Es bien sabido que el concepto feria taurina nunca prendió en México, acostumbrada la
afición a los festejos dominicales de sus temporada grande (corridas) y chica (novilladas).
Y cuando, muy eventualmente, se organizó una feria a la española –es decir, varias
corridas en días consecutivos– los resultados fueron adversos.
El segundo intento, luego de la Feria Guadalupana de 1956 en El Toreo, se produjo cuando
estaba por romper el otoño de 1976 y la Plaza México permanecía cerrada y sin
empresario luego del petardo de DEMSA en el invierno anterior. Jaime de Haro fue el
valiente al que se le ocurrió la idea, pese a que su anterior experiencia en el medio había
resultado fallida. Sucedió dos años antes, cuando sobrado de audacia y recursos quiso
incursionar por España a través de un mano a mano entre Paco Camino y Manolo
Martínez. Primero se ufanó de que arrendaría la mismísima Maestranza sevillana para el
acontecimiento, pero a la hora buena tuvo que conformarse con el turístico coso de
Marbella. Y como la temporada tocaba a su fin (20.10.74), sólo pudo disponer de un
terciado encierro de Carlos Núñez. No sólo falló el ganado, los supuestos rivales tampoco
anduvieron inspirados y la prensa los tundió en serio, con una saña sólo comparable al
cúmulo de obstáculos que el medio taurino mexicano opuso en aquel 1976 al obstinado
promotor hasta obligarlo a habilitar el Palacio de los Deportes de la capital como
escenario de su feria, que constaría de ocho corridas sin otra figura a la vista que Curro
Rivera –Manolo, Eloy y Mariano, ausentes—y un Manolo Arruza en pugna por serlo. Los
cuatro diestros hispanos que Jaime de Haro consiguió contratar, luego de asegurar que
estaba tratando con los ases, eran tres ilustres desconocidos oriundos de Sevilla o sus
inmediaciones, y el cuarto un sobrino del vallisoletano Fernando Domínguez, uno de los
capotes más finos en los tempranos años 30.
Tras vencer mil dificultades, el promotor anunció una serie de ocho corridas para
mediados de septiembre. Las funciones empezarían a las siete de la tarde y serían
televisadas, una novedad luego de la drástica suspensión de las transmisiones en enero de
1969 (Manolo Martínez-Leodegario Hernández mediante). Pese a lo ralo de la cartelería, la
organización, empezando por el acondicionamiento del local, costó una millonada, pues
todo mundo –apoderados, ganaderos, subalternos, autoridades—se puso las botas a la
hora de cobrar. Hasta sus “colegas” empresarios le hicieron la guerra. Pero el señor De
Haro no se arredró y echó pa´lante.
La coyuntura de Curro. Afanoso por aprovechar el vacío que dejó Manolo Martínez al
ausentarse de los carteles capitalinos durante tres años tras la grave cornada de
“Borrachón” (03.03.74), no dudó Curro Rivera en postularse a la vacante, y durante dos
inviernos consecutivos, aunque con resultados desiguales, estuvo más presente en los
carteles de la México que ninguno de los otros candidatos (Cavazos, Mariano Ramos y de
modo más incipiente Manolo Arruza). Y como ninguno de ellos se arregló con Jaime de
Haro, calculó Curro que estaba ante la oportunidad de dar el paso decisivo. Por lo tanto,
no dudó en escriturar cuatro fechas que lo convertían en base y eje de la feria del Palacio
aunque, a cambio del privilegio de elegir tres encierros –Mimiahuápam, Santo Domingo y
Tequisquiapan–, hubo de transigir con otro de la familia De Haro, que no funcionó.
Mal ganado y otros inconvenientes. Salvo la excelente corrida de Tequisquiapan que da
forma a nuestra Historia de un cartel de hoy, el ganado defraudó por completo, a tono con
unas entradas desoladoras. En las seis citas iniciales, solamente se habían cortado cinco
orejas, cuatro para el hijo de Fermín Rivera y una para el hispano Gabriel Puerta, tan
protestada como alguna de las de Curro. Manili, herido en los inicios de su primera faena,
quedó inédito en México, y otro tanto un Rafael Torres que nunca paró los pies, mientras
Roberto Domínguez era zarandeado por los astados en dos apariciones en las que apuntó
el cante con el percal pero fue constantemente desbordado muleta en mano. El primo de
Diego Puerta –o eso se decía—toreaba a toda velocidad y no gustó. Tampoco, entre los
mexicanos, el veterano Capetillo, en lo peor de una desafortunada reaparición, ni el
moreliano Marcos Ortega, ni Miguel Villanueva, tan incierto como los de De Haro que le
correspondieron en su única salida. O Ricardo Balderas, a quien Curro le dio la alternativa
la noche del día patrio (16.09). Fue aberrante que se obligara a confirmar las suyas a los
españoles Rafael Torres (12.09, de manos de Jesús Solórzano), Gabriel Puerta (13.09, con
Capetillo como padrino), Roberto Domínguez (14.09, de Curro Rivera) y Manuel Ruiz
“Manili” (15.09, por Manolo Arruza). También lo hizo Cruz Flores (14.09, Curro Rivera fue
el otorgante). Cruz y Roberto tendrían que volver a hacerlo cuando se presentaron en la
Plaza México, única sede tradicionalmente válida para tales ceremonias en la capital del
país.
Y de súbito, un corridón. Así estaban las cosas cuando, el sábado 18 de septiembre,
partieron plaza en el insólito escenario Curro Rivera, Manolo Arruza y Cruz Flores, ante la
mejor entrada del ciclo y delante del celebrado tenista argentino Guillermo Vilas, recién
salido de la ducha tras jugar por la tarde. Era la cuarta comparecencia de Curro, que había
cuajado con “Consentido”, de Mimiahuápam la faena cimera del tedioso serial.
