TAUROMAQUIA. Alcalino.- Galería de antitaurinos: Los medios
Se puede contribuir a una causa por acción o por omisión. En México, el posicionamiento de la fiesta de toros en la escena pública le debía mucho a su difusión mediática, que obedeció sin duda a la constante demanda de lectores y anunciantes ávidos de noticias y debates sobre el mundo del toro. Para satisfacer ese interés se fue desarrollando en prensa, radio y televisión un variopinto elenco de especialistas –cronistas, comentaristas, locutores, fotógrafos, camarógrafos, publicistas– cada vez más nutrido y mejor dotado de conocimientos, calidad y capacidad creativa. Eso, que palpaban hasta los no aficionados, servía para ir sumando adictos a la fiesta e infiltraba con los pormenores del acontecer taurino a la sociedad en su conjunto. Un dinamismo que abarcó la casi totalidad del siglo XX, pero se fue desvaneciendo hasta derivar en la situación actual, con la fiesta recluida en un coto cada vez más cerrado, y prácticamente ausente de la escena pública del país.
Abandono mediático. No cuesta ningún esfuerzo comprobarlo: para los medios en general la tauromaquia no existe. O sí, pero sólo si se trata de airear manifestaciones en su contra, así no pasen de docena y media los protestantes, armados con sus consignas consabidas y sus pancartas de costumbre. Tampoco tienen inconveniente en conceder sin restricciones tiempo y espacio para hacerles complacientes entrevistas a los antis, a diferencia del poco o nulo que se nos dispensa a quienes defendemos lo nuestro.
Si uno intenta saber los porqués de ese trato tramposamente parcial, la respuesta, cuando llega, no rebasa la cantinela del “son políticas editoriales”. Y a falta de explicaciones convincentes, los aludidos suelen colgarse del tema económico: los toros no dan sino restan clientela; los posibles patrocinadores nada quieren saber ya del tema. Esto último debe ser verdad, pero inducido por lo primero que nunca probaron. Porque lo que impera entre los millonarios propietarios de medios tradicionales en nuestro país es el miedo a “quemarse”. Recalentado en las redes por la oposición y abandonado el espacio mediático por los taurinos, el miedo es tan contagioso como cualquier epidemia que se respete.
Se me dirá que tenemos a nuestra disposición buenos portales taurinos en internet y permanente acceso a las redes sociales. Y sí, se trata de un recurso que el aficionado no desdeña, pero que nos confina aún más en un gueto al que sólo se accede por interés individual, alejando aún más los toros de toda esa masa social que antes, queriéndolo o no, vivía inmersa en una atmósfera donde nunca faltaba la temática taurina, esa “pasión nacional” que reconocía como tal hasta Carlos Monsiváis, antitaurino nato donde los haya, y, por lo mismo, en lucha de antemano perdida contra la corriente mayoritaria. Hasta sus íntimos Cuevas y García Márquez, Salvador Elizondo, Alberto Gironella, Fernando Gamboa y Alí Chumacero, taurófilos todos, le llevaban la contraria. Y por supuesto, más pronto que tarde tuvo que recluir su taurofobia en el clóset.
Añoranzas. Tengo para mí que el público de la Plaza México, el que en aquellas décadas del 60 y del 70 me enseñó a ver toros –de consuno, claro, con familiares y amigos para mí inolvidables–, debía buena parte del maduro desarrollo de su sensibilidad taurina y su muy competente criterio a la presencia cotidiana de un elenco de escritores y cronistas a cual más interesante. Y cuando insisto en que poco o nada tienen que ver con aquella competente afición los escasos curiosos que cada tanto “vacían” actualmente la México (“la vaciaban”, dijo el otro, recordando el infausto dictamen de don Jonathan Bass Herrera, juez federal convencido de las bondades de la censura), quizá estoy omitiendo que los villamelones de ahora se mueven a tientas, huérfanos de la variedad y exuberancia del variado abanico de narradores y comentaristas con los que coincidíamos o nos peleábamos, luego de leer sus crónicas de cada lunes tras no perdernos detalle de aquellas transmisiones que sirvieron de solaz y orientación a tanta gente en todos los rincones del país, pues no había mejor manera de pasar las tardes de domingo que delante del televisor –o el aparato de radio–, con el oído atento a los relatos de Pepe Alameda o Paco Malgesto, habituales no sólo en cosos de la capital sino en las plazas de los estados que engalanaban con corridas de postín sus fechas más señaladas.
Cultura y autoestima. Si es de llamar la atención la progresiva pérdida del espacio mediático que nuestra fiesta tuvo siempre, más debería sorprender la inhibición de taurinos y aficionados ante semejante despojo, y a la forma en que tal anomalía se ha venido normalizando a lo largo de este siglo. Puede que tenga que ver con el abandono masivo de la conversación dialogada que antes nos nutría y, desde luego, con una alergia generalizada a la lectura, reemplazada por el ruido insustancial de las redes y redistas de ahora. Pero denota por lo menos descuido de nuestra parte, en particular de los aficionados que tuvieron la fortuna de vivir la situación anterior.
