Alcalino recuerda la tragedia de Pozoblanco en la que murió Paquirri

Alcalino recuerda la tragedia de Pozoblanco en la que murió Paquirri

Alcalino en su rica biblioteca

Pozoblanco es un pueblo de la serranía cordobesa habitado por no más de 15 mil vecinos. Lejos de la famosa adustez de su capital, los pozoalbenses celebran a fines de septiembre su feria de la vendimia, en la que, entre la variedad de productos agropecuarios, destacan el aceite de oliva y el jamón de cerdo ibérico, muy populares en la región.

Aunque dista no más de 70 kilómetros de Córdoba, Pozoblanco en 1984 las separaban casi dos horas de viaje por una sinuosa y estrecha carretera de piso muy irregular, un inconveniente decisivo del que mucho se habló y escribió al tratar de explicar el desenlace fatal de Francisco Rivera “Paquirri”.

La noche del 26 de septiembre de aquel año llegó prácticamente cadáver al Hospital Militar del antiguo sultanato, luego de ser herido por el toro “Avispado”, de Sayalero y Bandrés, negro bragado y astifino, cuarto de una tarde en que alternaba con José Cubero “Yiyo” y Vicente Ruiz “El Soro” en la placita del lugar, inaugurada en 1912.

Un chico ambicioso

Fue el de “Paquirri” un caso de tenacidad irreductible por alcanzar la cumbre de la torería.

Cuando inició su duro aprendizaje campaban en la Fiesta la clase de Ordóñez, el arte de Camino, el temple y la solemnidad de El Viti, la valentía sin tacha de Diego Puerta y, por encima de todo, la arrolladora heterodoxia de Manuel Benítez “El Cordobés”.

Para el joven Francisco Rivera Sánchez (Zahara de los Atunes, 24.03.1948-Córdoba, 26.09.1984), su primer reto lo tuvo en casa, porque a su hermano mayor José Rivera “Riverita” esos conocedores que nunca faltan lo señalaron como “el bueno” entre los dos aspirantes de la familia, dado que apuntaba cierta finura, en contraste con las maneras algo toscas del empeñoso hermano menor.

En realidad, estaban desestimando la capacidad del chico para absorber el toreo, y esa hambre de ser que caracterizó siempre a los futuros mandones de la fiesta.

Tal vez acuciado por esa sentencia adversa, “Paquirri”, un obsesivo de la lidia total, se empeñó en dominar la técnica, consiguió, con el tiempo, entender y dominar a casi todos los toros, y terminó convertido en la figura dominante de los años 70, mandamás exigente en los despachos y rival indómito en el ruedo.

A la vuelta de todo

El año anterior había eclosionado un torero corto pero intenso, Paco Ojeda, que aportó aires nuevos a la fiesta con una técnica que extremaba la quietud y la prolongación en redondo de las suertes.

“Paquirri”, el torero más largo de su tiempo, un dominador nato, solía apelar a la espectacularidad antes que al quietismo; millonario, cansado de mandar y padre reciente de un hijo de su segundo matrimonio –con la tonadillera Isabel Pantoja–, se planteó la de 1984 como una temporada sin agobios ni compromisos mayores.

No fue a Madrid, en Sevilla apenas arañó, en tres tardes, una oreja, y en Bilbao cumplió a secas en su única presentación.

El resto lo hizo por plazas periféricas y ni se hubiera planteado pisar la de Pozoblanco si Diodoro Canorea, patrón de la Maestranza sevillana, no lo hubiera requerido, en plan amistoso, para encabezar el cartel central de la pequeña feria del pequeño poblado cordobés.

Un arreglo que surgió de improviso, cuando “Paquirri” ya tenía en la bolsa los boletos de avión para Venezuela.

Y lo aceptó como cierre de su cómoda campaña de figura en repliegue. Le habían asegurado que la de Sayalero y Bandrés era una corrida terciada.

Además, los bichos de ese hierro tenían fama de pastueños, un tanto flojos y exentos, en general, de complicaciones.

Pozoblanco

“Paquirri” arribó al pueblo cordobés con la fresca mañanera y se hospedó en el hotel Los Godos, donde desayunó frugalmente y mató el tiempo jugando a los naipes con su cuadrilla, a la que por cierto despelucó: ergo, estaba de suerte.

A eso de las cuatro, Ramón, su hombre de confianza, le ayudó a enfundarse en el terno azul pavo y oro con el que cerraría su temporada.

Sin tensión a la vista, sería una corrida más, la número 47 de una campaña en la que el veterano diestro gaditano había cortado 63 orejas y dos rabos.

En punto de las seis de la tarde sonó el clarín y se abrió la puerta de cuadrillas.

La plaza de Pozoblanco estaba a reventar y Canorea, en su burladero, sonreía satisfecho. Para la novillada del día siguiente estaba anunciado un novillero nuevo –Manuel Díaz “Manolo”– que se decía hijo natural de “El Cordobés”; a “Paquirri” le simpatizó cuando se lo presentaron.

Le brindó su primer toro, noble pero débil, al que toreó de capa, banderilleó junto con “El Soro” y muleteó con total desparpajo, incluso por naturales mirando al tendido.

Terminó la medida faena, animada por la música, con un volapié de los suyos –tenía la espada más certera y contundente de su generación—y recogió la primera oreja de la tarde.

Nadie sospechó que con ella en la mano estaba dando la última vuelta al ruedo de su vida.