Tequisquiapan lo borda. Asentada en el estado de Querétaro, la de Tequisquiapan era
una ganadería corta pero buena, que en manos de don Fernando de la Mora Madaleno,
un enamorado de la casta brava, siempre envió a la capital astados fuertes, enrazados y
de respetables cornamentas. El encierro que vimos en el palacio era algo terciado pero
íntegro en todo sentido. Curro Rivera lidió dos toros excelentes, y más alegre y dócil aún
fue el tercero de la noche, para el joven Cruz Flores. Y muy enrazado, con mucho que
torear, el obsequiado por Manolo Arruza, bautizado como “Cara Sucia” seguramente por
la mancha blanca que le cruzaba la faz. El lote de Arruza fue el menos propicio y el
segundo de Cruz difícil, pero el balance estuvo a la altura de los prestigios del hierro
queretano.
Rivera, avante. Consciente de su papel central, Curro hizo en esta séptima de feria una
convincente exhibición del sitio y el poder ostentaba. Parco con el capote, su muleta
prodigó trazos de largo metraje, traicionado a veces por la rapidez pero con numerosos
pasajes de temple lento y sabroso cuando se relajaba. Le cortó una oreja legítima al
abreplaza “Campasolo” por faena basada en la mano zurda, y hasta el rabo –que tuvo que
guardarse ante las protestas— al no menos noble y encastado “Herrerito II” luego de un
muleteo a más, de series largas por ambos pitones y sin que faltara el circurret, ese mazo
de derechazos en circulo rematado cada uno por alto y sin mover las zapatillas de su
posición inicial para ligarlos. Pinchó una vez antes de la estocada que hizo doblar a un
burel cuya clase, bravura y fijeza obligaría a los señores De la Mora, padre e hijo, a
acompañar a Curro en una de sus vueltas triunfales, que lo confirmaban triunfador
absoluto de un ciclo en el que alzó como trofeos un total de siete orejas y un rabo.
Sin embargo, para que el indudable éxito de Curro Rivera alcanzara la trascendencia
deseada habrían hecho falta otro escenario y otro ambiente, además de la presencia de
figuras consagradas disputándole las palmas.
Arruza y Cruz también orejeados. Manolo Arruza no se resignó a mantenerse en tono de
buen torero con el lote malo de la corrida y decidió regalar el sobrero. Y la exigente
bravura de “Cara Sucia” iba a encontrar justa correspondencia en el capitalino desde el
recibo con tres ligados faroles de rodillas hasta la estocada en lo alto, luego de cubrir el
segundo tercio entre ovaciones, y de una seria, poderosa y emotiva faena. La inició
sentado en el estribo y terminó enseñándole al encastado morlaco quién mandaba ahí
cuando ligó una perfecta tanda de tersos pases naturales. No olvidó el sello de la casa
–molinete, arrucina y doblones torerísimos, rematados rodilla en tierra–, como antesala
de un volapié de su marca, todo lo cual le valió las dos orejas y la salida en hombros.
Otro par de apéndices había cobrado ya el recién doctorado Cruz Flores, que tendía al
toreo fino y no carecía de valor sereno y encomiable decisión. Le correspondió el más
alegre y suave de los de Tequisquiapan, lo recibió con faroles de rodillas y sus verónicas
acusaron clase. “Ventanero” era el toro ideal para consagrarse y Cruz no lo desperdició,
atinó a dar plaza a sus embestidas citando desde largo y le ligó una magnífica faena, acaso
sin la vibración y empaque de los maestros consumados –era apenas su corrida número
once como matador–, pero contando siempre con el respaldo de un público ávido de
novedades y entusiasmado por el buen aroma de su toreo. Y como cultivaba el volapié
clásico, una estocada fulminante puso en sus manos las dos orejas del estupendo burel
queretano.
¿Qué fue de Cruz Flores posteriormente? Pues que a pesar del sonado indulto de aquel
“Simpatías” de Reyes Huerta, en la México y al lado nada menos que de Martínez y
Cavazos (05.02.79), su carrera no prosperó y poco a poco se fue diluyendo. Lo perjudicó
un inoportuno encontronazo de su apoderado Teófilo Gómez con Manolo Martínez por un
toro de regalo en Querétaro, incidente que terminó por cerrarle muchas puertas.
Una feria más. No sería aquella la única ocasión en que la fiesta de toros se refugió en el
Palacio de los Deportes debido al cierre de la Plaza México. En 1987, el hijo del regente del
entonces Distrito Federal, que era Ramón Aguirre, estaba encaprichado por manejar la
Monumental, mal conducida a la sazón por un Alfonso Gaona cargado de años, con la
brújula perdida y los tiempos de sus temporadas dados al garete. Para presionarlo,
Rodrigo Aguirre, incipiente ganadero también, montó en el Palacio, en diciembre de aquel
año, una feria breve pero ésta sí con nombres sonoros en la cartelería –Manuel Martínez,
Eloy Cavazos, Curro Rivera y Miguel Espinosa, y como contingente hispano El Niño de la
Capea y los recién alternativados Mike “Litri” y Rafi Camino. Los festejos se celebraron en
dos fines de semana y las autoridades reincidieron en la necedad de las apócrifas
confirmaciones.
Y aunque se vieron cosas interesantes, lo impropio del escenario y la discreta respuesta de
público clausuraron, parece que definitivamente, cualquier posibilidad futura al respecto.