Sebasian Ritter, el torero que venciò las dificultades

Sebasian Ritter, el torero que venciò las dificultades

Málaga Hoy le dedica un amplio reportaje al torero antioqueño Sebastian Ritter que ha tenido una destacada actuaciòn este año en España venciendo la pandemia.

Los acontecimientos que componen la vida de Sebastián Ritter aparecen hilados en las decenas de puntos que cosen su cuerpo, deshecho y forjado a base de cornadas. Algunas heridas aun renacen frescas en la piel; otras, se mantienen como una cicatriz que el tiempo y la fe tratan de borrar. La historia de este torero colombiano, nacido en Medellín en 1992, parece un relato de aventuras en sus inicios al que se adhiere el poso de madurez conforme avanzan los años y que tiempo más tarde estaría protagonizada por la Legión, y el Cristo de la Buena Muerte, de Mena. Conocería la cofradía a través de su apoderado, y entablaría una relación devocional que llega hasta estos días.

La inocencia del niño que juega al toro, que admira a un padre que también sabe lo que es ponerse delante del animal; que de vez en cuando, se «gana un dinero» toreando con una toalla para las amigas de su madre; que comienza a maravillarse con Paco Ojeda y Dámaso González al ver que es posible rozar el pitón del morlaco con los muslos, y que descubre una forma de vivir que le lleva a querer alcanzar un sueño «a toda costa». 

Por un momento, Ritter cambia el tono. Ha descrito durante varios minutos su origen y su presente, pero de pronto se vuelve más melancólico. Casi espiritual. Mantiene una pausa de unos segundos, toma aire, y vuelve a arrancar: «Esta es mi historia profesional, pero mi historia personal, igual que la de cualquier chaval colombiano, es complicada. Mi país es una tierra muy bonita y muy humana, pero también muy violenta y atacada por la guerra«.

El relato torna hacia una crudeza que solo conoce quién ha visto «de cerca la muerte»: «Amigos míos han perdido la vida en la calle. Con 12 o 14 años, sin buscarlo, solo por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, y yo he tenido que ver eso. Fueron varias las ocasiones en las que tuve que torear en pueblos controlados por la guerrilla y los sublevados. Pueblos subversivos». Circunstancias que marcan la vida de una persona para siempre. Un hábitat que explica el respeto y la admiración que Sebastián siente por los militares: «Son gente que dan la vida por su país». 

Eran los principios del siglo XXI. El Juli se había convertido poco antes en un icono, un ídolo de las masas que atraía a la plaza al aficionado exigente, a jóvenes enamoradas de él y al público general que arrasaba con el papel de las taquillas: «Mi hermana deseaba ir a verle, así que le cambié mi entrada a cambio de otras tres». Ese trueque, intrascendente, desembocó en una coincidencia que Ritter no olvida: Castella, en su presentación en Medellín, de verde manzana y oro con los cabos negros, abriendo los ojos a un niño que hasta el momento «no sabía que un torero se podía poner tan cerca». Cuenta que su padre le compró la filmoteca a ‘Aranguito’, el conserje de la plaza. Un «taurino de toda la vida» que tiene grabados todos los inicios: «Hasta el mío», apostilla. 

Llegaron los primeros malentendidos a casa: las huidas de clase, los pitones como centro de gravedad, la vida por y para el ruedo. «Cerramos un acuerdo: estudios a cambio de toreo. Compartimos mi padre y yo algunos carteles. Al principio era muy bruto, solo quería ponerme cerca aunque no supiese dominar al novillo, así que me pasaba el día voltereta para arriba y voltereta para abajo, hasta que una tarde, el animal me partió la nariz. Tendría la fractura en tres o cuatro partes. Mi padre pidió que fuera el otro novillero el que entrara a matar, pero saqué arrojó y lo estoqueé yo. Ahí entendió que realmente ansiaba ser torero«.

