Alcalino y sus historias
El Raúl de esta historia es Raúl García Rivera (Monterrey, 1936), que decidió hacerse torero atraído por la esplendidez de su tío Gregorio –el esteta potosino, que no fue figura porque no quiso— cada vez que visitaba la casa del hermano, emigrado a Monterrey para ganarse la vida y la de su familia trabajando de obrero metalúrgico. Fue su paisano Héctor Saucedo quien inició al joven Raúl en los secretos del toreo, y tras varios años de recorrer la legua, ocurrió su triunfal eclosión novilleril, emparejado con Gabriel España en el verano de 1958 en el Toreo de Cuatro Caminos. Luis Procuna los doctoró a ambos en Morelia (01.02.59), pero sus respectivas carreras no despegaban. Más tenaz que su eventual pareja, el regiomontano se fue abriendo paso por cosos provincianos, distinguiéndose como un torero valiente y capaz en los tres tercios de la lidia. Pero las puertas de la plaza grande no se le abrían, luego de que El Callao los confirmara a ambos una tarde en la que Raúl tuvo petición y dio la vuelta al ruedo tras despachar al quinto de la Viuda de Franco (16.04.61).
Como no era el de Monterrey hombre que se achicara fácilmente, en 1964 decidió probar fortuna en España de la mano de Manolo Chopera, cuya atención había captado como alternante de El Cordobés durante las prolongadas giras que Benítez hizo aquel año por nuestra república. Y entre los meses de julio y octubre, desarrolló en la península una breve pero deslumbrante campaña. Si sorprendió al triunfar en San Sebastián de los Reyes al lado de Manuel Benítez, su tarde cumbre la viviría en Zaragoza, paseado en hombros tras cortarle tres orejas a un corridón de Concha y Sierra (12.10.64). Ese aldabonazo repercutió en la confección de los carteles de la inminente feria de otoño en El Toreo, donde superaría al propio Cordobés y a Alfredo Leal al desorejar a “Cupido”, de Reyes Huerta (21.11.64). El acceso a la temporada de la México se lo ganó esa tarde, y al fin pudo partir plaza en Insurgentes, al lado de César Girón y Victoriano Valencia, para despachar un encierro, de pinta castaña todo él, procedente de Santo Domingo. Era el domingo 31 de enero de 1965.
Santo Domingo. Vacas del antiguo hierro regional de Espíritu Santo y sementales de Miura figuran en el pie de simiente de la ganadería potosina adquirida a fines de la década del 40 por los señores Labastida, que pronto relegaron el encaste inicial en favor de un hato de San Mateo. Pero el pelo rojizo prendió, y quedó replicado en una docena de machos de las camadas de 1960 y 61. Teniendo como telón de fondo la célebre corrida de berrendos que consagró en México a Paco Camino (Toreo, 31.03.63), el Dr. Manuel Labastida decidió apartar varios toros colorados para lidiarlos en la México en cuanto alcanzaran la edad reglamentaria. Tal decisión iba a ser determinante para el encuentro de Raúl García con “Comanche”, sexto de una tarde anodina hasta ahí, que ambos transformarían en histórica.
Lidia total. Tocado por las musas desde el primer momento, Raúl empezó a cuajar al alegre y noble “Comanche” desde los sensacionales lances de recibo, abrochados con la revolera más rítmica y armoniosa que recuerdo. Acudió el de Santo Domingo al caballo y al deshacerse la reunión, García se irguió en los medios y se echó el capote a la espalda a la manera de Lorenzo Garza para bordar la auténtica gaonera, cargando la suerte y jugando los brazos con cadencia musical. Y aún agregó otro quite, por chicuelinas estatuarias, antes de invitar a César Girón a cubrir, con gran lucimiento, el tercio de banderillas. La plaza rugía.
Ya no dejaría de hacerlo, cautivada por un toreo que nada tuvo de tremendista –etiqueta que le habían colgado a Raúl–. Su faena provocó un intenso cataclismo emocional, pues a la quietud y clase derrochadas aunó una irreprochable arquitectura, fundamentada en el toreo clásico con oportunos guiños ultramodernos. La inició el de Monterrey con tres muletazos de hinojos, llevando muy toreada la embestida. Y una vez situados en los medios toro y torero, todo fue a más. Las tandas por ambos pitones, a base de muletazos de prolongado temple, cintura rota e impecable pulseo, se iban eslabonando con perfecta armonía. Brillaron sobre todo los naturales, tan ligados como si se tratara de uno solo. Y en los remates, lo mismo se pudo admirar la arrogancia del de pecho izquierdista que, dentro de la moda de la época, el cambiar el viaje del toro para pasárselo por la espalda, ya en la capetillina, ya desahogando por alto la embestida según lo había implantado El Cordobés pero sin la brusquedad de éste, casi con tersura. “Comanche” repetía y repetía sin tirar una cornada, como hipnotizado por la inspirada muleta del norteño. Y del clamor emanado de la monumental obra derivó, en pleno éxtasis, la petición de indulto, finalmente atendida por el juez Jacobo Pérez Verdía. Era el tercer perdón que se concedía en la México a un astado tras los de “Muñeco” de Carlos Cuevas (Procuna, 16.04.51) y “Cantarito” de Valparaíso (José Huerta, 10.05.59). Y habíamos visto una de las mejores faenas en la historia del coso, premiada con las orejas y el rabo “simbólicos” y un clamor interminable.
