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Daniel Samper rompe una lanza en favor de la tauromaquia en su columna de la revista Cambio

( La pluma de Daniel Samper en Cambio. Con su venia )

En el verano de 1954 los Lyon, familia neoyorquina, pasaron vacaciones en España. Entre los inevitables planes turísticos asistieron a una corrida de toros. A William, de 14 años, la imagen de un tipo vestido a la antigua que retaba con un trapo rojo a un animal feroz le cambió la vida. En 1962, graduado de filósofo en la Universidad de Yale, regresó a España, donde aún reside convertido en cronista taurino y profesor de periodismo.

¿Qué lo trastornó de modo tan radical? Él lo explica en uno de sus libros: “En un mundo crecientemente frío, mecanizado y racional descubrí una cosa mágica que es el toreo”.

A Lyon lo sacudió la magia, la emoción que hipnotiza en determinados momentos a los aficionados a las corridas. También la sintieron, entre otros, los pintores Goya, Picasso, Delacriox y Botero; los escritores Quevedo, García Lorca, Machado, Hemingway, Dalton Trumbo y Vargas Llosa; los músicos Bizet, Verdi, Barbieri, Alonso y Sabina; y millones de personas que valoran el peculiar universo taurino, donde el toro es eje de una comunidad, una mitología, una deliciosa literatura, un lenguaje y una estética.

Otros nunca sienten la magia y nunca la buscan. Sin embargo, algunos de ellos pretenden impedir que los demás la disfrutemos. Ciertos supuestos animalistas calzan zapatos de cuero de vaca muerta a golpes; comen carne de cerdo acuchillado; devoran huevos de gallinas enjauladas; consumen pescado desgarrado con anzuelo y se atiborran de pollos a los que despluman vivos en agua hirviendo. Pero, por congraciarse con presiones o subirse al Bus de las Buenas Conciencias, aspiran a prohibir las corridas a quienes las entienden y respetan como uno de los pocos ritos en que el hombre se juega la vida con un símbolo de fiereza: el toro bravo o bos taurus ibericus, descendiente del uro dibujado en cuevas primitivas.

Se atisba una tragedia zoológica. Los legisladores deben captar que, si prohíben las corridas, desaparecerá esa especie incomparable, cuyo perfeccionado destino milenario es embestir. Sin corridas, nadie pagará por ver los potentes toros rumiando cual vacas lecheras hasta su extinción definitiva, que no tardará mucho. La paradoja es formidable: plantean proteger a los toros de lidia… ¿Cómo? Extinguiéndolos. También prohibirían los huevos para facilitar la vida a las gallinas ponedoras.

A esta contradicción llegamos por haber puesto una ecología retorcida al servicio de la política y de los autoproclamados dueños de lo correcto. Numerosos animales que sirvieron al hombre —caballos, burros, mulas, cabras— se están acabando. Otros fueron cazados hasta el exterminio en bosques y mares. Salvo algunas fieras en parques naturales, las que sobreviven lo hacen como números circenses o huéspedes de zoológicos. La sociedad de consumo esclaviza como mascotas de juguete a buena parte de los que cuidaban la casa y perseguían ratones: millones de gatos y perros hoy visten como niños, comen como ancianos y vegetan entre mimos. (Si lo sabré yo, ay, que vestía a Pachulí con camiseta del Santa Fe y le compré gabardina a Simona).

Sobre todos ellos reina soberbio, guerrero, desafiante, el animal que ha sido acompañante y mito: el toro bravo. Hablo del más poderoso de la tierra. El que se endurece y encabrita en el castigo. El que, según afirma el etólogo Francis Wolff, “es el único adversario que el hombre encuentra digno de él”. Los trajes extravagantes y antiguos, las venias, los lentos desfiles, las ceremonias son por eso: por respeto al toro y al hombre, que arriesgan la vida en el baile mágico de la tauromaquia. También por respeto, el heredero de Tauro no está condenado a morir en manada y a escondidas, como los corderos, sino en duelo público donde cada ejemplar ostenta un nombre, una genealogía y unas características individuales. 

Su lucha es la única en que el hombre ofrece a su rival la posibilidad de vivir. Decenas de toros de lidia son indultados cada año por nobleza y bravura. Algunos, a semejanza de los líderes comunistas, permanecen preservados y venerados en museos. 

Y, sin embargo, se quiere prohibir su razón vital en nombre de una falsa ecología y por imperio de una redocracia que arrasa, no dialoga, no reflexiona. En realidad, más que salvar al toro, muchos de sus supuestos protectores intentan sacar el diploma de bondad que otorga la causa. Los que lloran a gritos ante la violencia de unas banderillas no son los mismos que lamentan las 98 masacres y los 14.033 homicidios cometidos en Colombia el año pasado. 

Deben enterarse de que la piedad por un animal herido no necesariamente se transforma en solidaridad humana. Durante la Guerra Fría, el secretario de Estado gringo, Henry Kissinger, se reunió varias veces con el jefe soviético Leonidas Brezhnev, quien lo invitaba a cazar venados en su dacha. Kissinger rehusó siempre disparar contra las pobres criaturas. Pero no mostró iguales remilgos a la hora de ordenar asesinatos en Chile y bombardeos en Camboya. 

Se arguye que al toro “le duele”. Por supuesto que sí: a cuatro años de vida muelle sigue media hora de sacrificio. No obstante, según investigaciones, este animal produce reacciones de betaendorfinas que bloquean el dolor. No tienen igual suerte, por ejemplo, las niñas que desde temprana edad practican el ballet clásico o la gimnasia olímpica, actividades que producen lesiones óseas y aun invalidez. ¿Ninguna buena persona ha pensado en vetar la enseñanza del ballet y la práctica de acrobacias? ¿Merecen más consideración las reses que los niños? ¿Y si prohibimos el dolor?

El ballet y los toros son artes que, como la vida misma, justifican ciertos riesgos. Si alguien se opone a que una niña de cinco años pase horas caminando en puntillas o detesta la lid del toreo, yo lo entiendo. Que se quede en casa. Pero que no pretenda forzar sus escrúpulos en el prójimo. Muchos personajes de alabada sensibilidad —atrás mencioné a unos pocos— tienen sobre el arte ideas muy distintas a las de determinados influenciadores. Pero ni siquiera aquellos genios exigen una ley que imponga su gusto artístico sobre los demás.

Una de las consecuencias de la era digital es la prevalencia de la mentira, el engaño, lo falso, lo artificial (incluso la inteligencia). La corrida de toros es un insólito pasaporte hacia la máxima verdad. Por eso decía Juan Belmonte, el Messi de la tauromaquia: “La diferencia entre la ópera y los toros es que en los toros se muere de verdad”. 

No queremos que el Congreso nos imponga una sensibilidad ansiosa de ofenderse. Déjennos escoger, o acabarán prohibiendo los poemas de García Lorca, la música de Bizet, los óleos de Botero. Y hasta el dolor, que es, caray, tan ofensivo.

ESQUIRLA. El triunfo del Ballet Folclórico Sonia Osorio en un concurso mundial desató baile general de cumbia en Sicilia.

Pepe Ortiz, uno de los toreros más creativos de la historia, según crónica de Alcalino

José Ortiz Puga (Guadalajara 12.12.1902-DF, 16.04.75) ha sido uno de los toreros más
creativos de la historia, famoso por la invención de una serie de quites que ejecutaba con
cadencia musical. También fue un favorito en los afectos de la afición mexicana, y sin
pretenderse un diestro de pelea, su valor sin exhibicionismos le permitió sobreponerse a
las muy graves heridas sufridas en sus años mozos –Chicuelo lo había hecho matador en El
Toreo (02.11.1925)–, cada una de las cuales le cortó las alas cuando parecía en
condiciones de remontar el vuelo. Como resultado, las empresas lo fueron relegando,
pero un público que tenía memoria y sabía de la lucha de Ortiz y de su autenticidad torera
no dejó de querer y estimular a quien había merecido el sobrenombre de Orfebre Tapatío
en homenaje a sus dotes artísticas, su fértil inventiva, su delicada manera de manejar el
capotillo y de interpretar el toreo. Un genio del primer tercio que no llegó a ser gente
muleta en mano, aunque la armonía no haya abandonado nunca sus procedimientos.
Hacía tiempo que Ortiz no daba con el éxito en la capital, donde toreaba poco –su famosa
tarde de la larga cordobesa databa de enero del 39–, pero la nostalgia de sus antiguos
seguidores sufrió un vuelco sentimental cuando rico, casado con la actriz Lupita Gallardo y
confortablemente instalado en su rancho de San Miguel de Allende –donde llegó a criar
ganado de lidia– anunció su adiós definitivo de la profesión para el 14 de marzo de 1943.
Lorenzo Garza, viejo admirador suyo, no tuvo inconveniente en dejarse anunciar mano a
mano con Pepe para ocasión tan señalada. Por cierto, las desavenencias de Lorenzo con
Maximino Ávila Camacho, quien sobre funcionar como poder detrás del trono dentro de la
empresa de El Toreo era secretario federal de Comunicaciones y Transportes y hermano
del presidente de la república, llevaron al regiomontano a anunciar a su vez una
“despedida” más bien estratégica para el domingo siguiente, cuando se encerró con seis
toros de San Mateo que, por primera vez, iban a fallarle.

Crónica del Tío Carlos. Pero estamos en el día final de la carrera de Pepe Ortiz. Nada
mejor que repasar lo escrito por Carlos Septién García con motivo de la despedida del
Orfebre:


“Decíamos hace un año: “… Pepe Ortiz es lo barroco del toreo. Gira y mariposea frente al
toro (…) Una serie de tapatías es como esos derroches de volutas que hacen cantar a la
piedra en la fachada del Sagrario (…) No serán lo fundamental de la arquitectura, pero
tienen un valor inmenso para el arte…”.


Y ese fue, en realidad, el sentido del toreo de Ortiz. Sólo que fue el suyo un barroco leve y
aéreo; gracia pura, exenta de angustia o de tragedia. También Silverio Pérez fue barroco
con “Peluquero” (pero) en Pepe Ortiz (…) el barroco fue tan inmaterial, tan desligado de la
gravedad como lo es la arquitectura de su Guadalajara “en donde las piedras parecen
flotar en el aire”. Todo su arte fue como un afán de vuelo, truncado a hachazos en mil
ocasiones; pero el toreo orticista fue más y más suave conforme más cornadas recibía su
cuerpo. En sangre de torero está mojado el capote que creó los giros ondulantes de la
orticina, la majestad del quite de oro, la fantasía de los remates con que ennobleció la
lidia. Al rojo precio de sus venas pagó Pepe el cumplimiento de su misión en el toreo
mundial. Porque el hombre no puede ser creador de balde.”


Toreros como Ortiz sólo se conciben en México (…) son ellos los que más llegan al público
independientemente de su intrínseco valor como lidiadores. En el fondo de todo mexicano
hay un barroco: un adorador de la complicación y el estallido, un apasionado buscador de
la belleza con temblor y arrebato. Y a ese fondo entrañable es al que le habló durante
largos veinte años Pepe Ortiz cuando hacía revolotear su capote estremeciendo de ritmos
el aire, convirtiendo la fiereza del toro en una bella figura de embestidas a compás,
llevando a límites inexpresables de gracia los lances fundamentales del toreo (…) fueron
sus lances y sus pases la aparición de la suavidad en la fiesta de la fuerza y el empuje. Y es
claro que en ese cambio sustancial de conceptos quedó deshecho su organismo. Los toros
no saben de transformaciones estéticas (…)


Fue además un torero caballero. En la plaza y en la vida (…) llevó la gloria sin arrogancia
falsa ni orgullo desproporcionado. Fue escrupuloso en su respeto al público. Y nunca buscó
exculpantes en la derrota ni practicó el teatro para ganarse compasión o simpatías (…) a él
le habían de ovacionar su creación como torero, no sus capacidades de político o de
dominador de multitudes. Y eso, tan precioso, tan extraño ya, es sinceridad artística, es
honradez de torero.