Primer plano del torero entrenando con la espada
Primer plano del torero entrenando con la espada / JAVIER ALBIÑANA

Madrid aparece en su vida, convertida en la gran obsesión. Un público inconquistable y una plaza sobre la que orbita el mundo taurino. Asegura Sebastián que su familia no tenía recursos para acompañarle en ese viaje a España, así que, en uno de los sorteos antes del festejo, se acercaron su padre y él a hablar con El Juli. Llevaban en la mano un álbum de fotos: «Le hizo mucha gracia que toreara siendo tan niño. Creo que le recordó a él. De hecho, se quedó con una de esas fotos y me dijo que llamara a un número en ocho días para poder hacer los trámites correspondientes e ingresar en su escuela taurina». Así lo hizo, y así se cumplió.

Relata que llegó dos meses antes de que empezara el curso, por lo que entrenaba «a su aire». Un día, mientras paseaba por el entorno de Las Ventas, recibió una llamada: Juan Leal (en la actualidad, matador de toro) había sufrido una cornada, por lo que necesitaban a un sobresaliente. Fue a Zestoa, con tantas «ganas y ansiedad» por torear que banderilleó a todos los animales del festejo: «Yo era muy malo, pero tuve tanta actitud que hasta me quisieron sacar a hombros. Guardo buen recuerdo de ese pueblo, hasta el punto de que al año siguiente volví a torear y, con el tiempo, he vuelto de visita». 

Las temporadas se fueron sucediendo. 2010, el punto de arranque. 2011, la intensidad y gratitud de un invierno junto a El Juli. 2012, su bautizo de sangre, los contratos firmados, y una persona que le cambia la vida: Antonio Corbacho. Un filósofo del toreo, santo y seña de José Tomás y otras figuras a las que acompañó durante su vida, bajo las enseñanzas de los samuráis. Ritter había leído tiempo antes el concepto que implantó en el diestro de Galapagar: «Tenía 10 años, pero fíjate si las palabras tienen poder que le dije a mi padre que, un día, Corbacho sería mi apoderado». 

Algunos hablan de destino. Otros, de casualidad. Pero la realidad es que, bastó que ambos coincidieran en una plaza (uno en el albero, el otro en el tendido), para que Ritter se viera en un coche, junto a Corbacho, camino a Arnedo. Durante el viaje no paró de repetirle la frialdad con la que José Tomás se había mantenido en el ruedo, con una herida en la pierna, sin que nadie se enterara.

CUANDO VI LA COFRADÍA DE MENA EN LA CALLE, SENTÍ UNA EMOCIÓN ESPECIAL. HE SACADO AL CRISTO DE LA BUENA MUERTE CON MI FE»

Igual que la gota que rompe la piedra, el mensaje rompió los esquemas del torero. Los astros se alinearon y entonces, sucedió. Primer novillo de la tarde, de la ganadería de La Quinta. Segundo muletazo de la tanda. El animal, que se lo «echa por lo alto». Cornada en los testículos. Drama en la plaza. Agallas de torero: «Antonio llegó, todo el mundo se disipó, y me dijo que había sufrido una cogida muy fuerte porque había visto cómo el pitón desaparecía. ¿Dónde te duele? En el abdomen, le dije. ‘Pues hasta ahí te llega la cornada. Si entras para dentro, no te van a dejar salir, además que hacer gestos de dolor no es de torero’, me respondió».

Y Ritter se quedó en la plaza, «muy tranquilo». Casi nadie se dio cuenta. Define aquella experiencia como un ejercicio espiritual: «Maté mi último novillo y cuando me metieron para la enfermería, el médico se sorprendió. Tenía 30 centímetros de pitonazo, con una peritonitis por la rotura de la bolsa«. Ritter, con su sangre, acababa de firmar el apoderamiento de Corbacho.

Sería el último año de vida de Antonio. 12 meses para conocer a un chico que había llegado a España sin más materia que el entusiasmo y sus creencias. Sebastián le detalla que, en las últimas navidades, había estado en Málaga, en casa de unos amigos de su hermana: «Me enamoré de la ciudad», subraya. Iba a la playa, toreaba de salón junto al mar, la gente «no se metía con él», ni le insultaban ni le pitaban. Y siempre mantenía el mismo recorrido, que le llevaba hasta la Iglesia de Santo Domingo. Más concretamente, junto a la capilla de Mena, aunque por aquel entonces «no entendía lo que suponía»: «Entraba, rezaba y me iba. No había ninguna relación con el mundo de las cofradías».

