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Luis Guillermo Echeverry, columnista invitado, y un bello relato de la historia del rejoneo

Etimología: Como la palabra Rejoneo solo existe en castellano veamos como define la Real Academia Española en su Vigésima Segunda Edición del Diccionario de la Lengua Española los términos: Rejoneo, Rejonear y Rejón. 

rejonear.
1. tr. En el toreo de a caballo, herir con el rejón al toro, quebrándolo en él por la muesca que tiene cerca de la punta. 

rejoneo.
1. m. Acción de rejonear. 

rejón. 

(De reja1).
1. m. Barra de hierro cortante que remata en punta.
2. m. Especie de puñal.
3. m. Púa del trompo.
4. m. Taurom. Asta de madera, de metro y medio de largo aproximadamente, con una cuchilla de acero en la punta, que sirve para rejonear. 

Resumen: La actividad artística definida como la acción de Rejonear ganado bravo, proviene y es una transformación o forma más refinada de lo que fuera la “caza y manejo de toros y ganados salvajes” a caballo y a campo abierto mediante la utilización de lanzas en las Españas: “Alancear toros en el campo” como actividad de caza y como entrenamiento para la guerra. 

Actividad de la cual encontramos recuentos desde la era anterior a Roma en Iberia y especialmente en Lusitania. Con los años esta costumbre se transforma en un arte que fusiona las destrezas ecuestres de equitación y guerra, con el conocimiento de la tauromaquia. 

En términos más simples la costumbre de alancear y juguetear de acaballo con los toros se convierte en el “toreo de a caballo o a la Jineta” en épocas Romanas, Moras y cristianas, que según los recuentos históricos reales y de la nobleza peninsular, se presentó en festividades originariamente en las principales plazas públicas y luego en circos o plazas de toros de Iberia y todo el Mediterráneo, al parecer. 

El Rejoneo es el origen primario de todo lo que hoy se conoce como el arte taurino incluido el toreo de a pie; por ende la tauromaquia proviene de la práctica antigua del rejoneo a la jineta o de a caballo por parte de los nobles de las Españas, muy especialmente en Lusitania y en el Oeste y el Sur de la península, ayudados por cuadrillas de a pie que se valían de una capa o capote y de muleta (trapo) y espada para dar cuenta de las fieras. 

La historia del Milenario Arte del Rejoneo. – La palabra Rejoneo viene de “Rejón” o Rejones, que son como dijimos, las cuchillas o puntas de lanzas (cuchillos de doble filo) que se utilizan desde hace siglos para simular, dentro de una plaza de toros y por lo general durante las ferias de las villas o ciudades: “La milenaria costumbre ecuestre de alancear toros desde un caballo a campo abierto”. Rejonear en sentido estricto; es el acto que realiza un caballero al clavarle rejones a los toros bravos desde su cabalgadura en una plaza o a campo abierto. Pero su significado actual es el de “toreo a caballo”; es decir, la lidia completa de un toro bravo protagonizada por un caballero y sus caballos como manifestación artística. Una lucha plástica que conjuga los movimientos del arte del ballet que comprende la doma otrora para la guerra y la caza, de donde luego originó la doma clásica; las disciplinas y gimnasias propias de rutinas similares a las de un arte marcial; y las destrezas del manejo de caballo y ganado que solo se adquieren del trabajo en las faenas del campo. 

No debe confundirse (y suele ocurrir en aquellas naciones que no tienen cultura y tradición tauromáquica), “el Arte de Rejoneo”, con la suerte de varas o pica de los toros con una garrocha y realizada por un jinete (el picador) desde un caballo pesado o de tipo tiro, el cual va cubierto con un peto acolchado que resiste la embestida del toro al mismo momento que chocan castigan al animal; mucho menos con la pica de los toros como se hacia antiguamente en caballos más livianos y sin protección alguna aguantando la acometida con la garrocha. 

Aclaremos que la pica en la lidia de a pie, se realiza con un doble propósito: Primero, que el ganadero y el torero de a pie, observen el comportamiento de la bestia ante el castigo como muestra de sus características de temperamento, (lo que algunos entendidos llaman demostración de su raza, encaste o nivel de bravura o carencia de las mismas), y segundo, que le quite un poco de fuerza y congestión al toro dejándolo con la fuerza y concentración justa para poder ejecutarle una faena artística con la muleta en la primera parte del tercer tercio, el de muerte. 

Podría alguien decir que, dada la condición fiera del ganado, el hombre de acaballo da cuenta mucho más fácil de un toro como presa de caza en llanuras o campo abierto que yendo de a pie, y que de ahí salió la costumbre Lusa-Ibérica de lancear toros bravos desde la cabalgadura. Actividad reportada en claros recuentos a lo largo de todas las épocas históricas de la península. Costumbre que al parecer se convirtió en una de las técnicas de entrenamiento bélico de los Visigodos durante su ocupación. (Visigodos que eliminaron los circos romanos en los cuales las luchas y acrobacias de todo tipo fieros toros Ibéricos eran una de las principales atracciones). Costumbre de caza y práctica de guerra con la lanza que mantuvo la nobleza Sarracena en Córdoba y la cristiana especialmente en área de Lusitania y en Andalucía durante más de 300 años de la ocupación de los Moros. 

En resumen, los orígenes del rejoneo como actividad ecuestre que evolucionó en todo un precioso arte ecuestre, en parte danza o baile, en parte lucha, en parte destreza y en parte alta escuela, se remonta, según los escritos sobre jinetes lanceaban toros bravos a caballo en la Lusitania Ibérica a épocas anteriores a la llegada de Julio Cesar, de quien se dijo gustaba enormemente de esta forma de caza. 

Está documentado también que en el manejo diario de aquellas dehesas bravías gustaron de siempre aquellas gentes de acaballo de jugar a campo abierto con sus habilidosos equinos esquivando las acometidas de los fieros vacunos (el Bos-Taurus Ibérico). 

Hay amplios testimonios gráficos y escritos que dejan ver que los orígenes del toreo actual en épocas de los caballeros del siglo XIII y luego en los siglos XV a XVIII evolucionaron a partir del toreo a caballo, siendo esta actividad reservada a los nobles de las cortes, que en Iberia más que torneos de caballeros medievales en destrezas, luchas o combates entre ellos mismos, se daban cita en los campos y luego en las plazas de armas de las villas a lancear (rejonear) toros bravos. 

Durante el desarrollo de este arte de alancear los toros en plazas cuadradas, tradición que data de las épocas romanas y moras en esta parte del mediterráneo y Lusitania, resultaron los caballeros confinados en los espacios reducidos teniendo que ser acudidos por peones de brega que a cuerpo limpio ó utilizando capotes movían por la plaza y sacaban los toros de las tablas y rincones dando espacio a los caballeros para enfrentar nuevamente los astifinos y esquivar sus embestidas al armonioso galope de sus bellos y habilidosos caballos. 

Hay testimonio de que luego estos caballeros eran acudidos también por “sobresalientes de espadas” que luego se convirtieron en “matadores de toros”, y que de algún momento en la historia en adelante, eran quienes una vez terminaban los caballeros sus faenas de rejones y banderillas desde los caballos, procedían a finiquitar los animales, trapo, capotillo o muleta y espada en mano. 

Y es que el caballo que desde hace dos mil años o más, se cría en las ricas tierras Ibéricas es dócil para la doma, ágil de movimientos, noble de carácter, rápido y fuerte en el arranque, bello en su estampa y elevado y gracioso en el accionar; especialmente, aquellos que tienen el toque de berberisco y de árabe a flor de piel y que además de sus hechuras y su presencia imponente poseen valor, mucho sentido y expresividad al lidiar con el ganado bravo que en aquellas tierras se cría y se estila rejonear y con la garrocha acosar y derribar. 

Documentado está por escrito y en los dibujos del propio maestro Goya, que de las fiestas de caballeros hidalgos rejoneadores, resurgió la costumbre y tradición Ibérica Mora, de la corrida toros en las plazas de armas de los pueblos. Documentado está también, que en las Españas, especialmente en Lusitania pero también en los otros territorios de la península Ibérica, hubo una época de prohibición papal expresa del Rejoneo. Al respecto dice el cronista Rafael Flores Ramos en sus crónicas sobre los orígenes de la fiesta brava que: 

“A finales del siglo 15 un gran número de Hidalgos utilizan las plazas de armas, ya no para lancear toros como prácticas guerreras, si no como prácticas de diversión y alarde de valentías, surgiendo así las primeras corridas en las cuales se suscitaron numerosas muertes de caballeros e hidalgos, lo cual provocó que en 1567 el Papa Pío Quinto prohibiera que se lancearan toros.” Y continua el cronista Ibérico… “A pesar de que la prohibición papal fuera anulada posteriormente, lo cierto es que sin el incentivo de la guerra, la nobleza (en España) se empezó a retirar de la práctica del toreo a caballo, el 

cual declinó hacía 1725, terminando por desaparecer y reapareciendo hasta el siglo 20 con el Rejoneador Militar Don Antonio Cañero”. No así en Lusitania y Andalucía donde hay recuentos de la forma en que siempre entre los señores del campo se conservo y se perfecciono como tradición familiar este noble arte ecuestre. 

Es precisamente de ese período de la prohibición Papal del que se desprende que la costumbre de torear en las plazas sea reclamada y mantenida por las gentes en lo sucesivo a manos de aquellos matadores y peones de brega que asistían a los Caballeros en Plaza. Es entonces del toreo a caballo o rejoneo y de su prohibición temporal observada en España, de donde surge y evoluciona el difícil, profundo y complejo arte del toreo de a pie. 

Curiosamente, se reporta que los nobles y caballeros de Lusitania o el Este de la península (hoy Portugal y Extremadura), hicieron caso omiso de la prohibición papal y continúan ininterrumpidamente en sus campos y sus aldeas la tradición de rejonear los toros en plaza. Testimonio de ello es el traje con casaca y tricornio a la Federica y toda la indumentaria de caballero y sus jacas propia del Siglo XVI, con que se visten para rejonear hasta la fecha los tradicionalistas caballeros Lusos que cuentan con condición de maestros y antigüedad, al haber recibido la alternativa o maestría de manos de otro maestro ya consumado. 

Esculcando un poco más sobre el origen del rejoneo en España, encontramos documentado en “La historia del toreo” de Carlos Abella, al citar este último a Fernando G. de Bedoya que “asegúrase por muchas personas autorizadas que los Romanos introdujeron a España (la Península Ibérica) la afición al circo, como nos lo demuestran lis vestigios que aún se conservan en las más antiguas de nuestras poblaciones, entre las cuales Toledo, Mérida, Tarragona, Murviedro y otras.” Y yo diría que también Jerez de los Caballeros, y las milenarias Córdoba y Granada, sin duda Nimes, Arles y las demás ciudades romanas en el Sur de Francia también. Y que allí sin duda coincidieron los hombres y sus caballos con las fieras que desde esas épocas lanceaban en los campos los pueblos que allí criaban ganados. 

Abella y otros autores nos hablan de que durante las ocupaciones de los godos, visigodos, alanos y otros las costumbres de las fiestas de los circos se perdieron, pero sin duda el manejo de caballos y toros siguió siendo parte esencial de la cultura del campo en el Sur y Sur Oeste de toda la península, y como se dijo estos guerreros del norte también cazaron y alancearon toros en las Españas como practica de caballería para la guerra. 

Bedoya y la historia del toreo de Abella, documentan que la ocupación Árabe volvió a introducir en la cultura la afición al circo pero argumenta este autor y Carlos Abella, en la historia del toreo, que fueron los Moros los que cambiaron las luchas entre gladiadores y de estos con fieras, por las prácticas de lidia de los toros en las cuales “ejercitaban su pujanza los primeros hombres de la nobleza musulmana.” Dice el relato que la prueba está en los registros de las fiestas del siglo XV y luego en el reinado Abu-abdalla el Chico, último Califa de Granada después de la lucha con los cristianos. 

Aparece luego en los recuentos históricos la denominación de: “Juegos de Cañas, Sortijas y fiestas de toros”. Así se llamaban aquellas festividades que tenían lugar en la plaza de “Bib-rramble” donde se lucían los Caballeros de diversas tribus Sarracenas alanceando toros bravos con su monta a la jineta con sus ágiles cabalgaduras. Se explica que fue entonces cuando la nobleza castellana rival de aquellos moros, la que en su característica galantería, pronto emuló los Sarracenos y rivalizó con ellos dedicándose a esta diversión como prueba de su arrojo y valentía. Se dice en muchas publicaciones que el primer caballero que se aventuró en estas lides fue el propio Rodrigo Díaz de Vivar – “El Cid Campeador”. 

Carlos Abella presenta como evidencia de la etapa temprana del rejoneo de los nobles castellanos como tradición y de que ella quedó reservada a la nobleza, los tradicionales Romances populares. Para mayor ilustración, transcribo este aparte en que Abella cita una serie de romanceros: 

“aquel “Gazul, <el muy fuerte caballero de gran fama>” (Sarraceno); y el “de Don Pedro de Salazar, <de sobrenombre Naranja>; el soneto de Góngora dedicado al Marqués de Velada, <herido de un toro que mató luego a cuchilladas>; las décimas del mismo autor <A don Gaspar de Aspeleta, a quien derribó un toro en unas fiestas>; el romance de Gabriel Bocángel <al Conde de Santillana, en una fiesta de toros que lidió valerosamente>; el soneto de Quevedo <al duque de Maqueda, en ocasión de no perder la silla en los grandes corcovos de su caballo, habiendo hecho buena suerte en el toro>; y las magnificas octavas atribuidas a Pedro de Medina medinilla dedicadas a perpetuar <la desgraciada y lastimosa muerte de don Diego de Toledo, hermano del duque de Alba>”. 