El público despidió a Pepe con emoción verdadera en su tarde última. Le pagó en instantes
inolvidables su sangre y sus esfuerzos, sus creaciones artísticas y su amor a la fiesta. En la
historia deja escritas las páginas originales de los lances orticistas, que prolongarán el
nombre de Pepe a través en el tiempo mientras haya un ruedo, un público y un torero que

sepan vibrar al impulso del arte creador del tapatío.” (Septién García, Carlos. Crónicas de
toros. Edit. Jus. México. 1948. pp 68-71).


Su última tarde. No encontró Pepe Ortiz mayor colaboración en ninguno de los astados
tlaxcaltecas, “Cubanito” de Piedras Negras y “Bajista” de La Laguna—, aunque al primero
lo lanceó exquisitamente por verónicas y le hizo un quite bellamente giratorio; y con la
franela, nos dice Don Tancredo, “un trasteo muy vistoso, muy tranquilo y muy confiado, en
el que Ortiz se hizo aplaudir con entusiasmo, finalizándolo con un pinchazo y una estocada
casi entera.” (La Lidia, semanario. 19 de marzo de 1943). El lagunero (3º), relata la misma
fuente, además de soso tenía problemas en la visual. Pepe lo aliñó acertadamente.
La misma revista especializada hace, bajo la firma de El Resucitado, pormenorizado relato
de la última lidia en la vida de Pepe Ortiz al negro entrepelado “Vigía”, de La Laguna,
marcado con el número 35. Sabemos por él que abandonó al toril a las 17 horas 11
minutos y fue corrido a una mano por Francisco Gómez “El Zángano”, que también se
cortaría la coleta esa misma tarde. De su detallada crónica entresacamos lo siguiente:
“Con los pies juntos y frente a la puerta de la enfermería (Ortiz) le dio cuatro verónicas
toreando de brazos y despidiendo perfectamente que se ovacionaron con calor (…) En la
primera vara, en la querencia, Lázaro Zabala “Pegote” fue derribado estrepitosamente,
haciéndole Ortiz su quite Guadalupano en dos lances por delante para levantar el capote
en los tres siguientes, a la manera de la chicuelina, y rematando con lucida revolera. El
toro recibió dos varas más, de Felipe Mota, ejecutando Pepe en su segundo turno la
orticina para escuchar dianas y aclamaciones (…) dos quites consecutivos por encontrarse
Garza en la enfermería (…) “El Zángano” cuarteó un par abierto y delantero, cumpliendo
Rafael López en su turno (…) Exactamente a las 17 horas y 19 minutos la autoridad ordenó
el cambio de tercio y Ortiz, de violeta y plata, se dirigió al centro de la plaza para brindar
su último toro mientras la música tocaba “La Golondrina” (…) En el tercio de la contraporra
inició su faena con un pase alto cargando la suerte por el lado derecho; otro pase alto, por
el derecho, y un pase de costado, con los pies juntos, por el izquierdo, que era el más claro
del toro. Dos naturales, en los que el toro se queda al final de la suerte (…) En el centro de
la plaza un ayudado por alto, un molinete por el lado izquierdo y otro por el derecho que
resultó muy ceñido. Dos derechazos y un pase cambiándose la muleta de mano, en el que
el toro dobló las manos (…) Perfilado Ortiz frente a la puerta de caballos dio un pinchazo
en lo alto (…), otro pinchazo, delantero (…) y en el mismo terreno, entrando recto y rápido,
dejó todo el acero en lo alto (…) “Vigía” rodó sin puntilla exactamente a las 17 horas con
25 minutos (…) La autoridad, en un rasgo por demás simpático, ordenó que se le entregara
una oreja (…) Cuando la autoridad ordenó la salida del sexto toro, Ortiz había sido
felicitado, homenajeado y aclamado durante exactamente 12 minutos” (La Lidia…).
Gran tarde de Lorenzo. El regiomontano, a las puertas también él de la retirada, sólo que
en su caso las razones no eran taurinas sino políticas, no podía irse sin manifestar con

hechos su tantas veces probada grandeza. Y salió a comerse crudos a sus toros, sin
importarle que favorecieran o no su intención de triunfar a cualquier costa.


De acuerdo con la crónica de Don Tancredo (Sosa Ferreyro) “tuvo una tarde imponente de
valor y torerismo, de arte y de maestría, pues hizo gala de su casta y de su pundonor,
acallando con lances imponderables y con trasteos de indiscutible mérito la hostilidad de
los antigarcistas (…) con astados nada propicios al triunfo. Fue cogido aparatosamente, y
reaccionó con mayor valor aún, con más celo de gloria y de aplausos (…) A su primer
enemigo, “Alhajito” de Piedras Negras, le hizo faena de pelea, con ayudados por bajo
largos y mandones y derechazos de exquisita calidad (…) Y después cortó las orejas del
cuarto y del sexto, “Cirquero” y “Marinero”, de La Laguna (…) por faenas de intensa
emoción, de absoluta verdad y de positivo mérito, haciéndolos pasar con su prodigioso
aguante y su portentoso temple. Fueron dos faenas típicamente garcistas, con naturales,
pases de pecho, de costadillo, derechazos y toreo de rodillas… Fue cogido y zarandeado
por los dos broncos astados (…) pero les cortó las orejas entre frenéticos aplausos, vueltas
al ruedo, y la salida en hombros en compañía de Pepe Ortiz.” (La Lidia…)


¿Será que una fértil vida torera pueda quedar clausurada del todo una vez escrito su
capítulo final? ¿O al contrario, según premonizara Septién García en sus líneas dedicadas
a la despedida de Pepe Ortiz, la pervivencia de los quites orticistas “prolongarán el
nombre de Pepe en el tiempo mientras haya un ruedo, un público y un torero que sepan
vibrar al impulso del arte creador del tapatío.”?


Uno quisiera aferrarse a esta ilusoria, hermosa y hoy tan lejana posibilidad.

Alcalino y Silverio, el del pasodoble de Lara

El caso de Silverio Pérez es tan peculiar que no nos sirve para ilustrarlo el de ningún otro
torero. Para empezar, el Faraón de Texcoco siempre confesó que los toros le aterraban, y
que dominar esa sensación le resultaba cada día más difícil. Pareciera la declaración del
típico torero desigual, con esporádicos raptos de inspiración trufados de frecuentes tardes
aciagas. Pero esa definición no consigue explicar la constancia en el triunfo del texcocano
a lo largo de los cinco felices años de su encumbramiento, comprendidos entre 1940 y
1944, como uno de los artistas más preclaros en la historia del toreo. Tanto prodigó su
personalísimo estilo que malacostumbró a la gente, hasta el punto de no perdonársele la
menor flaqueza. Razones muy poderosas había: nunca, nunca, se había visto en las plazas
un toreo más dramático ni más sentido, ni esa manera tan única de templar las
embestidas cada vez más lenta, prolongada y ceñidamente. Por algo, ningún torero ha
sido tan querido y admirado. A través del tiempo, Silverio seguiría siendo un ídolo mayor
para el México plural, más allá incluso de las plazas de toros. Y más allá de su muerte
física, que lo alcanzó a la avanzada edad de 91 años (02.09.2006).


Tarde crucial. Pero una fibra muy sensible se quebró, para Silverio y su público, el 13 de
febrero de 1944. La Punta, la ganadería anunciada, se ufanaba de criar los toros más
grandes y poderosos del país. Hay que señalar que el Faraón nunca puso reparos a
ganadería o alternante alguno. Y con Luis Castro “El Soldado” y Carlos Arruza completaba
una terna de gran atractivo. Y quién mejor, para revivir la tarde aquella, que Carlos

Septién García, el siempre recordado cronista de El Universal que firmaba como El Tío
Carlos.


Crónica del Tío Carlos. “¡Había comenzado tan bien, tan espléndida la tarde de toro! De
toros, sí: no de mamones, ni de becerrotes, ni de burros. De toros con fuerza, con sentido,
con dura agresividad. En los tendidos, la multitud zumbaba de entusiasmo. Abajo, la arena
de oro, brilladora y caliente, era como una página donde escribir historias de epopeya.
Chispeaban los ternos suntuosos de los tres toreros y golpeaban los ruidos breves y raudos
de las pezuñas del toro.


De pronto, se deprendió de la barrera Luis Castro. Y el arco rojo del capote trazó sobre la
tierra la acompasada redondez de tres lances al natural. Era el quite de la solemnidad. Y
luego –largo, huesudo y genial–, anduvo Silverio Pérez. Se echó hacia atrás el capote
terrible. Y ante el asombro de quienes lo veían reducido a la chicuelina, abrió el abanico de
las fregolinas, metiendo en el cite la pierna contraria para obligar al quedado punteño a
seguir la suerte bizarra. Era el quite del drama. Después –espigado, cenceño—Carlos
Arruza corrió hacia el toro con ímpetus de casta. Paso a paso, gazapeando
desesperadamente, el punteño acudió. El capote estaba atrás, el cuerpo delgado del torero
frente a las astas. Y así, aguantando inflexible, moviendo los brazos con suavidad y gracia,
Arruza trazó tres gaoneras increíbles. Era el quite de la alegría poderosa (…) Los tendidos
reventaron de júbilo ardiente ¡Qué tercio de quites!


Y minutos después, aquella alegría excitante e irrefrenable se transformaba, primero, en
un grito de angustia; después, en un silencio de muerte. Sobre las astas del segundo toro,
el cuerpo contrahecho de Silverio se sacudía trágicamente al impulso de las cabezadas del
animal. Luego caía destrozado el torero sobre la arena, para tratar de levantarse y volver a
caer, con un gesto de dolor y vencimiento. Era el cruento sacrificio del torero que todo lo
ha dado siempre. Era el sacrificio del torero que por una sola tarde desganada en medio de
miles de heroísmos había sido tratado dura, cruelmente. Era el sacrificio del torero que no
se quiso quitar –como no se había quitado nunca—del camino de la cornada. Sólo que esta
vez el toro no obedeció su imperio. Hablar de seguridad en los toros es hablar de una
paradoja. Silverio Pérez es, será un drama siempre. Porque allá, en las profundidades de
su alma mestiza, la tragedia y la gloria de su hermano fueron sombra en su duro camino
(…) Silverio no luchó tanto contra los toros como con el recuerdo de Carmelo (…) Y han sido
su humildad y su genio los que lo han hecho triunfar sobre la pesadilla (…) Silverio Pérez es
grande precisamente porque no tiene confianza en sí mismo. Es grande porque conoce
todos sus temores y sus debilidades; pero también porque conoce la fuerza de esa señal de
la cruz que hace al partir plaza (…) La prueba más dura la ha recibido ya. Esperamos que

su toreo de mañana sea más hondo y más sentido, porque tendrá la hondura y el gemido
de la purificación.


Y el tríptico se cierra nuevamente con alegría (…) En la arena había quedado Carlos Arruza
(…) tenía frente a sí a un animal poderoso y difícil, duro y peligroso. La amenaza volvía a
cernirse sobre el ruedo. Y el chaval domino temores y aprensiones, ambiente y duelo (…)
peleó con la muerte que rozaba sus piernas, que lanzaba derrotes de guadaña hacia lo
alto. Y ganó la vida (…) el tanto que Silverio Pérez yacía en una mesa de operaciones,
Carlos Arruza paseaba su triunfo, oreja en mano, sobre el anillo ensangrentado.”
Crónica de Don Tancredo. “La cornada que “Zapatero”, de La Punta, le infirió a Silverio
Pérez, nos obliga a subrayar la verdadera tragedia del torero texcocano (…) en el curso de
la temporada anterior hizo trasteos asombrosos por su calidad plástica y emotiva, con
toros que no merecían la gran faena (…) y así indujo al público a que exigiera a los demás,
y a él principalmente, hazañas imposibles. No hacerlo significa para las mayorías un fraude
por parte del torero. Si lo ha hecho una vez, y otra, y otra, ¿por qué no hacerlo siempre?
(…) Y cuando se ha mantenido en un plano distinto, como en la corrida de Piedras Negras
del mes pasado, los espectadores le sacaron las uñas.


