Carlos Arruza. Apunte de «Alcalino»
De Carlos Arruza han circulado muchas fábulas, desde la que puso de moda José María de Cossío, tildándolo absurdamente de torero deportivo, hasta la de ciertos comentaristas de su primera época, encasillándolo como un criollo ajeno a los gustos del público mexicano, que «siempre lo rechazó».
Quien haya presenciado la conmoción provocada en todo el país por su triunfal reaparición como rejoneador en los años de 1965-66, la entrega desbordada de la afición ante su arte magistral y el cariño de la gente hacia el torero –expresado con tumultuoso dolor durante su sentidísimo sepelio en el Panteón Español de la ciudad de México (22-05-66)–, seguramente se sonreiría al conocer los reduccionismos que acerca del Ciclón Mexicano nos ha legado esa especie de injusta e inexacta leyenda negra en torno a una de las mayores y más arrolladoras personalidades toreras de este país.
Ésta estuvo más presente que nunca en la corrida de su reaparición como rejoneador –y grandísimo torero de a pie– en la Monumental México, séptima corrida de una temporada cuyo único sostén venía siendo un Manuel Capetillo en plenitud, mientras se daba el caso de que ninguno de los diestros que, simultáneamente, las dos plazas abiertas al público de la capital importaron de España –incluido Antonio Ordóñez, que vino a «El Toreo», y de ocho toros puestos a disposición de su arte solamente le cortó una oreja al primero–.
Para empezar, la empresa de Insurgentes se dio el gusto de instalar en las taquillas del enorme coso el cartel de «Agotadas todas las localidades». Y eso que, al lado de Arruza, escaso atractivo tenía la terna de toreros de a pie: un JorgeAguilar ya de salida, el gitano de Albacete Manolo Amador, que estuvo como la chata, aunando confirmación y fulminante despedida, y el queretano, también confirmante, Rafael Muñoz «Chito», que al menos tuvo el rasgo viril de permanecer en el ruedo con un muslo literalmente atravesado, y estoquear ejemplarmente a su heridor, el sexto de la tarde, gesto que le valió merecida oreja. Ver partir plaza al añorado Ciclón levantó los primeros clamores de una tarde que iba a ser de apoteosis para Carlos.
La crítica, volcada
Manuel García Santos, español de Arcos de la Frontera, y gran señor de la pluma, se expresó así de la actuación de Arruza con «Gavilán» de Tequisquiapan, primero del festejo y único adversario suyo: “Por primera vez en la temporada, la plaza se ha llenado totalmente de público y de pañuelos. De pañuelos que se agitaban con entusiasmo. De auténticos pañuelos que reflejaban la emoción del gentío. Y ha vuelto a resurgir el grito mexicano de ¡Torerooo… Torerooo…!, y hemos visto como el alguacil cortaba las orejas y el rabo de un toro sin una sola nota discordante…
A los que dicen –a los que decíamos– que las orejas se cortan con la espada, nos ha llenado de dudas la actuación de Carlos Arruza. El volapié que logró tirar a «Gavilán», de Tequisquiapan, fue perfecto: se entregó el torero y enterró la espada hasta los gavilanes… Pero ese instante único de la suerte suprema no lo fue todo. Carlos había ganado ya las orejas y el rabo del toro en aquella pelea homérica que sostuvo con el caballo y con el astado; con el caballo, que se encogía al sentir el bufido en los ijares, y con el toro, que se frenaba y casi se escupía al llegar al caballo. Entre esos dos temores irracionales, –el miedo del caballo y el miedo del toro– el valor de Arruza hacía un puente y lo cruzaba: con su enorme cabeza de torero, con su sentido de la medida milimétrica de las distancias, con el conocimiento que tiene de las reses y del modo de encelarlas y consentirlas…Pocas veces hemos presenciado una faena de toreo a caballo tan perfecta, tan justa, realizada con tanto conocimiento y concebida con tal desprecio al peligro.
Cuando Carlos Arruza echó pie a tierra –obligado por la petición unánime de un público que había agotado las localidades de la Plaza México–, los antiguos aficionados se dispusieron a volver a ver al Arruza muletero magistral, y la nueva ola vibró de incontenibles ansias de conocer al diestro que compartió triunfos con Manolete…
El toreo de brazos sin enmendar el terreno, aguantando la embestida para que el toro se definiera y entrara en celo, el juego de muñeca para llevar al toro por los terrenos que la cabeza torera ordena. Y el temple –condición sin la que no puede existir el toreo–, y la ligazón, y un valor que no se veía porque estaba envuelto en poderío y en serenidad y en mando…» («Lunes de Excélsior», 31 de enero de 1966).
Así lo contó Juan de Marchena…
«El caso de Carlos Arruza es asombroso. Su caudalosa maestría y una arrolladora facilidad lo llevaron a ser un torero para la historia. Como rejoneador, según lo demostró soberbiamente ayer, esos mismos atributos lo han colocado en primerísimo sitio, yo diría que a la cabeza de absolutamente todos los toreros de a caballo. Ayer se presentó en la plaza capitalina y escribió una página memorable de su vida torera, que dedicó, por la radio, al licenciado López Mateos.
