Un texto taurino para releer de Mario Vargas Llosa. Prohibir las corridas es un agravio a la libertad, sostuvo el Nobel

Un texto taurino para releer de Mario Vargas Llosa. Prohibir las corridas es un agravio a la libertad, sostuvo el Nobel

Este magnífico escrito del gran Mario Vargas LLosa nos lo trae el maestro Alcalino.
Publicado en la edición correspondiente al 18 de abril de 2010 del diario peruano El
Comercio…

El intento de prohibir las corridas de toros en Barcelona ha repercutido en medio mundo y,
a mí, me ha tenido polemizando en las últimas semanas en tres países en defensa de la
fiesta ante enfurecidos detractores de la tauromaquia. La discusión más encendida tuvo
lugar en la noche de Santo Domingo —una de esas noches estrelladas, de suave brisa, que
desagravian al viajero de la canícula del día—, en el corazón de la Ciudad Colonial, en la
terraza de un restaurante desde la que no se veía el vecino mar, pero si se lo oía.
Alguien tocó el tema y la señora que presidía la mesa y que, hasta entonces, parecía un
modelo de gentileza, inteligencia y cultura, se transformó. Temblando de indignación,
comenzó a despotricar contra quienes gozan en ese indecible espectáculo de puro
salvajismo, la tortura y agonía de un pobre animal, supervivencia de atrocidades como las
que enardecían a las multitudes en los circos romanos y las plazas medievales donde se
quemaba a los herejes. Cuando yo le aseguré que la delicada langosta de la que ella estaba
dando cuenta en esos mismos momentos y con evidente fruición había sido víctima, antes
de llegar a su plato y a sus papilas gustativas, de un tratamiento infinitamente más cruel que
un toro de lidia en una plaza y sin tener la más mínima posibilidad de desquitarse
clavándole un picotazo al perverso cocinero, creí que la dama me iba a abofetear. Pero la
buena crianza prevaleció sobre su ira y me pidió pruebas y explicaciones.
Escuchó, con una sonrisita aniquiladora flotándole por los labios, que las langostas en
particular, y los crustáceos en general, son zambullidos vivos en el agua hirviente, donde se
van abrasando a fuego lento porque, al parecer, padeciendo este suplicio su carne se vuelve
más sabrosa gracias al miedo y el dolor que experimentan. Y, sin darle tiempo a replicar,
añadí que probablemente el cangrejo, que otro de los comensales de nuestra mesa
degustaba feliz, había sido primero mutilado de una de sus pinzas y devuelto al mar para

que la sobrante le creciera elefantiásicamente y de este modo aplacara mejor el apetito de
los aficionados a semejante manjar. Jugándome la vida —porque los ojos de la dama en
cuestión a estas alturas delataban intenciones homicidas— añadí unos cuantos ejemplos
más de los indescriptibles suplicios a que son sometidos infinidad de animales terrestres,
aéreos, fluviales y marítimos para satisfacer las fantasías golosas, indumentarias o frívolas
de los seres humanos. Y rematé preguntándole si ella, consecuente con sus principios,
estaría dispuesta a votar a favor de una ley que prohibiera para siempre la caza, la pesca y
toda forma de utilización del reino animal que implicara sufrimiento. Es decir, a bregar por
una humanidad vegetariana, frutariana y clorofílica.
Su previsible respuesta fue que una cosa era matar animales para comérselos y así poder
sustentarse y vivir, un derecho natural y divino, y otra muy distinta matarlos por puro
sadismo. Inquirí si por casualidad había visto una corrida de toros en su vida. Por supuesto
que no y que tampoco las vería jamás aunque le pagaran una fortuna por hacerlo. Le dije
que le creía y que estaba seguro que ni yo ni aficionado alguno a la fiesta de los toros
obligaría jamás ni a ella ni a nadie a ir a una corrida. Y que lo único que nosotros pedíamos
era una forma de reciprocidad: que nos dejaran a nosotros decidir si queríamos ir a los toros
o no, en ejercicio de la misma libertad que ella ponía en práctica comiéndose langostas
asadas vivas o cangrejos mutilados o vistiendo abrigos de chinchilla o zapatos de cocodrilo
o collares de alas de mariposa. Que, para quien goza con una extraordinaria faena, los toros
representan una forma de alimento espiritual y emotivo tan intenso y enriquecedor como un
concierto de Beethoven, una comedia de Shakespeare o un poema de Vallejo. Que, para
saber que esto era cierto, no era indispensable asistir a una corrida. Bastaba con leer los
poemas y los textos que los toros y los toreros habían inspirado a grandes poetas, como
Lorca y Alberti, y ver los cuadros en que pintores como Goya o Picasso habían
inmortalizado el arte del toreo, para advertir que para muchas, muchísimas personas, la
fiesta de los toros es algo más complejo y sutil que un deporte, un espectáculo que tiene
algo de danza y de pintura, de teatro y poesía, en el que la valentía, la destreza, la intuición,
la gracia, la elegancia y la cercanía de la muerte se combinan para representar la condición
humana.
Nadie puede negar que la corrida de toros sea una fiesta cruel. Pero no lo es menos que
otras infinitas actividades y acciones humanas para con los animales, y es una gran
hipocresía concentrarse en aquella y olvidarse o empeñarse en no ver a estas últimas.
Quienes quieren prohibir la tauromaquia, en muchos casos, y es ahora el de Barcelona,
suelen hacerlo por razones que tienen que ver más con la ideología y la política que con el
amor a los animales. Si amaran de veras al toro bravo, al toro de lidia, no pretenderían
prohibir los toros, pues la prohibición de la fiesta significaría, pura y simplemente, su
desaparición. El toro de lidia existe gracias a la fiesta y sin ella se extinguiría. El toro bravo
está constitutivamente formado para embestir y matar y quienes se enfrentan a él en una
plaza no solo lo saben, muchas veces lo experimentan en carne propia.


