Alcalino evoca a Ignacio Sánchez Mejías

Alcalino evoca a Ignacio Sánchez Mejías

No es tan raro como podría suponerse que toreros de mediana calidad se conviertan en figuras consagradas. Y nadie tan singular, en este sentido, como Ignacio Sánchez Mejías (Sevilla, 1891-Madrid, 1934), el “valiente literato y culto banderillero”.

De vitalidad desbordante, inteligencia muy despierta y carácter fuerte y provocador, habría descollado en cualquier actividad.

Pero la vida lo condujo por la senda del toreo, que ejerció con total desprecio del riesgo, sobrada soberbia y teatral temeridad.

De hecho, su paso por la Fiesta fue apenas el segmento más visible de una existencia trepidante, propia de un hombre.

Lo mismo capaz de desafiar con las banderillas en alto a los tremendos morlacos de su tiempo, que de escalar osadamente hasta la alcoba de una duquesa o llevar a los escenarios una obra dramática de su autoría.

Ignacio Sánchez Mejías, aventurero nato.

Cuando su padre, médico de prestigio, quiso obligarlo a estudiar medicina, su respuesta fue fugarse de polizón rumbo a México, donde su hermano Aurelio administraba una hacienda en el estado de Michoacán.

Y cuando decidió hacerse matador, había debutado como peón en Morelia, y regresó a España colocado en la cuadrilla de Fermín Muñoz “Corchaíto”, no dudó en cambiar capote y banderillas por muleta y
estoque.

Ni paró hasta verse doctorado por su cuñado Joselito (Barcelona, 16.03.19) aunque contara ya 28 años, y casi 29 la tarde en que el propio “Gallito” lo confirmó en Madrid (05.04.20).

Con Ignacio Sánchez Mejías alternaba José el día de su trágico encuentro con “Bailaor” (Talavera, 16.05.20): a ese nivel se había propuesto estar Ignacio Sánchez Mejías y poco tardó en codearse con Joselito y Belmonte.

Fiel a sí mismo, al retornar a México, en el invierno de 1920-21,
compartía cartel con Gaona a pesar del abismo de calidad existente entre sus toscas y arriesgadas maneras y al arte maduro y quintaesenciado de Rodolfo.

Para salvar la distancia aceitó convenientemente a la prensa adversa al Indio, y acertó a convencer a fuerza de brutales alardes de valentía a una importante fracción del tendido de sombra, que acabaría por constituirse en Contraporra, opuesta a la Porra gaonista.

Las habilidades de Ignacio Sánchez Mejías trascendieron con mucho el círculo cerrado del redondel.

Lo mismo podía hacer de gentleman que de Casanova, de deportista que de mecenas. Rico y acaso aburrido de jugarse la vida tarde a tarde, se cortó la coleta a principios de 1927, de regreso de una última campaña mexicana.

Trágica resolución. En 1934 dos veteranos ilustres, Rafael Gómez “El Gallo” y Juan Belmonte, decidieron volver a vestirse de luces.

Fue como una llamada secreta para Ignacio Sánchez Mejías, quien, sin embargo, sufrió para eliminar el exceso de peso y sólo consiguió reaparecer con la temporada ya avanzada, el 5 de julio, en Cádiz.

Estaba casi tan calvo como Rafael, pero su toreo había ganado en seguridad y aplomo, según atestiguanlas entusiastas crónicas de sus presentaciones en San Sebastián, Santander, La Coruña y Huesca.

Con tal acopio de apéndices de parte suya que hasta una pata cortó en el Chofre donostiarra.

La excepción fue La Coruña, la tarde premonitoria del 6 de agosto en que un estoque, al volar hacia el tendido en fallido descabello de Belmonte, mató a un espectador.

Y Domingo Ortega, el tercer espada, sufrió un serio accidente vial al viajar apresuradamente hacia Toledo, donde un hermano suyo acababa de fallecer.

Ignacio Sánchez Mejías toreó el 10 de agosto en Huesca y desde ahí tenía que viajar a Pontevedra, donde estaba anunciado el día 12; pero Dominguín padre, su apoderado, le avisó a última hora que torearía el sábado 11 en Manzanares, en sustitución del lesionado Domingo Ortega, por lo que debía apresurar su retorno a Madrid.

A cambio le aseguraba un buen dinero y la cuadrilla completa de Ortega, cosa que no llegó a cumplirse.

Con gran contrariedad del veterano lidiador, que había despachado anticipadamente a sus hombres con destino a Pontevedra.

El cartel de la villa manchega, dentro de su feria de San Lorenzo, quedó
integrado de esta manera:

Simao da Veiga, rejoneando los dos primeros toros, y a pie Ignacio Sánchez Mejías, Fermín Espinosa “Armillita” y Alfredo Corrochano, hijo de don Gregorio.

Toros de los hermanos Demetrio y Ricardo Ayala, divisa procedente de la ganadería de Luis Melgarejo, con simiente del Conde la Corte en cruza con hembras del Duque de Veragua.

Manzanares, 11 de agosto de 1934.

Un bistec término medio y un aromático café almorzó Ignacio en el parador en cuya habitación número 13 acababa de instalarse. Compartió mesa con Alfredito Corrochano, a quien conocía desde niño.

Más tarde se dirigió a la plaza, donde por primera vez él mismo sortearía; luego de echarle un vistazo a la enfermería, instruyó así a Antonio Conde, su mozo de espadas:

“si algo malo me pasa, que me lleven a operar a Madrid”.

Oscuros presentimientos lo asechaban.

Sacó del sombrero un papelillo con los números 16 y 32, y decidió echar por delante al 16, “el bonito” de la corrida. Un negro meano armónico y bien puesto, algo bizco del pitón derecho.

