bravura excepcional. Pero como no se le picó por derecho, ni recibió las varas en regla, ya todo pertenece al terreno de la hipótesis.
O sea, la cuadratura del círculo. La afición pasó la noche en vela resolviendo problemas de trigonometría con este proceloso asunto de la bravura del segundo toro de Ibán y su trascendencia inmanente cabe la brumosa inmensidad del piélago que le valió el premio de la vuelta al ruedo, y más valdrá dejarlo para no sumirse en la discusión interminable y acabar cazando moscas. Da más gusto la vida cuando únicamente exige distinguir entre verano e invierno, sol y lluvia, noche y día, blanco y negro; dulce o amargo, bueno o malo, en definitiva.
Y así, otras facetas de la corrida, lo aficionados no necesitaron someterlas a discusión, ni nada.
¿Emilio Muñoz? No me hable. ¿Juan Mora? No me diga. Invierno, lluvia, noche, negro, amargo, malo, duelos y quebrantos, rayos y centellas, carros de demonios; pues habiéndoles correspondido toros nobles (no el que abrió plaza, de condición incierto), el primero de los mencionados diestros los toreó crispado, el segundo relamido, y ninguno de los dos acertó a construir una faenita somera, aunque fuese medianamente aparente.
Hubo suerte, de todos modos, porque si en lugar de tener delante aquellos toros nobletones les sale el de casta brava e indómita, ni se sabe lo que hubiera podido ocurrir allí. Sólo de pensarlo, a la afición se le abrían las carnes. Y ya rompía el alba. Y las miserias del cuerpo no necesitaban a esa hora más quebraderos de cabeza, sino café calentito y buena cama.