Que las corridas de toros se hagan sin toros, ese serìa el absurdo de quienes quieren ceder a deformar los tres tercios. La IMPRESCINDIBLE columna de Alcalino

Que las corridas de toros se hagan sin toros, ese serìa el absurdo de quienes quieren ceder a deformar los tres tercios. La IMPRESCINDIBLE columna de Alcalino

Un paradigma es un modelo o estructura conceptual autosuficiente, aplicable a algún
espacio bien determinado del mundo real. Cuando un paradigma emergente pretende
modificar las relaciones sociales en uno o varios campos, tenemos que prestar atención,
en primer lugar, a su base argumental, y a continuación calibrar tanto sus consecuencias
inmediatas como las de mediano y largo plazo. Proponer un modelo nuevo sin ahondar en
esa analítica significa caer en un error fundamental.


Hay, en la actualidad, ejemplos de paradigmas emergentes apresuradamente lanzados
que, por omitir esos pasos indispensables, están provocando justa inquietud. Uno sería la
llamada cultura de la cancelación. Según el enfoque que se le dé, puede abarcar temáticas
tan amplias como la mitología y la teología (oponiéndose a dioses concebidos según el
modelo patriarcal), el arte (borrando o interviniendo obras maestras del pasado con
predominio de protagonistas masculinos o en cualquier sentido supremacistas) y, por
supuesto, la historia y la cultura tal como generalmente se tienen concebidas.


El negacionismo, en cualquiera de sus temas, representa casos extremos de la cultura de
la cancelación. Puede vañidar afirmaciones como que la Tierra es plana, las vacunas son
nocivas, el Holocausto nazi nunca existió… o la Tauromaquia es una forma de tortura que
debería suprimirse en nombre de la moral y el avance civilizatorio, pues es ejercida sobre
pobres bestias indefensas por asesinos profesionales para solaz de sádicos inmisericordes.
Pero claro, por ese camino habrá que ver qué tan provechoso y civilizado resulta aplicar la
cancelación a, digamos, la literatura clásica.

A ver entonces qué drama o comedia de Shakespeare se salva de los recortes cancelatorios urdidos desde el feminismo radical. De ahí a la quema de libros y juicios sumarios a los “herejes” no hay más que un paso.


Peligrosa coyuntura.

Puesta la tauromaquia en la mira cancelatoria, este columnista se refirió recientemente a esa parte fundamental de la cultura que son las tradiciones, asomándose a sus modos de construcción y funcionamiento para abordar el caso de la fiesta de toros, tan acuciante para muchos de nosotros. Hablábamos de la necesidad de discutir serenamente sobre su significado, conformación y alcances históricos, éticos y estéticos antes de aceptar su desmantelamiento, apresuradamente emprendido bajo las premisas de la protección de los animales, erigidos en sujetos de derechos a semejanza de los seres humanos.


Desde esa perspectiva y bajo un clima favorable a la renovación y al cambio de
paradigmas, esta defensa de “lo indefendible” supone un nadar a contracorriente, con la
tauromaquia convertida en blanco favorito de la euforia cancelatoria alentada por el
redismo (anti) social y el desmantelamiento de la diversidad cultural desatado por la
globalización anglosajona. Pero no nos queda de otra. Antonio Casanueva, catedrático
universitario y taurófilo de toda la vida, acaba de emitir, desde el ángulo de la
negociación, su propio punto de vista, tan plausible como la docta exposición del Dr. Julio

Fernández –vía zoom, el lunes pasado— desarrollando a profundidad el tema del toro de
lidia. Y Leonardo Páez, ayer mismo, bautizó con el neologismo hemofobia ese ciego horror
a la sangre que está en el trasfondo de la descompuesta embestida del marrajo legislativo.
Estado de urgencia. Como telón de fondo tenemos la probable implantación en México de
una tauromaquia incruenta, aludida por la presidenta de la república y hacia la cual parece
inclinarse el cuerpo legislativo del país.

Vista desde fuera, la propuesta pareciera conjugar tradición y ciencia, economía y ecología y parece armonizar razonablemente con la ley de protección animal aprobada por los congresales hace un par de semanas.


Sin embargo, en mi modesta opinión, el toreo sin derramamiento de sangre es un sofisma
que infracciona tanto la raíz conceptual (epistemológica) de la biología como la de las
ciencias sociales, dentro las cuales, como hemos visto, quedan comprendidas las
tradiciones. Para colmo, la tal tauroasepsia tampoco resolvería los problemas económicos
de quienes directa o indirectamente viven de la fiesta brava.


Veamos por qué.


1) Infracción a la ecología. Señalado mi columna de referencia (11.11.24) que una versión
incruenta de la tauromaquia, de acuerdo con el sentido común y experiencias como la de
Quito –ciudad muy taurina en la que, por decreto, se cancelaron en 2011 las corridas a
muerte–, no despertaría mayor interés en la gente. Si se legislara en ese sentido, más
pronto que tarde el abandono popular condenaría a la extinción a una especie endémica
de México como ya es, al cabo de los siglos, nuestro toro de lidia. Seguramente, la
taurofobia militante lo festejaría, pero iba a crearle un serio problema al estado mexicano,
dada la obligación que tiene de velar por la biodiversidad del país. Todavía peor: la cría de
ganado bravo, de características opuestas a las de la ganadería extensiva, establece su
hábitat en ecosistemas naturales cuya preservación es un dique muy efectivo contra la
depredación ambiental y el cambio climático.


Ergo, la tauroasepsia afectaría fatalmente al medio ambiente natural.


