Alcalino. Entre México, Francia y San Isidro
En México, la fiesta brava encontró una acogida que no tuvo en ningún otro país fuera de España. Indígenas y mestizos se engancharon al misterio del toro que acomete y pelea, que mata y muere, con una fascinación que se dilató jubilosa y dramáticamente por cerca de cinco siglos. Pero si miramos el presente podríamos decir que ese impulso, ese fuego, esa fascinación, están por agotarse. Inútil seguir buscando culpables: todos los conocemos. Los enamoramientos duran lo que duran. El resto es historia.
Lo digo porque la clausura de la Plaza México parece un hecho consumado. Como si todo lo que viene ocurriendo formara parte del cálculo fatal de propietarios insensibles más la defección a la carta de una empresa esfumada. Muy propio de los tiempos que corren y el veneno activísimo de sus contravalores, que de sobra sabemos ponen el interés material por encima de los afectos, arrojan tierra sobre las tradiciones, traicionan lo entrañable a cambio de lo medible, aprovechable, explotable. En una época así, la tauromaquia –entraña del pueblo, mito y rito centenarios, misterio que pugna por revelarse tarde a tarde—no parece cumplir ya ningún papel para el mexicano común, poco importa si es hijo o nieto o descendiente directo o indirecto de aquellas y aquellos que cambiarían el cielo por un boleto de toros, por un quite de Pepe Ortiz o El Calesero, por una faena de Gaona o de Armilla o de Garza o de Silverio o de Procuna o de Huerta o de Manolo o de David. O acaso de Belmonte, Chicuelo, Cagancho, Manolete, Camino, El Capea…
Pasa el tiempo. Pesa su tiempo. Cambió el mundo. Las redes sociales seducen tanto como embrutecen. La tauromaquia mexicana, con su centro neurálgico clausurado, languidece de golpe. Nos queda el refugio –¿provisional? ¿duradero?— de ciertas plazas y regiones esparcidas por el país: la ganadera Tlaxcala, el cinturón Jalisco-Aguascalientes-Zacatecas que atraviesa el Bajío, la fértil península de Yucatán… Si se perdió dos veces El Toreo –primero en la Condesa, luego en Cuatro Caminos–, hoy la Monumental pareciera estar en la mira. Un monumento al vacío. Un agujero negro cuya capacidad de succión esperemos no termine por suprimir la tauromaquia del resto de este país que tanto la amó.
¿La Francia de América? Nuestra situación actual me remite a la patria de los galos y su tauromaquia, de boyante desarrollo en el sur, conforme tradición y ley mandan, ausente del resto de su geografía nacional, históricamente ajeno a la corrida. Se me dirá que no deja de ser forzada la comparación. Que si atendemos a la fuerza de la historia México ha sido el segundo país taurino del mundo, solamente precedido por España, en tanto la Francia amante de la corrida solamente ha florecido de verdad en los decenios más recientes, a niveles, eso sí, equiparables a los de las mejores ferias españolas. Y es justamente en este punto donde el curso de la historia se tuerce.
¿Qué haría falta para, por lo menos, poder comparar cualitativamente nuestra disminuida tauromaquia actual a la del sur de Francia con sus 59 orgullosos municipios taurinos?
El toro, factor decisivo. Evidentemente sigue habiendo aquí más plazas de toros y más festejos taurinos que en la patria de Ásterix. Otra cosa es que la Fiesta esté allá al alza y en nuestro país a la baja. Que en Francia se consolide y gane público, solidez y prestigio lo que aquí languidece a ojos vistas. Pero tampoco es tan compleja la respuesta. Basta con no perderle la cara al toro.
Porque es en el toro –eje y rey de la Fiesta, única razón de ser del arte de torear— donde radica el núcleo de la cuestión. Sin su ardiente bravura, la sensación de riesgo connatural al toreo se pierde. Los abusos que redujeron el toro nuestro a su mínima expresión hasta caer en el nefasto post toro de lidia mexicano son la mejor explicación del alejamiento de la gente de nuestras plazas. Con el vacío mediático consiguiente. Frente a esa realidad, la lluvia de arbitrarias decisiones judiciales en contra de la Fiesta pudieran portar la puntilla.
Autorregulación sin freno. La dejadez cómplice de las autoridades hizo el resto. Al desentenderse del reglamento se abrió paso a una autorregulación a la mexicana. Es decir, a que empresarios, ganaderos y apoderados procedieran según su capricho y conveniencia. Humana tendencia que en el país galo topa con un respeto riguroso al reglamento –es decir, a la integridad del toro, a la seriedad del espectáculo– aún en las poblaciones más pequeñas. De modo que contando México con más cosos y festejos que Francia, no hay aquí ninguna plaza de la categoría de las de Nimes o Arles, ni ferias tan cabales como las de Dax, Bayona, Beziers, Mont de Marsan, ni torazos como los de Vic-Fesenzac, ni capillas de culto como Istres. Yo no recuerdo que los veterinarios mexicanos hayan rechazado alguna corrida por falta de trapío en, digamos, Aguascalientes. Eso solamente solía ocurrir en Guadalajara, pero tras el parón por la pandemia parece que también ha alcanzado al Nuevo Progreso la pachanguera manga ancha.
