Alcalino aborda inauguraciones y reinauguraciones de La México en tiempos de crisis y prohibicionismos
Probablemente ninguna plaza de toros del mundo ha vivido tantas inauguraciones o
reinauguraciones como la Monumental de México. Desde la legendaria del 5 de febrero
de 1946 (El Soldado, Manolete y Luis Procuna con toros de San Mateo) hasta ésta del
domingo 28 de enero de 2024, que no es la segunda sino la tercera. Porque ya hubo otra,
el 29 de mayo del 89 (Manolo Martínez, David Silveti y Miguel Espinosa con ganado, mire
qué casualidad, de Tequisquiapan), que ponía fin a 14 meses sin toros.
Las postizas, o sea las dos posteriores a la de 1946, llegaron como consecuencia de cierres
abruptos y engorrosas negociaciones para que se pudieran reabrir las puertas del coso de
Insurgentes, como se le conoció por décadas, antes de que cayésemos en la cuenta de que
la colonia donde está enclavado responde al conmovedor apelativo de Nochebuena.
Empresarios.
Hace poco recibí atenta misiva de un cronista amigo, sevillano por más
señas, donde despotricaba contra las impunes arbitrariedades de los empresarios de su
Real Maestranza de Caballería, regentada desde hace casi un siglo por los descendientes
del mítico Eduardo Pagés. Pero, como ejemplo de suerte adversa y gestiones nefastas, la
Plaza México difícilmente tendrá rival.
Para empezar, el hombre que la construyó, el magnate yucateco-libanés Neguib Simón,
imaginándola corazón y eje de su proyectada y nunca consumada ciudad de los deportes,
perdió en ese empeño toda su fortuna, acosado y estafado por políticos y vivales de todos
los calibres. La México pasaría después por varias manos hasta caer en las del “doctor”
Alfonso Gaona, considerado por la opinión como el más atinado de sus administradores,
particularmente en el primero de sus dos períodos al frente de la Monumental (el de
1948-64, pues el de 1977-88 terminó mal); bajo su férula, la tauromaquia mantuvo vivo su
elevado poder de convocatoria y conoció etapas de legítimo esplendor tanto en otoño-
invierno (temporadas grandes) como en el verano (temporadas chicas o d enovilladas); no
dejó Gaona de tener pleitos y contratiempos –con la Unión de subalternos, con la
propiedad del coso e incluso, de últimas, con el gobierno capitalino–, ni acusaciones y
fama de abusos de poder, promesas incumplidas, listas negras, adeudos jamás cubiertos y
caprichosas filias y fobias. Pero así y todo, fue quien mejor manejó la Plaza México.
Francamente, ya lo hubiéramos querido al frente de la misma cuando el sillón de la
empresa fue ocupado lo mismo por un despistado y autoritario manager beisbolero de
origen cubano que por personeros de Televisa o por la dupla Alemán-Herrerías, cuya
gestión logró la difícil hazaña de vaciar unos tendidos habitualmente muy bien surtidos y
poblados.
Gran entrada, penosa salida. Si la emoción colectiva había provocado una catarsis
inusitada desde los prolegómenos de la corrida del 28 de enero –el retorno a calles y
rostros añorados, la larga espera antes de que por fin sonara el clarín llamando a partir
plaza, el alarido multitudinario que sacudió como nunca el alma a quienes corearon el
inicio del paseíllo, los nervios previos a la salida del primero de la tarde… lo que vino
después fue un infame desfile de mansas y tullidas moles que el ganadero debió
guardarse de anunciar bajo el histórico nombre de Tequisquiapan. Porque Tequisquiapan,
derivación de lo de Carlos Cuevas al cuidado de don Fernando de la Mora Madaleno,
criaba toros de verdad, de casta brava, con hechuras y peso idóneos y dotados de
agresivas cornamentas. No como esos pobres animales inflados y tirando a cornicortos
que estropearon por completo la reapertura. Se coló por ahí un boyancón con malas ideas
y, ya lo ven, el figurón del cartel no lo quiso ni ver; él, Roca Rey, andaba por aquí
entrenándose para la dura campaña europea que le espera y no parece haberle dado
mayor importancia a que el tal “Mar de nubes“ se le fuera vivo. Un toro vivo en la Plaza
México era un baldón para la carrera de cualquier matador –figura o no—hace cuatro o
cinco décadas, pero bajo el caos actual no pasa de tropezón más o menos leve, sin
consecuencias que lamentar.