Así las cosas, Silverio reapareció en El Toreo (…) nervioso, preocupado, con ansias de dar la
nota, desde el primer lance se vio que venía decidido a jugarse la cornada (…) Y cuando en
el primer toro instrumentó un quite por fregolinas, muy finas y angustiosamente ceñidas,
de nuevo lo envolvieron las ovaciones clamorosas.


Su primer adversario se llamó “Zapatero”, un buen mozo de imponente trapío, negro y
marcado con el número 117. Lo saludó con tras y medio lances a pies juntos en que
aguantó impávido las tarascadas del punteño (…) Aunque se arrancó de largo sobre los
montados, el toro fue blando en varas y salió suelto siempre, pasando con poco castigo (…)
Llegó a la muleta con fuerza y temperamento, con tendencia a cortar y derrotar por el lado
derecho (…) Silverio inició su trasteo con magníficos doblones que remató cambiándose el
engaño por la espalda (…) vino luego un pase de costado y tres naturales algo
atropellados, en los medios, que le valieron estruendosa ovación (…) Y con la franela en la
diestra, un derechazo que intentó rematar con otro cambio de muleta por la espalda; al
hacerlo, cortó el viaje al toro, que viéndolo descubierto movió la cabeza y lo prendió,
zarandeándolo en forma impresionantísima más de medio minuto. Cuando Silverio fue
arrojado a la arena intentó levantarse pero se fue de bruces, revelando en la expresión de
su rostro y en la actitud de sus manos, sobre la ensangrentada taleguilla, la importancia y
gravedad de la herida (…) El Soldado le atizó a “Zapatero” media estocada letal, después
de un solo muletazo. (La Lidia, 18 de febrero de 1944)

Parte facultativo. “Herida por cuerno de toro de ocho centímetros de longitud en la región
inguinofrontal derecha con exteriorización de testículo; presenta tres trayectorias: una
hacia arriba que llega a la fosa ilíaca externa (…); la segunda hacia afuera, que llega a la
cara externa del muslo; y la tercera que llega al tercio medio del muslo (…) Mide en total
22 centímetros de extensión (…) Ligadura de vasos, reducción testicular y canalización con
cinco tubos de hule. De no presentarse complicaciones tardará en sanar alrededor de
cuarenta y cinco días. Dres. Xavier Ibarra y José Rojo de la Vega.”


Carlos Arruza o el poderío jovial. Aunque El Soldado toreó muy bien de capa al abreplaza
“Cachucho” y lo muleteó toreramente, pasó fatigas al estoquear a sus dos toros. Carlos
Arruza, que se encontró de primeras con un “Peregrino” áspero y revoltoso, le cuajó una
faena de dominio en la que se aliaron la emoción y el poderío, casi toda ella por la cara
pero muy cerca siempre y con mucha expresión estética y sabor torero. La estocada,
fulminante y en lo alto, puso en su mano la oreja de un bicho que habría puesto en jaque
a más de cuatro. No menos interesante fue su faena al quinto, que mató por Silverio y
tenía asimismo mucho que torear; a este lo estuvo consintiendo hasta enseñarle el
camino del toreo, terminando por cuajarlo convincentemente. Y aunque falló con la
espada, fue obligado a recorrer el anillo. Redondeó su gran tarde sin perder la frescura ni
el dominio ante un “Urraco” frenado y a la defensiva, al que había banderilleado entre
grandes ovaciones, que se reprodujeron cuando dio cuenta del incómodo animal.
Como El Tío Carlos, Don Tancredo calificó a los de La Punta de “bravos en general y muy
bien presentados. Acusaron fuerza, casta y temperamento; ninguno de los seis fue fácil ni
pastueño, pero todos fueron auténticos toros de lidia”. (La Lidia…)

Alcalino aborda inauguraciones y reinauguraciones de La México en tiempos de crisis y prohibicionismos

Probablemente ninguna plaza de toros del mundo ha vivido tantas inauguraciones o
reinauguraciones como la Monumental de México. Desde la legendaria del 5 de febrero
de 1946 (El Soldado, Manolete y Luis Procuna con toros de San Mateo) hasta ésta del
domingo 28 de enero de 2024, que no es la segunda sino la tercera. Porque ya hubo otra,
el 29 de mayo del 89 (Manolo Martínez, David Silveti y Miguel Espinosa con ganado, mire
qué casualidad, de Tequisquiapan), que ponía fin a 14 meses sin toros.


Las postizas, o sea las dos posteriores a la de 1946, llegaron como consecuencia de cierres
abruptos y engorrosas negociaciones para que se pudieran reabrir las puertas del coso de
Insurgentes, como se le conoció por décadas, antes de que cayésemos en la cuenta de que
la colonia donde está enclavado responde al conmovedor apelativo de Nochebuena.


Empresarios.

Hace poco recibí atenta misiva de un cronista amigo, sevillano por más
señas, donde despotricaba contra las impunes arbitrariedades de los empresarios de su
Real Maestranza de Caballería, regentada desde hace casi un siglo por los descendientes
del mítico Eduardo Pagés. Pero, como ejemplo de suerte adversa y gestiones nefastas, la
Plaza México difícilmente tendrá rival.


Para empezar, el hombre que la construyó, el magnate yucateco-libanés Neguib Simón,
imaginándola corazón y eje de su proyectada y nunca consumada ciudad de los deportes,
perdió en ese empeño toda su fortuna, acosado y estafado por políticos y vivales de todos
los calibres. La México pasaría después por varias manos hasta caer en las del “doctor”
Alfonso Gaona, considerado por la opinión como el más atinado de sus administradores,
particularmente en el primero de sus dos períodos al frente de la Monumental (el de
1948-64, pues el de 1977-88 terminó mal); bajo su férula, la tauromaquia mantuvo vivo su
elevado poder de convocatoria y conoció etapas de legítimo esplendor tanto en otoño-
invierno (temporadas grandes) como en el verano (temporadas chicas o d enovilladas); no
dejó Gaona de tener pleitos y contratiempos –con la Unión de subalternos, con la
propiedad del coso e incluso, de últimas, con el gobierno capitalino–, ni acusaciones y
fama de abusos de poder, promesas incumplidas, listas negras, adeudos jamás cubiertos y
caprichosas filias y fobias. Pero así y todo, fue quien mejor manejó la Plaza México.
Francamente, ya lo hubiéramos querido al frente de la misma cuando el sillón de la
empresa fue ocupado lo mismo por un despistado y autoritario manager beisbolero de
origen cubano que por personeros de Televisa o por la dupla Alemán-Herrerías, cuya
gestión logró la difícil hazaña de vaciar unos tendidos habitualmente muy bien surtidos y
poblados.
Gran entrada, penosa salida. Si la emoción colectiva había provocado una catarsis
inusitada desde los prolegómenos de la corrida del 28 de enero –el retorno a calles y
rostros añorados, la larga espera antes de que por fin sonara el clarín llamando a partir
plaza, el alarido multitudinario que sacudió como nunca el alma a quienes corearon el

inicio del paseíllo, los nervios previos a la salida del primero de la tarde… lo que vino
después fue un infame desfile de mansas y tullidas moles que el ganadero debió
guardarse de anunciar bajo el histórico nombre de Tequisquiapan. Porque Tequisquiapan,
derivación de lo de Carlos Cuevas al cuidado de don Fernando de la Mora Madaleno,
criaba toros de verdad, de casta brava, con hechuras y peso idóneos y dotados de
agresivas cornamentas. No como esos pobres animales inflados y tirando a cornicortos
que estropearon por completo la reapertura. Se coló por ahí un boyancón con malas ideas
y, ya lo ven, el figurón del cartel no lo quiso ni ver; él, Roca Rey, andaba por aquí
entrenándose para la dura campaña europea que le espera y no parece haberle dado
mayor importancia a que el tal “Mar de nubes“ se le fuera vivo. Un toro vivo en la Plaza
México era un baldón para la carrera de cualquier matador –figura o no—hace cuatro o
cinco décadas, pero bajo el caos actual no pasa de tropezón más o menos leve, sin
consecuencias que lamentar.
La elección misma de esa ganadería y de semejante encierro para la reapertura del coso
mayor del mundo también sirve para confirmar que han sido los toreros y sus apoderados
–ay, Pepe Chafick— los principales responsables del proceso nefasto que desembocó en el
post toro de lidia mexicano. Pero los ganaderos de inocentes no tienen nada.
Los animalistas tienen razón. La tuvieron en la que suponíamos más descabellada de sus
fantasías, la retorcida suposición de que ir a los toros perturba la mente e impulsa a la
violencia contra todo ser vivo, empezando por nuestros semejantes. Ahora lo sabemos
cierto. Efectivamente, son las corridas de toros la causa de que ciertos energúmenos,
armados de irrefrenable iracundia, la emprendieran a martillazos contra los muros de la
Plaza México. Y de que las huestes que los acompañaban se deshicieran en insultos y
provocaciones contra las familias que acudían al rescate de su plaza grande y de esa
celebración tradicional –fiesta, rito, espectáculo, arte– que sus queridas graderías y su
mágico redondel han cobijado desde hace 78 años.

Que nadie lo dude: la tauromaquia sí posee el extraño poder de suscitar en los humanos
reacciones de inaudita violencia. La prueba, presentada y representada por destacados
miembros de la furibunda grey taurofóbica, es irrefutable.


Plaza llena. La última vez que vi llena la Plaza México, y quizá no tanto como el domingo,
fue en el corrida pro damnificados de los sismos de septiembre de 2017. Esta vez no llegó
a agotarse el boletaje, lo que sí sucedió poco antes, el 31 de enero de 2016, con la
presentación de José Tomás, que por cierto anduvo mal ese día. Un hecho común a ambos
casos es que el gobierno de la ciudad no movió un dedo en apoyo de la fiesta brava, como
sí lo ha hecho, aportando dinero público y facilidades múltiples a los organizadores de la
carrera anual de Fórmula 1 y a los encuentros que el futbol americano profesional suele
traer a este país de conquista.

