Alcalino reflexiona: ¿El toreo a la hoguera?

Alcalino reflexiona: ¿El toreo a la hoguera?

Alcalino reflexiona: ¿El toreo a la hoguera?. El fuego, su poder purificador y devastador, su fuerza simbólica. Esa imagen de los principales de la tribu o del clan, reunidos en torno a la hoguera, que debe estar entre los atavismos más remotos de la memoria humana.

La noche de los tiempos, iluminada por la reunión y comunión de los hombres en torno al fuego.

El segundo elemento de la naturaleza, la raíz y razón fundacional de toda cultura, la lámpara votiva. Luz que liberaba mente del hombre. Del hombre varón, porque las mujeres tuvieron que conformarse con alumbrar nuevos seres, inventar la agricultura, darle su forma y origen iniciáticos al arte.

La doble articulación del fuego

Simbólica por un lado –en tanto magia, religamiento comunitario, iluminación de cuerpos y almas–, física por otro –cocción de la presa que la suaviza y hace más sabrosa y comestible, agente todopoderoso que arrasa y destruye sin control–, quedó condensada de manera genial en Elías Canetti (Masa y poder, 1960).

Si el poder es tan temible como el fuego, no hay religión, la nuestra tampoco, que no lo haya sacralizado: así la zarza ardiente del decálogo de Abraham, las lenguas de fuego del Pentecostés, las terribles llamas del infierno.

Cercados por doquier

El lector acaso recuerde, con nostalgia, unos desafinados guitarreos corales y no pocos escarceos amorosos alrededor de una fogata.

Hogar significa «lugar donde se enciende el fuego», no puede haber un espacio habitable sin el indispensable calor de la cocina, por sencilla que sea.

Pero en manos de fanáticos, el fuego ha servido también como medio privilegiado para la eliminación de herejes y el escarmiento de remisos.

Por eso ha presidido desde antiguo esas indispensables demostraciones de poder y autoridad que son los sacrificios humanos, en versión ancestral o actual, de los  públicos autos de fe de la Santa Inquisición a los fusilamientos modernos, donde la palabra «¡Fuego!», emitida por el oficial al mando del pelotón, marca el instante en que la múltiple descarga abatirá irremediablemente al reo.

El libro en llamas

Animal simbólico por antonomasia, el hombre ha volcado su furor destructivo contra el libro.

Quizá por tratarse del objeto que mejor representa al perseguido, al diferente, cuyos textos reflejan y significan sus creencias, sus costumbres, su genio creador.

Una forma atenuada de este acto miserable consiste en negarle toda entidad a ese intruso indeseable mediante la prohibición y la censura, extendida del objeto literario a las demás expresiones artísticas.

Por esa vía se condenan películas, se clausuran exposiciones, se dictan fatwas contra autores sacrílegos.

Y siendo el libro la mejor síntesis de una cultura tanto más misterioso y abominable, cuanto menos se le conoce y lee.

Arrojar masivamente a la hoguera ediciones completas de los ejemplares anatematizados se convirtió en un rito crucial de negación del otro y de lo otro.

La muerte por delegación del símbolo perfecto de lo que debe ser odiado y maldecido, para que la ortodoxia permanezca a salvo y la comunidad preserve su pureza.

Así se perdieron, por obra del fanatismo de Cirilo y sus incendiarios seguidores, los saberes ancestrales que guardaba la mítica biblioteca de Alejandría, y así consumió miríadas de volúmenes el odio nazi, o, en la vertiente ingenua del mismo procedimiento, el cura del pueblo y demás allegados de don Alonso Quijano, que afligidos por su desatada locura redujeron a cenizas docenas de libros de caballerías, mientras dormía y soñaba con gigantes, filtros mágicos y doncellas su señor Don Quijote (El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Primera parte, Cap. VI).

¿A qué extrañarnos de que el fuego de emergentes fanatismos condene hoy a los toros a su hoguera particular?


Oportunismo y zafiedad

Al tímido resurgir de las corridas en algunos puntos del sur de España, el antitaurinismo de allá respondió recrudeciendo su furor abolicionista.

No es novedad que para ello incurra en absurdos tales como convocar a masivas manifestaciones de protesta  –¡sí, masivas!–, porque en los tendidos de la plaza de El Puerto de Santa María los aficionados no respetaron la sana distancia… ! (en la arena sí: toreaba Enrique Ponce).

Y no es novedad porque su animadversión hacia la Fiesta los ha llevado a concatenar un absurdo tras otro.