Por eso, cuando taurófilos amigos hablan de defender la fiesta de la violencia extrema de sus globalizados impugnadores y su ingente legión de fans donde compiten a odiarnos lo mismo el ingenuo que el taimado, lo único que se me ocurre sugerir es el cultivo de la cultura taurina, tan vasta y querida como olvidada. Habría que utilizarla para ejercitar una taurofilia beligerante, resueltamente opuesta al silencio vergonzante de algunos o la alharaca repetitiva que brota aquí o allá como recurso desesperado. Bastante hemos cedido ya en el marco concreto de la corrida, soportando sin rechistar la degradación representada por el bofo, soso y mocho post toro de lidia mexicano, y el escandaloso entreguismo empresarial a figurines foráneos, paralelo a su estúpido desdén por los toreros nacionales, condenados a servir de comparsas de aquellos y a no poder pasar de eternos proyectos de figura.
Sería bueno convencernos de una vez por todas de que no hay mejor defensa de la tauromaquia que ella misma en cuanto tradición y patrimonio, arte, rito y espectáculo. Y que para restituir nuestra autoestima de aficionados no hay mejor camino que reaprender su historia, justipreciar sus valores y devolverla a su legítimo lugar, que es la escena pública con su aliento democrático de mejores tiempos, no el gueto elitista donde unos cuantos resistimos como podemos la avalancha antitaurina que se nos viene encima.
Como el tema mediático da para más, continuaremos abordándolo.
Pamplona y los nuestros. Leo en el Diario de Navarra que el espada mexicano con mayor participación en los sanfermines –10 corridas toreadas–, fue Fermín Espinosa “Armillita”, tocayo del santo pamplonica. Y me extrañó que, esta vez, la Casa de la Misericordia incluyera en su cartelería a tres mexicanos: Isaac Fonseca, Joselito Adame y Leo Valadés. No era lo usual. Faltó en cambio Luis David, el último que por allá tocó pelo (13.07.19).
Isaac se alzó con la mayor cosecha del ciclo, nada menos que cuatro orejas en la novillada inaugural en otra demostración de su contagiosa alegría, seco valor y poderoso torerismo. Lo pusieron al lado de dos chicos que habían triunfado en San Isidro –Jorge Martínez y Álvaro Alarcón—pero ni sombra le hicieron al moreliano, que cuajó memorablemente al novillo “Soñador”, de Ganadería de Pintxa. La salida en hombros fue clamorosa.
También Leo Valadez abrió la puerta grande. Ese día –domingo 10—, con una gran corrida de La Palmosilla y público muy a favor compartieron la apoteosis Rafaelillo (tres orejas), Manuel Escribano (dos orejas y vuelta) y el propio Leo (doble trofeo en su primero). Fue el hidrocálido el mismo torero fogoso y templado que tan buen sabor dejó por mayo en Madrid. Y era apenas su segunda corrida del año en plazas europeas.
Lo de Joselito Adame merece analizarse. En el año lleva toreados por allá cinco festejos, y tanto en Burgos como en Soria se llevó los trofeos al triunfador de la feria. Su gesta de San Isidro todavía se recuerda. Y se trata del espada mexicano más cuajado, completo y responsable de la época. ¿Por qué, entonces, los empresarios españoles, tras una década de triunfos incontestables en aquellas plazas, le reservan los carteles más fulastres de cada ciclo, con alternantes de tercer o cuarto nivel y encierros para desesperados?
En el caso concreto de Pamplona no sé quién le habrá firmado esa única corrida con toros de José Escolar y dos compañeros de terna para saber de los cuales hay que ponerse a bucear en las profundidades del escalafón. Naturalmente, los escolares salieron a cazar toreros. Naturalmente, Joselito se mantuvo en su sitio, maduro y sereno ante la adversidad, pudiendo con ellos. Pero, naturalmente, no hubo triunfo ni nada que se le parezca. “Silencio en ambos”, reza la ficha, haciendo poca justicia a la valentía sin alardes del hidrocálido. Pero menos justicia se hace a sí mismo José aceptando semejante trato. Sin excluir su parte de culpa, habrá que palpar de pies a cabeza a quién o quiénes lo están haciendo tragar paquete por aquellas tierras, mientras en la nuestra aceptamos como buenos y les alfombramos el piso hasta a notorios segundones. Nada más hay que revisar, para no ir lejos, la cartelería de cualquier feria de Aguascalientes a lo largo de este siglo.
Por lo demás, Roca Rey sigue arrollando para desesperación del chauvinismo rampante, el estado de gracia de Morante no requiere del toro de la ilusión ni la venia de los feriantes, El Juli permanece en su sitio y los presidentes siguen maltratando a Daniel Luque. Y primó el triunfalismo, lo que bajo las circunstancias actuales no tiene por qué tomarse a mal.