Fue la tercera puerta grande del maestro Rincón ( en otoño, sería la cuarta consecutiva del aquel año,imborrable para la tauromaquia colombiana ).
La corrida fue, sencillamente, memorable. Y fue memorable porque -sencillamente- se vio torear. Dos toreros de hoy pero que parecían chapados a la antigua recuperaron de la noche de los tiempos todo aquello que elevó el ejercicio del toreo a la categoría de arte.
La corrida de Beneficencia fue memorable por muchos motivos y quizá el primero de todos porque constituyó una revolución en toda regla contra esa tauromaquia del ridículo que tenían impuesta las figuras del toreo contemporáneo. Dos toreros cabales salieron a la palestra, des plegaron cuantos recursos técnicos y artísticos conoce la tauromaquia clásica y enviaron la otra a freír espárragos.
El recuerdo del maestro Vicente Zabala
La de la Beneficencia resultó triunfal, un rotundo éxito, que sólo con muy mala uva, con ganas de herir sentimientos de sus protagonistas o de sus organizadores, puede calificarse de triunfalista, derivación peyorativa de lo que ha constituido una legítima conquista no sólo ya de los que han puesto en juego el pellejo o el prestigio, sino del propio público, que está en su derecho de pasarlo bien, de emocionarse y divertirse.
La corrida había comenzado bajo el signo del aplauso, desde los que se dedicaron a la banda de música de la heroica y maltratada Benemérita, que vestía uniforme de gala, paseando marcialmente por el redondel, donde, en formación, recibió a Su Majestad el Rey, a los sones de la Marcha Real, escuchados en pie por un gentío respetuoso. La plaza aparecía engalanada, preciosa, soberbia.
Cuando se rompió el desfile de las cuadrillas, ese señor del cabello blanco, que manda en la solanera, se levantó para iniciar una ovación, en mi opinión muy justa, invocando la presencia del matador de toros colombiano César Rincón, triunfador de la isidrada. La plaza entera siguió al líder de la contestación. Se trataba de premiar a quien había salvado la isidrada con una entrega total. El colombiano sacó a saludar a Ortega Cano para que compartiera las palmas.
Me comentaba José María Álvarez del Manzano que no podía empezar mejor la cosa. La tarde, fresca y agradable, aunque un pelín ventosa en le redondel.
Tras la clase y bondad del primer toro de Ortega Cano, al que el cartagenero toreó con gusto con la diestra, mas con una miajita de timidez, sin acabar de acoplarse del todo, la corrida comenzó a torcerse de pronto, tanto es así que cuando llevábamos una hora de corrida sólo habíamos visto lidiar uno de Samuel, porque dos habían ido para atrás, por evidente invalidez, uno de ellos después de banderilleado, porque amenazaba con formarse allí la “mundial”; pero que conste que en esta misma plaza hemos presenciado en la década de los cuarenta y de los cincuenta hechos similares. Un presidente que espera rehabilitación de la res o un presidente que se asusta cuando se convence de que no tiene razón y se le viene la plaza encima. Nada nuevo bajo el sol.
El caso es que la corrida parecía tomar un cariz negativo, pero el primero de César Rincón embistió con la cara alta, sin emplearse; sin embargo, el que sí se empleó a fondo fue el contrincante del toro albaceteño. El colombiano se la jugó por derecho. Se puso en la rectitud de la embestida, encontró las distancias con no poca inteligencia y llevó a cabo una faena valerosa, emocionante, larga, tal vez demasiado larga, porque no era fácil encontrar la relación de los pases con un toro que tenía más problemas que los que la decisión de César “tapaba” con su arrojo indiscutible. Dio tiempo para el aviso, pero la ovación fue unánime.
A partir de ahí la corrida ya se había encarrilado.
A Ortega Cano le salió la vergüenza torera, el orgullo también plausible de no dejarse ganar la pelea por un extranjero, si es que se puede llamar extranjero a un torero de un país hermano, de nuestra misma lengua y religión. Ortega toreó a ese magnífico toro de Samuel, para mí el mejor de la corrida, con una seguridad de maestro. Consiguió ajustarlo a su actual patrón de toreo solemne. Lo llevaba una y otra vez prendido en el rojo talismán de su muleta, engolosinado en esa maravilla del arte de torear, base y fundamento de la corrida, que es el temple. El toro no veía otra cosa que la muleta, que seguía ciego, embriagado, en el bien hacer de este Ortega de Cartagena, que se ha destapado como figura cimera a una edad –¡qué importa el carné de identidad!– en que la mayoría de los toreros piensan en irse.