Argumenta Abello, que fuera por voluntad, interés, osadía, por instinto de defensa o sobrevivencia, aquellos nobles que lanceaban los toros en las plazas, bien al ser derribados por el enemigo o por necesidad de consumar su triunfo al no poder dar cuenta de los bureles desde sus corceles, echaron pie a tierra en ocasiones dejando la lanza para matar con espada en mano, y fueron así creando la costumbre de en veces tener que dar cuenta del toro desde el suelo, suerte luego emulada por aquellos que los asistían. También destaca como ya se explicó, que a estas destrezas adoptadas por estos primeros nobles caballeros se sumaron las suertes con las capas de los mozos de los pueblos que como en la guerra luchaban a la par de sus señores. Y de allí es que nace la tauromaquia: unos de a caballo, los otros de a pie, bien fuesen los mismos caballeros o sus asistentes para protegerlos, ayudarlos o para demostrar sus habilidades, pero todos, compartiendo el mismo empeño en demostrar su valentía, destreza y osadía. 

Se origina pues en la península Iberica un nuevo arte en dos manifestaciones, una a caballo la otra de a pie, convirtiéndose en una afición en proceso de evolución y decante que poco a poco se arraiga en cada pueblo y por ello es parte esencial de su cultura, y es nada más y nada menos que la representación de la vida, y de la forma en que allí se vive y se muere bajo el cielo azul de las Españas; algo a lo que no en vano desde hace siglos se le llama y se seguirá llamando “La fiesta nacional”. 

Abella al referirse con nombres propios al rejoneo en España, cita como Don Nicolás Fernández de Moratín en su publicación “Fiesta antigua de toros en Madrid”, donde hace un relato de cómo el Cid “alanceó” (descabelló) con una lanza un toro en esta villa. Luego documenta que los Sarracenos como el gran “Gazul” en Córdoba lanceaban toros en las plazas dedicadas a sus practicas de caballería, hecho que como se explicó, emularon los nobles castellanos, y cita también el autor reportes de cómo laceaban los toros en las plazas los principales rejoneadores del los 1600: “Don Pedro Salazar (De sobre nombre Naranja), del duque de Maqueda, el Conde de Villamor, luego el Marqués de Velada, don Gaspar de Aspaleta (el Admirante), el Conde de Cantillana y don Diego de Toledo”. Figuran también en sus escritos de la historia del toreo que los nombres de los primeros mozos que al lado de estos caballeros cobraron fama, fueron: “Manuel Sanchéz, Chamorro, Antón, Bartolo y Chapado”. 

Destacan los relatos de Abella, las destrezas de los cortesanos del reinado de Don Carlos II, del invento de la espinillera por un caballerizo del rey llamado don Gregorio Gallo y de que fue en esta e época cuando mayor auge tubo la participación de los nobles de la corte en celebraciones y festividades. Hace el autor referencia a un escrito de Quevedo sobre una actuación en 1636, en el cual consta el arrojo como caballero en plaza del Conde Villamor; y a don Antonio de Moscoso duque de Maqueda lo describe como caballista de menor temple que el primero. (Curiosamente uno de los primeros recuentos sobre los inicios de la crítica taurina y su gran valor histórico). 

Registra Abella que a estos los emulan luego otros caballeros haciendo un relato de donde actuó don Juan Gaspar Alonso Enríquez Cabrera, décimo admirante de Castilla y sexto duque de Medina de Rioseco (también referido como Gaspar de Aspeleta) gentil hombre de la cámara de Fernando IV y Carlos II, nacido en Madrid el 24 de Junio de 1625 y que tomo posesión de estado en 1674, discípulo del gran humanista Tomás Tamayo Várgas y considerado el mejor rejoneador del momento, quien escribiera unas Reglas de torear que puso en práctica como consejero de Carlos II. Según J.M. Cossio, el famoso caballero referido como Gaspar de Aspeleta se presento con éxito el 6 de Julio de 1648 en las fiestas en honor a San Juan Bautista, y reporta el tratadista escritos elogiosos que considera excesivos a este caballero de parte de: “Bocángel, Cubillo de Aragón, Moreto y Mattos Frogoso”. 

Abella transcribe elogiosos escritos dedicados al “Admirante”, de Don Francisco Bernardo de Quirón, del malagueño Ovando y Santarén y de don Ventura de VergaraSalcedo, por su actuación en el festejo conmemorativo del natalicio del príncipe Felipe el Prospero en 1658 donde se cuenta que <mato a cuchilladas un toro por un Golpe que le dio>. También reporta que ambos “el Admirante y al Marques de Velada” como rejoneadores siendo derribados de sus monturas dieron cuenta del toro a cuchilladas. 

A Carlos II lo sucedió Felipe V quien abiertamente expresó su disgusto por este tipo de fiestas, razón por la cual los nobles se dejaron de ellas, dando paso a que participaran en las mismas todas las clases sociales con lo cual ganaron mucha popularidad entonces las corridas de toros cuyo producido fue destinado por la corona a la beneficencia. Aparecen en ese momento aquellos jóvenes virtuosos que empiezan a trasformar lo que antes era tan solo alarde de valor en destrezas que conforman diversas suertes. Y se presenta como el primer torero en matar toros cuerpo a cuerpo y el haber inventado la muleta a Francisco Romero, de Ronda – 1726, fundador de una de las primeras dinastías de espadas, aparecen entonces las cuadrillas, una escuela de Ronda y otra Sevillana y toda una serie de suertes de cuarteos y recortes en los cuales se destaca el Navarro Licenciado de Falces Don Bernardo Alcalde de Merino quien actúa según lo registra un aguafuerte de Goya en unas festividades en honor a la reina Marian Neoburg en 1733; se presentan saltos, garrochistas y demás habilidades que le dan gracia a la fiesta y alegría al respetable, y así prosigue la evolución del toreo de a pie en España incluso en la época de José Bonaparte, quien manifiesta sus deseos de organizar corridas de toros en Madrid. 

Recapitulando; de los recuentos de alancear toros y de las fiestas en los circos de épocas romanas, se pasa a que caudillos moros y sarracenos retoman la tradición romana la hacer alarde de sus habilidades de guerra a la jineta lanceando toros en sus festividades y que la nobleza castellana los emule, llegando la costumbre a su pico en los 1600 para que sea en 1700 cuando desaparezca, al parecer, en la oficialidad de las fiestas de España el toreo a la Jineta, dando paso a una evolución fanática del toreo de a pie que se hace popular a manos de figuras como el gran Joaquín Rodríguez Costillares que se dice que nació en algún momento entre el 1729 y 1746 y murió en Madrid en 1800 y su gran rival Pedro Romero quien de 1771 a 1799 matara más de cinco mil toros y le nombra el Rey en 1830 maestro de la escuela de tauromaquia de Sevilla. Es entonces cuando aparecen figuras como; Pepe Hillo que actuaba ya en 1801, Cucharés 1808 – 1868, más tarde lagartijo y Frascuelo por los años 1870, Espartero y Guerrita en 1880, Machaquito y Mazzantini en 1900 para luego llegar la época de oro de Gaona, Joselito y Juan Belmonte que es precisamente cuando reaparece la popularidad del rejoneo en España a manos de Don Antonio Cañero y justo cuando se empieza a transformar la fiesta, y se inicia o empieza la tauromaquia artística moderna o del siglo XX; más plástica, más humana y en la cual regresa el caballo como artista y protagonista de primera línea junto al hombre del lado de la apuesta de la vida y no del sacrificio en la fiesta de los toros.

…..

Hablando con mi gran amigo y rejoneador Luso, Don Paulo Caetano, hombre que ha dedicado una vida al estudio de caballo y la equitación en su tierra y en el viejo mundo, me comentaba cómo, la costumbre de los caballeros de Lusitania y el sur y el oeste de las Españas de jugar con bureles correteándolos con sus cabalgaduras y de lancear los toros bravos a campo abierto se origina el tipo de caballo que estos usaron en estas prácticas.

Este recuento, representa ni más ni menos que uno de los principales factores que determina todo lo que luego renace como arte ecuestre en la época en que surgen las “Reales Escuelas de Equitación” de las casas reales, a partir de Nápoles (reinado entonces español), y desde allí la influencia de los padres de la equitación posterior al renacimiento; siendo su principal embajador, maestro y difusor el 1er. Duque de “New Castle” (Sr. William Cavendish 1592 – †1676) gestor mentor de muchas escuelas reales de equitación en el norte de Europa y de las carreras de caballos en Inglaterra, costumbre a partir de la cual se instauran como disciplinas reguladas el “Steeple-Chase” (carreras rápidas de larga distancia a campo abierto y en pistas desiguales y el “Turf” (carreras más cortas en pistas planas o con poca inclinación) de donde evoluciona toda esta industria que se basa en el majestuoso caballo de Pura Sangre de Carreras o Pura Sangre Ingles. 

De la equitación de guerra y el lacear y corretear los toros a campo abierto se pasa en Lusictania al Rejoneo como arte, y se le llama “El Arte de Marialva”. Documentado está en toda la literatura disponible y lo destaca Caetano, que sin duda un poco más adelante en la historia, pero con tanta fuerza en Lusitania como la tubo “New Castel” en Inglaterra y el resto de Europa, aparece en Portugal quien siempre será recordado como el padre del rejoneo como arte: El “4o. Márquez de Marialva y 6o Conde de Cantanhede, Don Pedro José de Alcántara de Menezes Noronha Coutinho”, quien vivió de 1713 a 1799. 

Fue “Marialva”, la persona que decantó y formalizó “el Rejoneó en Plaza como Arte” y dejó un hermoso testimonio de vida en ello siendo padre del también Caballero en Plaza y Rejoneador “El Conde dos Arcos”, Don Manuel José de Noronha e Menezes, nacido en Lisboa, Santa María dos Olivais el 3 de Junió de 1740 y que muriera a manos de un toro en Salvaterra de Magos en 1779 a los 39 años de edad.  

Marcado está en los escritos consultados una trágica, triste y bella historia del padre (el viejo Márquez de Marialva) que se venga del toro asesino dándole muerte a capa y espada después de que aquel corneara su hijo (el Conde dos Arcos) quien lo rejoneaba en las fiestas en los predios de plaza de toros de la casa real de Salvaterra de Magos.

Al legendario 4o Márquez de Marialva, se le acredita haber sido artífice y padre formal u oficial del arte ecuestre que hoy se conoce como Rejoneo a partir de la publicación de su obra o tratado “Luz da liberal e nobel arte da caballería” (1790), documento sobre el cual se edifica toda la apasionante y bella escuela del rejoneo Luso que hoy conserva como una de sus más autóctonas tradiciones culturales el pueblo Portugués y la cual ciertamente como lo asevera Caetano: “Siempre ha servido de referente o fuente de origen a la equitación clásica a través de su evolución en el tiempo”. 

Desde tiempos antiguos entonces la equitación tauromáquica Lusa y sus formas tradicionales de arreglar o domar los caballos han sido el custodio de todo el acerbo renacentista y sus mejoras y modificaciones del cual se vale en la historia como fuente de origen y consulta todo lo que hoy se conoce como equitación y doma clásica en cada una de sus modalidades. Principios estos que valga decirlo son la base elemental para la comprensión de la doma y de los fundamentos elementales comunes a todas técnicas especificas que conforman cada una de las espléndidas disciplinas ecuestres que existen en la actualidad.

La práctica del Arte del rejoneo ha sido sinónimo de la condición noble como persona de aquellos que lo practican. Esto que parece trivial en un mundo moderno donde cualquiera puede con dinero pensar en adquirir cualquier condición, no lo es. Se trata de un arte que

Estudiosos y autores Consultados: Mi amigo el caballero Rejoneador y Maestro de Equitación Pablo Caetano (Convesación en Lisboa Junio 21 del 2013); escritos de Ignacio Cosío, Ing. Leopoldo Peña del Bosque (ME); José Santos Alonzo (“el Rejoneo Origen, Evolución y Normas, 2005 Univ. Autonoma de San Luis de Potosí – México); y el cronista D. Juan José Zaldívar Ortega  

requiere la mejor de las condiciones humanas de parte de quien lo ejecuta, pues en él se reflejan completamente y de forma muy marcada, la personalidad y condición personal de quien lo ejecuta. El Arte del Rejoneo tradicionalmente ha sido practicado por personas que no solamente han pertenecido a la aristocracia si no que se han destacado dentro y fuera de ella por su señorío, caballerosidad, carácter, personalidad, nobleza en el sentido amplio y profundo de la acepción; y en general es una actividad en la que caballos, toros y la misma naturaleza difícil y compleja de este arte, si se ejecuta bien, exigen del caballero lo mejor de si mismo. 

Es el rejoneo una actividad que requiere lo mejor de seres humanos destacados y extraordinarios, capaces de interpretar tan difícil tarea como la de conseguir convertir en arte señorial y plástico la lucha entre un toro bravo con un caballero y sus cabalgaduras. 

Algunas pocas figuras, y es el caso a destacar de Pablo Hermoso de Mendoza Cantón, tienen el gran mérito de haber empezado sin el soporte de una tradición familiar de rejoneadores y sin haber pertenecido a una familia con tradición de rejoneo, sin ganadería propia de caballos y toros lo cual hace natural el desarrollo de las tradiciones familiares de Caballeros Rejoneadores.