Y ya que mencioné aquel festejo para recaudar fondos en alivio de las penurias de quienes
todo lo perdieron en los sismos, conviene recordar que la tauromaquia ha sido siempre
generosa en corridas benéficas, lo que difícilmente ocurre con otros espectáculos. Una
excepción sería el ya lejano concierto para Bangladesh organizado por el exbeatle George
Harrison, que reunió a estrellas del rock de tiempos menos mezquinos que éstos en que
para ver a un o una cantante sin mayores méritos artísticos hay que desembolsar varios
miles de pesos, traducibles a millones que ya quisiéramos para resucitar a las novilladas,
concepto en desuso desde que Rafael Herrerías decretó su inexistencia.
Televisión. Si en algún tiempo tuvo la fiesta brava aceptación y popularidad masivas –no
hablo de la llamada época de oro sino de un pasado menos lejano– fue cuando los toros
se transmitían por televisión abierta todos los domingos del año (1950-1969). Y en las
numerosas veces que se programó temporada grande en las dos plazas que tenía a su
disposición el público capitalino –la México y El Toreo–, si los carteles de ambas
encerraban suficiente atractivo podía ocurrir que ambos cosos se llenaran, sin menoscabo
de que la televisión abierta transmitiera en directo ambas corridas. Todo eso se acabó por
culpa de un desafortunado pleito interno que enfrentó a dos grupos antagónicos, el que
dominaba la fiesta en la capital y el encabezado por un empresario de provincia,
Leodegario Hernández, en alianza con Manolo Martínez. Televisa buscó la manera de
cubrir la grave pérdida de teleaudiencia con programas como Siempre en domingo y
deportes como el futbol americano. Tardó unos años en lograrlo, pero al fin lo consiguió.
Si los actuales dueños del tinglado tuvieran algo de memoria y cien gramos de inventiva ya
estarían gestionando el regreso de la televisión abierta a los toros. Imagine el lector si la
pasión deportiva que se ha apoderado de la gente hubiera sido posible sin las
transmisiones que la acosan a todas horas, promoviendo hasta lo más disparatado y
mediocre del deporte nacional y mundial. Los taurófilos, en cambio, tenemos que
refugiarnos en canales de paga, a los que solamente accede el ya aficionado, lo cual
cancela cualquier posibilidad de enganchar público nuevo.
Sobre el cierre fallido. Fue jaque, pero no jaque mate, la noticia del miércoles 31 de enero
acerca de una nueva suspensión de toda actividad taurina en la capital, en insólita
aceptación de un nuevo amparo de la mafia o falange taurofóbica por parte de una jueza
de Distrito llamada María de Jesús Zúñiga.
Dicho amparo fue promovido por una asociación hechiza autodenominada “Todas y Todos
por Amor a los Toros”, nombre que mejora aquel, no menos absurdo, de “Justicia Justa”,
anteriormente utilizado por los grupos taurofóbicos, evidentemente minoritarios pero
muy bien untados, aceitados y aleccionados. Pero lo mismo que ya les había facilitado
anteriormente otro juececito a modo, el tal Hass Herrera, tenía esta vez una pata coja, la
del soberano desprecio que la jueza de marras estaba haciendo del dictamen de la
Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) al considerar legal y lícitas las corridas de

toros en el país. En esa certeza se apoyó el XIII Tribunal Colegiado para enmendarle la
plana y de paso exhibir la incompetencia –o complicidad—de María de Jesús Zúñiga.
Pero no cantemos victoria. La falange taurofóbica redoblará su asfixiante activismo contra
la tauromaquia tanto por la vía jurídica como en nuevos intentos por tomar la plaza, esto
es, obstaculizar organizada y violentamente al celebración de los festejos taurinos, intento
que vieron frustrado el día de la reapertura porque nunca contaron con una respuesta del
público taurino tan apabullante en torno a la Plaza México, llena a toda su capacidad
desde mucho antes del inicio del festejo, que si acaso consiguieron retrasar.


Pero volverán a intentarlo, y si queremos salvar nuestras corridas, el único recurso serían
asistencias tan multitudinarias como la del 28 de enero. Para lo cual es necesaria la
conjunción de factores no sólo emocionales –como el de la reapertura—sino taurina y
empresarialmente irrefutables. Es decir, carteles de gran atractivo –toros y toreros
capaces de promover llenos–, publicidad adecuada e imaginativa, y precios al alcance de
todas las clases sociales, pues el esplendor de la tauromaquia descansó, entre otras cosas,
en su alcance popular, y su enorme penetración pública fue siempre democrática y nunca
elitista.


¿Estamos pidiendo un imposible?… El tiempo lo dirá.


Sobre este tema, recojo unas líneas donde José Carlos Arévalo, desde Madrid, sintetiza la
magistralmente la ignorante arrogancia que hay detrás de esta persecución sin tregua,
cuyo instrumento de ocasión es la jueza Zúñiga; lo publicó, el pasado 1 de febrero, el
portal altoromexico bajo el título “La jueza que no sabe”, y entre otras cosas dice lo
siguiente:


“(…) Tampoco sabe que la demografía del rancho en que (el toro bravo) habita es de
1.6 cabezas de ganado por hectárea, ni que el número de reses sacrificadas en el
ruedo es el 6.7 de la carga ganadera de cada divisa. Ni que la lidia del toro es el
único arte escénico protagonizado por el hombre y el animal. Ni que el aficionado no
va a la plaza a divertirse con su sacrificio sino a valorar cómo la violencia de su
embestida se convierte a la cadencia del arte. Ni que la gloriosa historia del toreo
mexicano, con una nómina de artistas geniales a la que su decisión insulta, sufre
ahora el menosprecio de su manifiesta incultura.


Y como no sabe nada de nada, la jueza también ignorará que hace exactamente 100
años, los gringos, que entonces gobernaban en Cuba, cerraron la Plaza de Toros de
La Habana, en aquel tiempo la más grande del mundo. Bonita conmemoración la del
presunto cierre de la que hoy es la plaza más grande del mundo.”

“¿Cuánto valen dos orejas de un toro…? ¿Una cornada…?… ¡Venga…!, según la versión del maestro Alcalino

Parecía que los de Tequisquiapan nos echarían a perder la tarde. En cuatro toros, apenas
la compostura torera de Alfredo Leal para cubrir el expediente ante par de bureles sin
alma. Intentos vanos de El Viti y Solórzano hijo. Y en la arena, quinto del encierro, un
“Aventurero” con dos agudos pitones y un triángulo blanco sobre la frente. Para Santiago
Martín. Y para que Juan Pellicer Cámara (Juan de Marchena) pudiera escribir esta crónica
memorable:


Faena cumbre. “¿La faena al quinto toro es la mejor que ha hecho El Viti en la México?


¿Fue mejor que la que hizo en Sevilla, en la feria de abril del año pasado? Creo que es la
mejor que ha hecho aquí, y también creo que fue mejor que aquella de Sevilla. Torear
tanto en tan poco terreno fue uno de los méritos excepcionales de lo que hizo ayer
Santiago Martín (…) La faena se inició en el centro del ruedo. Lacónico, como una rotunda
afirmación, el pase de trinchera y ahí, en un palmo de terreno, los ayudados por abajo,
sencillamente perfectos. El torero y su muleta eran un todo. Una misma intensidad
recorría, desde los talones del torero hasta la punta de la muleta. Y, siempre en los medios,
otro pase de trinchera y otra serie de ayudados por abajo, cargando la suerte, sí,
cargándola de toreo, cargándola de belleza, cargándola de emoción (…) el torero como eje
de aquella circunferencia, trazada por una muleta que los pitones no alcanzaron nunca y
que estuvo siempre a la misma distancia de ellos. Y, siempre en un palmo, otra tanda de
muletazos como los anteriores, rematados con el de pecho con la izquierda, pasando la
muleta desde el testuz hasta la penca del rabo. Y el toreo por naturales, tan sencillos, tan
sencillamente extraordinarios, engranados con asombrosa facilidad, levemente inclinada
hacia adelante la figura, para quebrar, y en esto consiste el mayor mérito del toreo, la
línea de la embestida. No se puede torear mejor, ni el pase natural ha podido volver a serlo
tanto, después de sufrir tantas interpretaciones o mixtificaciones. Las series de naturales
de esta faena de El VIti fueron la expresión más pura del toreo. El toreo por alto brilló en
los pases de pecho con la izquierda y en los afarolados lentos y toreando auténticamente,
alcanzando los molinetes un garbo excepcional. Entrando por derecho, una estocada
tendida, y después, otra vez el toreo en redondo y con la derecha. No era posible que esta
faena quedara sin la coronación de una gran estocada. Volvió a perfilarse El Viti, y
dejándose ver, dejándonos ver el volapié, sepultó el estoque hasta las cintas en lo más alto
del morrillo. Estocada fulminante. Una explosión de pañuelos agitó la plaza. Con las dos
orejas del bravo toro de Tequisquiapan recorrió el ruedo el extraordinario torero
castellano. Faena cumbre, que se recordará por muchos años.” (Esto, 5 de enero de 1970).
El arte con sangre sale. Chucho Solórzano solamente lució en banderillas. No pudo con la
casta de su primero –el precioso berrendo en cárdeno “Tortolito”– y tampoco se entendió

con el viento y la aspereza del sexto. Leal, muy puesto, no consiguió sino taparse con el
lote quedado e insustancial que le tocó. Pero fue como si el éxito de El Viti le avivara el
amor propio. Y decidió regalar un Torrecilla que rumiaba sosegadamente en los corrales.
Escriben al respecto dos notarios eminentes del acontecer taurino, José Alameda y
Manuel García Santos. Éste último lo puso en los términos siguientes:


“¿Cuánto valen dos orejas de un toro…? ¿Una cornada…?… ¡Venga…!


Y se salió a los medios, cuando Chucho Solórzano se disponía a iniciar su faena, y le hizo
seña al público de que iba a regalar un toro. Era de Torrecilla. Cornivuelto. Escaso de
carnes. Luego se vio que tenía poco poder, porque se cayó. Pero era un toro de buen estilo.
Alfredo se fue al toro con la decisión del triunfo en el semblante. Le presentó al toro la
muleta, y desde que el toro le embistió, hasta que le metió la espada en lo alto, enterrada
hasta los gavilanes, todo lo que hizo fue de torero del mejor arte y el mejor gusto (…) La
faena transcurría por los cauces del arte y de la sensibilidad torera. La ligazón era perfecta.
El mando absoluto. Los muletazos se sucedían limpios, dibujados, engranados en una
cadena de toreo magnífico. Y en un descuido –por estar el torero dentro del toro durante
toda la faena-, el toro lo volteó. Se vio pronto que Alfredo estaba herido. El arte le dejó
sitio al dramatismo. La plaza vibraba. El torero, cojo y con abundante hemorragia, seguía
en la cara del toro bordando el toreo. La estocada rubricó aquella perfección y aquel
acento dramático. Cortó las dos orejas, lo aclamaba la gente, no se interrumpían las
ovaciones (…) Y Alfredo, camino de la enfermería, iba acaso diciendo: –¿Cuánto valen dos
orejas…? ¿Una cornada…? ¡Venga…!”


Pepe Alameda, por su parte, lo narró así: “Ese toro, “Rumboso” de nombre, fue a más. Y
llegó al tercio final con todo el rumbo de la templanza y el buen estilo. Pero toros tan
buenos necesitan siempre un torero muy bueno. Y el torero, allí estaba. Los muletazos en
redondo de Alfredo sobre la mano derecha fueron los más sentidos que ha dado hasta
ahora, superando incluso aquellos de su faena a “Cuate” de Reyes Huerta, la otra tarde
(21.12.69)… Por el lado izquierdo el toro era menos dócil y, sin embargo, Alfredo le paró, le
aguantó y le corrió la mano, olvidado del riesgo, embebido en su arte, entregado hasta el
punto de que el toro no tuvo más que revolverse a la salida de un pase para levantar al
torero y pasárselo de un pitón a otro, dándole la cornada seca en el muslo derecho.
Y ahí vino lo grande. El torero, con el muslo roto, se quedó en la línea de batalla. Y como si
el dolor le acendrara el sentimiento, dio los mejores pases de su portentosa faena. La
emoción del arte, aunada a la del sacrificio, que a cada instante iba siendo más visible,
pues al diestro le fallaba la pierna herida, pero nunca el corazón indemne, que se
comportaba como si el fuego de su sangre torera le cauterizara el dolor. Toreando así, a
sangre y fuego, dio Alfredo Leal su más alta medida de torero y de hombre, grandes

valores estéticos y morales de la fiesta de toros. A ver quién puede negarlos.” (El Heraldo
de México, ídem).


Años después, cuando la ola taurofóbica ya rondaba aunque todavía sin desbordarse, Leal
contestó con esta sencillez a la pregunta de un entrevistador que lo inquiría sobre el
sufrimiento de los toros durante su lidia: “No creo que experimenten dolor. A nosotros nos
pasa: cuando estamos heridos, la excitación de la faena, la adrenalina, inhibe el dolor, que
no sentimos hasta que las heridas se van enfriando.”


Alfredo Leal –azul rey y oro–, estaba en la cima de su arte. Y la Plaza México lo seguiría
constatando; El Viti –azul celeste y oro–, había trazado la mejor faena de su vida en el
ruedo metropolitano, al que regresaría un año después pero ya sin esa aura esplendorosa,
más bien al contrario. Gracias a los dos –tan distintos de expresión, tan enormes toreros
ambos–, la afición mexicana había vivido una de esas jornadas que no se olvidan.
Anochecía aquel 4 de enero de 1970. Y con el calor emotivo de la faena y cornada de Leal
ni se percibía el frío que ya se cernía sobre la ciudad.