Luego que “Yiyo” le cortara las dos al noble segundo, “El Soro” le devolvió a “Paquirrri” la cortesía y lo invitó a adornarle el morrillo al tercero: el par de banderillas del gaditano  –último también—hasta careció de emoción, por la facilidad con que ganó la cara, dejó los palos en lo alto y salió sobrado del embroque.

Con la tarde encarrilada, Vicente Ruiz apeló a la espectacularidad en un muleteo asimismo premiado con dos apéndices. Todo entre ovaciones, sonrisas, grata relajación.

La típica corrida de pueblo. Máximo triunfador fue “Yiyo”, que sumó nada menos que seis apéndices, incluidas las dos orejas de “Avispado”, paseadas por la cuadrilla de “Paquirri”, que ya estaba en manos de los médicos.

La cornada

“Avispado”, el cuarto, era el más pequeño y escurrido de los lidiados hasta entonces, también el más astifino.

“Paquirri” lo recibió de capa en el área más firme del ruedo –porque la zona del burladero de capotes estaba algo suelta–, y al notar que no calaban en el público sus primeros lances, reciamente camperos, como fue siempre su toreo, dio los últimos tres con la vista fija en el tendido, antes de rematar con una buena media por el pitón derecho.

Precisamente el que un minuto después lo hería de muerte.

Como todas las que ocurren en momentos de mero trámite, la cogida tomó a todo mundo desprevenido: estaba colocado para recibir a “Avispado” el picador Rafael Muñoz y Paco se adelantó hasta los medios para llamar al toro y llevarlo al caballo.

Luego de abrirse tras un primer capotazo, el de Sayalero y Bandrés no obedeció la salida que le marcaba el percal para tomar el segundo, siguió viaje de frente y ensartó al confiado bregador por el triángulo de Scarpa del muslo derecho.

Hubo un volteo, mas el torero no salió despedido del mismo porque el pitón continuó hundiéndose y causando destrozos internos mientras “Paquirri”, en postura como de forcado, forcejeaba por desprenderse de ese cuerno que “Yiyo”, durante la faena de muleta, notaría enrojecido hasta la cepa.

Arrojado al fin a la arena, el torero herido intentó incorporarse pero le faltaron las fuerzas.

La pérdida de sangre era tremenda, y quienes cargaban a “Paquirri” no atinaron con el camino más corto a la enfermería.

Allí se desarrollaría una escena que, por su dramatismo, ha marcado la historia de las telecomunicaciones. Y no solamente las de tema taurino.

“Tranquilo, doctor… estoy en sus manos”

Mientras los médicos luchan por contener la hemorragia de una ingle destrozada –el parte revelaría tres trayectorias de 15, 8 y 4 centímetros, con las venas femoral y safena seccionadas y fuerte shock traumático–, una cámara registra la expresión de “Paquirri” –serena– y sus palabras –tranquilizadoras–.

Dicen: Doctor, yo quiero hablar con usted… La cornada es fuerte, tiene al menos dos trayectorias, una pa´cá y otra pa´allá. Abra usted todo lo que tenga que abrir… estoy en sus manos… Tranquilo, eh…”

La camilla es pequeña e incómoda, y un propio coloca su mano tras la nuca del torero para darle apoyo mientras el diestro solicita un vaso de agua, da un pequeño sorbo, se refresca y lo escupe hacia un lado.

Aún tendrá ánimos para disculparse cortésmente con alguien a quien salpicó.

El resto es el relato de una ambulancia sorteando curvas y baches en su urgencia por llegar al hospital Reina Sofía, de Córdoba.

En el trayecto, el paciente se va agravando de manera irreversible; aunque sedado, permanece consciente, y sus quejas y la pérdida de signos vitales alarman al personal que lo acompaña; en determinado momento, el vehículo se detiene para que los médicos que viajan en él cambien impresiones con el doctor que lo intervino en Pozoblanco y que los sigue de cerca en su automóvil.

Deciden dirigirse al Hospital Militar, que es el más cercano. Arribarán pasadas las nueve de la noche, y cuando la guardia médica ausculta al herido, “Paquirri” ha fallecido.

El resto es una conmoción nacional como no se vivía desde la muerte de “Manolete”.

La primera plana de El País lo expresó así: “España, atravesada por un cuerno de toro”.

Azares y coincidencias

Lo llamarían el cartel maldito de Pozoblanco. Razones no faltan. Antes de un año, “Yiyo” había muerto de una cornada en el corazón (Colmenar Viejo, 30.08.85; toro “Burlero” de Marcos Núñez).

Al “Soro”, un prodigio de facultades físicas, una torcedura de rótula, simple al parecer, no tardó en convertirlo en un joven inválido, inútil para el toreo.

Y el ganadero Juan Luis Bandrés, también empresario naviero, fue ultimado en el despacho de su empresa por un furibundo exempleado que adujo tener “motivos personales” para convertirse en homicida (Algeciras, 15.12.1988).

¿Algo más? Que el de Francisco Rivera “Paquirri” es el único caso conocido de un matador gravemente herido al torear de capa al primero y al último toros de su vida (Barcelona, 17.07.66, razón por la que no pudo tomar la alternativa-Pozoblanco, 26.09.84).

Y hay otro dato estremecedor, ligado al cartel de Pozoblanco: nadie más que José Cubero “Yiyo” ha estoqueado dos toros asesinos, “Avispado”, el que mató a “Paquirri”, y “Burlero”, que le quitó a él mismo la vida cuando ya llevaba en el cuerpo la estocada definitiva, cobrada, al cabo de una gran faena, de perfecto volapié.

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