Por otra parte, el toro de lidia, probablemente, entre la miríada de animales que pueblan el
planeta, es hasta el momento de entrar en la plaza, el animal más cuidado y mejor tratado
de la creación, como han comprobado todos quienes se han tomado el trabajo de visitar un
campo de crianza de toros bravos.

Pero todas estas razones valen poco, o no valen nada, ante quienes, de entrada, proclaman
su rechazo y condena de una fiesta donde corre la sangre y está presente la muerte. Es su
derecho, por supuesto. Y lo es, también, el de hacer todas las campañas habidas y por haber
para convencer a la gente de que desista de asistir a las corridas de modo que estas, por
ausentismo, vayan languideciendo hasta desaparecer. Podría ocurrir. Yo creo que sería una
gran pérdida para el arte, la tradición y la cultura en la que nací, pero, si ocurre de esta
manera —la manera más democrática, la de la libre elección de los ciudadanos que votan
en contra de la fiesta dejando de ir a las corridas— habría que aceptarlo.


Lo que no es tolerable es la prohibición, algo que me parece tan abusivo y tan hipócrita
como sería prohibir comer langostas o camarones con el argumento de que no se debe hacer
sufrir a los crustáceos (pero sí a los cerdos, a los gansos y a los pavos). La restricción de la
libertad que ello implica, la imposición autoritaria en el dominio del gusto y la afición, es
algo que socava un fundamento esencial de la vida democrática: el de la libre elección. La
fiesta de los toros no es un quehacer excéntrico y extravagante, marginal al grueso de la
sociedad, practicado por minorías ínfimas. En países como España, México, Venezuela,
Colombia, Ecuador, el Perú, Bolivia y el sur de Francia, es una antigua tradición.
profundamente arraigada en la cultura, una seña de identidad que ha marcado de manera
indeleble el arte, la literatura, las costumbres, el folclor, y no puede ser desarraigada de
manera prepotente y demagógica, por razones políticas de corto horizonte, sin lesionar
profundamente los alcances de la libertad, principio rector de la cultura democrática.


Prohibir las corridas, además de un agravio a la libertad, es también jugar a las mentiras,
negarse a ver a cara descubierta aquella verdad que es inseparable de la condición humana:
que la muerte ronda a la vida y termina siempre por derrotarla. Que, en nuestra condición,
ambas están siempre enfrascadas en una lucha permanente y que la crueldad —lo que los
creyentes llaman el pecado o el mal— forma parte de ella, pero que, aún así, la vida es y
puede ser hermosa, creativa, intensa y trascendente. Prohibir los toros no disminuirá en lo
más mínimo esta verdad y, además de destruir una de las más audaces y vistosas
manifestaciones de la creatividad humana, reorientará la violencia empozada en nuestra
condición hacia formas más crudas y vulgares, y acaso nuestro prójimo. En efecto ¿para
qué encarnizarse contra los toros si es mucho más excitante hacerlo con los bípedos de
carne y hueso que, además, chillan cuando sufren y no suelen tener cuernos?

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