Alcalino aborda el espinoso tema del «medio toro» en las plazas mexicanas

Alcalino aborda el espinoso tema del «medio toro» en las plazas mexicanas

El escritor y cronista Antonio Casanueva Fernández, en su artículo del sábado 29 de
octubre publicado en el portal altoroméxico.com, mencionaba su profundo desaliento
ante la utrerada seguramente afeitada que habían echado el domingo anterior en el
Nuevo Progreso de Guadalajara a título de “corrida de toros”. El tema de su interesante
texto era la ética del aficionado, y el motivo la espontánea decisión de Casanueva y su
esposa Paloma –la iniciativa fue de ella—de abandonar el coso tapatío mucho antes de
que el festejo concluyera, más en señal de indignación que de protesta planeada como tal.
Pero válida también en ese sentido, cómo no.


La repentina decisión de los Casanueva sintetiza admirablemente las razones del paulatino
abandono de las plazas de toros de México por el aficionado de toda la vida, ése que con
sincero dolor ha visto indefensa, rota y hasta ridiculizada la cara ilusión en que se sustentó
desde siempre su amorosa, apasionada e insobornable relación con la fiesta brava. Si ya
caminábamos sobre una cornisa bastante estrecha en cuanto a garantías de autenticidad,
con las autoridades supuestamente garantes del reglamento taurino al borde de toda
clase de sospechas, ya fuese por negligencia o por complicidad franca con los
pervertidores del espectáculo, lo que ha venido ocurriendo a lo largo de las últimas
décadas terminó por convertir eso que algún antitaurino notorio, ya desaparecido, llamó
muy a su pesar pasión nacional, en un asunto ajeno al público en general, atacado desde
diversos frentes y escarmentadas y disueltas las multitudes que llenaban los tendidos por
la contumacia fraudulenta de quienes manejaban un negocio que gracias a sus repetidos e
irresponsables yerros dejó de serlo, y sin que la ética de toreros, ganaderos y demás
factores de la fiesta dijera esta boca es mía.


Por eso es tan importante que alguien haya puesto por escrito, y además publicado en un
medio muy concurrido por los taurinos, su justa indignación de aficionado éticamente
asumida, y manifestada mediante el abandono repentino de la localidad por la que había
pagado boleto. Tal actitud supone un mentís irrefutable a la cómoda postura de quienes
siguen sosteniendo que, para defender la fiesta en México, es necesario contemporizar
con su adulteración sistemática con tal de “no darles la razón a los antitaurinos”. Esto, la
derrota de la ética del aficionado auténtico –inteligente, sensible, bien informado y
contestatario en caso necesario—no podrá ser nunca argumento válido en favor de la
tauromaquia, ese trozo de la mejor tradición mexicana en tanto expresión de genuina
adhesión a la vida, traducida en fervor por la valentía desembozada y por esa peculiar
forma de la creatividad artística que, para poder ser, debe arrostrar un latente riesgo de
muerte.


Como bien dice Casanueva, para que ese aficionado cabal vuelva a las plazas será preciso
exigirles parecidas dosis de responsabilidad moral y ética a los demás actores del
espectáculo, empezando por toreros y ganaderos, y sin exclusión de autoridades,
empresas e informadores. Porque sin ese ethos como sustento vital, la tauromaquia se

parece mucho a lo que tanto fustigan sus gratuitos detractores, que sean o no conscientes
de ello se han puesto al servicio de los “valores” anglosajones responsables del actual
furor belicista que asuela al mundo, así como de las más violentas e inesperadas
reacciones de la naturaleza. La misma naturaleza de la que brotó la majestuosa y fiera
presencia del toro de lidia, y que está respondiendo a su terrible manera a los sostenidos
abusos y agresiones de la siempre avarienta y hoy antitaurina modernidad.

