Belmonte, Joselito, Gaona, España y América en la pluma de Alcalino.
Cuando se pone al siglo como parámetro de la historia se da por sentada cierta liberalidad en el uso del concepto, sin buscar un ajuste a cien años exactos sino tan solo su aproximación. Baste recordar que, para la historiografía, el siglo XVI comienza en 1492, con la llegada de Cristóbal Colón a lo que se conocería después como continente americano; o que, bajo parecido criterio, el siglo XX no habría comenzado sino cuando estalló la I Guerra Mundial, en 1914, para concluir prematuramente con la caída del Muro de Berlín.
Y hay un Siglo de Oro de la literatura en castellano –fechado entre 1550 y 1650– y también, a propósito de la Grecia clásica, un Siglo de Pericles, relacionado con el esplendor político y social del estado ateniense durante el s. V previo a nuestra era. Por citar algunos casos.
El Siglo de Oro del Toreo}
Se habla mucho en España de la edad de oro del toreo, y México tuvo también su propia época de oro. Pero si extendemos la vista a un horizonte más vasto, es perfectamente verificable la existencia de un Siglo de Oro en versión taurina. Digamos que rompe con la aparición en los ruedos de Juan Belmonte García (Sevilla, 1892–1962), potenciada su buena nueva al converger con la hegemonía de José Gómez Ortega «Gallito» (Gelves, Sevilla, 1895 – Talavera de la Reina, 1920), su pareja en el arte, y con la peculiar estética de Rodolfo Gaona (León de los Aldama, 1888 – Ciudad de México, 1975), tributaria esta última del tempo lento propio de la cultura mexicana, en contraste con la mayor vivacidad y apresuramiento de la española, constable incluso en la expresión verbal.
El punto de arranque simbólico de esta propuesta me he permitido situarlo en la tercera semana de octubre de 1913, en Madrid, cuando dos sucesos emblemáticos quedaron enlazados para siempre: la alternativa de Juan Belmonte (16-10-13) y la despedida de Ricardo Torres “Bombita” (19-10-13). Dos corridas –una fallida y otra esplendorosa– que hicieron de bisagra entre dos épocas e ilustran ese pasaje de un mundo antiguo a otro en el que, artística y evolutivamente hablando, ya nada sería como antes. Con apenas tres días de diferencia, son dos efemérides dignas de la mayor atención.
Madrid, jueves 16 de octubre de 1913
A pesar de que se incrementó abusivamente el precio de las localidades hay un gran lleno y mucha expectación, no en balde Juanito Belmonte, cuya alternativa está anunciada, llega a esta tarde cargada de futuro con prestigios de «Fenómeno», «Pasmo» o «Terremoto», que de esas y otras hiperbólicas maneras le llamaron, con tal de ilustrar la sensación sin precedentes causada por su sorprendente concepción del toreo. El cartel: Rafael González «Machaquito» como padrino (Córdoba, 1880 – 1955), y Rafael Gómez «El Gallo» de segundo espada.
El primero había dominado el decenio anterior con Ricardo Torres «Bombita» (Sevilla, 1879 – 1936), aunque nada nuevo agregaron a la tauromaquia del ochocientos; además, ambos quedaron menoscabados por el famoso pleito de los miuras que hacia 1909 emprendieron. Paradójicamente, durante la hegemonía del Bomba y Machaco, el mayor valimiento artístico caerá del lado de Antonio Fuentes, primero, y más tarde en Rafael Gómez «El Gallo», cuando formaba ya, con el recio madrileño Vicente Pastor, el dúo opositor a la pareja dominante.
La deslumbrante aparición de Belmonte –Pepe Alameda habla de aparición en sentido casi religioso–, encuentra a Joselito, al hermano chico de El Gallo, convertido en el amo del tinglado a favor de un genio torero tan extraordinario como su indómito celo profesional. José tiene en la mira precisamente a Bombita, a quien acusa de interferir con argucias de baja ley en la carrera de su hermano Rafael. Cierto o no (la realidad es que El Gallo es un artista sumamente desigual, de tan etéreo y fino), es factor que le añade picante a un final de temporada de por sí cargado de dinamita. Como decía, El Gallo será segundo espada –no existe aún de la figura del testigo– de la alternativa de Juan Belmonte.
Escándalo
Con ese trasfondo, una densa multitud ocupa el graderío de la plaza de la carretera de Aragón. Va a encontrarse con el acaso mayor escándalo jamás suscitado en el viejo coso. A última hora, el anunciado encierro de Guadalest fue rechazado por los veterinarios y en su reemplazo se sorteó un hato de Bañuelos, tan manso y mal presentado que fueron once las veces que se tuvo que abrir la puerta de chiqueros porque las devoluciones se sucedían una tras otra, entre reses protestadas por su falta de trapío, animales de invalidez manifiesta o mansos fogueados y finalmente devueltos al corral para evitar que la enardecida protesta degenera en desórdenes incontrolables.
Por algo parecido a un milagro no llegó a ocurrir una desgracia mayor cuando una masa de aficionados invadió de pronto la arena estando aun en ella el indigno choto que ocupaba el tercer lugar –era el sexto que salía– y Machaquito se aprestaba a despacharlo. Alguien abrió la puerta de toriles y quiso la fortuna que el torillo la tomara presto sin atender a la turba de valientes, civiles procedentes del tendido que compartían el ruedo con el torete y los desesperados intentos de las cuadrillas por mantenerlo alejado de los invasores. Al día siguiente, una fotografía de tan insólita escena fue portada del ABC.