La faena, salvo matices -me dirijo ahora a mis lectores de nuestro ABC sevillano-, anduvo muy en la línea de aquélla que hizo crujir en abril a la Maestranza cuando todavía los naranjos despedían olor a azahar y Sevilla demostraba que es falso este nacionalismo pueblerino que le atribuyen desde alguna parte, ¿verdad que es mentira, admirado Santiago Martín El Viti? Y si Sevilla se le entregó a este hombre, ¡cómo no lo iba a hacer Madrid!, donde este torero arrancó desde la miseria, donde le partieron las carnes los toros, alguno de Victorino, y donde hoy, de nuevo, aunque algunos aficionados le discutieran la segunda oreja por la defectuosa colocación de la espada, le han aplaudido su extraordinaria faena, sus afanes novilleriles de competidor en quites, la ilusión y la afición que le salía por los poros.
Y en el quinto, que había blandeado mucho, se volvió a crecer. Pretendía redondear el triunfo. Los aficionados, hasta los intransigentes, le respetaron. Vieron la bondad del cornúpeta, perdonaron la justeza de sus fuerzas en aras del triunfo del torero, porque se lo merecía. Volvió a temblar, que es tanto como decir torear, ¿qué otra cosa es si no el torero? Y al hilo de las tablas, torero, seguro y confiado, le quitó otra oreja al de Samuel entre el delirio popular.
Lo del cuarto de César Rincón resultó de una gran importancia. Si este toro le llega a tocar a algunos que yo me sé que se han ido de la feria con las orejas gachas o de otros que ni siquiera fueron contratados, a estas horas estamos diciendo que el toro no tenía un pase, pero el colombiano consintió que el cornalón le mirara al pecho, que se le parara en viajes iniciados y no concluidos, pero César no se inmutaba, no pestañeaba. Los pies asentados en la arena y la muleta siempre por delante. Se pone en el sitio de los billetes, en el lugar, no lo olvidemos, de las cornadas. No se coloca junto a los pitones, sino frente a los puñales de los toros. De ese lugar salieron siempre lanzados con gloria los grandes maestros, para llenar de estrellas el firmamento del toreo.
Tres veces tres ¡consecutivas! por la Puerta Grande de Las Ventas. Ni los más viejos del lugar lo recuerdan. Todavía tendría agallas de cortarle otra más al sexto, que era manso, pero que pegaba tarascadas. Llegó un momento en que el toro se encontró vencido por César Rincón. No puedo contigo, maestro, parecía decirle. Tiraba la toalla. Se echó por dos veces. Se entregó. Ese buey se habría crecido de haber encontrado dudas, pero cuando en el toreo se encuentra uno con un “campeón” enrachado, el otro contendiente, como en el boxeo, acaba abandonando.
Al final de la corrida los dos espadas fueron aupados a hombros. Después de cumplimentar a Su Majestad, con la noche cerrada, los sacaron por la Puerta Grande en volandas. En mi opinión sobró lo del mayoral y lo del ganadero. La corrida tuvo la virtud de la presentación y de algún toro bueno, especialmente los de Ortega Cano, pero con dos para atrás y ese sexto… Lo que no se puede perder es el sentido de la medida. Y conste que valoramos lo que pusieron los toreros y también los toros para contribuir al éxito de esta memorable corrida.
Ficha de la corrida
Plaza monumental de Las Ventas. Jueves 6 de junio de 1991. Corrida de Beneficencia. Seis toros de Samuel, muy bien presentados, de formidables cornamentas. Primero, tercero y quinto, los mejores; con dificultades, segundo y cuarto; manso, el sexto.
Ortega Cano, de negro y oro. Estocada trasera (ovación); estocada tendida (ovación, dos orejas y vuelta); estocada (ovación, oreja y vuelta).
César Rincón, de palo rosa y oro. Estocada (ovación); estocada (ovación, dos orejas y vuelta); estocada (Ovación, oreja, vuelta A hombros en unión de Ortega Cano y del ganadero).
El César del toreo