Chucho Solórzano, que también se puso obsequioso –por lo que en octavo lugar se dio
suelta a “Gavilán” de Tequisquiapan– se había mostrado dispuesto en todo momento,
consiguió algunos lances estimables, puso un gran par de banderillas y muleteó empeñoso
y valiente aunque algo apresurado. Tampoco es que el astado valiera gran cosa. Y poco
pudieron agregar hombre y burel a ocasión tan venturosa. Tarde de arte y sangre. De
plaza llena y emociones fuertes. De toros y toreros de verdad.

Alcalino alerta : convocar un plebiscito sobre los toros es una inmensa trampa

David Faitelson Pulido es un locutor deportivo iniciado como tal bajo la protección de José
Ramón Fernández Álvarez (en TV Azteca), que lo utilizó en el papel de escudero con la
misión de hacer todo el ruido posible mediante un estilo agresivo y provocador. Como
Joserra siempre se ha centrado en temas futbolísticos, Faitelson tuvo que aprender el abc
del futbol para poder cumplir satisfactoriamente su peculiar misión; él había hecho sus
pininos en el diario Excélsior (años 90) comentando deportes típicamente gringos –beisbol
y futbol americano–, y sus débiles análisis y pobre redacción denunciaron desde el
principio que estaba ahí en virtud de padrinazgos poderosos, no por méritos propios, tan
escasos entonces como ahora.


Recientemente, el estridente locutor de marras decidió traicionar la confianza de su
valedor de toda la vida –José Ramón Fernández— para ceder a la seducción de los dólares
de Televisa. De esa calaña es el sujeto sorpresivamente invocado por el presidente de la
república en la mañanera del viernes último, luego que la Suprema Corte de Justicia de la
Nación (SCJN) destrabara, con argumentos de irrefutable precisión y pertinencia, la
suspensión que pesaba sobre las corridas de toros en la Plaza México. Paradójicamente, el
alegato favorable a la tauromaquia lo elaboró con mano maestra la ministra Yasmín
Esquivel Mossa, que en 2019 había sido impulsada por el propio presidente Andrés
Manuel López Obrador (AMLO) con la idea de que presidiera la SCJN una vez agotado el
periodo de Arturo Zaldívar, propósito que frustró la filtración aquella del plagio de su tesis
de licenciatura –la de la señora ministra–, que la hizo moralmente inelegible para el cargo.
Reproduzco tal cual lo que David Faitelson publicó en la red X, reprobando, a su tosca
manera, la decisión soberana de la SCJN: “Vergonzosa la decisión de la Suprema Corte al
revocar la prohibición a la “fiesta taurina” (asesinato de toros) en la Plaza México.


Muestra inequívoca de cómo está nuestro sistema judicial”; aseveración esta última que
fue, seguramente, lo que enganchó a AMLO al tuit de marras, pues es bien conocida su
indignación por el torcido comportamiento de influyentes miembros del poder judicial en
contra de todo lo que huela a 4T.


Ahora bien, ¿qué tiene que ver esto con la bien argumentada decisión de la SCJN al
levantar la suspensión de las corridas de toros en el monumental escenario capitalino?
Pues tanto como la corrida real con el “asesinato de toros”, repetición en tono de
cantinela –nada raro en Faitelson—de una falacia recurrente en cualquier diatriba
antitaurina desde que los antis emprendieron su cruzada.


La trampa del plebiscito.

Lo malo del asunto es que el presidente ha mencionado la
posibilidad de someter el veredicto final sobre nuestro tema a “la consideración y
voluntad del pueblo” mediante plebiscito. Una consulta de la que la tauromaquia hubiera
salido indemne no digamos ya en la época de oro, con los toros erigidos en indiscutible
pasión nacional, sino incluso cuando imperaba el mando avasallador de Manolo Martínez,

previo a la guerra total declarada por el antitaurinismo anglosajón y mascotero en este
siglo de cerebros moldeados por las redes, autoridades y medios omisos, y taurinos en
franca desbandada. Bajo estas condiciones, poca o ninguna esperanza de sobrevivir a un
plebiscito tendrían las corridas de toros en nuestro país. Y dada la formidable caja de
resonancia que es la conferencia mañanera, los antis están aprovechado la ocasión para
redoblar su ofensiva, en solicitud de que, efectivamente, la tal consulta pública se lleve a
cabo.


Pero la protección legal de las minorías exige otra cosa. En clave democrática, plebiscitar
no es verbo que pueda ni deba conjugarse libremente acerca de cualquier asunto. Si así
fuera, imaginemos a lo que llevaría someter a la consideración popular, en votación
abierta, temas como los derechos adquiridos por la comunidad LGBS, la soberanía de los
pueblos indígenas sobre sus ecosistemas naturales, la interrupción del embarazo, las
ayudas a las personas de la tercera edad y los discapacitados o el juicio de amparo,
reducido a caricatura últimamente, etcétera etcétera.


Pero la censura es censura es censura es… Y está, además, el tema de las prohibiciones
oficiales específicas cuando lo prohibido no implica un daño social evidente, lo que las
convierte en casos de censura pura y dura. Es decir, en atentados contra un principio
básico de toda democracia liberal moderna que consiste en expandir, no en reducir ni
menoscabar las libertades de que deba gozar el ciudadano. Justo lo opuesto a la
trasnochada lógica del pensamiento único y lo políticamente correcto.


En previsión de que puedan seguir haciendo ruido los Faitelsons de ocasión, instalados en
su ya muy trillada postura de animalistas emocionales, supremacistas morales y censores
implacables, conviene traer una vez más a colación los rasgos que definen al taurofóbico,
que se autoproclama progresista cuando, en realidad, su mentalidad se encuentra
impregnada de fanatismo aldeano y acientífico y retrógrado reduccionismo.
Rasgos a detectar. La variopinta comunidad de nuestros censores y detractores encaja,
invariablemente, en uno o varios de los ocho tipos enunciados a continuación:


1) Taurofobia, que como todas las fobias es un impulso irracional.


2) Incultura: son gente básicamente iletrada, incapaz de comprender y analizar una
tradición –cualquiera de ellas–, desde los valores de su mito de origen y la simbología que
los actualiza en un rito determinado.


3) Intolerancia, espíritu inquisitorial, sustitución de la empatía por un odio ciego.
Negación a escuchar argumentos distintos a su propia versión inamovible y fija de la
realidad.


4) Integrismo, que es el intento de imponer al resto de la sociedad su propia y muy
particular visión del mundo (late aquí la imposición de los valores de la globalización
anglosajona sobre cualquier tradición cultural que perciban como ajena).


5) Corrección política, que es esa disolución del criterio personal en corrientes de opinión
mayoritarias, particularmente en asuntos “sensibles” a determinados grupos o personas,

con la consecuente persecución de aquello que simplemente esté señalado como
“incorrecto” o mal visto por los dueños de la verdad absoluta, erigidos en implacables
censores. Una actitud, como en otras ocasiones hemos dicho, inducida desde las altas
esferas del capitalismo salvaje que está en el espíritu de la globalización neoliberal.
6) Oportunismo cínico, a cargo de políticos en campaña electoral a la caza de ingenuos;
también de aquellos que, instalados en un cargo público, intentan frenar su desprestigio
abrazando, con notorio exhibicionismo, causas facilonas.


7) Supremacismo moral, entendido como ilusión de superioridad humanista en contraste
con la barbarie de los taurófilos, para lo cual conviene reducirlos, en automático y por el
solo hecho de serlo, a la infrahumana condición de seres despreciables, primitivos y
violentos. Una proyección a espejo en toda forma.


8) Buenismo, que no es otra cosa que la sensación mojigata de estar participando en un
movimiento inmaculado, civilizado y progresista, que convierte a sus miembros en
“buenos” por definición, sin comprometerlos a nada importante ni socialmente
trascendente.


Independientemente de lo que venga, conviene mantenernos alerta, no tanto por la muy
relativa fortaleza de los argumentos machaconamente esgrimidos en contra de la
tauromaquia, cuanto por la fuerza e influencia reales del punto de vista oficial y sus
efectos como un revulsivo de ocasión, favorable a la grey taurofóbica.

Alcalino aborda el silencio y descalificación sobre la tauromaquia que pretende ocultar su enorme riqueza cultural y cita a don Fernando Botero como adalid en la defensa de las corridas

Pregúntele usted a un o una joven, elegida al azar, quién ha sido más popular e
importante en este país, si Silverio Pérez o El Santo; Carlos Arruza o Blue Demon, Manolo
Martínez o Julio César Chávez… Y no se sorprenda si eligen a los enmascarados y al púgil
sinaloense y confiesan ignorarlo todo, hasta el nombre, de los ídolos taurinos
mencionados. Ídolos en toda la extensión del vocablo, llenaplazas consuetudinarios
dentro y fuera de México, inspiradores de prosa exaltada y poesía hecha canto. Ídolos,
objetos de culto en todas las clases sociales. Bastaría una visita a las hemerotecas,
bibliotecas y viejos noticiarios para corroborarlo.


Lo que pasa es que, desde hace más o menos dos decenios, México vive una conspiración
de silencio, por un lado, y descalificaciones, por otro, en torno a su enorme riqueza
taurina. A la tauromaquia a secas. Al “espectáculo más culto del mundo”, en palabras de
Federico Garcia Lorca. Y como en estos casos de amnesia colectiva las casualidades no
existen, conviene recordar, sobre todo a los aficionados a toros que vamos quedando, la
génesis y las causas de este proceso silencioso y perverso. De cómo y dónde se gestó el
huevo de la serpiente.


Políticamente incorrectos. Como tantas cosas que están ocurriendo en el mundo y
distorsionando el sentido de lo humano, la fiebre de lo políticamente correcto no nació de
la nada ni de la ramplona imaginación de algún influencer youtubero o académico ocioso.
Se trata de un diseño emanado de la ola neocons de los tempranos 80 (Thatcher-Reagan),
instrumentado como dique de contención contra el para ellos peligroso viaje pendular de
la década jipi (60´s) y sus vastas consecuencias en todos los ámbitos de la cultura. En todo
tiempo y lugar, el exceso de libertad –es decir de democracia, de diversidad, de tolerancia-

  • ha puesto en guardia a las élites, cuya ventaja es saberse dueñas de cuantos medios
    hagan falta para montar una reacción mientras más desproporcionada mejor cuando se
    trata de aplastar cualquier asomo de desviación o disidencia.

  • Si en términos económicos esa reacción quedó expresada en el Consenso de Washington
    (J. Williamson, 1989), quienes la urdieron sabían perfectamente que, para alcanzar sus
    metas, era indispensable acompañar su modelo con un cambio cultural que neutralizara la
    previsible inconformidad de la gente. De esta convicción emana lo que con toda
    propiedad ha sido denominado pensamiento único, la idea inducida de que las reformas
    ultraliberales propuestas por ellos representaban un inevitable avance civilizatorio –no en
    balde su énfasis en lo tecnológico–. Para lograrlo era indispensable la movilización
    sincronizada de los medios de comunicación y los programas educativos; esto último
    serviría, además, para abatir cualquier rescoldo de rebeldía estudiantil, residuo de los
    turbulentos 60´s. La era de los tecnócratas estaba en marcha.