No obstante, al observar la realidad de vida y la vocación natural de la vida de Pablo Hermoso, encontramos que nació acaballo dentro de su propia comunidad y fueron su desmedida afición y su habilidad innata de comunicación con los caballos las que forjaron en la una gran condición humana aunada a la destacada dedicación de su padre, su familia al caballo como actividad familiar. El ejemplo de laboriosidad de sus padres y su amor por la doma del caballo formaron en Pablo una personalidad especial, una curiosidad infinita de saberlo todo sobre los equinos, la equitación y el mundo ecuestre, una sensibilidad humana y un carácter definido que se manifiesta en la forma en que expresa su arte, que sin duda representa la descripción más vivida y noble de lo que es y debe ser un verdadero caballero rejoneador. 

En contraposición y si bien en la vida todas las aspiraciones son validas, da pena ver como en algunas partes salen hoy aspirantes a caballeros rejoneadores que, tengan ó no mucho dinero para malgastar, no cuentan con la formación, la personalidad, los valores humanos, el carácter y la disciplina que requiere este difícil arte, propio de hombres nobles por su propia condición, acción, sacrificio. 

En otro escrito haré el recuento histórico del Arte del Rejoneo a través de los maestros que lo han ejecutado y las diversas escuelas y casi “cuerdas”, familias o ramales de rejoneadores que he conocido y que han marcado con sus caballos momentos importantes en la evolución de este bello arte que hoy vuelve a cobrar importancia y tiene tres públicos, uno eminentemente ecuestre, otro el taurino que es capaz de valorarlo y admirarlo (pues hay algunos taurinos que por un tema económico y/o de envidias artísticas o sociales lo reciente), y uno propio, que cada vez crece más a todo lo largo de los países donde se lidian corridas de toros y hasta en algunos Estados de la Unión Americana. 

La columna de Alcalino…Lorenzo Garza, «El Ave de las Tempestades » y sus despedidas

Durante mi infancia era común escuchar, sobre alguien que se despedía una y otra vez y
no acaba de irse: “lleva más despedidas que Lorenzo Garza”. Pero siempre hay una última
vez. Y la de Garza en traje de luces tiene una fecha (20 de febrero de 1966) y una plaza (la
de su natal Monterrey, rebautizada muchos años después con el propio nombre de
Lorenzo). Y, naturalmente, un toro (“Joyero”, de José Julián Llaguno). Repleto el coso de
gente y de pasión, una constante en la carrera del Califa regiomontano.


Habrá que aclarar que, en realidad, Garza solamente se despidió de manera formal en dos
ocasiones: ésta de Monterrey, con 58 años a cuestas, y una primera, dos décadas y pico
atrás, en El Toreo de La Condesa (21.03.43), más por imposición del todopoderoso zar de
la fiesta Maximino Ávila Camacho que por su libre decisión. Podría agregarse una tercera,
precisamente en la tierra del temible militar teziuteco (Puebla, 30.11.43). Y nada más.


En cambio, fue reiterativo en lo de convertir en suceso cada reaparición suya luego de
permanecer voluntariamente apartado de los toros por algún tiempo, confirmación de su
proverbial habilidad para autopromocionarse, al extremo de la cual figuraron sus no
menos famosas broncas o mítines, enemigo declarado de lo gris y convencido de que todo
gran torero debe ser también un consumado actor dramático. Tampoco dejó de prodigar
declaraciones polémicas a través de su borrascosa trayectoria de figura grande del toreo.
La enésima. Vamos a ver: la primera reaparición de Garza se dio a los dos años de su
retirada forzosa del año 43. Tras casi un decenio suspendidas las relaciones entre las
torerías de México y España y una vez firmado el primer Convenio, en la inmediata
temporada grande capitalina –1944-45– fue tan notoria la superioridad de los espadas
nativos sobres los foráneos que Garza, quien seguramente conservaba el vivo recuerdo de
aquellas triunfales campañas españolas suyas que el boicot de 1936 interrumpió, se dejó
invadir por el deseo de emularlas. Y sin más ni más anunció su reaparición cuando la

temporada ya finalizaba, a plaza llena y con Cagancho, viejo amigo, como uno de sus
alternantes (01.04.45). Además del rabo cortado esa tarde, Lorenzo se dio tiempo para
desatar una de sus broncas al otro domingo, y bordar luego par de faenones mano a mano
con Procuna en el último festejo de la campaña (29.04.45). Y de vuelta en España
consiguió, como antaño, que se abriera para él la puerta grande en Madrid (15.07.45),
antes de sufrir en Barcelona una cornada tan grave que le indujo a tomarse nuevo receso.
Que no duraría mucho, porque la siguiente temporada mexicana, marcada a fuego por la
revolución causada por Manolete, determinó una subida en los honorarios de las figuras
que no podía pasarle inadvertida al regiomontano sagaz que Lorenzo nunca dejó de ser.
Anunció entonces que volvería para el invierno de 1946-47, ya en la flamante Plaza
México. Y nada mejor, para preparar el terreno, que un reto público al Monstruo de
Córdoba, mientras acordaba con el empresario Antonio Algara un contrato donde se
estipulara no la misma enorme cantidad que Manolete recibiría por corrida sino una que
la superara… aunque fuese por solamente un peso. Si esto fue o no cierto, anótese como
una más de las consejas esparcidas por el garcismo.


Así se las gastaba nuestro hombre, y fue ese el invierno en que, alternando con el insigne
cordobés, lo mismo lo superó cortándoles los rabos a sus dos pastejés en memorable
tarde (11.12.46), que aguándole el éxito con una bronca descomunal como colofón de su
mala actuación con una dura corrida de San Mateo (19.01.47, con cárcel, multa y demás).
Pero sobrevino una nueva ruptura con España, soplaban vientos de cambio en la
atmósfera taurina del país y Garza, no sin alguna gran faena y tal o cual sonado mitin más,
optó por apartarse nuevamente de los ruedos. Y así permaneció por casi un decenio.
A finales de los años 50, con la sombra de la monotonía sobrevolando la fiesta, nombres
como el suyo no dejaban de ser un revulsivo apetecido por las empresas. Y en más de una
ocasión, el viejo Lorenzo accedió a enfundarse en el terno, esporádicamente y en plazas
periféricas. Hasta que, en 1959, Alfonso Gaona lo atrajo por última vez a una temporada
en la Monumental con un contrato millonario por cuatro corridas. Como era de esperar de
un hombre fuera de toda forma física y taurina, la enésima reaparición del Ave de las
Tempestades se tradujo en un desencanto sin paliativos. Su último mano a mano con El
Soldado sonó a réquiem y el tema Garza pasó pronto al olvido… ¿Ahora sí
definitivamente?


Última llamada. La detonó la aparición de un novillero nacido también de Monterrey
llamado Manuel Martínez Ancira. No era una novedad más sino la promesa de una nueva
era para la tauromaquia nacional. Y un empresario imaginativo, Leodegario Hernández,
sabedor de que entre los entusiastas de Manolo figuraba Garza, le propuso a Lorenzo una
reaparición relámpago para otorgarle la alternativa ante sus paisanos. Accedió el maestro,
y para sorpresa de todo mundo, no sólo cumplió con su papel protocolario sino,
rejuvenecido, salió a disputarle las palmas al novicio (07.11.65). Leodegario aprovechó ese
ímpetu para incluirlo en alguna corrida más en otra de las plazas que controlaba –en

disputa con la empresa capitalina, el señor Hernández tenía dificultades para redondear
sus carteles–. Y Lorenzo Garza se erigió triunfador máximo de la feria de León.


Con estos antecedentes se aprestó a vestir por última vez el traje de luces, un marfil y oro
similar al de su alternativa en Aranjuez de manos de Juan Belmonte (05.09.34).
La corrida final. No era grande, pero el encierro de José Julián Llaguno tenía buen porte y
muy cuidada nota. Y Lorenzo salió a romperse, y además encontró réplica en dos jóvenes
alternantes de los que, por edad, bien podría ser abuelo.


El salmantino Paco Pallarés, favorecido por el mejor lote, cuajó a sus dos toros y cosechó
tres orejas. Era un torero de fina clase y cierto toque de sevillanía, pese a ser castellano,
que a saber por qué razones se quedó en el camino, pero que en ese momento disponía
del impulso que lo había llevado a una alternativa de lujo en Salamanca, con El Viti de
padrino y José Fuentes (14.09.65). Como a Fuentes, lo llevaba El Pipo, aquel pintoresco
taurino, descubridor de Manuel Benítez “El Cordobés”. La primera faena de Pallarés, a un
gran toro, resultó redonda; la segunda, buena también, palideció a ojos del público por
efecto del anticlímax ocasionado por la apoteosis garcista en el turno anterior.
Raúl Contreras “Finito”, doctorado en su natal Chihuahua por Joselito Huerta en fecha aún
más reciente (31.10.65) a favor del ambiente creado por una campaña novilleril en España
realmente sensacional, no encontró toros a modo en la despedida de Garza pero se
sobrepuso y terminó por desorejar a su primero. “Finito”, que además de poseer sello
propio y valor del bueno era dueño de un modo de torear profundo y recio llegó a
disputarle a Manolo Martínez su sitio de privilegio en los primeros años de ambos como
matadores, pero súbitamente se apagó, arrinconado por el mal psíquico que lo llevaría a
la autodestrucción y a una muerte prematura (1947-1974).


Lorenzo, en grande. Ya había dejado muestras de su clase y su impronta inconfundibles
con el abreplaza, pero lo realizado con “Joyero” (4º) fue el acabose. ¿Torero antiguo?
¿Toreo pasado de moda? Toreo clásico y torero eterno, capaz de reinventarse una y otra
vez y de maravillar por igual con su arte personalísimo a viejos y jóvenes, garcistas y
antigarcistas, herederos de aquella división en dos bandos cultivada adrede durante su
época grande. Con ese negro y paliabierto ejemplar de José Julián, Lorenzo Garza ofreció
un muestrario completo hasta lo ampuloso de su estilo impar, desde la verónica con el
compás abierto a la manera garcista –las plantas en ángulo de 90 grados, el pecho
saliente, el pulseo preciso–, hasta esa media frontal suya, ya de pie, ya de rodillas, o el
echarse el capote a la espalda que patentara en los lejanos años 30 para trazar enseguida
la gaonera califal, la suerte cargada con señorío y el juego de brazos acompasando la
embestida.


Pero si figura fue del primer tercio, la fama del Ave de las Tempestades se fincó sobre
todo en el último. Muletero extraordinario, Garza fue con “Joyero”, si no el artífice
máximo del pase natural –el rebelde cuerpo no daba ya para el giro elástico y justo de sus

mejores días, y por tanto no consiguía ligar los muletazos–, sí un maestro dispuesto a
andarle al toro con absoluto desparpajo –aquella especie de molinete andante, erguido,
no acuclillado–, quedarse muy quieto en el derechazo a pies juntos o en su exclusivo pase
de costado, o deslizar la muleta suavísimamente en lo que después sería rebautizado
como pase del desdén. Y así, toreando, dominando y creando sobre la marcha, terminó
por cuajar una faena arrebatadora, distinta, que rematada eficazmente con la espada
–nunca fue un estoqueador clásico–, desató una tempestad de ovaciones y llantos a los
que correspondió sin perder la compostura, sonriente y feliz, con las orejas y el rabo de
“Joyero” en alto. Habrá que agregar que, como buen primer espada, toda la tarde se
mantuvo atento a la lidia, así como afectuoso y cercano con los dos noveles que le
disputaron sin tregua las palmas y terminarían rendidos a su arte.
¡Salve, Lorenzo!, clamó por última vez la afición de su tierra ¡Ave de todas las tempestades

UNA FOTO…LA MADRE BENDICE AL TORERO ANTES DE PARTIR PARA LA PLAZA

y figura inmortal de la fiesta!

Una historia que no puede olvidarse…El rompimiento del convenio taurino mexicano-español , en la pluma de «Alcalino»

Al despuntar el otoño de 1957 se abrió una nueva grieta en las relaciones taurinas de
México y España, esta vez por iniciativa mexicana. El convenio signado en 1951 quedaba
roto, y la suspensión del intercambio taurino iba a extenderse por cuatro largos años.
Fueron Fermín Rivera, presidente de la Unión Mexicana de Matadores de Toros y Novillos,
y Alfonso Gaona, en representación de los empresarios, quienes signaron en Madrid con
David Jato, cabeza del Sindicato del Espectáculo español, un nuevo acuerdo, que a las
cláusulas de reciprocidad habituales añadió una que proscribía la presencia en los carteles
de mayoría de espadas visitantes (octubre de 1961).


Por la época del año en que este Convenio se formalizó, correspondería a los hispanos
presentarse en territorio mexicano antes de que los aztecas pudieran hacerlo en España.
Un pretexto adicional fue el incumplimiento de contratos anteriores a diestros españoles.
El Toreo, no la México. El primer cartel después de la reanudación se dio en Monterrey
con la presentación del catalán Joaquín Bernadó alternando con Félix Briones y Joselito
Huerta, toros de La Punta (17.12.61). Bernadó causó excelente impresión, aunque la
primera oreja la cortaría hasta su segunda corrida, el 24, en Puebla, a “Malagueño” de
Peñuelas. Para entonces ya habían sido fijados en los muros callejeros de la capital los dos

primeros carteles de la temporada hispano-mexicana a verificarse en El Toreo de Cuatro
Caminos (Naucalpan de Juárez). ¿Razones para no utilizar la Plaza México? La de cajón,
que en el estado de México la carga impositiva era más benigna; la del aficionado
suspicaz, un reglamento bastante más laxo que el del Distrito Federal en cuanto a la
presentación del ganado se refiere, lo que le permitiría a Alfonso Gaona ir alternando
encierros de galana presencia con otros menos aparentes. Y como El Toreo no confirmaba
alternativas, las novedades hispanas de aquel invierno (Fermín Murillo, Paco Camino,
Bernadó, Luis Segura y Mondeño), tuvieron que esperar a presentarse en la México para
obtener el refrendo de sus respectivos doctorados.


