Alcalino pregunta : Qué nos está pasando a los taurinos . Recuerda el gesto de los novilleros que se encadenaron a las puertas de La Santamaría en Bogotá para reclamar sus derechos
Tenía listos mis comentarios a las clásicas ferias de abril en Sevilla y Aguascalientes cuando
volvió a suceder: las corridas de mayo en Puebla fueron canceladas de súbito por orden de
un juez de distrito que atendió solícito y presto a un amparo interpuesto contra la
tauromaquia por una de tantas ignotas organizaciones de antitaurinos, “agrupaciones”
casi siempre unipersonales o poco menos.
Ya sabemos que en tales casos la justificación de los juzgadores de turno, obsecuentes con
lo argumentado en la resolución confirmatoria del cierre de la Plaza México en junio
pasado, se basa en el “daño ecológico” causado a la inerme población en su conjunto por
los festejos taurinos, lo cual, entre todos los pretextos posibles, es sin duda el más
improbable y absurdo. Pero pídale usted sensatez y congruencia al brazo de la ley más
corrupto y corrompido de este país de corruptelas.
No abundaré en los elementos que mueven la campaña abolicionista, tantas veces
expuestos y desmenuzados en esta columna –la intolerancia, el supremacismo moral, la
censura, el reduccionismo, el integrismo, el pensamiento único anglosajón, el
oportunismo político, el falso ecologismo, el ensañamiento inquisitorial, la incultura y
fanatismo que campan en las redes sociales, etcétera–; si estas manifestaciones han
encontrado un óptimo caldo de cultivo en nuestro país se debe en gran parte a la
pasividad e inacción de los taurinos.
No estoy pensando, por supuesto, en el aficionado cuyo sano amor por la fiesta continúa
vivo, y que es quien verdaderamente sufre los embates de la taurofobia. Aunque no
quedan muchos así, que de haber tantos como antaño nuestros malquerientes, en vez de
atacar las corridas, estarían abrazado cualquier otra causa de moda, mientras más banal
mejor, incapaces como son de enfrentarse a las de trascendencia realmente preocupante,
ésas que tanto han afectado a miríadas de víctimas humanas y ambientales del Consenso
de Washington y su mercado global sin controles, en México y en el mundo.
No me refiero, decía, al aficionado de a pie. Me refiero a la gente influyente del mundo
del toro, empezando por las empresas afectadas –ahí están algunas de las mayores
fortunas del país–, y a las asociaciones de toreros y ganaderos que, supuestamente,
siguen en pie. Sin olvidar la hipocresía de los directores de medios que antaño vendían
muy bien sus secciones taurinas y hoy dirigen su atención y espacios a los antis. Y están,
por otro lado, aquellos personajes del mundo intelectual, político y social que siendo
taurófilos de toda la vida prefieren mirar hacia otra parte. Si ellos, los poderosos, no
reaccionan, lo único que nos queda a los demás es el derecho al pataleo.
¿Qué nos está pasando? Declaro mi asombro, en fin, ante la pasividad de quienes
tendrían que estar empeñados en defender nuestra fiesta con uñas y dientes. Extrañamos
aquí la firmeza de los taurinos franceses, que han elevado la calidad y seriedad de su fiesta
al nivel más alto, incluido su blindaje legal. O la de los novilleros colombianos que se encadenaron a las puertas de la plaza Santamaría de Bogotá en protesta contra la feroz campaña antitaurina, o los congresistas de ese país que, contra viento y marea, acaban de sacar adelante la continuidad de las corridas de toros. Prácticamente, no hay país taurino –Portugal, Ecuador, Perú…– donde al ataque directo o velado contra las corridas no haya encontrado respuesta enérgica de taurinos y aficionados, dentro de las posibilidades de cada cual.
La única excepción es México.
¿Qué haría falta? Uno esperaría que en estos tiempos de prueba se manifestara la
capacidad de indignación del aparato taurino nacional con todo el ruido necesario,
profusión de debates y mesas redondas aprovechando las facilidades tecnológicas
actuales, desplegados en los diarios, convocatorias a marchas, publicaciones y
conferencias sobre la riquísima historia y cultura de la fiesta brava en nuestro país. Y hasta
corridas de toros simuladas, con música y juez de plaza, alguaciles, monosabios y público,
como las organizadas por el imaginativo e inolvidable Jaime Rojas Palacios en las afueras
de la Monumental México durante el prolongado cierre de la misma de los años 1988-89.
Y que funcionaron como evocación, protesta y convivencia gozosa, todo a un tiempo.
Porque lo contrario, la parálisis y las lamentaciones sin la posibilidad de un plan coherente
que las respalde equivalen a rendir la plaza incluso antes de que nuestros adversarios nos
aniquilen de verdad. Sería una lástima desperdiciar todo un arsenal de buenas razones
–historia, tradición, arte, cultura, vida y muerte— en timorata apuesta por la resignación y
el olvido. De sobra se sabe que el repliegue, la inhibición y el silencio del agredido
envalentonan y le dan alas al agresor.
¡Vamos ahí…! Como el optimismo nunca debe perderse seguimos esperando la reacción
del medio taurino, su paso del enconchamiento a la indignación activa y a un proyecto que
se anticipe a las maniobras d ellos antis. Lo contrario, la resignación y la parálisis –o las
reacciones apresuradas y fallidas–, sólo servirían para demostrar que los taurinos de este
país no se merecen la grandeza del toreo. Que ni entienden ni distinguen ni sienten ya la
fuerza cósmica, épica y poética que emana de obras como las recientes de Morante de la
Puebla, Andrés Roca Rey, Joselito Adame, Daniel Luque, Manuel Escribano, Arturo Saldívar
o Diego San Román, posibilitadas por el misterio telúrico de la bravura.
Es decir, la casta brava, la sobrecogedora hermosura y el riesgo inherente a ese toro-
tótem, tan entrañable y tan nuestro, que sería borrado de la faz de la Tierra si llegara a
abolirse la corrida, que es su única razón de ser.