La elección misma de esa ganadería y de semejante encierro para la reapertura del coso
mayor del mundo también sirve para confirmar que han sido los toreros y sus apoderados
–ay, Pepe Chafick— los principales responsables del proceso nefasto que desembocó en el
post toro de lidia mexicano. Pero los ganaderos de inocentes no tienen nada.
Los animalistas tienen razón. La tuvieron en la que suponíamos más descabellada de sus
fantasías, la retorcida suposición de que ir a los toros perturba la mente e impulsa a la
violencia contra todo ser vivo, empezando por nuestros semejantes. Ahora lo sabemos
cierto. Efectivamente, son las corridas de toros la causa de que ciertos energúmenos,
armados de irrefrenable iracundia, la emprendieran a martillazos contra los muros de la
Plaza México. Y de que las huestes que los acompañaban se deshicieran en insultos y
provocaciones contra las familias que acudían al rescate de su plaza grande y de esa
celebración tradicional –fiesta, rito, espectáculo, arte– que sus queridas graderías y su
mágico redondel han cobijado desde hace 78 años.
Que nadie lo dude: la tauromaquia sí posee el extraño poder de suscitar en los humanos
reacciones de inaudita violencia. La prueba, presentada y representada por destacados
miembros de la furibunda grey taurofóbica, es irrefutable.
Plaza llena. La última vez que vi llena la Plaza México, y quizá no tanto como el domingo,
fue en el corrida pro damnificados de los sismos de septiembre de 2017. Esta vez no llegó
a agotarse el boletaje, lo que sí sucedió poco antes, el 31 de enero de 2016, con la
presentación de José Tomás, que por cierto anduvo mal ese día. Un hecho común a ambos
casos es que el gobierno de la ciudad no movió un dedo en apoyo de la fiesta brava, como
sí lo ha hecho, aportando dinero público y facilidades múltiples a los organizadores de la
carrera anual de Fórmula 1 y a los encuentros que el futbol americano profesional suele
traer a este país de conquista.
Y ya que mencioné aquel festejo para recaudar fondos en alivio de las penurias de quienes
todo lo perdieron en los sismos, conviene recordar que la tauromaquia ha sido siempre
generosa en corridas benéficas, lo que difícilmente ocurre con otros espectáculos. Una
excepción sería el ya lejano concierto para Bangladesh organizado por el exbeatle George
Harrison, que reunió a estrellas del rock de tiempos menos mezquinos que éstos en que
para ver a un o una cantante sin mayores méritos artísticos hay que desembolsar varios
miles de pesos, traducibles a millones que ya quisiéramos para resucitar a las novilladas,
concepto en desuso desde que Rafael Herrerías decretó su inexistencia.
Televisión. Si en algún tiempo tuvo la fiesta brava aceptación y popularidad masivas –no
hablo de la llamada época de oro sino de un pasado menos lejano– fue cuando los toros
se transmitían por televisión abierta todos los domingos del año (1950-1969). Y en las
numerosas veces que se programó temporada grande en las dos plazas que tenía a su
disposición el público capitalino –la México y El Toreo–, si los carteles de ambas
encerraban suficiente atractivo podía ocurrir que ambos cosos se llenaran, sin menoscabo
de que la televisión abierta transmitiera en directo ambas corridas. Todo eso se acabó por
culpa de un desafortunado pleito interno que enfrentó a dos grupos antagónicos, el que
dominaba la fiesta en la capital y el encabezado por un empresario de provincia,
Leodegario Hernández, en alianza con Manolo Martínez. Televisa buscó la manera de
cubrir la grave pérdida de teleaudiencia con programas como Siempre en domingo y
deportes como el futbol americano. Tardó unos años en lograrlo, pero al fin lo consiguió.