A caballo y a pie, de manera rotunda, demostró su incontenible poderío. Desde el paseíllo fue ovacionado y tuvo que dar la vuelta al ruedo, saludando sobre un precioso tordillo rodado. Cambió de cabalgadura para enfrentarse a un toro de Tequisquiapan que fue soso y se refugió en tablas. ¡Y qué lección dio Arruza de lo que es el toreo a la jineta! ¡Qué lidia magistral realizó con ese astado, encelándolo con pasadas cada vez más cercanas, más comprometidas, en peligrosísimos terrenos, hasta quebrar en todo lo alto el primer rejón!.
Fue un curso magnífico de lo que es torear a caballo y, así, quebró otros dos rejones, de modo magistral. Como pocas veces, el público se entregó a Carlos. Qué bien estuvo el público, inteligente, entendiendo de inmediato la gran labor de Arruza frente a un toro que constituyó todo un problema; y cuando el gran torero lo resolvió tan gallardamente, con tan deslumbrante sabiduría, con tan emocionante valor, las ovaciones se sucedieron unas a otras. Con una mano, clavó Carlos un estupendo par de banderillas, y después, con las dos, puso otro par, sencillamente portentoso, dejando llegar, teniendo apenas salida e igualando en todo lo alto. ¡El mejor par que yo he visto a rejoneador alguno!.
Echó pie a tierra y, clavadas las plantas en la arena, sin enmendarse un ápice, se pasó al toro en cuatro soberanos ayudados por alto. Todavía añadió otro más y remató con torerísimo muletazo por abajo, con la zurda. Un molinete de rodillas y después, una larga tanda de ayudados por abajo, mandando y templando de modo impecable. Más toreo en redondo y con la diestra y, rodilla en tierra, cuatro formidables pases de trinchera. Hubo en la faena de muleta, como en la lidia caballo, un señorío, una madurez y un equilibrio excepcionales. Y como punto final, un volapié perfecto, deletreado, que mató sin puntilla. Así terminó Arruza su prodigiosa lección de toreo. Las dos orejas y el rabo, dos vueltas, salida a los medios. Si Arruza quisiera, hacía un buche de agua con la nueva ola…» (Esto, 24 de enero de 1966).
Jarameño
«Cuando anduvo vestido de luces, su señorío se impuso en todos los ruedos, sin importar ni alternantes ni toros. Torero largo, completo, fue puliendo su estilo, y se encumbró hasta los sitios más altos que torero alguno haya ocupado. Y cuando las circunstancias eran prietas –en esas tardes de inolvidable angustia–, supo siempre, siempre, dar el pecho, cuando no era posible dar pases naturales.
¡Grandeza torera, la de este Carlos Arruza!… hubo quien afirmó ayer: «es el mejor rejoneador que he visto»; y quien lo decía, ha visto torear a caballo incluso a Juan Belmonte… No sabemos, ignaros en los pormenores del arte ecuestre, si Carlos tenga mejor «asiento» o rienda más firme. Pero sí sabemos que, a caballo, nunca le hemos visto a nadie hacer lo que ayer hizo Arruza, con el toro más absolutamente impropio –por remiso, por querencioso y áspero– para las suertes del rejoneo» (Ovaciones, ídem).
Alfonso de Icaza «Ojo»
«La coincidencia de unas iniciales como las que anteceden los nombres de los reyes, ha inducido a cierto diestro hispano a usarlas como propaganda… (pero) el único que merece ostentar tal título con pleno derecho, es S. M. Carlos I, el incomparable Ciclón Arruza, que es indudablemente el lidiador más completo que jamás haya existido… Nadie como él. Y después de nadie, el que ustedes quieran.” (El Redondel, 30 de enero de 1966).
Nunca rejoneador alguno suscitó un tributo de la crítica tan hondo, entusiasta y unánime. Los que han venido después, en reconocimiento de rejoneadores contemporáneos de la talla de Pablo Hermoso de Mendoza o Diego Ventura, suenan a elogios convencionales y de mero compromiso. Y a los quince días, repetía Arruza el llenazo, la expectación y la apoteosis. Pero su estrella estaba a punto de apagarse, se acercaba la lluviosa tarde del 20 de mayo de 1966 en que un mal volantazo de La Rana, su mozo de rejones y espadas, pondría al Ciclón Mexicano a merced del impacto brutal que acabó con su vida, mientras dormitaba a su lado tras entrenar en su Rancho «María», cercano a Toluca.
Lo que siguió fueron noches y días de doloridas manifestaciones de duelo, que culminaron en su tumultuoso sepelio en el Panteón Español de la ciudad de México. Obviamos los torrentes de tinta y papel que su inesperado óbito suscitó, y que se prolongaron durante meses.
En su postrera presentación en la repleta Plaza México (06-02-66), el Ciclón alternó con Jaime Rangel, Manolo Espinosa y Santiago Martín «El Viti», a quien, tras impecable estocada en la suerte de recibir, se le otorgó una oreja, injustamente protestada, del segundo de un flojo encierro de Jesús Cabrera.
Arruza le cortó las dos, con petición de rabo, a un bravo y esta vez muy propicio ejemplar de Reyes Huerta, con el que repitió su par a dos manos por los adentros y se explayó en larga y lucidísima faena muleteril, coronada de formidable volapié. Ésta nueva proeza se recoge, casi íntegra en Arruza, hermosa película biográfica de Butt Boetticher (1972). El toro se llamaba «Peregrino», como el último que toreó Carlos la tarde de su adiós vestido de luces sobre la misma arena de la Monumental (22-02-53). Un silencioso, premonitorio aviso que nadie, en ese momento, hubiera sido capaz de descifrar.