Tlaxcala:

Fonseca revierte la debacle. La lamentable exhibición sabatina que estaban
ofreciendo el post toro de lidia mexicano y sus inverosímiles solapadores, sumada a la
burla sangrienta en que el juez de plaza había convertido la concesión de apéndices, cesó
de súbito cuando Isaac Fonseca se fajó con un toro de verdad, que llegó sin picar al tercio
mortal y buscaba el bulto con aspereza. A ese sexto de José Julián Llaguno lo había
saludado Isaac a portagayola y lanceado con enjundia, aunque lo mejor, lo más torero de
ese introito, fue el lánguido recorte a una mano con que remató sus lances de recibo.
Inició su faena arrodillado en los medios con un péndulo ajustadísimo, que repetiría sin
inmutarse. Lo que siguió fue una lucha entre la decisión del torero por quedarse quieto y
alargar las embestidas y el alud de derrotes que le enviaba el calamochero zaino de José
Julián. Para gobernar los bruscos embroques fueron su argumento la quietud de plantas y
el empeño por sacar la muleta limpia de derrotes, tarea nada fácil. Por primera vez en la
corrida el toreo se hacía presente –vencido el bochorno inicial por el frescor de la noche
temprana–, con esa impagable sensación de emoción y riesgo sin la cual la tauromaquia
deja de ser. Y todo gracias a un torero dispuesto a mostrarse como tal a todo trance. El
dominio de los terrenos –el toro buscaba los adentros–, la administración oportuna de las
pausas, la capacidad para resolver en la cara los problemas que planteaba el incierto
animal, fueron otras tantas claves en las que Fonseca fundamentó su torerísimo quehacer.
Algo habría dado porque Paloma y Toño Casanueva hubieran estado este sábado en la
Ranchero Aguilar para recuperar, siquiera por esos minutos escasos, su fe en la ética de
nuestra fiesta, puesta tan en entredicho por el sabor a mojiganga que hasta ese momento
había imperado en una corrida vacía de contenido, producto de la combinación urdida
entre un ganado inválido, unos simuladores en traje de luces, un público ramplón, una
charanga desafinada y un juez de plaza sin el menor respeto por la dignidad de la fiesta.
Recapitulando, el único instante que quebró esa inercia perversa fue el estoconazo a
volapié del propio Fonseca a su primer toro –más bien holograma de toro, un bulto
cárdeno oscuro, flacucho y cornalón que al menor soplido se derrumbaba–. Estocada que
se repetiría en el último lance del festejo para fulminar al incómodo “Entregado”, el
cierraplaza con el que el pequeño gran torero de Morelia rescató una tarde de pena ajena,
devolviéndonos de pronto al reino encantado del toro y el toreo verdaderos.
Y mejor olvidar el rabo que enseguida se cortó, un dislate más a cargo del señor juez, el
mismo que previamente había cambiado orejas por indisimulados bajonazos y premiado
sin pudor exhibiciones demagógicas de toreros adscritos a la escuela española de una

limpieza sin ceñimiento, aderezada con bailables cursis lejos de los pitones y arrogancias
gestuales como de luchador enmascarado al rematar series sin emoción ni trascendencia,
a tono con los cansinos medios viajes de otros tantos especímenes del post toro de lidia
mexicano.


Vergüenzas al aire.

Creo que alguien debería evitar que esa hueca versión de la
tauromaquia que se da hoy en nuestras plazas trascendiera vía satélite las fronteras del
país, a pesar de excepciones a la regla como la protagonizada a última hora por Isaac
Fonseca en Tlaxcala. Y lo creo porque es injusto que fuera de México se ponga en
entredicho su riquísima historia y tradición taurinas al ofrecer una visión distorsionada y
equívoca de las mismas, alejada por completo a la realidad de lo que fue nuestra
tauromaquia cuando la verdad del toro auténtico y la ética de un público apasionado,
conocedor y alerta encontraban adecuada correspondencia en una pléyade de toreros
cuyos diversificados estilos emanaban un acento inequívocamente mexicano –hecho de
temple, cadencia y sello muy peculiares–, en plena consonancia con lo que fueron, en sus
buenas épocas, los toros y los públicos nuestros, envueltos en el color, el saber y el sabor
de un ambiente incomparable.

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