Prolegómenos.

Mientras enfundaba a su matador en un terno obispo y oro, Conde lo notó
más nervioso de lo habitual.

Preocupado por el largo recorrido Manzanares-Madrid- Pontevedra, Ignacio le pediría a Simao que dejara para el final su segundo toro.

Pero el portugués se excusó, explicándole que tenía que embarcar su cuadra de inmediato para viajar a su siguiente destino.

Desconfiaba del empresario, mas su paga llegó puntual al hotel, así que, a las cinco en punto, partían plaza las cuadrillas encabezadas por el rejoneador lusitano, quien se lució a placer con los dos primeros ejemplares de Ayala.

La cornada.

“Granadino”, el 16, hizo salida de bravo, tomó cuatro varas y acusó marcada tendencia a tablas. Mejías, una vez cubierto el segundo tercio por el peonaje, ordenó que se lo cerraran para iniciar la faena sentado en el estribo.

Fermín “Armilla” recordaría que, contrariando su querencia, “Granadino” se resistió a llegar hasta la valla y tomó el primer muletazo, por el pitón izquierdo, inconveniente sesgado, se revolvió raudo tras el segundo y enganchó al diestro por la ingle para, sin cabecear, dejarlo caer en el tercio, que quedó manchado de sangre.

En la enfermería, Ignacio Sánchez Mejías pidió a los azorados médicos locales que le taponaran la herida y lo embarcaran a Madrid. Para peor, la ambulancia se averió en el camino y la llegada a la capital se retrasó hasta bien avanzada la madrugada.

Fermín, en coloso.

“Armillita”, en el apogeo de su arte magistral, cortó esa tarde las orejas y los rabos de “Conejito”, berrendo en negro, y “Calderillo”, el quinto. Contaba Fermín que también “Granadino” era bueno, pero abrevió por respeto al compañero herido.

El joven Corrochano tuvo una actuación discreta. Y Ricardo Ayala fue llamado a saludar en reconocimiento a su magnífico encierro.

El deceso.

En el sanatorio de toreros, el doctor Jacinto Segovia, tras operarlo la mañana del 12, firmó un parte donde señalaba ya riesgo de infección y complicaciones graves.

Estas se fueron confirmando y finalmente, a las diez horas del lunes 13, Ignacio Sánchez Mejías dejaba de existir. España entera acogió con estupor la triste nueva, y tanto el velorio en Madrid como el sepelio en Sevilla constituyeron dos sucesos dolorosamente memorables.

Mecenas de la generación del 27. Hasta aquí lo relativo al episodio que puso trágico fin a aquella vida en muchos sentidos excepcional pero pasajera y corruptible, como toda existencia humana.

Sin embargo, el diestro victimado por “Granadino” iba a acceder a la inmortalidad gracias a su amigo Federico García Lorca, que le dedicó una elegía que ocupa lugar prominente en las antologías más rigurosas dedicadas a la poesía en castellano.


El famoso espada había conocido a Federico unos años atrás, cuando éste y otros poetas jóvenes preparaban un homenaje reivindicatorio a don Luis de Góngora y Argote.

Lector voraz de todos los géneros literarios, Mejías había escrito dos piezas dramáticas — “Sinrazón” y “Zayas”–, cuando topó con aquel grupo de universitarios llenos de vitalidad e ideas nuevas, empeñados en desempolvar al poeta del Siglo de Oro más críptico y desdeñado.

De inmediato apoyó el proyecto, con su prestigio social y de su propio peculio.

Seguramente, la generación del 27 habría destacado por sí misma, pero no con la presteza ni la resonancia que le brindó el desinteresado mecenazgo de Ignacio Sánchez Mejías.

Con García Lorca tuvo Ignacio Sánchez Mejías una relación particularmente entrañable.

Cuando el poeta granadino se vio solo y sin recursos en Nueva York, había acudido prestamente en su auxilio en una verdadera operación de rescate, que aprovecharía Ignacio para proponer y dictar una conferencia sobre Tauromaquia en la Universidad de Columbia, que se dio a auditorio lleno y despertó el interés de la prensa cultural neoyorquina.

Tampoco le costó mayor esfuerzo convencer a Encarnación López “La Argentinita” –bailarina de flamenco de primerísimo nivel, con quien el torero mantenía una relación extramarital— para que se integrara al grupo “La Barraca”, creado por Lorca para el rescate y difusión del folklore
vernáculo, y que habría de recorrer España en tiempos de la República.

Tales muestras de afecto no fueron en vano.

García Lorca, que como la mayoría de sus amigos poetas se había manifestado contrario a la vuelta a los ruedos de Ignacio, con 43 años.

Encima, desentrenado y con sobrepeso, sintió de tal manera la muerte del amigo que, transido de dolor, terminaría por legar a la posteridad su “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”, pieza cumbre de la poesía elegíaca en castellano, sólo comparable a las “Coplas” dedicadas por Jorge Manrique a la muerte de su padre cinco siglos atrás.

No repetiré aquí los versos más conocidos de la elegía lorquiana, a la que el lector puede acceder fácilmente, con tiempo para leerla, releerla y saborearla a su entero gusto, como la genial obra de arte que es.

Todavía hay quien asegura que si Ignacio hubiera seguido vivo cuando el estallido de la guerra civil española, su poderosa influencia entre altos mandos del ejército rebelde habría salvado a Federico de ser asesinado por los fascistas en las cercanías de su Granada.

Con el poeta fueron sacrificados un maestro de escuela, Dióscoro Galindo, y dos modestos banderilleros, Francisco Galadí y Joaquín Arcollas. Era la noche del 17 de agosto de 1936, dos años y cuatro días después de la tragedia de Manzanares.

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