ESTUVE A PUNTO DE TOMAR LA ALTERNATIVA EN LA MALAGUETA. IBA A HACERME UN TRAJE CON LOS COLORES DE LA LEGIÓN»

También le habla de cómo ha visto a la muerte pasear por los barrios en Colombia y de la admiración que siente por los militares: «Siempre me ha parecido que alardear de la muerte es banalizarla, porque aquí nos la jugamos todos. Lo que sí defiendo es ser consciente de lo que está pasando, de que en cualquier momento puede acabar tu vida. En ese sentido, Antonio Corbacho me explicó que, al igual que los samuráis, en España había un cuerpo militar que cogía prácticas del Bushido, la Legión«. 

Cuenta Ritter que, a través de un amigo legionario de su apoderado, acabó haciéndose hermano de la Congregación de Mena: «He tenido la oportunidad de acompañar al Cristo de la Buena Muerte. Primero, abriendo paso, y al año siguiente, llevándolo sobre mis hombros. He estado debajo, y lo he sacado con mi fe». Reflexiona largo y tendido sobre el papel de las cofradías; Ritter afirma con rotundidad que «Dios está en todos lados» y que las Imágenes representan la fe de cada cultura: «También he salido con un Cristo humilde de mi barrio, pero con la misma devoción».

Sus pensamientos se hunden en la profundidad de la religiosidad popular. Resume su primera impresión en «una energía especial«, en la que la «plenitud de la procesión» se da la mano con Dios, que es «más grandioso que lo que podemos hacer todos los hombres». Sin embargo, durante varios segundos intenta describir sin éxito qué sintió en aquel encuentro con la Cofradía del Jueves Santo: «No sé a nivel químico qué ocurre en mi cuerpo, pero sí lo que siento por la majestuosidad que estoy viendo. Los sentimientos se traducen en emoción«. 

Hay un momento en la vida de los toreros en el que las cosas parecen no funcionar. Todo se estanca y nada fluye: «Me contó Esplá una vez que los diestros de mi condición estamos en el ‘leprosario‘. Nadie se quiere acercar a nosotros, como si tuviéramos la lepra. Yo tengo el cuerpo deshecho a cornadas, no he podido cumplir mi sueño, veo toda la dificultad que hay para torear, los sentimientos que tengo cuando no me comprenden… Todo eso empieza a pesar y a doler. Y se convierte en una carga demasiado fuerte. Pero solo se puede suplir con fe«.

Con la llegada de la pandemia, Ritter volvió a los estudios. En seis meses completó el bachiller que había dejado a medias cuando llegó a España. Ahora, se prepara un grado en Administración. Bromea diciendo que, si comienza a torear más, le van a hacer falta números: «Y, sino, también». Desde que retomó los libros, se siente más cómodo en el campo, frente al animal. Se ha «desbloqueado» y las oportunidades han aparecido: compartirá cartel en Cali con Morante y Emilio de Justo el día grande de la feria

Mientras ese momento llega, Sebastián piensa en un futuro «que está fijado por Dios». Las miradas siguen centradas en Madrid, pero cuando Málaga aparece en la conversación, los recuerdos renacen: «Soy consciente de lo complicado que es venir aquí. Estuve a punto de tomar la alternativa en La Malagueta, pero no fue posible por el fallecimiento de Antonio. De hecho, me iba a hacer un vestido en homenaje a la Legión. Ojalá llegue algún día y pueda cumplir el sueño que me propuse cuando vine. Llevo 10 años, y todavía no lo conseguido».

El camino está por andar. El devenir, sin escribir. Ritter sabe que, en algún momento, el cuerpo comienza a pesar y las extremidades a desfallecer. No piensa en lo que queda por recorrer, sino en los ánimos que encuentra en la fe para seguir en pie. Y eso, también es la vida

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