31 de diciembre del 61: la reanudación. Esta vez no hubo corridas de la concordia ni cosa
parecida, pero una vez roto el paseíllo el público ovacionó con calidez y afecto al
zaragozano Fermín Murillo, primer hispano en comparecer, con Antonio Velázquez y
Juanito Silveti como alternantes y un encierro de La Laguna en toriles. Pero el lujoso terno
morado y oro del aragonés terminaría hecho girones por los pitones de “Rumboso”, su
primero, que lo cogió feamente nada más abrirse de capa y de nuevo, durante la faena de
muleta, en el inseguro trazo de un pase natural, con lo que quedó Fermín definitivamente
fuera de combate. Había producido en el público clara sensación de inconsistencia, pero
cuando las asistencias lo conducían a la enfermería sonó una ovación en reconocimiento a
la valentía de quien permaneció en la arena en evidente inferioridad física y ante un bicho
fuerte y de sentido, del que Velázquez iba a deshacerse sin buscar el lucimiento.


En realidad, el veterano diestro leonés no vio la suya en toda la tarde pese a la manifiesta
voluntad que derrochó ante el cárdeno “Palaciego”, que se dejaba torear pero ante el cual
se le vio a Antonio, pese a su manifiesta voluntad, sin sitio y hasta anticuado. Y tras los
apuros pasados para despachar al que hirió a Murillo, su impotencia fue aún más patente
con el duro y encastado cuarto, que lo trajo a mal traer hasta el punto de recibir un aviso.
Gran faena de Silveti. Antes de tornarse dramática, la jornada inaugural pasó por un
remanso de armonía torera gracias a la soberbia actuación de Juan Silveti Reynoso con
“Sacristán”, lagunero noble y repetidor con el que el hijo del Meco ofreció un recital de
toreo no ya puro sino suntuoso, en faena llena de majeza, temple y elegancia. Muy seguro
y muy señor, sin el mínimo tropiezo, sin la menor mácula, fue trazando una obra de
arquitectura impecable, de figura en sazón en tarde genuinamente inspirada. No era solo
la limpieza de trazo en el toreo en redondo, lento y hondo, a derecha e izquierda, sino la
variedad y el buen gusto derrochados, extraordinarios sus cambios de mano por delante,
vertical y suave el giro de las sanjuaneras finales. La emoción contenida del autor se
saboreó a lo largo del bellísimo trasteo, atinadamente rematado con la espada y premiado
solamente con una oreja porque el palco del juez de plaza de El Toreo lo ocupaba un
primerizo ayuno de sensibilidad y experiencia. Y si no hubo más por parte de Silveti fue
porque su segundo era tan chico que la indignada multitud se opuso a que Juan intentara

lucirse con él. Lo que no obstó para que mantuviera su tono magistral, ya que no lucido,
con el cierraplaza destinado a Murillo, el peor del desigual encierro lagunero.


Esa misma temporada cuatrocaminera, Juan Silveti Reynoso (CDMX, 05.10.29- Salamanca,
Gto. 24.12.2017) iba a cuajar otra faena modélica con un toro apagado y reservón de El
Rocío al que no le cortó las orejas por culpa de la espada (04.03.62). Luego, por uno de
esos misterios insondables que tiene la Fiesta, el extraordinario torero que fuera Juan
entre los años 60 y 62 fue perdiendo con extraña rapidez el interés y el sitio, y con ello la
importancia artística que llegó a ostentar hasta concluir grismente su carrera. Pero antes,
como muestra de un arte severo y clásico, con sabor personal y un toque de radiante
plenitud, dejó faenas como la de “Sacristán”, de La Laguna, el día de San Silvestre de 1961.
La más redonda de las varias excelentes que le vi al “Tigrillo” en su época cimera.

Año Nuevo del 62: llega Paco Camino. De los diestros hispanos que Alfonso Gaona
contrató para aquel invierno, la única figura reconocida era el aún imberbe Francisco
Camino Sánchez (Camas, 14.12.40- Navalmoral, 29.07.2024). Y si la víspera El Toreo se
había llenado por completo, la apretura en taquillas y graderíos fue todavía mayor el día
de Año Nuevo de 1962 para ver la presentación del nuevo fenómeno, acartelado con
Alfonso Ramírez “Calesero” y Antonio del Olivar para dar cuenta de un encierro muy bien
presentado de Pastejé. Por desgracia, la corrida salió tan mala que dos de las reses fueron
regresadas al corral debido a su extrema mansedumbre, y El Calesero, recibido con júbilo
por los admiradores de su arte, inició, con aquel ganado a contraestilo, un cuesta abajo
imparable que ya solo les depararía decepciones a él y al público de la capital. Lo que no

significa que esta tarde dejara de ofrecer algunos lances de su exclusiva marca y finura,
incluido un gran quite por chicuelinas con “Perdigón”, el segundo suyo, replicado con otro
aún más lento y sabroso por Del Olivar, con quien a esas alturas estaba la gente, que
abroncaría a Alfonso durante y al término de la exhibición de impotencia y dudas que fue
su muleteo al reservón morlaco. Del palco le enviaron un aviso, lo que era en ese entonces
indiscutible mancha para el prestigio de cualquier torero.


Del Olivar, imponente; Camino, gris. Sin duda, el héroe de la jornada fue Antonio del
Olivar. Nacido en Mérida y adoptado por Celaya hasta su fallecimiento (20.10.34-
19.11.97), acababa de indultar a “Sereno”, de Mimiahuápam, en la Navidad queretana, y
había conseguido aunar a la plasticidad de su estilo, sabrosamente mexicano, un hambre
de triunfo que no se le conocía y que le permitió extraer un partido insospechado de
“Barquillero”, el pastejeño corrido en quinto lugar, una vez establecida su nueva actitud
ante el reserva de Piedras Negras con el que contendió de inicio, con un principio de faena
de escándalo luego del cual el cárdeno tlaxcalteca se apagó por completo. Pero ya con el
público encandilado y receptivo –según se vio cuando alternaba en quites con Calesero–,
Antonio se arrimó como desesperado al incierto y probón “Barquillero” en un gallardo
crescendo muleteril de gran aguante y trazos rotundos, con los pitones del remiso a la
altura de la pechera. Y si se protestó la concesión de la oreja sería por lo bajo que cayó su
espada, pues, una vez desechado el galardón, la ovación lo obligó a recorrer la pista en
son de triunfo hasta en dos ocasiones.


En cambio, la esperada presentación de Paco Camino quedó en agua de borrajas. Sin toros
propicios, no mostró más atributos que cierta habilidad para tramitar el compromiso y
deshacerse con brevedad de los incómodos ejemplares mexiquenses, solvente pero sin
exponer un alamar. Tanto así que Carlos León, que a las pocas semanas estaba convertido
en principal paladín del caminismo desde las páginas del diario Novedades, escribió de
entrada que “Si Paco es Camino, Del Olivar es autopista de las que pueden llegar muy
lejos”. (Novedades, 2 de enero de 1962).


Como sabemos, la profecía de León salió al revés: poco tardaría el Niño Sabio de Camas en
dar su primer golpe maestro –en la corrida siguiente cobraba par de apéndices aunque
toreando con excesiva rapidez, aunque poco tardaría en acoplarse al temple lento de los
toros y los diestros nacionales–; en cambio Del Olivar, luego de otras dos estimulantes
actuaciones, iba a resentir los efectos de la grave cornada que le infligió “Gavilán”, de El
Rocío, en la 11ª corrida de la temporada (04.03.62), después de la cual no volvió a ser el
mismo salvo por alguna faena aislada, evidencia fugaz de su barroco sentido de la estética.
El Calesero según Camino. Quede para el anecdotario la opinión expresada años después
por Paco Camino acerca de la impresión que le produjo el personalísimo arte capotero de
Alfonso Ramírez. Fue en conversación privada con Julio Téllez, que acababa de
entrevistarlo para su programa de televisión Toros y Toreros: “Ya fuera de la grabación,
nos dijo (a Téllez y a Luis Ramón Carazo): “Cuando yo debuté en México y vi torear por

primera vez al Calesero, me dije, sorprendido y admirado, ¡Y qué hace este hombre aquí,
cuando podría ser el mejor torero del mundo!”. Cuarenta y un años después, Camino lo
seguía recordando con emoción.”

Alcalino y sus historias del México taurino

Es bien sabido que el concepto feria taurina nunca prendió en México, acostumbrada la
afición a los festejos dominicales de sus temporada grande (corridas) y chica (novilladas).
Y cuando, muy eventualmente, se organizó una feria a la española –es decir, varias
corridas en días consecutivos– los resultados fueron adversos.
El segundo intento, luego de la Feria Guadalupana de 1956 en El Toreo, se produjo cuando
estaba por romper el otoño de 1976 y la Plaza México permanecía cerrada y sin
empresario luego del petardo de DEMSA en el invierno anterior. Jaime de Haro fue el
valiente al que se le ocurrió la idea, pese a que su anterior experiencia en el medio había
resultado fallida. Sucedió dos años antes, cuando sobrado de audacia y recursos quiso
incursionar por España a través de un mano a mano entre Paco Camino y Manolo
Martínez. Primero se ufanó de que arrendaría la mismísima Maestranza sevillana para el
acontecimiento, pero a la hora buena tuvo que conformarse con el turístico coso de
Marbella. Y como la temporada tocaba a su fin (20.10.74), sólo pudo disponer de un
terciado encierro de Carlos Núñez. No sólo falló el ganado, los supuestos rivales tampoco
anduvieron inspirados y la prensa los tundió en serio, con una saña sólo comparable al
cúmulo de obstáculos que el medio taurino mexicano opuso en aquel 1976 al obstinado
promotor hasta obligarlo a habilitar el Palacio de los Deportes de la capital como
escenario de su feria, que constaría de ocho corridas sin otra figura a la vista que Curro
Rivera –Manolo, Eloy y Mariano, ausentes—y un Manolo Arruza en pugna por serlo. Los
cuatro diestros hispanos que Jaime de Haro consiguió contratar, luego de asegurar que
estaba tratando con los ases, eran tres ilustres desconocidos oriundos de Sevilla o sus
inmediaciones, y el cuarto un sobrino del vallisoletano Fernando Domínguez, uno de los
capotes más finos en los tempranos años 30.
Tras vencer mil dificultades, el promotor anunció una serie de ocho corridas para
mediados de septiembre. Las funciones empezarían a las siete de la tarde y serían
televisadas, una novedad luego de la drástica suspensión de las transmisiones en enero de
1969 (Manolo Martínez-Leodegario Hernández mediante). Pese a lo ralo de la cartelería, la

organización, empezando por el acondicionamiento del local, costó una millonada, pues
todo mundo –apoderados, ganaderos, subalternos, autoridades—se puso las botas a la
hora de cobrar. Hasta sus “colegas” empresarios le hicieron la guerra. Pero el señor De
Haro no se arredró y echó pa´lante.
La coyuntura de Curro. Afanoso por aprovechar el vacío que dejó Manolo Martínez al
ausentarse de los carteles capitalinos durante tres años tras la grave cornada de
“Borrachón” (03.03.74), no dudó Curro Rivera en postularse a la vacante, y durante dos
inviernos consecutivos, aunque con resultados desiguales, estuvo más presente en los
carteles de la México que ninguno de los otros candidatos (Cavazos, Mariano Ramos y de
modo más incipiente Manolo Arruza). Y como ninguno de ellos se arregló con Jaime de
Haro, calculó Curro que estaba ante la oportunidad de dar el paso decisivo. Por lo tanto,
no dudó en escriturar cuatro fechas que lo convertían en base y eje de la feria del Palacio
aunque, a cambio del privilegio de elegir tres encierros –Mimiahuápam, Santo Domingo y
Tequisquiapan–, hubo de transigir con otro de la familia De Haro, que no funcionó.
Mal ganado y otros inconvenientes. Salvo la excelente corrida de Tequisquiapan que da
forma a nuestra Historia de un cartel de hoy, el ganado defraudó por completo, a tono con
unas entradas desoladoras. En las seis citas iniciales, solamente se habían cortado cinco
orejas, cuatro para el hijo de Fermín Rivera y una para el hispano Gabriel Puerta, tan
protestada como alguna de las de Curro. Manili, herido en los inicios de su primera faena,
quedó inédito en México, y otro tanto un Rafael Torres que nunca paró los pies, mientras
Roberto Domínguez era zarandeado por los astados en dos apariciones en las que apuntó
el cante con el percal pero fue constantemente desbordado muleta en mano. El primo de
Diego Puerta –o eso se decía—toreaba a toda velocidad y no gustó. Tampoco, entre los
mexicanos, el veterano Capetillo, en lo peor de una desafortunada reaparición, ni el
moreliano Marcos Ortega, ni Miguel Villanueva, tan incierto como los de De Haro que le
correspondieron en su única salida. O Ricardo Balderas, a quien Curro le dio la alternativa
la noche del día patrio (16.09). Fue aberrante que se obligara a confirmar las suyas a los
españoles Rafael Torres (12.09, de manos de Jesús Solórzano), Gabriel Puerta (13.09, con
Capetillo como padrino), Roberto Domínguez (14.09, de Curro Rivera) y Manuel Ruiz
“Manili” (15.09, por Manolo Arruza). También lo hizo Cruz Flores (14.09, Curro Rivera fue
el otorgante). Cruz y Roberto tendrían que volver a hacerlo cuando se presentaron en la
Plaza México, única sede tradicionalmente válida para tales ceremonias en la capital del
país.