En el pasado, la tauromaquia de México, sus actores y factores activos, su fiel afición, consiguieron salir de todo tipo de baches, que los hubo profundos. La pregunta es si hoy mismo, tras el durísimo golpe que supone una Monumental México cerrada y en el abandono, estamos preparados para superar una prueba que se presenta mucho más dura que todas las anteriores.
Para lograrlo, otra debiera ser la actitud de todos nosotros, e indispensable la pronta formulación de un plan de acción bien coordinado que avance sin desvíos ni mezquindades en una misma dirección. Para que sean hechos tangibles y certeros los que hablen de nuestro amor por la Fiesta y la rescaten del ominoso silencio que la envuelve.
San Isidro: lo mejor llegó al final. Entró la feria en su última semana sin que los continuos llenos encontraran plena justificación en el ruedo de Las Ventas, sacudido por inclementes ráfagas de viento y, de últimas, por inmisericordes jarreos celestiales. Y en eso llegó el Toro. Así, con mayúsculas. Porque ejemplares sueltos de buena nota los había habido, si bien a cuentagotas, pero no el torrente de bravura que aportaron las divisas de Santiago Domecq y Victorino Martín para dar a los festejos del 31 de mayo y el 4 de junio un realce extraordinario. Como sabemos, en el cartel del miércoles 31 figuraba Arturo Saldívar, le correspondió lo menos bueno de la encastada corrida de Santiago Domecq y él se mantuvo sin desmayo y con torería en la línea de fuego delante de un público frío y unos aceros mellados. Ese día hubo un quinto, “Contento”, capaz de llenar de felicidad a los añorantes de la bravura con clase y el celo con nobleza, y de paso a Fernando Adrián, que sin estar a la altura de semejante maravilla –es torero de pocos contratos—le plantó cara de verdad y le tumbó la oreja; y como ya tenía en la espuerta la del estupendo segundo, conquistó la puerta de Madrid (para “Contento” hubo justísima vuelta al ruedo en el arrastre). Esa tarde el mejor toreo lo trazó la atinada y afinada zurda de Álvaro Lorenzo que a esas alturas ya llevaba la cornada de doble trayectoria que le infligió el cierraplaza, otro magnífico ejemplar de Santiago Domecq.
Viendo el juego que daban los victorinos que cerraron feria –trapío irreprochable, los matices más variados de la casta brava al servicio de la emoción y del toreo—soñamos con lo que podrían haberles hecho El Juli, Perera o Luque. No es que estuvieran mal Paco Ureña –valientísimo con lo duro del reparto, cogido repetidamente, orejeada su sentida versión en el buen tercero—ni Emilio de Justo, que se llevó un lote de ensueño y tuvo la pena de ver cómo arrastraban a los tres con las orejas en su sitio, culpa en parte del viento y en parte de sus propias irregularidades. Si tercero y sexto fueron excelentes, el cuarto, “Boliviano”, podría figurar en el cuadro de honor de cualesquiera feria o ganadería.
Paradójicamente, la tarde que en lo personal me reconcilió con la isidrada fue la del jueves 1. A pesar de la empapada que deparó el cielo a los presentes –enésimo lleno de No hay billetes—y de la mansada de Alcurrucén, con la relativa excepción del casi cubeto quinto, el noble “Rompe-Plaza”; el caso es que pudimos saborear unos asolerados detalles de Urdiales, que si nos había embrujado con un quite por verónicas en su tarde anterior, esta vez alcanzó a bocetar algunos redondos deliciosos al enorme y renqueante castaño que abrió plaza. Y presenciar el reencuentro de Talavante con su yo más personal e imaginativo. Y, sobre todo, confirmar el potencial de un Daniel Luque cuya suficiencia lidiadora, envuelta en señorío y callado valor, fue capaz de extraer toreo caro de embestidas moruchonas a lo largo de la tarde. Tarde sin trofeos sencillamente porque al presidente no le dio la gana atender las húmedas y por lo tanto amortiguadas peticiones.
Plaza voluble. Madrid mantiene incólume su cetro como catedral del toreo pero sus reacciones siguen siendo poco de fiar. Su cónclave, lo sabemos de sobra, combina a discreción humores y prejuicios, días buenos y días malos. Lo grave es que quienes se suponen guardianes celosos de la verdad –la presidencia y el “7”— parecen empeñados en demostrar lo mal aficionados que pueden llegar a ser. Lo mismo regalando orejas y puertas grandes facilonas que estropeando faenas con sus demandas estentóreas o negándose al disfrute y aprecio de lo valioso más por necedad dogmática que por otra cosa.
Ayer, en la corrida en memoria de Yiyo, Roca Rey los puso en su lugar. El presidente se vengó negándole la oreja que le hubiera abierto por cuarta vez la puerta de Madrid.
Subalternos. El desempeño de las cuadrillas, sobre todo en la brega, pasa por una de sus mejores épocas. Pero no todo es miel: a lo largo de la feria, las aclamaciones mayores han sido para picadores que no pican –aflojar o levantar la puya es ya una práctica recurrente–; además, que la mayoría las banderillas caigan traseras es indicio claro de que fueron puestas a cabeza pasada.