TAUROMAQUIA. Alcalino.- Recuerdo de Antonio Caballero
En nuestro peculiar planeta Tauro, los nombres característicamente históricos se refieren, como tiene que ser, a toros y toreros. Pero aun en ese estrecho círculo caben excepciones, de vez en cuando lo infiltran ánimas ajenas a quienes honran el clásico terno y al infaltable personaje de pitones agudos y dura pezuña. Pueden ser ganaderos –un legendario Antonio Llaguno González, por ejemplo—e incluso empresarios –como aquel
catalán universal llamado Pedro Balañá Espinós—. También artistas y escritores que en algún momento fueron tocados en su inteligencia y sensibilidad por la fuerza telúrica del hecho taurino, su condición de arte irrepetible, su verdad esencial.
Uno de ellos, Antonio Caballero, acaba de abrir entre su persona y el mundo físico un hueco infinito. Las ausencias que más duelen son las inesperadas. Caballero se apartó de nosotros para siempre. Nos deja sus letras, un legado precioso para el aficionado que entiende que el toreo no solamente se desarrolla en la arena y frente al toro, y que nada embellece más los recuerdos que la buena literatura. Esa que, desde un sabor, saber y
sentir hondamente taurinos, es capaz de hermanar la prosa con la poesía.
Evidentemente, todo buen aficionado sabe que la historia de la tauromaquia no se agota entre las fronteras de los dos países consabidos –España y México–, que nunca podrá escribirse con suficiente justeza –ni justicia– omitiendo a Francia, Colombia, Perú, Venezuela, tampoco a Portugal y Ecuador. Este ha sido, dicho rápidamente, uno de los
reclamos de mi propuesta en torno al Siglo de Oro del Toreo del que hablaba aquí hace poco. Viene esto a cuento porque Antonio Caballero Holguín, fallecido el pasado día 10, era colombiano (Bogotá, 15.05.45). Miembro de una familia de escritores, pintores, poetas y diplomáticos, fue todo eso y más, periodista de casta y, tal vez por encima de todo, un aficionado a toros de paladar negro, con la sabiduría de no empecinarse en
dogmas y, en cambio, cultivar la flexibilidad y el humor desde su formación de anacrónico renacentista, que al hablar y escribir de toros se paseaba con garbo sin par entre ámbitos y temáticas tan variados como sus intereses y talentos personales. Leer cualquier cosa suya es un placer para el espíritu, y cuando uno concluía cualquiera de sus escritos taurinos experimentaba la sensación de liviandad gozosa de quien acaba de descubrir un ángulo nuevo en su pasión de siempre. Difícil magia ésta, al alcance de muy pocos
escritores, ya sea que sus textos se ocupen de tauromaquia o de cualquier otra materia.
Invito al lector a comprobarlo mientras saborea una breve selección de los textos taurinos de Antonio Caballero. La fiesta. Bueno, la barbarie: sangre y arena, sol y moscas, vocerío, crueldad y mucha trampa. Pero nadie que haya visto a Rafael de Paula torear a la verónica, o a Antoñete dejar parado a un toro en la esquina de una media o a José Tomás levitar mientras torea… puede olvidarlo nunca. Y al contrario, el recuerdo se estira y se despereza en la memoria, y lo que fue un fogonazo se patina de lentitud y nostalgia… Nada hay más bello y a la vez más fuerte. La fuerza –y también la violencia: una violencia mágica, armoniosa, musical—forma parte de esa belleza fugaz y duradera del toreo, que es lo más bello del mundo.
Juan Belmonte.
No son muchos los hombres que han inventado un arte… Orfeo, por ejemplo, inventó la música; pero nadie toma en serio la existencia histórica de Orfeo, sin hablar de que en otras civilizaciones la invención de la música es atribuida a Gilgamesh o a Quetzalcóatl. De Juan Belmonte, en cambio, sabemos exactamente cuándo y dónde nació: en el número 72 de la Calle Ancha de la Feria, en Sevilla, el 14 de abril de 1892. Y
sabemos que, a continuación, inventó el toreo.
…ya famoso, continúa confesando que como espectador en la plaza se siente incapaz de lidiar al toro (que está) en el ruedo. De lidiarlo probablemente era incapaz. De torearlo, no… Desde Pedro Romero hasta Joselito el Gallo (histórico rival de Belmonte), lo que se hacía con los toros era lidiarlos: someterlos y matarlos en un combate cuerpo a cuerpo…
Belmonte introdujo en esa lucha la dimensión del arte: de lo imaginario… le dio una espiritualidad que antes no tenía: como si le hubiese dado el alma.
Curro Romero.