Y de súbito, un corridón. Así estaban las cosas cuando, el sábado 18 de septiembre,
partieron plaza en el insólito escenario Curro Rivera, Manolo Arruza y Cruz Flores, ante la
mejor entrada del ciclo y delante del celebrado tenista argentino Guillermo Vilas, recién
salido de la ducha tras jugar por la tarde. Era la cuarta comparecencia de Curro, que había
cuajado con “Consentido”, de Mimiahuápam la faena cimera del tedioso serial.

Tequisquiapan lo borda. Asentada en el estado de Querétaro, la de Tequisquiapan era
una ganadería corta pero buena, que en manos de don Fernando de la Mora Madaleno,
un enamorado de la casta brava, siempre envió a la capital astados fuertes, enrazados y
de respetables cornamentas. El encierro que vimos en el palacio era algo terciado pero
íntegro en todo sentido. Curro Rivera lidió dos toros excelentes, y más alegre y dócil aún
fue el tercero de la noche, para el joven Cruz Flores. Y muy enrazado, con mucho que
torear, el obsequiado por Manolo Arruza, bautizado como “Cara Sucia” seguramente por
la mancha blanca que le cruzaba la faz. El lote de Arruza fue el menos propicio y el
segundo de Cruz difícil, pero el balance estuvo a la altura de los prestigios del hierro
queretano.


Rivera, avante. Consciente de su papel central, Curro hizo en esta séptima de feria una
convincente exhibición del sitio y el poder ostentaba. Parco con el capote, su muleta
prodigó trazos de largo metraje, traicionado a veces por la rapidez pero con numerosos
pasajes de temple lento y sabroso cuando se relajaba. Le cortó una oreja legítima al
abreplaza “Campasolo” por faena basada en la mano zurda, y hasta el rabo –que tuvo que
guardarse ante las protestas— al no menos noble y encastado “Herrerito II” luego de un
muleteo a más, de series largas por ambos pitones y sin que faltara el circurret, ese mazo
de derechazos en circulo rematado cada uno por alto y sin mover las zapatillas de su
posición inicial para ligarlos. Pinchó una vez antes de la estocada que hizo doblar a un
burel cuya clase, bravura y fijeza obligaría a los señores De la Mora, padre e hijo, a
acompañar a Curro en una de sus vueltas triunfales, que lo confirmaban triunfador
absoluto de un ciclo en el que alzó como trofeos un total de siete orejas y un rabo.
Sin embargo, para que el indudable éxito de Curro Rivera alcanzara la trascendencia
deseada habrían hecho falta otro escenario y otro ambiente, además de la presencia de
figuras consagradas disputándole las palmas.


Arruza y Cruz también orejeados. Manolo Arruza no se resignó a mantenerse en tono de
buen torero con el lote malo de la corrida y decidió regalar el sobrero. Y la exigente
bravura de “Cara Sucia” iba a encontrar justa correspondencia en el capitalino desde el
recibo con tres ligados faroles de rodillas hasta la estocada en lo alto, luego de cubrir el
segundo tercio entre ovaciones, y de una seria, poderosa y emotiva faena. La inició
sentado en el estribo y terminó enseñándole al encastado morlaco quién mandaba ahí
cuando ligó una perfecta tanda de tersos pases naturales. No olvidó el sello de la casa
–molinete, arrucina y doblones torerísimos, rematados rodilla en tierra–, como antesala
de un volapié de su marca, todo lo cual le valió las dos orejas y la salida en hombros.
Otro par de apéndices había cobrado ya el recién doctorado Cruz Flores, que tendía al
toreo fino y no carecía de valor sereno y encomiable decisión. Le correspondió el más
alegre y suave de los de Tequisquiapan, lo recibió con faroles de rodillas y sus verónicas
acusaron clase. “Ventanero” era el toro ideal para consagrarse y Cruz no lo desperdició,
atinó a dar plaza a sus embestidas citando desde largo y le ligó una magnífica faena, acaso

sin la vibración y empaque de los maestros consumados –era apenas su corrida número
once como matador–, pero contando siempre con el respaldo de un público ávido de
novedades y entusiasmado por el buen aroma de su toreo. Y como cultivaba el volapié
clásico, una estocada fulminante puso en sus manos las dos orejas del estupendo burel
queretano.

¿Qué fue de Cruz Flores posteriormente? Pues que a pesar del sonado indulto de aquel
“Simpatías” de Reyes Huerta, en la México y al lado nada menos que de Martínez y
Cavazos (05.02.79), su carrera no prosperó y poco a poco se fue diluyendo. Lo perjudicó
un inoportuno encontronazo de su apoderado Teófilo Gómez con Manolo Martínez por un
toro de regalo en Querétaro, incidente que terminó por cerrarle muchas puertas.
Una feria más. No sería aquella la única ocasión en que la fiesta de toros se refugió en el
Palacio de los Deportes debido al cierre de la Plaza México. En 1987, el hijo del regente del
entonces Distrito Federal, que era Ramón Aguirre, estaba encaprichado por manejar la
Monumental, mal conducida a la sazón por un Alfonso Gaona cargado de años, con la
brújula perdida y los tiempos de sus temporadas dados al garete. Para presionarlo,
Rodrigo Aguirre, incipiente ganadero también, montó en el Palacio, en diciembre de aquel
año, una feria breve pero ésta sí con nombres sonoros en la cartelería –Manuel Martínez,
Eloy Cavazos, Curro Rivera y Miguel Espinosa, y como contingente hispano El Niño de la
Capea y los recién alternativados Mike “Litri” y Rafi Camino. Los festejos se celebraron en
dos fines de semana y las autoridades reincidieron en la necedad de las apócrifas
confirmaciones.


Y aunque se vieron cosas interesantes, lo impropio del escenario y la discreta respuesta de
público clausuraron, parece que definitivamente, cualquier posibilidad futura al respecto.

Dos miradas criticas al prohibicionismo desde El «El Siglo» y «El País» de Cali. Balada del toro triste

Señala don Jorge Restrepo Potes en El País:


Al descender del taxi en el andén de Mallplaza, escuché tremenda algazara en el separador de la Calle 5ª, causada por unas mujeres que gritaban enardecidas.

Pensé que se trataba de una protesta por los feminicidios, más de 200 este año; o de una demanda para que cesen los delitos sexuales contra niñas, niños y adolescentes; o de un reclamo por los episodios de violencia intrafamiliar.

Con dificultad crucé la calle y me aproximé al vociferante grupo, compuesto por unas damas de buen ver, valga la verdad. Observé que eran personas cultas y bien trajeadas, que no estaban allí pidiendo justicia para los aberrantes ejemplos atrás expuestos.

No. A grito herido le exigían a la Cámara de Representantes que al día siguiente aprobara el proyecto de ley que prohíbe las corridas de toros en el territorio nacional.

Fueron atendidas, pues 24 horas después esa célula legislativa mandaba a clausurar una tradición vieja de siglos, como es el espectáculo taurino.

A mi juicio, esa ley, de ser sancionada por el Presidente de la República, llegará a la Corte Constitucional que la declarará inexequible porque contraría plurales normas de la Carta Política, pues viola el derecho al trabajo de miles de compatriotas y trunca las ilusiones de muchachos que aspiran a vestir de luces para lograr una mejor posición económica suya y de sus familias.

La lista de perjudicados por ese engendro es infinita: los ganaderos, que han invertido ingentes recursos para crear en Colombia las cabañas de bravo; los empresarios, como los de Cali y Manizales, que hacen de la fiesta el eje principal de sus ferias, especialmente la capital caldense en la que todo gira alrededor del espectáculo taurino, que deja en el sector turístico fuertes sumas de dinero. En Manizales existe la Escuela de Tauromaquia, sostenida por Cormanizales, la empresa que programa la temporada anual, hoy con 40 alumnos que sueñan con ser toreros.

Y están los ‘monosabios’; los novilleros; los que elaboran banderillas, capotes y muletas; y el tren de funcionarios en las oficinas administrativas.

No cabrían en este espacio todos los perjuicios que sufriría tanta gente, que “vive del toro”, para decirlo en tres palabras.

El toro de lidia pertenece a una raza única del reino animal. Nace y crece para ser lidiado en las arenas de las plazas. No tiene buen mercado, su carne y las vacas que los paren no dan leche abundante. Si no hay corridas, esa especie se extingue, porque no tiene otro fin.

Ningún bovino vive mejor que los toros de lidia en las dehesas durante los 4 o 5 años, antes de ir a cumplir su cita en los ruedos. Gozan de pastos excelentes; cuentan con atención veterinaria de alta competencia; tienen caporal que los protegen; y ganaderos que velan para que los encierros que venden tengan el trapío que exigen los astros de la torería.

Yo, como buen liberal, abomino de las leyes que decretan prohibiciones, y esta que prohíbe las corridas es de tinte dictatorial. No es de buen recibo que el Congreso expida una norma que vulnera un espectáculo que gusta a muchos colombianos. Y lo digo con todo el respeto que merece el representante liberal Juan Carlos Losada, que cayó en el ridículo cuando al aprobarse la ley antitaurina saltaba como un poseso, dando alaridos de felicidad, como si la Selección Nacional de Fútbol hubiese resultado campeona mundial.

Y si las corridas se extinguen, que un poeta escriba la balada del toro triste.

Y don Jorge Arango en El Siglo

La tauromaquia es una actividad lúdica que data de la edad de bronce (3300 AC) y tiene que ver con el encuentro del hombre con el animal. En el siglo XII surgen en España las corridas de toros, pero tal como se han venido realizando hasta ahora, datan de 1723, en que se construyeron edificios monumentales adecuados para la faena taurina, a las que llamaron “Plazas de Toros”.

Esta actividad comenzó a tomar mucho auge en España y Portugal, algo en Francia. Más adelante las corridas de toros se empiezan a dar en Latinoamérica, principalmente en México y Costa Rica; entran a Perú, Ecuador, Venezuela y, por supuesto, a Colombia. En nuestro país se construyeron hermosas plazas con estilos clásicos como La Santamaría en Bogotá, la de Manizales, Medellín y una más moderna, la de Cañaveralejo en Cali; en otras ciudades algunas más rusticas y se desarrolló esta afición durante unos dos siglos.

Si bien es cierto que el espectáculo está lleno de una hermosa parafernalia, como es el paseíllo animado por una música alusiva a la faena, donde se aprecian los toreros con sus cuadrillas vestidos con trajes de luces hermosos, así como los alguacilillos con capas negras y sombreros tocado con penacho rojo; y los picadores en sendos caballos. Los asistentes con sentido respeto guardan silencio en la ceremonia y finalizan con emocionado aplauso y el grito de olé.

En la faena, el torero con capote en mano se enfrenta en franca lid a la bravura del toro de casta, que ha sido concebido y criado para ese espectáculo. En el primer tercio, llamado de quites, el torero se mide con el animal a través de hermosos pases artísticos que exponen la vida del matador, pues la bestia embiste mostrando afilados pitones con enorme fuerza y velocidad. Luego viene el segundo tercio que es el de la pica, este se hace para medir la bravura del astado, su temperamento y comportamiento en el ruedo, seguidamente el tercer tercio que es la colocación de banderillas, donde se busca recuperar la embestida del toro y el banderillero se expone a ser corneado. Finalmente está la muerte del toro, en la que el diestro da una cruel estocada al animal. Sin embargo, por el trapío y bravura del toro, en ocasiones es indultado salvándole la vida.  

Aquí es donde entra en cuestionamiento la fiesta brava, en verdad es cruel la muerte del toro, pero prohibir este espectáculo tan bello que es un arte centenario con miles de aficionados, que genera enormes ingresos y trabajos, no es para alegrarse. Lo que se debería haber hecho era prohibir la muerte del animal y llevarlo al indulto, porque de ser así, también se tendrían que prohibir espectáculos como las riñas de gallos y en la participación humana el boxeo, la lucha libre, el kickboxing, el MMA y otros deportes de pelea donde seres humanos también han muerto.

Quiero dejar claro que no soy taurófilo, he asistido a algunas corridas, viví en un apartamento con vista a la plaza, disfrutando con amigos el espectáculo, pero sin gustarme la muerte del toro. Finalmente, las ganaderías bravas, por lo menos en Colombia se acabarán y todos esos toros terminarán en el matadero con una muerte más cruel. También seamos racionales, todos los animales de alimento como los bovinos, porcinos, caprinos, aves, etc., indefensos todos son sacrificados y con sevicia.

Es un triunfo de este gobierno hipócrita, promotor de esa ley aprobada en la Cámara solo por la mitad de representantes, mientras busca aprobar la muerte de niños en el vientre materno. Tampoco nada dice cuando anuló la prohibición de la muerte insensata de tiburones para cortarles las aletas y vendérselas a los asiáticos, arrojándolos de nuevo vivos y mutilados al mar.

Ante una demanda interpuesta por el congresista Christian Garcés, se espera que la Corte Constitucional tumbe el texto aprobado de la prohibición de las corridas de toros y más bien se regule esta actividad suprimiendo la muerte del animal.

Daniel Samper rompe una lanza en favor de la tauromaquia en su columna de la revista Cambio

( La pluma de Daniel Samper en Cambio. Con su venia )

En el verano de 1954 los Lyon, familia neoyorquina, pasaron vacaciones en España. Entre los inevitables planes turísticos asistieron a una corrida de toros. A William, de 14 años, la imagen de un tipo vestido a la antigua que retaba con un trapo rojo a un animal feroz le cambió la vida. En 1962, graduado de filósofo en la Universidad de Yale, regresó a España, donde aún reside convertido en cronista taurino y profesor de periodismo.

¿Qué lo trastornó de modo tan radical? Él lo explica en uno de sus libros: “En un mundo crecientemente frío, mecanizado y racional descubrí una cosa mágica que es el toreo”.