Si los actuales dueños del tinglado tuvieran algo de memoria y cien gramos de inventiva ya
estarían gestionando el regreso de la televisión abierta a los toros. Imagine el lector si la
pasión deportiva que se ha apoderado de la gente hubiera sido posible sin las
transmisiones que la acosan a todas horas, promoviendo hasta lo más disparatado y
mediocre del deporte nacional y mundial. Los taurófilos, en cambio, tenemos que
refugiarnos en canales de paga, a los que solamente accede el ya aficionado, lo cual
cancela cualquier posibilidad de enganchar público nuevo.
Sobre el cierre fallido. Fue jaque, pero no jaque mate, la noticia del miércoles 31 de enero
acerca de una nueva suspensión de toda actividad taurina en la capital, en insólita
aceptación de un nuevo amparo de la mafia o falange taurofóbica por parte de una jueza
de Distrito llamada María de Jesús Zúñiga.
Dicho amparo fue promovido por una asociación hechiza autodenominada “Todas y Todos
por Amor a los Toros”, nombre que mejora aquel, no menos absurdo, de “Justicia Justa”,
anteriormente utilizado por los grupos taurofóbicos, evidentemente minoritarios pero
muy bien untados, aceitados y aleccionados. Pero lo mismo que ya les había facilitado
anteriormente otro juececito a modo, el tal Hass Herrera, tenía esta vez una pata coja, la
del soberano desprecio que la jueza de marras estaba haciendo del dictamen de la
Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) al considerar legal y lícitas las corridas de
toros en el país. En esa certeza se apoyó el XIII Tribunal Colegiado para enmendarle la
plana y de paso exhibir la incompetencia –o complicidad—de María de Jesús Zúñiga.
Pero no cantemos victoria. La falange taurofóbica redoblará su asfixiante activismo contra
la tauromaquia tanto por la vía jurídica como en nuevos intentos por tomar la plaza, esto
es, obstaculizar organizada y violentamente al celebración de los festejos taurinos, intento
que vieron frustrado el día de la reapertura porque nunca contaron con una respuesta del
público taurino tan apabullante en torno a la Plaza México, llena a toda su capacidad
desde mucho antes del inicio del festejo, que si acaso consiguieron retrasar.
Pero volverán a intentarlo, y si queremos salvar nuestras corridas, el único recurso serían
asistencias tan multitudinarias como la del 28 de enero. Para lo cual es necesaria la
conjunción de factores no sólo emocionales –como el de la reapertura—sino taurina y
empresarialmente irrefutables. Es decir, carteles de gran atractivo –toros y toreros
capaces de promover llenos–, publicidad adecuada e imaginativa, y precios al alcance de
todas las clases sociales, pues el esplendor de la tauromaquia descansó, entre otras cosas,
en su alcance popular, y su enorme penetración pública fue siempre democrática y nunca
elitista.
¿Estamos pidiendo un imposible?… El tiempo lo dirá.
Sobre este tema, recojo unas líneas donde José Carlos Arévalo, desde Madrid, sintetiza la
magistralmente la ignorante arrogancia que hay detrás de esta persecución sin tregua,
cuyo instrumento de ocasión es la jueza Zúñiga; lo publicó, el pasado 1 de febrero, el
portal altoromexico bajo el título “La jueza que no sabe”, y entre otras cosas dice lo
siguiente:
“(…) Tampoco sabe que la demografía del rancho en que (el toro bravo) habita es de
1.6 cabezas de ganado por hectárea, ni que el número de reses sacrificadas en el
ruedo es el 6.7 de la carga ganadera de cada divisa. Ni que la lidia del toro es el
único arte escénico protagonizado por el hombre y el animal. Ni que el aficionado no
va a la plaza a divertirse con su sacrificio sino a valorar cómo la violencia de su
embestida se convierte a la cadencia del arte. Ni que la gloriosa historia del toreo
mexicano, con una nómina de artistas geniales a la que su decisión insulta, sufre
ahora el menosprecio de su manifiesta incultura.
Y como no sabe nada de nada, la jueza también ignorará que hace exactamente 100
años, los gringos, que entonces gobernaban en Cuba, cerraron la Plaza de Toros de
La Habana, en aquel tiempo la más grande del mundo. Bonita conmemoración la del
presunto cierre de la que hoy es la plaza más grande del mundo.”