2) La infracción a la tradición. Si vamos al aspecto mítico en que se basa cualquier
manifestación tradicional –no me extiendo sobre el particular para no repetirme ad
nauseam–, el sentido moral y artístico del toreo igualmente quedaría en entredicho, pues
cancelada la muerte ritual del dios-toro en tanto culminación de una de las formas más
originales y arriesgadas de confrontación entre el genio y el ingenio humanos y las fuerzas
superiores de la naturaleza, la ética y la estética taurina, trastocadas en su esencia, se
perderían irremediablemente. Y es que si una tradición se degrada a mero espectáculo,
sólo sobreviven sus aspectos más superficiales, y en nuestro caso sólo puede conducir a la
irrelevancia del mítico encuentro y el misterioso y creativo diálogo entre toro y torero. El
totem animal, el toreador en turno, serían tan intercambiables e irrelevantes como pueda
serlo en los circos baratos el payaso de las cachetadas, que es más o menos en lo que han
convertido a la fiesta brava sus múltiples detractores.

Y eso por no abundar en la historia del toreo, un riquísimo relato de cinco siglos, con sus
héroes y peripecias, sus dramas, gestas y jubileos, drásticamente cancelados.


3) ¿Infracción a la ciencia? Según se nos ha dicho, todo el entramado articulado en torno
a la necesidad de modificar el sentido de la tauromaquia tradicional descansa en un
argumento científico: el descubrimiento de que ciertos animales –los mamíferos
superiores– son “seres sintientes”. Estamos, pues, ante una consecuencia irrefutable del
imparable avance del conocimiento científico de la época. Pero es precisamente en este
punto donde radica la falla del argumento que se nos pretende imponer.

Porque nada nos dice que nuevos descubrimientos puedan extender la condición de seres
sintientes a otros órdenes del vastísimo reino animal, sin excluir cualquier tipo de fauna
dañina –ratas, cucarachas, plagas en general–, y, por qué no, microorganismos capaces de
transmitir enfermedades graves y hasta de provocar pandemias de alta letalidad. Después
de todo, la ciencia ya descubrió que compartimos con la mosca común entre 60 y 70 por
ciento del ADN ¡Bastante más que con el ganado bovino, objeto de la protección
animalista!.


Cuando eso suceda, lo que no es improbable, habría que ver qué posición adopta la muy
compasiva y sensible masa tauro y hemofóbica. La cual, que se sepa, no ha demostrado el
mismo furor exterminador contra la guerra, el maltrato de especies domésticas y cárnicas,
la corrupción, el racismo y otras tantas calamidades “menores” que andan por ahí sueltas.
Colofón. No resisto la tentación de recurrir al auxilio de una pluma mucho más afilada y
virtuosa que la mía. Fragmentos harto elocuentes de un texto sobre nuestro tema, de la
firma del finado escritor colombiano Antonio Caballero, ejemplo de sabia y lúcida ironía.


“El problema detrás del debate sobre las corridas de toros es la ignorancia. Los enemigos
de la fiesta de los toros, sean animalistas sinceros o politiqueros sin escrúpulos, no saben
de qué están hablando (…) No saben por qué se torea, ni por qué se va a los toros. Pero en
vez de intentar averiguarlo se inventan un porqué: por sadismo, dicen: por amor a la
sangre violentamente derramada; por placer en el dolor y la muerte de bellos animales;
por complacencia morbosa en la tortura.

De nada sirve que toreros y aficionados les expliquemos que no es así; y que si ésos fueran
los elementos que constituyen el toreo y la afición no seríamos ni toreros ni aficionados a
los toros. (En Colombia) El magistrado Alberto Rojas Ríos propone algo tan difícil como la
cuadratura del círculo: corridas de toros en que “se proscriban y eviten los sufrimientos,
dolores y malos tratos a los animales como seres sintientes”. Es decir, sin combatir con los
toros. Sin herirlos: ni con la puya del picador (habrá que suprimir el tercio de varas); ni con
las banderillas de los peones (habrá que suprimir el tercio de banderillas); ni, desde luego,
con el estoque del matador: tampoco habrá tercio de muerte. ¿Cómo se hará para eliminar
los tres tercios de la corrida sin eliminar la corrida? El magistrado da una solución: “Como
se hace en Francia y en Portugal”. La idea viene, como sucede con los antitaurinos, de una

información inventada: la de que en esos países no se mata a los toros. Al magistrado
Rojas le habría bastado con informarse mejor. En todas las plazas de Francia se mata a
estoque a los toros (…) Y en Portugal se los mata también, pero no a estoque: se los
apuntilla fuera de la vista del público, en los corrales, al día siguiente (…)


Pero tampoco eso daría satisfacción a los antitaurinos, que lo que quieren no es que no se
mate a los toros sino que no se los toree. Que no se les lleve en camión del campo a la
plaza, lo cual los somete a un cruel estrés; que no los asuste el griterío del público; que no
los fatiguen las incitaciones y los engaños de la capa y de la muleta. En resumen: que las
corridas de toros se hagan sin toros.


Lo cual tiene, curiosamente, un precedente en el anecdotario taurino, en este caso taurino-
musical. Hace un siglo el gran torero Rafael Guerra, Guerrita, ya retirado y rico, era el
dueño del único teatro que había en la ciudad de Córdoba. Llegó allí en una gira de
conciertos el famoso pianista Arturo Rubinstein y Guerrita, que de su juventud borrascosa
recordaba el piano como un instrumento propio de burdeles, se negó a prestar su teatro,
que era un teatro decente. Acudieron a su vergüenza torera: Rubinstein, le dijeron,
también era un artista, como él. Y Guerrita cedió, magnánimo, diciendo: “El señor
Rubinstein puede dar su concierto… pero sin piano.”

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