No sé quién dijo –Bienvenida, tal vez…– que el arte es lo que queda cuando se quita todo lo que sobra. Curro Romero, el viernes por la tarde, quitó todo lo que sobraba del arte del toreo. Lo hizo con un torito colorao de Moura bautizado con el nombre predestinado de “Soneto”… No es que hiciera un soneto sino que lo inventó: nuevo, crujiente, oloroso, recién hecho, como le salían a Petrarca en el siglo XIV. El toro lo ayudó, como ayudó Laura a Petrarca con su simple existencia: tan embestidor y tan grácil, coloradito y bien hecho, y tan noble que teniendo a Curro entre sus astas para cornearlo de veras no lo hizo, porque estaba concentrado volviendo a contar los versos para ver si eran catorce y el soneto estaba hecho. Se ha dicho que lo distrajo la gorrita milagrosa que le tiró un arenero… Para milagrosa, la faena de Curro.
César Rincón.
La plaza llena hasta los topes, y a la espera. Cuando salió Rincón por la puerta de cuadrillas, un largo aplauso. Porque el público de Madrid, que es el más mezquino y rencoroso del mundo, es también el más agradecido. Y sabe perfectamente lo que le debe a Rincón: el haberle devuelto a la fiesta un elemento que desde hacía años venía faltándole: el toreo. Al día siguiente lo diría Vicente Zabala publicando en el ABC una foto a toda página de Rincón frente al toro titulada “He aquí el secreto” –y el secreto no es más que eso: el torero frente al toro y no al hilo del pitón.
Joselito.
En la plaza de Úbeda, reducida y ruidosa, le decía Emilio Muñoz, ese torero
flamígero y barroco de Triana, al sobrio y silencioso Joselito, que se estaba jugando en silencio la vida ante un toro probón y buscador de Algarra: “¡José, si da igual, que éstos no entienden!”. En los tendidos, la gente protestaba. Y Joselito seguía toreando con calma ante la incomprensión estética del público, ante la incomprensión ética de Muñoz. Toreaba
simplemente como tenía que torear. La frialdad, o más bien, la impasibilidad del clasicismo no es otra cosa que sentido de responsabilidad… El clasicismo consiste en que nunca haga
falta lo que le sobra al arte…y más que frialdad es lucidez (que) no excluye el viento repentino de la inspiración…Cuando la serenidad de la estructura clásica se encuentra con el empuje romántico de un toro bravo, el resultado puede ser admirable.
Manizales.
Como en todas las cosas serias de la vida, en los toros no hay dos cosas sino
tres: toro, torero y público. Sin el público que mira no hay toro ni torero, así como el yin y el yang, que según los sabios chinos conforman el Todo, no lo conforman solos: necesitan, además, el ojo de un sabio chino. En la feria de Manizales hubo toros y toreros, pero faltó el chino.
Quiero decir, que el público mira las corridas no con el ojo crítico de la sabiduría, sino con el festivo del entusiasmo: mucha bota de vino con brandy y aguardiente, mucho pasodoble, mucho transistor… y un público demasiado orejero, demasiado bondadoso y contemporizador, y mucho más atento en la plaza a lo superfluo que a lo importante.
Por eso, aunque a lo largo de la feria se vieron buenos toros… como los de Rocha, con ganas de pelea con el caballo y difíciles para la muleta… o como los de La Carolina… que iban fijos y alegres al trapo del torero…, los más aplaudidos fueron los toritos institucionales de Ernesto Gutiérrez, blandos como la melcocha… Todo está muy bien, sin duda. Pero para ver cosas así no es necesario ir a los toros: bastaba con el Baile de Fantasía del Club Manizales.
El misterio. En los toros, como en el más vasto devenir del universo, nunca sabemos lo que va a pasar… Los mejores matadores, la ganadería más afamada, y en el periódico de la mañana un delicioso pronóstico meteorológico… y resulta que todo sale mal. O al revés: es un sobrero de descarte, polvoriento de corrales, el toro que sí sirve, y el matador que venía de relleno es el único que de verdad torea.
Nunca se ha dado el caso, en un concierto, que al final reciba más ovaciones un segundo violín que el director de orquesta: en los toros sí. Ni que triunfe el electricista y fracase Mick Jagger: en los toros sí… No es como el futbol.
Porque se habla mucho de futbol, sí, pero Góngora no escribió sonetos al respecto, ni Picasso pintó goles… ni se han armado nunca polémicas feroces sobre si debe o no prohibirse el futbol. No es como el ajedrez o el ballet, cuyos términos técnicos –mate pastor, fouetté—son incomprensibles para los profanos: los de los toros los entienden todos los que hablen español…y hasta el más antitaurino sabe que quiere decir “la hora de la verdad”, o “salir por la puerta grande”, o “ver los toros desde la barrera”.