Alcalino revisa la presencia de César Girón en México

Alcalino revisa la presencia de César Girón en México

Entre César Girón y el público de México la comunicación nunca fue fácil. Desde que el venezolano partía plaza moviendo ostentosamente el brazo derecho en posición horizontal caían sobre él los primeros abucheos. El mayor de los Girón –prolífica dinastía de buenos toreros– ha sido sin duda la mayor figura de su país, y en España lo fue desde novillero, cuando en 1952 se presentó causando sensación para ganarse una alternativa a todo lujo (Barcelona, 28-09.-52). Ya matador sería líder del escalafón europeo en 1954, año en el que cortó nada menos que dos rabos en la feria de Sevilla, hazaña jamás repetida por nadie.


Pero en la Plaza México –donde confirmó el doctorado sin pena ni gloria (04-01-53), y cuajó luego una buena temporada en el invierno de 1955-56– no acababa de encajar, de ahí su esporádica presencia en nuestras temporadas.


Y la de 1961, tercera suya aquí, no le estaba resultando particularmente fecunda. Ese año, la empresa regentada por Alfonso Gaona, privada del concurso de diestros hispanos por encontrarse roto el convenio, apeló a espadas de otras nacionalidades con tal de dotar de cierta variedad sus carteles; desfilaron así Manolo dos Santos, Pepe Cáceres, Joselillo de Colombia –el de mayores logros, aunque al final decepcionara–… y César Girón, en plenitud de poderío y decidido a conquistar la Monumental de una vez por todas. Tanto así que, en su arrogancia, se declaró muy superior a la baraja mexicana vigente y no dudó en presentarse con un encierro descomunal de La Punta al que los ases locales le alzaron pelo. Excepto, claro, Joselito Huerta, con quien ya tenía un mano a mano en su haber (22-01-56) del que salió vencedor el poblano.


Pero ni los punteños, a los que Girón, puestísimo, impuso su mando, ni posteriores corridas de La Laguna y Matancillas le permitieron triunfar, a pesar de que anduvo siempre por encima de sus adversarios. Con eso su contrato, por tres corridas, quedó concluido. Y por toda recompensa, una vuelta al ruedo con discrepancias. Gris panorama y escasas perspectivas de futuro en México.


La corrida de la Prensa


Pero aquel 1961, la prensa taurina, aliada con algunos conocidos periodistas de espectáculos, se animó a revivir la corrida de la prensa, que había estado de moda en las décadas del 20 y el 30 y llevaba muchos años sin celebrarse. Su mayor acierto fue contar con una señora corrida de Tequisquiapan a la que se apuntaron dos toreros de buen arte pero algo marginales a la sazón, Jesús Córdoba, bastante empolvado, y Humberto Moro, que había triunfado fuerte al reaparecer esa temporada (18-02-61) pero luego no asegundó. Girón no sólo se ofreció para completar la terna sino visitó redacciones pregonando que bañaría a sus alternantes porque no había en México una sola figura de su talla. Los periodistas manejaron muy bien la propaganda y no sólo consiguieron llenar la plaza sino la engalanaron con Rodolfo Gaona como invitado especial y desfile de bellas actrices como preámbulo de la fiesta, que iba a abrir el rejoneador potosino Gastón Santos. Lucía el centauro, vestido a la Federica, una suntuosa casaquilla granate, y entre aplausos desfilaron de negro y oro Córdoba, de rosa y oro Moro y de lila y oro Girón, con gesto tan decidido que esta vez nadie se atrevió a pitarlo. Tequisquiapan.


La ganadería de don Fernando de la Mora procedía de la antigua de Carlos Cuevas, que poseía unos goterones de sangre de Coquilla, y se distinguía por la galana presencia y la encastada bravura de sus toros. Vacada era corta pero de calidad contrastada. Hasta ese momento –la del 26 de marzo de 1961 era la corrida número 13 de la campaña– el mejor encierro había procedido de las dehesas de José Julián Llaguno, en feliz alianza de casta y nobleza. Pero ésta de Tequisquiapan no iba a ser menos, con la ventaja de una mayor corpulencia, mucha leña en la sesera y sobrado poderío. Un sexteto de lujo que iba a aprovechar para encumbrarse definitivamente en México César Girón Díaz, natural de Caracas (13-06-1933) y uno de los más grandes toreros de la segunda mitad del siglo XX.


Digno papel de los mexicanos
En una tarde de cielo luminoso y azul Gastón Santos lució la doma de sus bellas jacas y estuvo bien con el abreplaza, de suerte que la ovación final lo llamó al tercio. Por su parte, Chucho Córdoba resucitó el quite de la mariposa ante «Monosabio», veleto imponente y de fuerte embestida. Le brindó la faena a Rodolfo Gaona –que muy rara vez se dejaba ver en las plazas– y lo estaba toreando muy bien, con limpieza y sabor clásico, cuando, en un natural con cite a distancia el morlaco acudió vencido y lo puso en órbita, sufriendo Jesús en la caída la fractura de la clavícula izquierda. Reanudó el muleteo sin amilanarse, y limitado como estaba a una sola mano útil, planteó una faena derechista en el que hubo temple y mando, hasta que, vencido por el dolor, debió abreviar, terminando con el bravo «Monosabio» de estocada en lo alto que le valió petición de reja y una aclamada vuelta al ruedo. Marchó a la enfermería y no volvió a salir.
Una lástima porque su segundo toro, «Don Verdades», resultó el bicho soñado, una auténtica breva, saboreada y aprovechada a placer por Humberto Moro, el segundo espada y todo un esteta del toreo en redondo. La faena fue cobrando altura por ambos pitones –llamaban a Humberto «el de la izquierda de oro»–, y con la certera estocada llegó la tumultuaria petición, la concesión de las dos orejas y la triunfal vuelta al ruedo de los dos alternantes sobrevivientes y el ganadero Fernando de la Mora Madaleno, responsable de enviar el encierro mejor presentado y más bravo de la temporada.