A sabiendas de que quien manipula las emociones lleva las de ganar, y a contrapelo con el
incremento brutal de sus elementos de represión, empezando por el desarrollo en
cantidad y en letalidad de la producción bélica –cuyos efectos tan a la vista están en este
malhadado 2023–, los cerebros contratados por las élites económicas de finales del siglo
XX procuraron reencauzar el natural sentimiento compasivo de las personas hacia el reino
animal. Pero selectivamente, nada de osos polares o gacelas, ratas, mosquitos o bacterias.
Hay que amar a los animales, sí, mas no en abstracto sino en lo cercano y concreto, las
mascotas en primer lugar –felices los fabricantes de alimento para perros y gatos, y los
prestadores de toda clase de emergentes servicios al respecto, incluidos los funerarios (!)-
-, y de paso a cuanto animal más o menos doméstico sea susceptible de despertar
compasión o ternura. Las producciones cinematográficas de la casa Disney, dirigidas sobre
todo al público infantil, no podían quedar fuera del plan maestro, con conmovedoras
evidencias que van del Rey León al apacible toro Ferdinando. Y es que, para que los
objetivos de acumulación económica de los neocons se potenciaran, había que estructurar
un sistema que no descuidara detalle. Y como se lo propusieron lo hicieron, de ahí la
fortaleza del modelo neoliberal por más que, a estas alturas, le brote pus por tantos
poros.


¿Los toros? ¿La tauromaquia?

Para los dueños del mundo nunca significaron gran cosa.
Para nosotros sí, puesto que forman parte de nuestra cultura, incluida la formación
sentimental, la tradición como identidad y lección de vida, la memoria feliz de tantas y
tantos mexicanos. Sentimientos, identidad, memoria, tres elementos fuera de control que
había que combatir y, a ser posible, extirpar. En nuestro norteamericanizado país, el
pensamiento único también consiste en desmontar la milenaria y riquísima cultura
mexicana para poner en su lugar la de ellos (¡Ya viene el Super Bowl!). De ahí la campaña
de diatriba-silencio contra la tauromaquia, ingenuamente adoptada por tantos paisanos,
entre desinformados, sensibleros y contratados. A la fecha, sus avances son innegables.
¡Viva Blue Demon! Recientemente se instaló en un céntrico museo de la ciudad de
México una exposición íntegramente dedicada a Blue Demon, famoso luchador
enmascarado de mediados del siglo pasado. Los promotores de la muestra han enfatizado
la penetración popular del antiguo ídolo del pancracio y, por extensión, de la lucha libre
como, desde su perspectiva, un elemento fundamental de nuestra moderna cultura
vernácula.


Cuando la naciente televisión eligió ese espectáculo como vehículo de difusión para
promover la venta de aparatos –a principios de los años 50 sólo en pocos hogares había
una tele–, tuvo que suspender las transmisiones ante las múltiples protestas de padres de
familia, espantados por los pleitos y lesiones que la euforia por las luchas estaba
provocando entre sus hijos pequeños, desconocedores de los trucos que dominaban los
profesionales de dicho ejercicio fársico. Al que se consideró, en ese entonces y por tales
razones, brutal, mentiroso y primitivo. Propio para públicos analfabetas e ingenuos.

Hoy, en cambio, lo vemos elevado a la categoría de patrimonio cultural intangible de la
ciudad de México (desde 2018). Y si aún no se extiende el nombramiento al resto del país,
a eso tienden los esfuerzos de una “intelectualidad” que ya nada tiene que ver con la de
los Carlos Fuentes, Octavio Paz, Martín Luis Guzmán o Carlos Pellicer, la de Alfonso Reyes,
Xavier Villaurrutia, Alí Chumacero, Diego Rivera, Carlos Chávez o José Luis Cuevas, todos
ellos afectos en mayor o menor medida a la tauromaquia, como puede comprobar quien
revise sus dichos y sus obras. Ellos, intelectuales y autores de una categoría y un nivel
irrepetibles, jamás se interesaron por la lucha libre.

Entorno cultural.

Recientemente, y a propósito de la exposición citada y esa otra, sobre
fotografía taurina, que la Ibero suspendió, me di a la tarea de buscar referencias sobre la
lucha libre mexicana, que sin duda alumbró en el pasado fenómenos tan interesantes
como el legendario Santo o el referido Blue Demon. Sobre el enmascarado de plata existe,
como es sabido, abundante producción cinematográfica, muy festejada como ejemplo de
cine kirsch, pródigo en humorismo involuntario, que algunos han pretendido elevar, sin
éxito, al rango de arte mayor. Hay también, como es natural, abundancia de crónicas y
fotografías, así como historietas ilustradas que colocaban al Santo en un rol semejante al
de los superhéroes gringos (cosa que celebro y batalla que ya también se perdió).
Pues bien, en esta pesquisa no conseguí encontrar nada que no fueran textos de notable
pobreza literaria y contenidos repetitivos e intrascendentes –a salvo alguna crónica
sociológica de Carlos Monsiváis, estupenda como suya–. Y algo muy semejante ocurre con
el material fotográfico alusivo, quizá más variado que el escrito pero con escasas piezas de
cierta valía. Hasta ahí llegan las aportaciones de la lucha libre como patrimonio cultural.
Qué contraste con el caudal y la variedad de crónicas, obra plástica, filmaciones,
enciclopedias, museografía, libros, dedicados a la tauromaquia y sus cultores, a gestas que
sabían sacudir multitudes y ganar la opinión pública. Y que, si tenemos suficiente interés
por averiguar nuestro pasado como país, han quedado plasmadas en su historia y su
cultura a lo largo de cinco siglos, desde la colonia hasta la alborada del nuevo milenio.


Evidencias, razones fuera de los limitados alcances –o la complicidad velada– del
obsecuente, pedestre y desnacionalizado juez de distrito que, a imitación de sus colegas
capitalinos, acaba de ordenar la supresión de las corridas de toros en Guadalajara.
Botero dixit. Recordaré, finalmente, unas palabras del finado Fernando Botero, uno de los
últimos exponentes con reconocimiento universal del arte pictórico de nuestra América:
“Me parece absurdo y doloroso que priven a tanta gente de una pasión como esta gran
tradición cultural: pintaron la corrida Manet, Goya, Picasso, Bacon… No hay un gran arte
inspirado en el fútbol. Se vive un mal momento para la tauromaquia, para el arte… para
todo.”

Donde el maestro colombiano puso futbol ponga usted lucha libre. O el entretenimiento o
diversión de moda que haga falta para confirmar el triunfo de lo políticamente correcto.

A propósito de matadores precoces y toreros tardíos en la pluma de Alcalino

Ahora que se ha puesto de moda el niño torero Marco Pérez –acaba de debutar con
caballos— viene a cuento la cuestión de si es el toreo un arte que se deba empezar a
practicar desde una edad temprana, so pena de perder el tren que conduce al estrellato


en tan dura profesión. En un artículo admirable, el finado Antonio Caballero tocaba el
tema con insuperable agudeza, comparando el ejercicio del toreo con el de la música,
donde al parecer sí es absolutamente obligatoria una dedicación total desde la niñez,
mientras más temprano, mejor. Y qué mejor ejemplo que el prolífico y prodigioso W. A.
Mozart.


Pero repasando la historia de la tauromaquia, el imperativo de la edad no resulta tan
categórico, aunque sea indudable que algunas de las mayores figuras de la fiesta
empezaron muy precozmente aquello en lo que andando el tiempo habrían de sobresalir
como maestros consumados.


La edad digamos normal a la que los toreros toman la alternativa se puede situar entre los
18 y los 22 años. De acuerdo con esto, los casos de genuina precocidad son realmente
pocos, lo cual no significa que quien se doctoró cuando su edad estaba comprendida entre
los limites señalados no haya empezado a torear desde niño. Tampoco significa, por
supuesto, que empezar a torear desde pequeño garantice el advenimiento de una futura
figura, como lo evidencia que una mayoría de aspirantes, independientemente de la edad
a la que hicieran sus pininos en el arte de Cúchares, no llegan a consolidarse ni siquiera
como novilleros. Y, a la inversa, figuras importantes ha habido que alcanzaron el
doctorado cuando ya eran hombres hechos y derechos, de 23 años o más.


No obstante, vale la pena recordar cuáles han sido los casos de precocidad más notables
en la historia del toreo. Sin olvidar algunas alusiones a la circunstancia contraria.


Niños prodigios. Es fama que el genio torero de Francisco Montes “Paquiro” y Francisco
Arjona Herrera “Curro Cúchares” se manifestó cuando eran apenas unos críos, discípulo el
primero de la Escuela de Tauromaquia instituida en Sevilla por Fernando VII hacia 1830, y
el segundo en el matadero de San Bernardo de la misma metrópoli andaluza. Les tocó una
época en que había que escalar desde el grado de subalterno joven, bajo la protección de
algún matador reconocido, e ir ascendiendo a sobresaliente de espadas para, por fin,
alcanzar la alternativa. Ese, precisamente, fue el camino seguido por maestros históricos
del XIX como Rafael Molina “Lagartijo”, Salvador Sánchez “Frascuelo” o Rafael Guerra
“Guerrita”, por citar sólo a las figuras señeras del último tercio del siglo antepasado.
Gallito, Armillita Chico y Chicuelo. El primer adolescente en convertirse en matador fue el
gran Joselito –José Gómez “Gallito”–, que al recibir en Sevilla la alternativa de su hermano
Rafael (28.09.1912) contaba apenas 17 años, cuatro meses y veinte días, pues había
nacido en Gelves el 8 de mayo de 1895. Más joven aún, Fermín Espinosa “Armillita”
alcanzó el grado de doctor, pues había nacido en Saltillo el 3 de mayo de 1911 y no pasaba

de los 16 años, cinco meses y veinte días cuando Antonio Posada le entregó muleta y
espada en El Toreo de la Condesa (23.10.27). Tanto José como Fermín se habían iniciado
en el arte al lado de otros becerristas de su edad, Gallito en la Cuadrilla de Niños
Sevillanos, de la que su pareja, José Gárate “Limeño”, también llegó a matador, aunque su
carrera fue corta e intrascendente; y Fermín, a los 12 años, alternaba con otros pequeños
aspirantes como Manuel Vara “Varita” y Paco Gorráez, de los cuales solamente Paco tomó
la alternativa hasta en dos ocasiones sin pasar de medianía en el escalafón de la época de
oro del toreo en México.


El caso de Manuel Jiménez “Chicuelo” no es menos sugestivo. Como los dos anteriores,
procedía de una familia de fuerte raigambre taurina, hijo del diestro homónimo y sobrino
de otro modesto matador, “Zocato”, que a la prematura muerte del padre lo tomó en
adopción. A finales de la década del 10, hacían pininos por el campo bravo de Salamanca
un terceto de prometedores becerristas: Chicuelo había nacido en Sevilla, en las cercanías
de la Alameda de Hércules (15.04.1902), Juan Luis de la Rosa era jerezano y Manuel
Granero valenciano. A poco se les agregó un salmantino, José Amorós. Todos tomarían sus
alternativas bastante jóvenes, pero ninguno con tan poca edad como Manuel Jiménez, de
manos de Juan Belmonte y en la mismísima Maestranza sevillana (28.09.19), minutos
después de que en la efímera Monumental de la misma torerísima ciudad Joselito hiciera
matador al jerezano La Rosa. El gran Chicuelo contaba 17 años, cinco meses, 13 días.
Fermín Rivera, Pepín, Luis Miguel. Fermín Rivera Malabehar nació en San Luis Potosí el 20
de marzo de 1918 y en la temporada chica de 1935 en El Toreo su precoz torerismo
asombró a todo mundo, saliendo en hombros más de media docena de veces.


Naturalmente, eso le abrió las puertas de la alternativa, otorgada por su tocayo Armillita
el 8 de diciembre del mismo año, cuando contaba 17 años, ocho meses y 19 días. Unos
años después, al otro lado del Atlántico, el sevillano Pepín Martín-Vázquez Bazán –que
pudo ser primerísima figura y se quedó a medio camino por culpa de una terrible
cornada—se doctoraba en Barcelona apadrinado por Domingo Ortega (03.09.44), 27 días
después de cumplir los 17 años, pues había nacido en Sevilla el 6 de agosto de 1927.