Antes, para que Machaquito pudiera ceder muleta y estoque al trianero, tuvieron que abandonar el toril y desandar enseguida la misma ruta nada menos que tres esmirriados ejemplares. «Larguito» –si es así como se llamaba el del doctorado y era de Bañuelos, lo cual nadie estuvo seguro– resultó tan manso que bastante hizo Juan, ataviado de rosa y oro, con quitárselo pronto de delante. En su descargo debe señalarse que con el sexto –u onceavo, según se cuente y considere–, consiguió acallar la bronca fajándose bravamente con otro bicho cuya presencia también se protestó, sin demasiado ardor ya porque los madrileños estaban medio afónicos como resultado de sucesivas griterías previas.
De tan aciaga tarde apenas merece destacarse, además de la alternativa de Belmonte, que fue la última en la vida torera de Machaquito, quien sin haber anunciado formalmente su retirada se hizo cortar en silencio la coleta, delante de su esposa y en la intimidad.
Domingo 19 de octubre de 1913
En cambio, para esta tarde sí estaba anunciado el adiós definitivo de Ricardo Torres «Bombita», el antiguo rival y compañero de Machaquito. Y nada menos que encartelado con los dos Gallos –Rafael y José–, además del madrileño Antonio Boto «Regaterín», pues fue corrida de ocho toros, cuatro de Concha y Sierra y cuatro de García Lama. Regaterín entró aleatoriamente en el cartel porque Belmonte, que estaba anunciado, se lesionó una mano el día de su alternativa y envió el parte médico correspondiente. La corrida era a beneficio del Montepío de Toreros, obra debida a la iniciativa y altruismo del propio Ricardo Torres, quien al final sería paseado en andas por una nube de toreros, retirados unos y otros en activo, en emocionado reconocimiento a su condición de fundador de tan benemérita institución.
Pero, gratitudes gremiales al margen, Bombita, de celeste y oro, hizo méritos suficientes para salir en hombros. Lidió por delante a «Calderero» de Concha y Sierra –faena breve y ovación al terminar–, y como último de su vida al llamado «Cigarrón», de García Lama. Tomó éste cinco varas, a cargo todas de Ángel Sánchez «Arriero», a quien su matador quiso reconocer de esa manera, y en quites rivalizaron entre ovaciones Ricardo y Joselito. No fue fácil el toro sino receloso, probón y con tendencia a la huida, lo que le deslució al Bomba un voluntarioso tercio de banderillas: pero tras brindar al público se creció el de Tomares, metiéndose en los terrenos del manso para dominar la situación y adornarse con pases de pie y de rodillas, molinetes, cambios de mano y algún desplante que puso al público de pie mientras la música, por única vez en Madrid, sonaba en su honor. De media estocada y un descabello se quitó de enfrente a «Cigarrón», con cuya oreja en alto recorrió el anillo entre ovaciones sin cuento y cataratas de canotiers, puros y bastones.
Además de los parabienes de sus alternantes y la plantilla completa de picadores y banderilleros que actuaron esa tarde, numerosos socios del Montepío pasearon en hombros al homenajeado, mostrando una pancarta con la leyenda «Los socios agradecidos, a su presidente».
Luego subiría al palco real, donde Alfonso XIII lo felicitó y le hizo entrega de un presente personal. Eso sí, entre la prensa gallista –con Don Pío a la cabeza– prevaleció la consigna, difícil de rebatir, de que había sido Joselito, con su ímpetu reivindicador, quien forzó el adiós de Ricardo Torres, con 34 años de edad (Tomares, Sevilla, 1879 – 1936) y catorce de alternativa (Sevilla, 29-09-99). Había dominado la primera década del siglo con un poderío sobre los astados convincente pero claramente decimonónico, pues se basaba en torear sobre piernas a contrapelo con los nuevos tiempos anunciados por Gaona, reafirmados por el magisterio de Joselito y que Belmonte se aprestaba a coronar, así lo hayamos visto doctorarse de manera tan desairada.
Gallito, imponente. Pese a los desbordes de sincero afecto que suscitó la retirada de Bombita –diestro caballeroso donde los haya—, la tarde, mientras Rafael y Regaterín simplemente cumplían, fue sin duda del menor de los Gallos, que estaba por culminar una impresionante campaña, primera suya como matador. De entrada contendió José con un astado de García Lama y desde en el tercio inicial se esmeró en superar a Bombita, con quien le tocaba alternar en quites; puso cátedra en el segundo tercio, que cubrió con banderillas de lujo, y su faena no tuvo desperdicio, incluidos cuatro naturales ligados y varios pases rodilla en tierra en los que exhibió su completo dominio de la situación. Estocada trasera que fue suficiente y gran ovación.
Y con el octavo y último del festejo –»Relojero», de Concha y Sierra, cárdeno salpicado y levantado de velas– José llevó la tarde al pináculo. Empeñado en retar a Bombita, estuvo desbordante en los quites y, aun contra la expresa voluntad de Ricardo, lo invitó a banderillear para darse el gusto de superarlo, si bien las ovaciones fueron para ambos. Brindó al homenajeado –aunque sin entregarle la montera, que lanzó a la arena– y dominó al cárdeno en un santiamén, haciéndolo pasar rodilla en tierra y prodigando desplantes y alegrías antes de citarlo a recibir. Se produjo un pinchazo y, finalmente, el volapié definitivo. Y mientras Bombita era objeto de los homenajes propios de la ocasión, los gallistas más entusiastas se lanzaron al ruedo para pasear sobre sus hombros al nuevo ídolo, el mismo que había obligado a retirarse a Ricardo Torres. Y con él, al siglo XIX.