A Lyon lo sacudió la magia, la emoción que hipnotiza en determinados momentos a los aficionados a las corridas. También la sintieron, entre otros, los pintores Goya, Picasso, Delacriox y Botero; los escritores Quevedo, García Lorca, Machado, Hemingway, Dalton Trumbo y Vargas Llosa; los músicos Bizet, Verdi, Barbieri, Alonso y Sabina; y millones de personas que valoran el peculiar universo taurino, donde el toro es eje de una comunidad, una mitología, una deliciosa literatura, un lenguaje y una estética.

Otros nunca sienten la magia y nunca la buscan. Sin embargo, algunos de ellos pretenden impedir que los demás la disfrutemos. Ciertos supuestos animalistas calzan zapatos de cuero de vaca muerta a golpes; comen carne de cerdo acuchillado; devoran huevos de gallinas enjauladas; consumen pescado desgarrado con anzuelo y se atiborran de pollos a los que despluman vivos en agua hirviendo. Pero, por congraciarse con presiones o subirse al Bus de las Buenas Conciencias, aspiran a prohibir las corridas a quienes las entienden y respetan como uno de los pocos ritos en que el hombre se juega la vida con un símbolo de fiereza: el toro bravo o bos taurus ibericus, descendiente del uro dibujado en cuevas primitivas.

Se atisba una tragedia zoológica. Los legisladores deben captar que, si prohíben las corridas, desaparecerá esa especie incomparable, cuyo perfeccionado destino milenario es embestir. Sin corridas, nadie pagará por ver los potentes toros rumiando cual vacas lecheras hasta su extinción definitiva, que no tardará mucho. La paradoja es formidable: plantean proteger a los toros de lidia… ¿Cómo? Extinguiéndolos. También prohibirían los huevos para facilitar la vida a las gallinas ponedoras.

A esta contradicción llegamos por haber puesto una ecología retorcida al servicio de la política y de los autoproclamados dueños de lo correcto. Numerosos animales que sirvieron al hombre —caballos, burros, mulas, cabras— se están acabando. Otros fueron cazados hasta el exterminio en bosques y mares. Salvo algunas fieras en parques naturales, las que sobreviven lo hacen como números circenses o huéspedes de zoológicos. La sociedad de consumo esclaviza como mascotas de juguete a buena parte de los que cuidaban la casa y perseguían ratones: millones de gatos y perros hoy visten como niños, comen como ancianos y vegetan entre mimos. (Si lo sabré yo, ay, que vestía a Pachulí con camiseta del Santa Fe y le compré gabardina a Simona).

Sobre todos ellos reina soberbio, guerrero, desafiante, el animal que ha sido acompañante y mito: el toro bravo. Hablo del más poderoso de la tierra. El que se endurece y encabrita en el castigo. El que, según afirma el etólogo Francis Wolff, “es el único adversario que el hombre encuentra digno de él”. Los trajes extravagantes y antiguos, las venias, los lentos desfiles, las ceremonias son por eso: por respeto al toro y al hombre, que arriesgan la vida en el baile mágico de la tauromaquia. También por respeto, el heredero de Tauro no está condenado a morir en manada y a escondidas, como los corderos, sino en duelo público donde cada ejemplar ostenta un nombre, una genealogía y unas características individuales. 

Su lucha es la única en que el hombre ofrece a su rival la posibilidad de vivir. Decenas de toros de lidia son indultados cada año por nobleza y bravura. Algunos, a semejanza de los líderes comunistas, permanecen preservados y venerados en museos. 

Y, sin embargo, se quiere prohibir su razón vital en nombre de una falsa ecología y por imperio de una redocracia que arrasa, no dialoga, no reflexiona. En realidad, más que salvar al toro, muchos de sus supuestos protectores intentan sacar el diploma de bondad que otorga la causa. Los que lloran a gritos ante la violencia de unas banderillas no son los mismos que lamentan las 98 masacres y los 14.033 homicidios cometidos en Colombia el año pasado. 

Deben enterarse de que la piedad por un animal herido no necesariamente se transforma en solidaridad humana. Durante la Guerra Fría, el secretario de Estado gringo, Henry Kissinger, se reunió varias veces con el jefe soviético Leonidas Brezhnev, quien lo invitaba a cazar venados en su dacha. Kissinger rehusó siempre disparar contra las pobres criaturas. Pero no mostró iguales remilgos a la hora de ordenar asesinatos en Chile y bombardeos en Camboya. 

Se arguye que al toro “le duele”. Por supuesto que sí: a cuatro años de vida muelle sigue media hora de sacrificio. No obstante, según investigaciones, este animal produce reacciones de betaendorfinas que bloquean el dolor. No tienen igual suerte, por ejemplo, las niñas que desde temprana edad practican el ballet clásico o la gimnasia olímpica, actividades que producen lesiones óseas y aun invalidez. ¿Ninguna buena persona ha pensado en vetar la enseñanza del ballet y la práctica de acrobacias? ¿Merecen más consideración las reses que los niños? ¿Y si prohibimos el dolor?

El ballet y los toros son artes que, como la vida misma, justifican ciertos riesgos. Si alguien se opone a que una niña de cinco años pase horas caminando en puntillas o detesta la lid del toreo, yo lo entiendo. Que se quede en casa. Pero que no pretenda forzar sus escrúpulos en el prójimo. Muchos personajes de alabada sensibilidad —atrás mencioné a unos pocos— tienen sobre el arte ideas muy distintas a las de determinados influenciadores. Pero ni siquiera aquellos genios exigen una ley que imponga su gusto artístico sobre los demás.

Una de las consecuencias de la era digital es la prevalencia de la mentira, el engaño, lo falso, lo artificial (incluso la inteligencia). La corrida de toros es un insólito pasaporte hacia la máxima verdad. Por eso decía Juan Belmonte, el Messi de la tauromaquia: “La diferencia entre la ópera y los toros es que en los toros se muere de verdad”. 

No queremos que el Congreso nos imponga una sensibilidad ansiosa de ofenderse. Déjennos escoger, o acabarán prohibiendo los poemas de García Lorca, la música de Bizet, los óleos de Botero. Y hasta el dolor, que es, caray, tan ofensivo.

ESQUIRLA. El triunfo del Ballet Folclórico Sonia Osorio en un concurso mundial desató baile general de cumbia en Sicilia.

Pepe Ortiz, uno de los toreros más creativos de la historia, según crónica de Alcalino

José Ortiz Puga (Guadalajara 12.12.1902-DF, 16.04.75) ha sido uno de los toreros más
creativos de la historia, famoso por la invención de una serie de quites que ejecutaba con
cadencia musical. También fue un favorito en los afectos de la afición mexicana, y sin
pretenderse un diestro de pelea, su valor sin exhibicionismos le permitió sobreponerse a
las muy graves heridas sufridas en sus años mozos –Chicuelo lo había hecho matador en El
Toreo (02.11.1925)–, cada una de las cuales le cortó las alas cuando parecía en
condiciones de remontar el vuelo. Como resultado, las empresas lo fueron relegando,
pero un público que tenía memoria y sabía de la lucha de Ortiz y de su autenticidad torera
no dejó de querer y estimular a quien había merecido el sobrenombre de Orfebre Tapatío
en homenaje a sus dotes artísticas, su fértil inventiva, su delicada manera de manejar el
capotillo y de interpretar el toreo. Un genio del primer tercio que no llegó a ser gente
muleta en mano, aunque la armonía no haya abandonado nunca sus procedimientos.
Hacía tiempo que Ortiz no daba con el éxito en la capital, donde toreaba poco –su famosa
tarde de la larga cordobesa databa de enero del 39–, pero la nostalgia de sus antiguos
seguidores sufrió un vuelco sentimental cuando rico, casado con la actriz Lupita Gallardo y
confortablemente instalado en su rancho de San Miguel de Allende –donde llegó a criar
ganado de lidia– anunció su adiós definitivo de la profesión para el 14 de marzo de 1943.
Lorenzo Garza, viejo admirador suyo, no tuvo inconveniente en dejarse anunciar mano a
mano con Pepe para ocasión tan señalada. Por cierto, las desavenencias de Lorenzo con
Maximino Ávila Camacho, quien sobre funcionar como poder detrás del trono dentro de la
empresa de El Toreo era secretario federal de Comunicaciones y Transportes y hermano
del presidente de la república, llevaron al regiomontano a anunciar a su vez una
“despedida” más bien estratégica para el domingo siguiente, cuando se encerró con seis
toros de San Mateo que, por primera vez, iban a fallarle.

Crónica del Tío Carlos. Pero estamos en el día final de la carrera de Pepe Ortiz. Nada
mejor que repasar lo escrito por Carlos Septién García con motivo de la despedida del
Orfebre:


“Decíamos hace un año: “… Pepe Ortiz es lo barroco del toreo. Gira y mariposea frente al
toro (…) Una serie de tapatías es como esos derroches de volutas que hacen cantar a la
piedra en la fachada del Sagrario (…) No serán lo fundamental de la arquitectura, pero
tienen un valor inmenso para el arte…”.


Y ese fue, en realidad, el sentido del toreo de Ortiz. Sólo que fue el suyo un barroco leve y
aéreo; gracia pura, exenta de angustia o de tragedia. También Silverio Pérez fue barroco
con “Peluquero” (pero) en Pepe Ortiz (…) el barroco fue tan inmaterial, tan desligado de la
gravedad como lo es la arquitectura de su Guadalajara “en donde las piedras parecen
flotar en el aire”. Todo su arte fue como un afán de vuelo, truncado a hachazos en mil
ocasiones; pero el toreo orticista fue más y más suave conforme más cornadas recibía su
cuerpo. En sangre de torero está mojado el capote que creó los giros ondulantes de la
orticina, la majestad del quite de oro, la fantasía de los remates con que ennobleció la
lidia. Al rojo precio de sus venas pagó Pepe el cumplimiento de su misión en el toreo
mundial. Porque el hombre no puede ser creador de balde.”


Toreros como Ortiz sólo se conciben en México (…) son ellos los que más llegan al público
independientemente de su intrínseco valor como lidiadores. En el fondo de todo mexicano
hay un barroco: un adorador de la complicación y el estallido, un apasionado buscador de
la belleza con temblor y arrebato. Y a ese fondo entrañable es al que le habló durante
largos veinte años Pepe Ortiz cuando hacía revolotear su capote estremeciendo de ritmos
el aire, convirtiendo la fiereza del toro en una bella figura de embestidas a compás,
llevando a límites inexpresables de gracia los lances fundamentales del toreo (…) fueron
sus lances y sus pases la aparición de la suavidad en la fiesta de la fuerza y el empuje. Y es
claro que en ese cambio sustancial de conceptos quedó deshecho su organismo. Los toros
no saben de transformaciones estéticas (…)


Fue además un torero caballero. En la plaza y en la vida (…) llevó la gloria sin arrogancia
falsa ni orgullo desproporcionado. Fue escrupuloso en su respeto al público. Y nunca buscó
exculpantes en la derrota ni practicó el teatro para ganarse compasión o simpatías (…) a él
le habían de ovacionar su creación como torero, no sus capacidades de político o de
dominador de multitudes. Y eso, tan precioso, tan extraño ya, es sinceridad artística, es
honradez de torero.


El público despidió a Pepe con emoción verdadera en su tarde última. Le pagó en instantes
inolvidables su sangre y sus esfuerzos, sus creaciones artísticas y su amor a la fiesta. En la
historia deja escritas las páginas originales de los lances orticistas, que prolongarán el
nombre de Pepe a través en el tiempo mientras haya un ruedo, un público y un torero que

sepan vibrar al impulso del arte creador del tapatío.” (Septién García, Carlos. Crónicas de
toros. Edit. Jus. México. 1948. pp 68-71).


Su última tarde. No encontró Pepe Ortiz mayor colaboración en ninguno de los astados
tlaxcaltecas, “Cubanito” de Piedras Negras y “Bajista” de La Laguna—, aunque al primero
lo lanceó exquisitamente por verónicas y le hizo un quite bellamente giratorio; y con la
franela, nos dice Don Tancredo, “un trasteo muy vistoso, muy tranquilo y muy confiado, en
el que Ortiz se hizo aplaudir con entusiasmo, finalizándolo con un pinchazo y una estocada
casi entera.” (La Lidia, semanario. 19 de marzo de 1943). El lagunero (3º), relata la misma
fuente, además de soso tenía problemas en la visual. Pepe lo aliñó acertadamente.
La misma revista especializada hace, bajo la firma de El Resucitado, pormenorizado relato
de la última lidia en la vida de Pepe Ortiz al negro entrepelado “Vigía”, de La Laguna,
marcado con el número 35. Sabemos por él que abandonó al toril a las 17 horas 11
minutos y fue corrido a una mano por Francisco Gómez “El Zángano”, que también se
cortaría la coleta esa misma tarde. De su detallada crónica entresacamos lo siguiente:
“Con los pies juntos y frente a la puerta de la enfermería (Ortiz) le dio cuatro verónicas
toreando de brazos y despidiendo perfectamente que se ovacionaron con calor (…) En la
primera vara, en la querencia, Lázaro Zabala “Pegote” fue derribado estrepitosamente,
haciéndole Ortiz su quite Guadalupano en dos lances por delante para levantar el capote
en los tres siguientes, a la manera de la chicuelina, y rematando con lucida revolera. El
toro recibió dos varas más, de Felipe Mota, ejecutando Pepe en su segundo turno la
orticina para escuchar dianas y aclamaciones (…) dos quites consecutivos por encontrarse
Garza en la enfermería (…) “El Zángano” cuarteó un par abierto y delantero, cumpliendo
Rafael López en su turno (…) Exactamente a las 17 horas y 19 minutos la autoridad ordenó
el cambio de tercio y Ortiz, de violeta y plata, se dirigió al centro de la plaza para brindar
su último toro mientras la música tocaba “La Golondrina” (…) En el tercio de la contraporra
inició su faena con un pase alto cargando la suerte por el lado derecho; otro pase alto, por
el derecho, y un pase de costado, con los pies juntos, por el izquierdo, que era el más claro
del toro. Dos naturales, en los que el toro se queda al final de la suerte (…) En el centro de
la plaza un ayudado por alto, un molinete por el lado izquierdo y otro por el derecho que
resultó muy ceñido. Dos derechazos y un pase cambiándose la muleta de mano, en el que
el toro dobló las manos (…) Perfilado Ortiz frente a la puerta de caballos dio un pinchazo
en lo alto (…), otro pinchazo, delantero (…) y en el mismo terreno, entrando recto y rápido,
dejó todo el acero en lo alto (…) “Vigía” rodó sin puntilla exactamente a las 17 horas con
25 minutos (…) La autoridad, en un rasgo por demás simpático, ordenó que se le entregara
una oreja (…) Cuando la autoridad ordenó la salida del sexto toro, Ortiz había sido
felicitado, homenajeado y aclamado durante exactamente 12 minutos” (La Lidia…).
Gran tarde de Lorenzo. El regiomontano, a las puertas también él de la retirada, sólo que
en su caso las razones no eran taurinas sino políticas, no podía irse sin manifestar con

hechos su tantas veces probada grandeza. Y salió a comerse crudos a sus toros, sin
importarle que favorecieran o no su intención de triunfar a cualquier costa.