Un caso atípico –como casi todo en él—fue el de Luis Miguel (González Lucas) Dominguín,
cuyo natalicio se registra en Madrid el 9 de diciembre de 1926, pues resulta que Domingo
Ortega le confirió una alternativa no válida en España en la plaza Santamaría de Bogotá
(23.11.40), por lo que habría matado su primer toro cuando frisaba apenas los 14 años.
Pero, como decía, fue una alternativa sin consecuencias prácticas, pues de vuelta a su país
hizo varias campañas novilleriles hasta que el propio diamante de Borox lo doctoró con
todas las de la ley en La Coruña (02.08.44), a sus 17 años, siete meses y 26 días.
Eloy Cavazos y Curro Rivera. De vuelta a México, nos encontramos con que Eloy Américo
Cavazos Ramírez, natural de Guadalupe, Nuevo León (25.09.49), que fue niño torero y
precoz as novilleril, recibió el doctorado de Antonio Velázquez en la Monumental de
Monterrey (28.09.66) tres días después de su cumpleaños número 17. Por su parte,

Francisco Martín Rivera Agüero –Curro Rivera—, hijo del maestro potosino Fermín Rivera,
representa el único caso de precocidad por segunda generación consecutiva dentro de la
misma línea familiar, pues habiendo nacido en México DF el 17 de diciembre de 1951,
recibió muleta y estoque de Joselito Huerta en Torreón (14.09.68) cuando aún no
alcanzaba la mayoría de edad, puesto que tenía 17 años, ocho meses y 27 días.
Emilio Muñoz y José Cubero “Yiyo”. Celebrado como niño prodigio cuando apenas
levantaba tres palmos del suelo, el trianero Emilio Muñoz Vázquez (Sevilla, 23 de mayo de
1962) se convertía en matador de toros de manos de Francisco Rivera “Paquirri” (Valencia,
11 de marzo de 1979) a la tierna edad de 16 años, nueve meses y 18 días. Posteriormente,
su carrera conocería toda suerte de altibajos, pero es indudable su proyección de figura en
varios tramos de la misma.



El malogrado José (Sánchez) Cubero “Yiyo” fue otro llamativo caso de precocidad; había
nacido en Burdeos, Francia (16.04.64) en el seno de una familia española, creció en el
barrio madrileño de Vallecas y recibió la alternativa en Burgos (30.06.81), otorgada por
Ángel Teruel, lo que significa que era ya matador a los 17 años, tres meses, 14 días.
Madrid lo consagró en la isidrada del 83, y la cornada mortal de “Burlero”, de Marcos
Núñez, lo hizo entrar en la leyenda cuando acababa de cumplir 21 años (Colmenar Viejo,
30.08.85).


El Juli, el más joven de todos. El caso más asombroso lo encarna Julián López Escobar “El
Juli”, nacido en Madrid el 3 de octubre de 1982, por lo que al recibir los trastos toricidas
que le entregó José Mari Manzanares en Nimes (18.09.98) aún no cumplía sus 16 años,
para lo cual faltaban exactamente 15 días. Eso lo convertía en el matador con alternativa
más joven de la historia –si hacemos a un lado aquel doctorado un tanto ficticio de Luis
Miguel en Bogotá–, estableciendo una marca que sigue vigente y que no podrá ser
quebrada por Marco Pérez, quien apenas prepara su primera campaña cuando al parecer
ya rebasa los 16 años.


Como contraste, los “viejos”. Pero el toreo es tan imprevisible en todos los órdenes que,
así como suele premiar la precocidad, también sabe consagrar a quienes pisaron ya
maduros sus arenas, siempre que muestren las cualidades necesarias para ser gente en el
mundo del toro. Unos cuantos casos notables pueden servir para ilustrarlo.
Ignacio Sánchez Mejías (Sevilla, 06.06.1891) tomará la alternativa con más de 27 años
(Barcelona, 16.03.19); Domingo (López) Ortega (Borox, 25.02.1906), con 25 recién
cumplidos (Barcelona, 31.03.31); el gaditano Rafael Ortega Domínguez con 28 años, dos
meses y 28 días (Isla de San Fernando, 04.07.1921 / Madrid, 02.10.49); su paisano Juan
García “Mondeño” (Puerto Real, 07.01.34) superaba también los 25, más dos meses y 22
días, cuando Antonio Ordóñez lo doctoró en Sevilla (29.03.59), y nuestro Rodolfo
Rodríguez González “El Pana” tampoco se cocía al primer hervor al cederle Mariano
Ramos muleta y estoque en el ruedo de la Plaza México (18.03.79), pues había nacido en

Apizaco (02.02.52), y por tanto llevaba ya 27 años, un mes, 16 días rodando por el mundo,
tendencia que lo acompañaría por el resto de su vida.

Alcalino aborda el espinoso tema del «medio toro» en las plazas mexicanas

El escritor y cronista Antonio Casanueva Fernández, en su artículo del sábado 29 de
octubre publicado en el portal altoroméxico.com, mencionaba su profundo desaliento
ante la utrerada seguramente afeitada que habían echado el domingo anterior en el
Nuevo Progreso de Guadalajara a título de “corrida de toros”. El tema de su interesante
texto era la ética del aficionado, y el motivo la espontánea decisión de Casanueva y su
esposa Paloma –la iniciativa fue de ella—de abandonar el coso tapatío mucho antes de
que el festejo concluyera, más en señal de indignación que de protesta planeada como tal.
Pero válida también en ese sentido, cómo no.


La repentina decisión de los Casanueva sintetiza admirablemente las razones del paulatino
abandono de las plazas de toros de México por el aficionado de toda la vida, ése que con
sincero dolor ha visto indefensa, rota y hasta ridiculizada la cara ilusión en que se sustentó
desde siempre su amorosa, apasionada e insobornable relación con la fiesta brava. Si ya
caminábamos sobre una cornisa bastante estrecha en cuanto a garantías de autenticidad,
con las autoridades supuestamente garantes del reglamento taurino al borde de toda
clase de sospechas, ya fuese por negligencia o por complicidad franca con los
pervertidores del espectáculo, lo que ha venido ocurriendo a lo largo de las últimas
décadas terminó por convertir eso que algún antitaurino notorio, ya desaparecido, llamó
muy a su pesar pasión nacional, en un asunto ajeno al público en general, atacado desde
diversos frentes y escarmentadas y disueltas las multitudes que llenaban los tendidos por
la contumacia fraudulenta de quienes manejaban un negocio que gracias a sus repetidos e
irresponsables yerros dejó de serlo, y sin que la ética de toreros, ganaderos y demás
factores de la fiesta dijera esta boca es mía.


Por eso es tan importante que alguien haya puesto por escrito, y además publicado en un
medio muy concurrido por los taurinos, su justa indignación de aficionado éticamente
asumida, y manifestada mediante el abandono repentino de la localidad por la que había
pagado boleto. Tal actitud supone un mentís irrefutable a la cómoda postura de quienes
siguen sosteniendo que, para defender la fiesta en México, es necesario contemporizar
con su adulteración sistemática con tal de “no darles la razón a los antitaurinos”. Esto, la
derrota de la ética del aficionado auténtico –inteligente, sensible, bien informado y
contestatario en caso necesario—no podrá ser nunca argumento válido en favor de la
tauromaquia, ese trozo de la mejor tradición mexicana en tanto expresión de genuina
adhesión a la vida, traducida en fervor por la valentía desembozada y por esa peculiar
forma de la creatividad artística que, para poder ser, debe arrostrar un latente riesgo de
muerte.


Como bien dice Casanueva, para que ese aficionado cabal vuelva a las plazas será preciso
exigirles parecidas dosis de responsabilidad moral y ética a los demás actores del
espectáculo, empezando por toreros y ganaderos, y sin exclusión de autoridades,
empresas e informadores. Porque sin ese ethos como sustento vital, la tauromaquia se

parece mucho a lo que tanto fustigan sus gratuitos detractores, que sean o no conscientes
de ello se han puesto al servicio de los “valores” anglosajones responsables del actual
furor belicista que asuela al mundo, así como de las más violentas e inesperadas
reacciones de la naturaleza. La misma naturaleza de la que brotó la majestuosa y fiera
presencia del toro de lidia, y que está respondiendo a su terrible manera a los sostenidos
abusos y agresiones de la siempre avarienta y hoy antitaurina modernidad.

Tlaxcala:

Fonseca revierte la debacle. La lamentable exhibición sabatina que estaban
ofreciendo el post toro de lidia mexicano y sus inverosímiles solapadores, sumada a la
burla sangrienta en que el juez de plaza había convertido la concesión de apéndices, cesó
de súbito cuando Isaac Fonseca se fajó con un toro de verdad, que llegó sin picar al tercio
mortal y buscaba el bulto con aspereza. A ese sexto de José Julián Llaguno lo había
saludado Isaac a portagayola y lanceado con enjundia, aunque lo mejor, lo más torero de
ese introito, fue el lánguido recorte a una mano con que remató sus lances de recibo.
Inició su faena arrodillado en los medios con un péndulo ajustadísimo, que repetiría sin
inmutarse. Lo que siguió fue una lucha entre la decisión del torero por quedarse quieto y
alargar las embestidas y el alud de derrotes que le enviaba el calamochero zaino de José
Julián. Para gobernar los bruscos embroques fueron su argumento la quietud de plantas y
el empeño por sacar la muleta limpia de derrotes, tarea nada fácil. Por primera vez en la
corrida el toreo se hacía presente –vencido el bochorno inicial por el frescor de la noche
temprana–, con esa impagable sensación de emoción y riesgo sin la cual la tauromaquia
deja de ser. Y todo gracias a un torero dispuesto a mostrarse como tal a todo trance. El
dominio de los terrenos –el toro buscaba los adentros–, la administración oportuna de las
pausas, la capacidad para resolver en la cara los problemas que planteaba el incierto
animal, fueron otras tantas claves en las que Fonseca fundamentó su torerísimo quehacer.
Algo habría dado porque Paloma y Toño Casanueva hubieran estado este sábado en la
Ranchero Aguilar para recuperar, siquiera por esos minutos escasos, su fe en la ética de
nuestra fiesta, puesta tan en entredicho por el sabor a mojiganga que hasta ese momento
había imperado en una corrida vacía de contenido, producto de la combinación urdida
entre un ganado inválido, unos simuladores en traje de luces, un público ramplón, una
charanga desafinada y un juez de plaza sin el menor respeto por la dignidad de la fiesta.
Recapitulando, el único instante que quebró esa inercia perversa fue el estoconazo a
volapié del propio Fonseca a su primer toro –más bien holograma de toro, un bulto
cárdeno oscuro, flacucho y cornalón que al menor soplido se derrumbaba–. Estocada que
se repetiría en el último lance del festejo para fulminar al incómodo “Entregado”, el
cierraplaza con el que el pequeño gran torero de Morelia rescató una tarde de pena ajena,
devolviéndonos de pronto al reino encantado del toro y el toreo verdaderos.
Y mejor olvidar el rabo que enseguida se cortó, un dislate más a cargo del señor juez, el
mismo que previamente había cambiado orejas por indisimulados bajonazos y premiado
sin pudor exhibiciones demagógicas de toreros adscritos a la escuela española de una

limpieza sin ceñimiento, aderezada con bailables cursis lejos de los pitones y arrogancias
gestuales como de luchador enmascarado al rematar series sin emoción ni trascendencia,
a tono con los cansinos medios viajes de otros tantos especímenes del post toro de lidia
mexicano.


Vergüenzas al aire.

Creo que alguien debería evitar que esa hueca versión de la
tauromaquia que se da hoy en nuestras plazas trascendiera vía satélite las fronteras del
país, a pesar de excepciones a la regla como la protagonizada a última hora por Isaac
Fonseca en Tlaxcala. Y lo creo porque es injusto que fuera de México se ponga en
entredicho su riquísima historia y tradición taurinas al ofrecer una visión distorsionada y
equívoca de las mismas, alejada por completo a la realidad de lo que fue nuestra
tauromaquia cuando la verdad del toro auténtico y la ética de un público apasionado,
conocedor y alerta encontraban adecuada correspondencia en una pléyade de toreros
cuyos diversificados estilos emanaban un acento inequívocamente mexicano –hecho de
temple, cadencia y sello muy peculiares–, en plena consonancia con lo que fueron, en sus
buenas épocas, los toros y los públicos nuestros, envueltos en el color, el saber y el sabor
de un ambiente incomparable.

