TAUROMAQUIA. Alcalino.- Galería de antitaurinos : El “ecologista”
El orquestado embate contra las corridas, tan preocupante como alucinante en cuanto a los argumentos esgrimidos por los antis, que brotan como hongos en tiempo de aguas, aconseja irlos identificándolos uno a uno, no porque no existan quienes quepan cómodamente en dos o más cajones de la clasificación a desplegar, sino por la utilidad e interés que tiene ir descubriendo sus móviles y características, que como sabemos van desde el animalista ingenuo al taimado politiquero, o del horrorizado taurfóbico al supremacista moral de turno.
Precisamente, abre nuestra nutrida galería de adversarios el taurofóbico sin más. Y con gusto lo presentamos a ustedes.
1: El Taurofóbico. Aunque el movimiento contra las corridas de toros se ha denominado antitaurino, animalista, incluso ecologista, compasivo o civilizatorio, sus características corresponden punto por punto a una reacción fóbica, entendiéndose “fobia” por “aversión obsesiva a alguien o a algo” o, mejor aún, “temor irracional compulsivo”, definiciones ambas al alcance de cualquier diccionario de la lengua. Tales definiciones se corresponden con el comportamiento –efectivamente compulsivo e irracional—de un buen número de adherentes a la moda persecutoria de todo lo que huela a tauromaquia. Algo que, por lo demás, están muy lejos de entender, entre otras razones porque ni siquiera se preocuparían por intentarlo.
Quien padece fobia a los espacios cerrados (claustrofobia) responde ante la situación objeto de su aversión con el impulso ciego de evadirla, sin ninguna posibilidad ni deseo de razonar su pánico. Sin embargo, lo usual es reconocer tal reacción compulsiva como problema propio, y ni se le ocurriría a quien la sufre culpar a los arquitectos que diseñan el tipo de espacios que lo enferma. Arreglados estaríamos si las personas con fobia a la sangre –hay quienes se desmayan al ver una gota del líquido regeneradoramente vital que circula por sus cuerpos– decidieran encabezar un movimiento contra los cirujanos, acusándolos de “atormentar” a sus pacientes por puro sadismo. Que es, más o menos, lo que los taurófobos nos reclaman a los taurófilos.
Otra manera de enfocar el fenómeno “fobia” sería como un exceso de sensibilidad ante un estímulo específico. Porque la sensibilidad, atributo humano si los hay, es susceptible de jugarnos malas pasadas cuando se exacerba al grado de escapar de un control mental más o menos razonable. La persona que, aterrorizada por la presencia de minúsculo ratoncito es capaz de lanzarse por la ventana de un tercer piso puede ilustrar un caso extremo en este sentido. Y si este ejemplo pudiera parecer caricaturesco, piénsese en todo el daño que puede llegar a causar una aversión compulsiva cuando, enfocada contra otros seres humanos, emprende los tortuosos atajos de los racismos o las homofobias.
¿De quién es el problema? Tras este preámbulo creo que está a la vista la enorme y aberrante diferencia entre los taurófobos al uso y quien es consciente de padecer cualquier otra fobia y, por lo mismo, procura no colocarse en una situación que la desate: mientras éste procede como persona inteligente, nuestros adversarios intentan remediar su congoja arremetiendo en forma irracional y violenta contra quienes simplemente no la compartimos. Lo hacen, además, amparándose en una supuesta superioridad moral que, según su credo de tintes supremacistas, los autorizaría a cargar contra el culpable –el torero, el taurino, usted, yo, quienquiera que se aproxime al toreo con ánimo de disfrute espiritual o lúdico– utilizando como arma la diatriba y permitiéndose la comisión de actos de evidente vandalismo y ruindad. El mismo impulso destructor que alienta las innumerables guerras y conflictos humanos mal canalizados.
No es de extrañar, en estas condiciones, que la taurofobia se resista de entrada a reconocerle dignidad humana al enemigo a vencer, y que se niegue tajantemente a dialogar con él, puesto que lo ha condenado de antemano y sólo le queda volcarle un arsenal completo de denuestos y censuras –la prohibición de las corridas es, se quiera o no, un típico caso de censura–. Según tan enrevesada lógica, su furor sólo podrá encontrar paz una vez consumada la destrucción total del enemigo. Por eso lo único que se le ocurre es clamar por la abolición de las corridas de toros, y acusar de sadismo y crueldad –sin pruebas– a quienes las posibilitan y disfrutan.
Ficción contra realidad. Es cierto que un movimiento tan próspero y difundido como el que nos ocupa no habría alcanzado tales dimensiones sin un argumentario más o menos coherente en qué sustentarse. El amor por los animales y la consecuente negativa a provocarles dolor está en su base, pero visto que toda forma de cultura –imitando en esto a la naturaleza—implica poner cierta fauna al servicio de las sociedades humanas a fin de poder satisfacer diversas necesidades, y considerado el inevitable sacrificio de animales tanto para nuestra alimentación como en incontables experimentos de carácter científico, por no mencionar los daños y desaparición de especies provocados por actividades comerciales y de urbanización a gran escala, es claro que las razones puramente humanitarias constituyen un caso de evidente hipocresía.
Se requieren, por tanto, razones más elevadas, y es por eso que los taurófobos añaden, con ahorro de pruebas, que gozar con las prácticas taurinas atrofia la sensibilidad humana, fomenta la crueldad y siembra especialmente en niños y jóvenes semillas de violencia y de futuros desarreglos psicológicos, contrarios a la buena convivencia y al progreso de la sensibilidad social.
Otra cara del pensamiento único. Un observador medianamente avispado advertirá que este tipo de patrañas tuvo su origen en culturas del todo ajenas al fenómeno taurino, que fueron creando en su seno núcleos con una clara orientación fóbica hacia lo que, en su desconocimiento e ignorancia, tomaron equivocadamente por actos de barbarie y primitivismo, en todo caso motivos ideales para justificar un intervencionismo presuntamente redentor.
La taurofobia es, pues, uno de tantos prejuicios etnocéntricos, propios de las ideologías de dominación política y económica que, precisamente, están en la raíz del raído imperialismo anglosajón que hoy pugna por defender su dominio… y el del mercado único y libérrimo que proclama la llamada globalización. Muy mal tiene que estar nuestra sociedad y completamente a la deriva la cultura en México para hacerle el juego al pensamiento único en este y en otros temas, en vez de orientar energía y creatividad real y humanamente liberadoras, ante las cuales –y la lista es inteminable—los antitaurinos suelen guardar piadoso silencio.