De acuerdo con la crónica de Don Tancredo (Sosa Ferreyro) “tuvo una tarde imponente de
valor y torerismo, de arte y de maestría, pues hizo gala de su casta y de su pundonor,
acallando con lances imponderables y con trasteos de indiscutible mérito la hostilidad de
los antigarcistas (…) con astados nada propicios al triunfo. Fue cogido aparatosamente, y
reaccionó con mayor valor aún, con más celo de gloria y de aplausos (…) A su primer
enemigo, “Alhajito” de Piedras Negras, le hizo faena de pelea, con ayudados por bajo
largos y mandones y derechazos de exquisita calidad (…) Y después cortó las orejas del
cuarto y del sexto, “Cirquero” y “Marinero”, de La Laguna (…) por faenas de intensa
emoción, de absoluta verdad y de positivo mérito, haciéndolos pasar con su prodigioso
aguante y su portentoso temple. Fueron dos faenas típicamente garcistas, con naturales,
pases de pecho, de costadillo, derechazos y toreo de rodillas… Fue cogido y zarandeado
por los dos broncos astados (…) pero les cortó las orejas entre frenéticos aplausos, vueltas
al ruedo, y la salida en hombros en compañía de Pepe Ortiz.” (La Lidia…)


¿Será que una fértil vida torera pueda quedar clausurada del todo una vez escrito su
capítulo final? ¿O al contrario, según premonizara Septién García en sus líneas dedicadas
a la despedida de Pepe Ortiz, la pervivencia de los quites orticistas “prolongarán el
nombre de Pepe en el tiempo mientras haya un ruedo, un público y un torero que sepan
vibrar al impulso del arte creador del tapatío.”?


Uno quisiera aferrarse a esta ilusoria, hermosa y hoy tan lejana posibilidad.

Alcalino y Silverio, el del pasodoble de Lara

El caso de Silverio Pérez es tan peculiar que no nos sirve para ilustrarlo el de ningún otro
torero. Para empezar, el Faraón de Texcoco siempre confesó que los toros le aterraban, y
que dominar esa sensación le resultaba cada día más difícil. Pareciera la declaración del
típico torero desigual, con esporádicos raptos de inspiración trufados de frecuentes tardes
aciagas. Pero esa definición no consigue explicar la constancia en el triunfo del texcocano
a lo largo de los cinco felices años de su encumbramiento, comprendidos entre 1940 y
1944, como uno de los artistas más preclaros en la historia del toreo. Tanto prodigó su
personalísimo estilo que malacostumbró a la gente, hasta el punto de no perdonársele la
menor flaqueza. Razones muy poderosas había: nunca, nunca, se había visto en las plazas
un toreo más dramático ni más sentido, ni esa manera tan única de templar las
embestidas cada vez más lenta, prolongada y ceñidamente. Por algo, ningún torero ha
sido tan querido y admirado. A través del tiempo, Silverio seguiría siendo un ídolo mayor
para el México plural, más allá incluso de las plazas de toros. Y más allá de su muerte
física, que lo alcanzó a la avanzada edad de 91 años (02.09.2006).


Tarde crucial. Pero una fibra muy sensible se quebró, para Silverio y su público, el 13 de
febrero de 1944. La Punta, la ganadería anunciada, se ufanaba de criar los toros más
grandes y poderosos del país. Hay que señalar que el Faraón nunca puso reparos a
ganadería o alternante alguno. Y con Luis Castro “El Soldado” y Carlos Arruza completaba
una terna de gran atractivo. Y quién mejor, para revivir la tarde aquella, que Carlos

Septién García, el siempre recordado cronista de El Universal que firmaba como El Tío
Carlos.


Crónica del Tío Carlos. “¡Había comenzado tan bien, tan espléndida la tarde de toro! De
toros, sí: no de mamones, ni de becerrotes, ni de burros. De toros con fuerza, con sentido,
con dura agresividad. En los tendidos, la multitud zumbaba de entusiasmo. Abajo, la arena
de oro, brilladora y caliente, era como una página donde escribir historias de epopeya.
Chispeaban los ternos suntuosos de los tres toreros y golpeaban los ruidos breves y raudos
de las pezuñas del toro.


De pronto, se deprendió de la barrera Luis Castro. Y el arco rojo del capote trazó sobre la
tierra la acompasada redondez de tres lances al natural. Era el quite de la solemnidad. Y
luego –largo, huesudo y genial–, anduvo Silverio Pérez. Se echó hacia atrás el capote
terrible. Y ante el asombro de quienes lo veían reducido a la chicuelina, abrió el abanico de
las fregolinas, metiendo en el cite la pierna contraria para obligar al quedado punteño a
seguir la suerte bizarra. Era el quite del drama. Después –espigado, cenceño—Carlos
Arruza corrió hacia el toro con ímpetus de casta. Paso a paso, gazapeando
desesperadamente, el punteño acudió. El capote estaba atrás, el cuerpo delgado del torero
frente a las astas. Y así, aguantando inflexible, moviendo los brazos con suavidad y gracia,
Arruza trazó tres gaoneras increíbles. Era el quite de la alegría poderosa (…) Los tendidos
reventaron de júbilo ardiente ¡Qué tercio de quites!


Y minutos después, aquella alegría excitante e irrefrenable se transformaba, primero, en
un grito de angustia; después, en un silencio de muerte. Sobre las astas del segundo toro,
el cuerpo contrahecho de Silverio se sacudía trágicamente al impulso de las cabezadas del
animal. Luego caía destrozado el torero sobre la arena, para tratar de levantarse y volver a
caer, con un gesto de dolor y vencimiento. Era el cruento sacrificio del torero que todo lo
ha dado siempre. Era el sacrificio del torero que por una sola tarde desganada en medio de
miles de heroísmos había sido tratado dura, cruelmente. Era el sacrificio del torero que no
se quiso quitar –como no se había quitado nunca—del camino de la cornada. Sólo que esta
vez el toro no obedeció su imperio. Hablar de seguridad en los toros es hablar de una
paradoja. Silverio Pérez es, será un drama siempre. Porque allá, en las profundidades de
su alma mestiza, la tragedia y la gloria de su hermano fueron sombra en su duro camino
(…) Silverio no luchó tanto contra los toros como con el recuerdo de Carmelo (…) Y han sido
su humildad y su genio los que lo han hecho triunfar sobre la pesadilla (…) Silverio Pérez es
grande precisamente porque no tiene confianza en sí mismo. Es grande porque conoce
todos sus temores y sus debilidades; pero también porque conoce la fuerza de esa señal de
la cruz que hace al partir plaza (…) La prueba más dura la ha recibido ya. Esperamos que

su toreo de mañana sea más hondo y más sentido, porque tendrá la hondura y el gemido
de la purificación.


Y el tríptico se cierra nuevamente con alegría (…) En la arena había quedado Carlos Arruza
(…) tenía frente a sí a un animal poderoso y difícil, duro y peligroso. La amenaza volvía a
cernirse sobre el ruedo. Y el chaval domino temores y aprensiones, ambiente y duelo (…)
peleó con la muerte que rozaba sus piernas, que lanzaba derrotes de guadaña hacia lo
alto. Y ganó la vida (…) el tanto que Silverio Pérez yacía en una mesa de operaciones,
Carlos Arruza paseaba su triunfo, oreja en mano, sobre el anillo ensangrentado.”
Crónica de Don Tancredo. “La cornada que “Zapatero”, de La Punta, le infirió a Silverio
Pérez, nos obliga a subrayar la verdadera tragedia del torero texcocano (…) en el curso de
la temporada anterior hizo trasteos asombrosos por su calidad plástica y emotiva, con
toros que no merecían la gran faena (…) y así indujo al público a que exigiera a los demás,
y a él principalmente, hazañas imposibles. No hacerlo significa para las mayorías un fraude
por parte del torero. Si lo ha hecho una vez, y otra, y otra, ¿por qué no hacerlo siempre?
(…) Y cuando se ha mantenido en un plano distinto, como en la corrida de Piedras Negras
del mes pasado, los espectadores le sacaron las uñas.


Así las cosas, Silverio reapareció en El Toreo (…) nervioso, preocupado, con ansias de dar la
nota, desde el primer lance se vio que venía decidido a jugarse la cornada (…) Y cuando en
el primer toro instrumentó un quite por fregolinas, muy finas y angustiosamente ceñidas,
de nuevo lo envolvieron las ovaciones clamorosas.


Su primer adversario se llamó “Zapatero”, un buen mozo de imponente trapío, negro y
marcado con el número 117. Lo saludó con tras y medio lances a pies juntos en que
aguantó impávido las tarascadas del punteño (…) Aunque se arrancó de largo sobre los
montados, el toro fue blando en varas y salió suelto siempre, pasando con poco castigo (…)
Llegó a la muleta con fuerza y temperamento, con tendencia a cortar y derrotar por el lado
derecho (…) Silverio inició su trasteo con magníficos doblones que remató cambiándose el
engaño por la espalda (…) vino luego un pase de costado y tres naturales algo
atropellados, en los medios, que le valieron estruendosa ovación (…) Y con la franela en la
diestra, un derechazo que intentó rematar con otro cambio de muleta por la espalda; al
hacerlo, cortó el viaje al toro, que viéndolo descubierto movió la cabeza y lo prendió,
zarandeándolo en forma impresionantísima más de medio minuto. Cuando Silverio fue
arrojado a la arena intentó levantarse pero se fue de bruces, revelando en la expresión de
su rostro y en la actitud de sus manos, sobre la ensangrentada taleguilla, la importancia y
gravedad de la herida (…) El Soldado le atizó a “Zapatero” media estocada letal, después
de un solo muletazo. (La Lidia, 18 de febrero de 1944)

Parte facultativo. “Herida por cuerno de toro de ocho centímetros de longitud en la región
inguinofrontal derecha con exteriorización de testículo; presenta tres trayectorias: una
hacia arriba que llega a la fosa ilíaca externa (…); la segunda hacia afuera, que llega a la
cara externa del muslo; y la tercera que llega al tercio medio del muslo (…) Mide en total
22 centímetros de extensión (…) Ligadura de vasos, reducción testicular y canalización con
cinco tubos de hule. De no presentarse complicaciones tardará en sanar alrededor de
cuarenta y cinco días. Dres. Xavier Ibarra y José Rojo de la Vega.”


Carlos Arruza o el poderío jovial. Aunque El Soldado toreó muy bien de capa al abreplaza
“Cachucho” y lo muleteó toreramente, pasó fatigas al estoquear a sus dos toros. Carlos
Arruza, que se encontró de primeras con un “Peregrino” áspero y revoltoso, le cuajó una
faena de dominio en la que se aliaron la emoción y el poderío, casi toda ella por la cara
pero muy cerca siempre y con mucha expresión estética y sabor torero. La estocada,
fulminante y en lo alto, puso en su mano la oreja de un bicho que habría puesto en jaque
a más de cuatro. No menos interesante fue su faena al quinto, que mató por Silverio y
tenía asimismo mucho que torear; a este lo estuvo consintiendo hasta enseñarle el
camino del toreo, terminando por cuajarlo convincentemente. Y aunque falló con la
espada, fue obligado a recorrer el anillo. Redondeó su gran tarde sin perder la frescura ni
el dominio ante un “Urraco” frenado y a la defensiva, al que había banderilleado entre
grandes ovaciones, que se reprodujeron cuando dio cuenta del incómodo animal.
Como El Tío Carlos, Don Tancredo calificó a los de La Punta de “bravos en general y muy
bien presentados. Acusaron fuerza, casta y temperamento; ninguno de los seis fue fácil ni
pastueño, pero todos fueron auténticos toros de lidia”. (La Lidia…)

Alcalino aborda inauguraciones y reinauguraciones de La México en tiempos de crisis y prohibicionismos

Probablemente ninguna plaza de toros del mundo ha vivido tantas inauguraciones o
reinauguraciones como la Monumental de México. Desde la legendaria del 5 de febrero
de 1946 (El Soldado, Manolete y Luis Procuna con toros de San Mateo) hasta ésta del
domingo 28 de enero de 2024, que no es la segunda sino la tercera. Porque ya hubo otra,
el 29 de mayo del 89 (Manolo Martínez, David Silveti y Miguel Espinosa con ganado, mire
qué casualidad, de Tequisquiapan), que ponía fin a 14 meses sin toros.