Para Raúl García, aquel triunfo representaba la consagración, pero al mismo tiempo resultó una dura carga para su futuro. Aún indultaría un toro más en la México –“Guadalupano” de Las Huertas, 19.03.67—, pero por más que su nombre y su capacidad torera continuaron vigentes durante el resto de los años 60, alturas semejantes no volvió a alcanzarlas, al menos en la capital, donde el recuerdo de “Comanche” y de aquel 31 de enero pesaron demasiado en el ánimo de un público dotado en esa época de tanta sensibilidad como memoria.
¿Cómo lo vio la crítica? Carlos León, en carta “dirigida” a Isabel II de Inglaterra, se encontró con que “Raúl García, que antes era un diestro como para la Cámara de los Comunes, va camino a entrar en la de los lores. Hoy le ha tocado un bizcocho borracho salido del horno de Santo Domingo, y lo ha degustado con la etiqueta de quien acude a un five o´clock tea… ha armado la escandalera con el capote, donde la forma garbosa de echárselo a la espalda evocó la vieja prestancia del Ave de las Tempestades. Le adornó el morrillo en unión de César Girón, que puso cátedra con un par maestro. Mas con el trapo rojo, Raúl pudo haber sido un personaje digno de Chelsea, el barrio londinense de los artistas.” (Novedades, 1º de febrero de 1965).
Antonio García Castillo “Jarameño” cabeceó su crónica exaltando la “Faena de arte extraordinario de Raúl García a Comanche”, y tras evocar la coincidencia con el 22 aniversario de la memorable gesta de Armillita con “Clarinero” y Silverio con “Tanguito” de Pastejé (31.01.43), lo relacionaba así: “Enfatizando que toda cima es alcanzable, ha enriquecido los fastos taurinos Raúl García con el nobilísimo castaño de Santo Domingo bautizado como “Comanche”, que mereció el honor máximo del indulto… el toro en los medios, la franela en la diestra mano, para otra serie aun mejor, más lenta y pura, con pases más largos, concluida con un cambiado por la espalda y otro magistral muletazo de pecho… Y de ahí, con pañuelos en el tendido –girones de victoria para el torero—la clásica cadencia del natural, pulimentado en temple sedeño, elevado al arte por el sentimiento del diestro, que repercutía y llenaba el coso de emoción taurina.” (Ovaciones, ídem).
Para Juan de Marchena (Juan Pellicer), “la revolera con que remató su tanda de verónicas emborrachó a la plaza entera. En seguida se echó el capote a la espalda con majestad garcista –al fin de Monterrey–, y las gaoneras sedeñas se sucedieron unas a otras. Quitó por chicuelinas templadísimas y pidió el cambio de tercio con un solo puyazo, pues el de Santo Domingo no estaba sobrado de fuerza. Ofreció banderillas a César Girón… y (con la muleta) se puso a torear con más tranquilidad, con más gusto y recreándose más y más en cada muletazo que si estuviera toreando de salón… el noble “Comanche” iba y venía, sumiso y obediente, cuantas veces lo llamaba el de Monterrey. El pase de costado, cambiando el viaje en la propia cara, tan de moda, lo hizo Raúl con insuperable perfección… aun antes de que el licenciado Pérez Verdía otorgara el indulto, Raúl entró a matar… sin estoque, llegando con la mano al pelo… en el destazadero había disponibles diez orejas y cinco rabos y escogieron unas y uno para entregarlos a Raúl, que sacó al ruedo al doctor Labastida y a su hermano, antes de recorrer dos veces el anillo bajo una catarata de palmas y un diluvio de prendas de vestir.” (Esto, ídem)
“Comanche”. Una vez curadas sus heridas, el hermoso colorado de los señores Labastida volvió a los potreros de Santo Domingo y, como es natural, se le destinó a semental. Alcanzó a procrear algunas crías de excelente nota, pero una fría mañana de 1966 amaneció muerto en el campo. Corta vida para tan larga memoria.