Que si la lidia del toro consiste en torturar animales indefensos.

No se tomaron la molestia de consultar en cualquier diccionario el significado de la palabra «tortura», mucho menos van a indagar acerca de la naturaleza del toro bravo.

Que si su odio explícito contra toreros, taurinos y taurófilos es directamente proporcional a su amor por la naturaleza pura y virgen.

(Como si la desaparición del objeto de su furia no conllevara la de la singularísima especie toro de lidia y, con ella, del nicho ecológico donde se cría, pérdidas irreparables de biodiversidad y espacios naturales).

O que si, como pronto votarán los integrantes del cabildo municipal de Pachuca, presenciar corridas de toros siembra en niños y jóvenes semillas de violencia y maldad sin freno.

A falta de ideas propias, caricaturizar las ajenas.

Es probable que el confinamiento esté desquiciando a mucha de esa gente cuyo horizonte vital comienza y termina en las redes sociales.

Y no cabe duda que el tedio y la parálisis mental son muy malos consejeros, como parecen empeñados en demostrarlo los politicastros del ayuntamiento hidalguense, que tal vez para justificar con un golpe de efecto su inactividad, sobre todo cerebral.

Están a punto de prohibir de un plumazo la presencia de menores de edad en las corridas de toros en  la tierra natal de Vicente Segura, el millonario que en la alborada del siglo XX se hizo torero y fue también general revolucionario.

A falta de mejores argumentos, los ediles pachuqueños van a votar la mencionada iniciativa en el curso de esta semana, la pandemia como pantalla del golpe bajo.

Importa poco que el cabildo no sea un cuerpo legislativo reconocido como tal por la Constitución, pues se las arreglarán, supongo, para darle a su ocurrencia carácter de bando de policía.

Después de lo cual van a quedarse tan orondos, a resguardo en sus casas y con una falsa satisfacción de deber cumplido.

Un servidor público no debe representar mascaradas, sino dialogar con sus conciudadanos y entre sí, con la mira de mejorar las condiciones de vida de la gente.

En Pachuca, como en el resto del país y gran parte del atribulado mundo nuestro, están en espera de atención temas tan urgentes y acuciantes como la salud pública, la pobreza lacerante, el cambio climático.

Puestos a prohibir y vigilar, la comida chatarra y las bebidas edulcoradas, los ancestrales y hoy reactivados racismos y clasismos.

El uso privado de recursos públicos y las granjas de bots.

La corrupción inmobiliaria, el robo de hidrocarburos, el empleo de cancerígenos por la agricultura industrial y un larguísimo etcétera.

Como para que nos salgan ahora con que un gran paso hacia el progreso de la patria consiste en salvar a los tiernos infantes de las desalmadas escenas de tortura animal.

Que, desde la distorsionada visión de los ediles tuzos, constituyen el núcleo y la razón de ser de las corridas de toros. Sin más argumentos que el clásico «porque aquí mando yo».

Y obedeciendo a una moción de cierta ONG animalista local denominada Biofutura, A.C.

Cultura en peligro

En la mira de éstos y otros grupos abolicionistas está el fin de las corridas de toros.

Pero en un sentido amplio, su abolición acarrearía la de todo un microuniverso cultural, invisible por supuesto para la mirada miope de los taurofóbicos de cualquier latitud.

Si a estas alturas hay conglomerados que claman por la prohibición de poco menos de la mitad de las obras de Shakespeare, ese machista sanguinario irremediable.

O de películas como «Lo que el viento se llevó», y no por cursi sino porque promociona la vuelta al racismo esclavista.

Y de todo el arte políticamente incorrecto producto de siglos y milenios de creación humana.

¿Qué porvenir puede aguardarle, bajo este autoritarismo de avanzada –en realidad, de pacotilla– a todo el arte derivado de la fiesta de toros?.

¿Puede alguien decirnos qué será de la literatura taurina, y de la pintura y la escultura y la dramaturgia y la filmografía taurinas; de la hermosa imaginería, cartelería, artesanía inspiradas en las corridas de toros?.

Hay que decirlo alto y claro: lo que les espera a todos esos objetos culturales es la hoguera.

Como a los budas gigantes de Afganistán dinamitados por los talibanes, o a la biblioteca de Alejandría y la mayor parte de los códices indígenas mesoamericanos.

Por no hablar del toro bravo y de la dehesa, condenados de antemano a desaparecer por hordas de compasivos ecologistas.

De ese tamaño es el despropósito abolicionista de los Nerones contemporáneos.

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