Alcalino se centra en el público de Madrid en los años 60

Si la columna del pasado lunes estuvo dedicada a analizar al público de la Plaza México de
los años 50 y 60 del siglo anterior, qué mejor complemento que echar un vistazo a lo que
ocurría en Madrid al mismo tiempo. El sistema que seguiremos será más o menos el
mismo, aunque en este caso apoyados en los puntos de vista de un competente
aficionado capitalino, asiduo de la México, y, ni modo, de un tal Horacio Reiba, todavía no
“Alcalino”.


Marchena y Sala Gurría (1966). Aficionado capitalino de reconocida solera, Fernando Sala
Gurría viajó a España para presenciar la feria de San Isidro de ese año en compañía de
Armillita, Lorenzo Garza, Silverio Pérez y Cagancho, que en México vivía. Carlos Arruza
figuraba en el plan original pero no pudo sumarse a ellos debido a sus compromisos como
rejoneador y por atender a varios ejemplares de su cuadra, seriamente enfermos. La
muerte le aguardaba a la vuelta de su rancho, en la carretera México-Toluca, la lluviosa
tarde del viernes 20 de mayo de aquel 1966.


Sala Gurría visitaba a España por vez primera y se comprometió con el crítico y escritor
Juan de Marchena a enviarle sus impresiones de los festejos isidriles, y Marchena –es
decir, Juan Pellicer—las fue publicando en su columna del ESTO Con la Puntilla… del
lapicero, hasta que la tragedia de Arruza precipitó la vuelta a casa de Fernando y los
referidos ases de la época de oro. A Sala Gurría la plaza de Las Ventas le causó gran
impresión, en cambio, el público madrileño queda muy mal parado en comparación con el
de la Plaza México.


Veamos cómo vio este aficionado de toda la vida las escasas corridas que alcanzó a
presenciar antes de que la trágica muerte de Arruza los obligara, a él y a los ilustres
viajeros a quienes acompañaba, a retornar precipitadamente a México a fin de asistir al
sepelio del Ciclón, en un caso demostrativo del sentido de unidad taurina que entonces
privaba.


San Isidro 66: corridas del 16 y 17 de mayo. Esto es lo que Sala escribió y Pellicer
reprodujo en su columna. Día 16: “Litri, valiente pero atropellado, fue cogido sin
consecuencias por su segundo toro y la gente, sensiblera, le aplaudió y hasta pidió la oreja.
Dio una vuelta al ruedo por nada de nada. Diego Puerta es el mismo, un león de valiente
pero sin mayor calidad. Le dieron una oreja de su primero y las dos de su segundo. Allá, en
la México, una oreja y puede que se la hubieran protestado. El Pireo tan mal como allá,
pero aquí fue pitado a más y mejor. El público de azúcar, demasiado bueno. Lo que me
impresionó de verdad en esta primera corrida que veo en España fue la plaza, de una
belleza extraordinaria. Madrid, maravilloso.” Día 17: “Litri en sustitución de Ordóñez,
Andrés Vázquez y El inclusero, que confirmó la alternativa. Toros del marqués de Domecq.
Muy pocas veces en mi vida he visto una corrida de toros más buena. Dije toros. Los cinco
primeros fueron de bandera: kilos, trapío, tipo y qué nobleza. SI pudiéramos en México

tener esos cinco animales no en una corrida sino en toda la temporada te juro que nos
volveríamos locos. Tomaron entre los cinco ¡veintisiete puyazos! Litri ahora estuvo
imponente, cuajado, con sitio y todo lo que hay que tener. A su primero le hizo lo que
quiso, con un aguante y un temple extraordinarios. Dos orejas muy merecidas. En su
segundo se superó. Se lo había brindado a Cagancho, que recibió una gran ovación. Andrés
Vázquez es buen torero pero sin figura ni sello propio. Hizo todo y lo hizo bien, pero nada
más. Brindó a Garza, a quien también se le ovacionó muy fuerte, y cortó una oreja.
Lorenzo, negando la cruz de su parroquia, se quitó su reloj de oro y se lo regaló a Vázquez.
El Inclusero, del color de su terno: verde. Un torero chaparrito y malo. Brindó a Silverio,
muy ovacionado también, pero que no pareció de Texcoco sino de Monterrey, porque sólo
le dio las gracias más expresivas.” (ESTO, 26 de mayo de 1966).


Más allá de los excesos de benevolencia del público, los relatos de Sala Gurría rezuman
sinceridad; así como denuncia los improcedentes desorejaderos no deja de ensalzar la
belleza de Madrid y su plaza de Las Ventas, la superación de Litri de una tarde a otra y,
sobre todo, la extraordinaria calidad del encierro del marqués de Domecq.


Corridas del 18, 19 y 20 de mayo. Y vamos a las impresiones del improvisado corresponsal
sobre los siguientes tres festejos isidriles, empezando por el del 18 de mayo: “Julio
Aparicio, Palmeño y El Cordobés, con toros de Atanasio Fernández. ¡Cuánta ignorancia del
público madrileño en esta feria! Es de dar vergüenza la concesión de orejas. El Cordobés,
dos en su primero, Aparicio, dos en su segundo, que fue de azúcar, y Palmeño, dos vueltas
al ruedo después de hacer nada y de cuatro pinchazos y tres intentos de descabellos. Es
algo inaudito. Yo no me podía hacer cargo de lo fácil que es triunfar en esta plaza, cuna del
toreo. Aparicio en su primero, peligroso y con fuerza, no quiso saber nada y lo despachó
como Dios le dio a entender y a otra cosa. Pues no, a dar una vuelta al ruedo ¡Increíble! En
su segundo, que como te dije fue de azúcar, tampoco llegó a mayores hasta media faena.
Cuando se dio cuenta del extraordinario lado izquierdo del toro se confió algo y dio media
docena de naturales muy buenos, pero muy buenos y ya. Y por una estocada caída ¡le
otorgaron las dos orejas! El Cordobés hizo una de sus faenas a base de mantazos
efectistas. En uno de sus giros en la cara, el toro le echó mano y le perdonó la vida, pues lo
tuvo a su merced, lo olió y se fue. Estocada perpendicular yéndose del mundo y la locura. El
juez le dio una oreja y el público le exigió la otra, que tuvo que conceder. En su segundo, de
embestida corta pero muy aplomado y sin peligro, hizo el más espantoso de los ridículos
entre desarmes, carreras y un sinnúmero de pinchazos; no me explico cómo no le tocaron
un aviso. Los toros, muy bien presentados menos el primero de El Cordobés, que pesó 460
kilos. Los demás, todos pasaban de los 520. Se me olvidaba Palmeño, un poco gordo y
valentón pero sin sello, sin personalidad (…) también le hicieron dar la vuelta al ruedo.
¡Cómo extraño a mi público!”.


Y vamos con la corrida del 19: “Siete toros de Pablo Romero para Ángel Peralta, que suplió
a Domecq, Bernadó, Andrés Vázquez y El inclusero. Muy flojo el cartel, pero había

expectación por los pablorromeros. El chico de la corrida pesó 540 kilos y el mayor ¡687!
Vimos diez toros, pues tres de ellos salieron con los cuartos traseros lesionados. Y todos,
absolutamente todos, rodaron por la arena cada dos por tres. No tuvieron lidia y, desde
luego, la corrida resultó fatal. Salimos a las 9:30 de la noche, pues con rejoneador y tres
toros al corral ya te imaginarás. La gente, de bandera. La plaza, llena. Esto es jauja para
empresa y toreros.”


Y ésta la última crónica de nuestro amigo: “Querido Juan: Jaime Ostos, El Viti y El Pireo,
con toros de Baltasar Ibán. Otra corrida que ni fu ni fa. Ostos, peor que en México, pero
aquí lo sacaron a dar la vuelta al ruedo en su primero. En el otro, nada de nada. A este
torero ya le queda muy poco en la profesión. La tónica de su toreo ha sido solamente el
valor, y con lo fuerte que le han pegado los toros pues el valor se pierde. El Viti no tuvo tela
de dónde cortar y estuvo gris y la gente se metió fuerte con él. El que cortó una oreja, y
muy merecida por cierto, fue El Pireo, que a su primero le dio diez o quince muletazos
excelentes. En México no vimos a El Pireo en ese plan. El ganado, bien presentado pero
mansurrón. Después de ver tantas cosas me congratulo de que tengamos un público como
el nuestro. Un abrazo y hasta mañana, con la presentación de Paco Camino y de Tinín, que
dicen tiene madera de fenómeno”. Pero ya nuestro corresponsal no pudo asistir a esa
corrida. La inmensa pena de la desgracia de Arruza lo hizo regresar a México y quedamos
atenidos a las informaciones cablegráficas, que parecen hechas por turistas villamelones.”
(ESTO, 27 de mayo de 1966).


Horacio Reiba (1970). Tal vez pudiera parecerle al lector que el Fernando Sala Gurría le
cargó demasiado las tintas al público madrileño, tan duro actualmente y de manga tan
ancha en aquella época. Por lo tanto, agregaré a las impresiones registradas la mía propia,
basada en la primera corrida que se transmitió de continente a continente, con motivo de
la confirmación de alternativa de Manolo Martínez en Las Ventas (22.05.70, por Televisión
Independiente de México). Obviaré la crónica completa –rigurosamente inédita por lo
demás—para centrarme en mis impresiones sobre el público madrileño: “La alternativa de
Martínez le fue confirmada por El Viti, y el de Monterrey hizo una faena torera pero poco
brillante. Ni el de Ibán, cara alta, probón, valía gran cosa, ni fue Manolo el torero que
conocemos (…) Media estocada que parte la herradura, y cuando esperábamos algunos
aplausos y, eventualmente, la salida al tercio ¡Una oreja! Empezábamos a explicarnos los
alegres desorejaderos que diariamente se reportan desde Madrid. (…) De El Viti dicen allá
que dio una tarde memorable. Yo apenas justificaría una oreja para su primera faena, a un
bicho terciado y cómodo –de salida lo protestaron–. Toro muy noble y faena desligada y
hasta con ciertos titubeos por parte del diestro. La estocada fue preciosa, sin duda lo más
torero de la tarde, pero de ninguna manera justificaba el otorgamiento de dos orejas (…) El
quinto, grande y noble, llegó muy aplomado al último tercio. Faena solamente
voluntariosa, de mucha insistencia y pocos muletazos, para ocho o nueve pinchazos y un
descabello. Confieso mi incapacidad para entender la vuelta al ruedo
–ovacionadísima—que le hicieron dar a Santiago Martín (…) Pero más asombroso aún fue

lo de Palomo Linares (…) De salida ligó atropellados parones y la gente, feliz. Una felicidad
que fue en aumento durante su indescriptible faena de muleta, toda ella a base de
mantazos. Hasta fuera de equilibrio físico se observaba al torero y apenas sacó algún
muletazo limpio. He discrepado a veces con el público de la Plaza México, pero esa faena
no la habría dejado pasar sin una buena bronca. Atronaban los olés y pensé que eran de
chunga… Sólo que la oreja otorgada a Palomo fuese también de ironía…” (Reiba, Horacio.
Bitácora personal).


A los escépticos debo advertirles que estos puntos de vista sólo confirmaban algo que los
aficionados de México no ignorábamos, pues en esa época era habitual que la televisión
presentara filmaciones bastante completas de corridas españolas, así como faenas
notables, narradas por José Alameda, que no dejaba de referirse, discretamente, al
despilfarro de orejas. La Transmisión vía satélite del malhadado festejo en que Manolo
Martínez confirmó su alternativa en Madrid fue simple comprobación de lo que Fernando
Sala Gurría, con gran perplejidad, había dejado escrito cuatro años atrás.


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