De bravura seca en más de un caso, según pudo dar fe el propio  Humberto, a quien para abrir boca le correspondió un «Verduguillo» que arrasó con la cuadra equina en un primer tercio lleno de tumbos y sobresaltos, y llegó pidiendo guerra a la muleta, de modo que su matador se dio de santos con poder cazarlo luego de varios pinchazos. Le habría sucedido casi a cualquiera, porque el de Tequisquiapan fue una auténtica fiera. Y como tampoco halló acomodo con el quinto –»Latiguillo», bravo pero no fácil–, el expediente del torero de Linares en la corrida de la Prensa quedó reducido a su artística faena a «Don Verdades», dejando campo libre a la gran tarde del orgulloso venezolano.


Cuatro orejas, un rabo y la apoteosis
En realidad, la arrolladora actuación de César Girón podía haberse saldado, como las legendarias de Lorenzo Garza (11-12-46) y Manolo dos Santos (30-01-50), con el corte de dos rabos, porque nadie se habría opuesto a que se le concediera también el tercer apéndice del cierraplaza «Juan Gallardo», luego de obligarlo a seguir la senda del toreo grande pese a la resistencia ofrecida por un bicho resabiado y probón, finalmente doblegado y obligado a embestir por la poderosa muleta del gran torero de Caracas en una de las tardes más inspiradas de su vida.


Carlos León, que nunca fue complaciente con el de Venezuela, describe con meridiana claridad la que fue, a criterio suyo, la faena de la temporada:
«Un torero tan bueno no podía irse sin convencer plenamente a una afición tan buena como la metropolitana. En forma inexplicable, la gente la había tomado contra el venezolano, porque en ocasiones se ponía teatral, soberbio y farsante. Pero dentro de ese histrión había un lidiador potencial, un diestro con mucho sitio, un torero en plenitud artística. Y le llegó su tarde cumbre, en la que tumbó cuatro orejas y un rabo para que no quedara duda de que es una figura indiscutible de la torería contemporánea.


«Bravísimo fue el primero de sus enemigos, pero no menos bravura hubo en el corazón del sudamericano. Bien lo toreó con el percal y monumentalmente con la franela, cuajando una de esas faenas que consagran a cualquiera… La había iniciado estatuariamente con ayudados por alto, para inmediatamente ponerse el trapo rojo en la mano torera y ligar ocho naturales portentosos por el temple, la quietud, el aguante: ¡El toreo clásico en su más pulcra manifestación!
«Siguió con la zurda dando extraordinarios naturales, que cerró brillantemente con el forzado de pecho. Mas, por si ello fuera poco, con la mano de saludar trazó la perfecta circunferencia del toreo en redondo, en dos o tres series monstruosas por lo bien eslabonadas. Y luego, el digno remate del volapié definitivo, la suerte suprema en su más pura ejecución. La gente se le entregó, ahora sí, redimiendo la saña injusta con que lo trataron otras tardes. Nevados de pañuelos los tendidos, César cortó las dos orejas y el rabo del burel de don 

Fernando. Vinieron las vueltas al ruedo en medio de la locura colectiva, pues habíamos presenciado la mejor faena de la temporada. Y, como era justo, el cadáver del bravísimo “Rascarrabias” de Tequisquiapan fue paseado en torno a la barrera, pues tan noble fue el toro como extraordinario el torero. Para tal faena cumbre, no había ya ni discusión en quién era merecedor de la “Pluma de Oro”. ¿Pluma nada más? Yo le hubiera dado una máquina de escribir fundida en platino, con las teclas de brillantes, el tabulador de ubíes, el soltador de margen de esmeraldas.
«La cosa no quedó ahí, pues César cortó otros dos apéndices del último de la tarde. Desde los superiores doblones con que inició el trasteo para meter al bicho en la muleta se mascaba que íbamos a ver otra faena de escándalo. Y así fue. Otra vez los derechazos de dimensiones increíbles y los naturales de espanto, por lo bien hechos. Otra lección de toreo extraordinaria, nueva cátedra de bien hacer, epilogada con el ramalazo del volapié certero. Las dos orejas y la salida en hombros, lograron lo que algún día tenía que suceder: la conquista plena del público de México por un torero que había sufrido su desprecio y su repudio, pero que acabó por vencer y convencer». (Novedades, 27 de febrero de 1961).


Sin continuidad
Ya sea por desinterés de las empresas o por desdén del propio torero, César Girón no volvió a la México sino hasta 1965, como si aquella corrida de la Prensa no hubiera sucedido nunca. Algo más toreó por los estados, siempre bien pero sin especial resonancia. Justo al año siguiente a su memorable victoria –1962–, al reanudarse el intercambio hispanomexicano mediante la firma de un nuevo convenio, rompía la era de los Camino, Viti, Puerta y El Cordobés y las principales figuras mexicanas de la época como centro de la atención y el fervor de los aficionados. Y ya solamente tres tardes más  veríamos partir plaza en Insurgentes, con su altanería  habitual, al mayor as venezolano.
Con todo, y aun contando la antipatía personal de 

César Girón entre alguna parte de la afición capitalina, sigo sin explicarme la cortina de humo que se ha tendido en torno a una tarde definitivamente histórica, en la que el caraqueño colocó su torería a la altura de las mejores que haya visto y aclamado la Plaza México.

Deja un comentario


  Utilizamos cookies para mejorar tu experiencia en nuestro sitio web. Al seguir navegando, aceptas el uso de cookies. Más información en nuestra política de privacidad.    Más información
Privacidad