Las postizas, o sea las dos posteriores a la de 1946, llegaron como consecuencia de cierres
abruptos y engorrosas negociaciones para que se pudieran reabrir las puertas del coso de
Insurgentes, como se le conoció por décadas, antes de que cayésemos en la cuenta de que
la colonia donde está enclavado responde al conmovedor apelativo de Nochebuena.


Empresarios.

Hace poco recibí atenta misiva de un cronista amigo, sevillano por más
señas, donde despotricaba contra las impunes arbitrariedades de los empresarios de su
Real Maestranza de Caballería, regentada desde hace casi un siglo por los descendientes
del mítico Eduardo Pagés. Pero, como ejemplo de suerte adversa y gestiones nefastas, la
Plaza México difícilmente tendrá rival.


Para empezar, el hombre que la construyó, el magnate yucateco-libanés Neguib Simón,
imaginándola corazón y eje de su proyectada y nunca consumada ciudad de los deportes,
perdió en ese empeño toda su fortuna, acosado y estafado por políticos y vivales de todos
los calibres. La México pasaría después por varias manos hasta caer en las del “doctor”
Alfonso Gaona, considerado por la opinión como el más atinado de sus administradores,
particularmente en el primero de sus dos períodos al frente de la Monumental (el de
1948-64, pues el de 1977-88 terminó mal); bajo su férula, la tauromaquia mantuvo vivo su
elevado poder de convocatoria y conoció etapas de legítimo esplendor tanto en otoño-
invierno (temporadas grandes) como en el verano (temporadas chicas o d enovilladas); no
dejó Gaona de tener pleitos y contratiempos –con la Unión de subalternos, con la
propiedad del coso e incluso, de últimas, con el gobierno capitalino–, ni acusaciones y
fama de abusos de poder, promesas incumplidas, listas negras, adeudos jamás cubiertos y
caprichosas filias y fobias. Pero así y todo, fue quien mejor manejó la Plaza México.
Francamente, ya lo hubiéramos querido al frente de la misma cuando el sillón de la
empresa fue ocupado lo mismo por un despistado y autoritario manager beisbolero de
origen cubano que por personeros de Televisa o por la dupla Alemán-Herrerías, cuya
gestión logró la difícil hazaña de vaciar unos tendidos habitualmente muy bien surtidos y
poblados.
Gran entrada, penosa salida. Si la emoción colectiva había provocado una catarsis
inusitada desde los prolegómenos de la corrida del 28 de enero –el retorno a calles y
rostros añorados, la larga espera antes de que por fin sonara el clarín llamando a partir
plaza, el alarido multitudinario que sacudió como nunca el alma a quienes corearon el

inicio del paseíllo, los nervios previos a la salida del primero de la tarde… lo que vino
después fue un infame desfile de mansas y tullidas moles que el ganadero debió
guardarse de anunciar bajo el histórico nombre de Tequisquiapan. Porque Tequisquiapan,
derivación de lo de Carlos Cuevas al cuidado de don Fernando de la Mora Madaleno,
criaba toros de verdad, de casta brava, con hechuras y peso idóneos y dotados de
agresivas cornamentas. No como esos pobres animales inflados y tirando a cornicortos
que estropearon por completo la reapertura. Se coló por ahí un boyancón con malas ideas
y, ya lo ven, el figurón del cartel no lo quiso ni ver; él, Roca Rey, andaba por aquí
entrenándose para la dura campaña europea que le espera y no parece haberle dado
mayor importancia a que el tal “Mar de nubes“ se le fuera vivo. Un toro vivo en la Plaza
México era un baldón para la carrera de cualquier matador –figura o no—hace cuatro o
cinco décadas, pero bajo el caos actual no pasa de tropezón más o menos leve, sin
consecuencias que lamentar.
La elección misma de esa ganadería y de semejante encierro para la reapertura del coso
mayor del mundo también sirve para confirmar que han sido los toreros y sus apoderados
–ay, Pepe Chafick— los principales responsables del proceso nefasto que desembocó en el
post toro de lidia mexicano. Pero los ganaderos de inocentes no tienen nada.
Los animalistas tienen razón. La tuvieron en la que suponíamos más descabellada de sus
fantasías, la retorcida suposición de que ir a los toros perturba la mente e impulsa a la
violencia contra todo ser vivo, empezando por nuestros semejantes. Ahora lo sabemos
cierto. Efectivamente, son las corridas de toros la causa de que ciertos energúmenos,
armados de irrefrenable iracundia, la emprendieran a martillazos contra los muros de la
Plaza México. Y de que las huestes que los acompañaban se deshicieran en insultos y
provocaciones contra las familias que acudían al rescate de su plaza grande y de esa
celebración tradicional –fiesta, rito, espectáculo, arte– que sus queridas graderías y su
mágico redondel han cobijado desde hace 78 años.

Que nadie lo dude: la tauromaquia sí posee el extraño poder de suscitar en los humanos
reacciones de inaudita violencia. La prueba, presentada y representada por destacados
miembros de la furibunda grey taurofóbica, es irrefutable.


Plaza llena. La última vez que vi llena la Plaza México, y quizá no tanto como el domingo,
fue en el corrida pro damnificados de los sismos de septiembre de 2017. Esta vez no llegó
a agotarse el boletaje, lo que sí sucedió poco antes, el 31 de enero de 2016, con la
presentación de José Tomás, que por cierto anduvo mal ese día. Un hecho común a ambos
casos es que el gobierno de la ciudad no movió un dedo en apoyo de la fiesta brava, como
sí lo ha hecho, aportando dinero público y facilidades múltiples a los organizadores de la
carrera anual de Fórmula 1 y a los encuentros que el futbol americano profesional suele
traer a este país de conquista.

Y ya que mencioné aquel festejo para recaudar fondos en alivio de las penurias de quienes
todo lo perdieron en los sismos, conviene recordar que la tauromaquia ha sido siempre
generosa en corridas benéficas, lo que difícilmente ocurre con otros espectáculos. Una
excepción sería el ya lejano concierto para Bangladesh organizado por el exbeatle George
Harrison, que reunió a estrellas del rock de tiempos menos mezquinos que éstos en que
para ver a un o una cantante sin mayores méritos artísticos hay que desembolsar varios
miles de pesos, traducibles a millones que ya quisiéramos para resucitar a las novilladas,
concepto en desuso desde que Rafael Herrerías decretó su inexistencia.
Televisión. Si en algún tiempo tuvo la fiesta brava aceptación y popularidad masivas –no
hablo de la llamada época de oro sino de un pasado menos lejano– fue cuando los toros
se transmitían por televisión abierta todos los domingos del año (1950-1969). Y en las
numerosas veces que se programó temporada grande en las dos plazas que tenía a su
disposición el público capitalino –la México y El Toreo–, si los carteles de ambas
encerraban suficiente atractivo podía ocurrir que ambos cosos se llenaran, sin menoscabo
de que la televisión abierta transmitiera en directo ambas corridas. Todo eso se acabó por
culpa de un desafortunado pleito interno que enfrentó a dos grupos antagónicos, el que
dominaba la fiesta en la capital y el encabezado por un empresario de provincia,
Leodegario Hernández, en alianza con Manolo Martínez. Televisa buscó la manera de
cubrir la grave pérdida de teleaudiencia con programas como Siempre en domingo y
deportes como el futbol americano. Tardó unos años en lograrlo, pero al fin lo consiguió.
Si los actuales dueños del tinglado tuvieran algo de memoria y cien gramos de inventiva ya
estarían gestionando el regreso de la televisión abierta a los toros. Imagine el lector si la
pasión deportiva que se ha apoderado de la gente hubiera sido posible sin las
transmisiones que la acosan a todas horas, promoviendo hasta lo más disparatado y
mediocre del deporte nacional y mundial. Los taurófilos, en cambio, tenemos que
refugiarnos en canales de paga, a los que solamente accede el ya aficionado, lo cual
cancela cualquier posibilidad de enganchar público nuevo.
Sobre el cierre fallido. Fue jaque, pero no jaque mate, la noticia del miércoles 31 de enero
acerca de una nueva suspensión de toda actividad taurina en la capital, en insólita
aceptación de un nuevo amparo de la mafia o falange taurofóbica por parte de una jueza
de Distrito llamada María de Jesús Zúñiga.
Dicho amparo fue promovido por una asociación hechiza autodenominada “Todas y Todos
por Amor a los Toros”, nombre que mejora aquel, no menos absurdo, de “Justicia Justa”,
anteriormente utilizado por los grupos taurofóbicos, evidentemente minoritarios pero
muy bien untados, aceitados y aleccionados. Pero lo mismo que ya les había facilitado
anteriormente otro juececito a modo, el tal Hass Herrera, tenía esta vez una pata coja, la
del soberano desprecio que la jueza de marras estaba haciendo del dictamen de la
Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) al considerar legal y lícitas las corridas de

toros en el país. En esa certeza se apoyó el XIII Tribunal Colegiado para enmendarle la
plana y de paso exhibir la incompetencia –o complicidad—de María de Jesús Zúñiga.
Pero no cantemos victoria. La falange taurofóbica redoblará su asfixiante activismo contra
la tauromaquia tanto por la vía jurídica como en nuevos intentos por tomar la plaza, esto
es, obstaculizar organizada y violentamente al celebración de los festejos taurinos, intento
que vieron frustrado el día de la reapertura porque nunca contaron con una respuesta del
público taurino tan apabullante en torno a la Plaza México, llena a toda su capacidad
desde mucho antes del inicio del festejo, que si acaso consiguieron retrasar.


Pero volverán a intentarlo, y si queremos salvar nuestras corridas, el único recurso serían
asistencias tan multitudinarias como la del 28 de enero. Para lo cual es necesaria la
conjunción de factores no sólo emocionales –como el de la reapertura—sino taurina y
empresarialmente irrefutables. Es decir, carteles de gran atractivo –toros y toreros
capaces de promover llenos–, publicidad adecuada e imaginativa, y precios al alcance de
todas las clases sociales, pues el esplendor de la tauromaquia descansó, entre otras cosas,
en su alcance popular, y su enorme penetración pública fue siempre democrática y nunca
elitista.


¿Estamos pidiendo un imposible?… El tiempo lo dirá.


Sobre este tema, recojo unas líneas donde José Carlos Arévalo, desde Madrid, sintetiza la
magistralmente la ignorante arrogancia que hay detrás de esta persecución sin tregua,
cuyo instrumento de ocasión es la jueza Zúñiga; lo publicó, el pasado 1 de febrero, el
portal altoromexico bajo el título “La jueza que no sabe”, y entre otras cosas dice lo
siguiente:


“(…) Tampoco sabe que la demografía del rancho en que (el toro bravo) habita es de
1.6 cabezas de ganado por hectárea, ni que el número de reses sacrificadas en el
ruedo es el 6.7 de la carga ganadera de cada divisa. Ni que la lidia del toro es el
único arte escénico protagonizado por el hombre y el animal. Ni que el aficionado no
va a la plaza a divertirse con su sacrificio sino a valorar cómo la violencia de su
embestida se convierte a la cadencia del arte. Ni que la gloriosa historia del toreo
mexicano, con una nómina de artistas geniales a la que su decisión insulta, sufre
ahora el menosprecio de su manifiesta incultura.


Y como no sabe nada de nada, la jueza también ignorará que hace exactamente 100
años, los gringos, que entonces gobernaban en Cuba, cerraron la Plaza de Toros de
La Habana, en aquel tiempo la más grande del mundo. Bonita conmemoración la del
presunto cierre de la que hoy es la plaza más grande del mundo.”

“¿Cuánto valen dos orejas de un toro…? ¿Una cornada…?… ¡Venga…!, según la versión del maestro Alcalino

Parecía que los de Tequisquiapan nos echarían a perder la tarde. En cuatro toros, apenas
la compostura torera de Alfredo Leal para cubrir el expediente ante par de bureles sin
alma. Intentos vanos de El Viti y Solórzano hijo. Y en la arena, quinto del encierro, un
“Aventurero” con dos agudos pitones y un triángulo blanco sobre la frente. Para Santiago
Martín. Y para que Juan Pellicer Cámara (Juan de Marchena) pudiera escribir esta crónica
memorable:


Faena cumbre. “¿La faena al quinto toro es la mejor que ha hecho El Viti en la México?


¿Fue mejor que la que hizo en Sevilla, en la feria de abril del año pasado? Creo que es la
mejor que ha hecho aquí, y también creo que fue mejor que aquella de Sevilla. Torear
tanto en tan poco terreno fue uno de los méritos excepcionales de lo que hizo ayer
Santiago Martín (…) La faena se inició en el centro del ruedo. Lacónico, como una rotunda
afirmación, el pase de trinchera y ahí, en un palmo de terreno, los ayudados por abajo,
sencillamente perfectos. El torero y su muleta eran un todo. Una misma intensidad
recorría, desde los talones del torero hasta la punta de la muleta. Y, siempre en los medios,
otro pase de trinchera y otra serie de ayudados por abajo, cargando la suerte, sí,
cargándola de toreo, cargándola de belleza, cargándola de emoción (…) el torero como eje
de aquella circunferencia, trazada por una muleta que los pitones no alcanzaron nunca y
que estuvo siempre a la misma distancia de ellos. Y, siempre en un palmo, otra tanda de
muletazos como los anteriores, rematados con el de pecho con la izquierda, pasando la
muleta desde el testuz hasta la penca del rabo. Y el toreo por naturales, tan sencillos, tan
sencillamente extraordinarios, engranados con asombrosa facilidad, levemente inclinada
hacia adelante la figura, para quebrar, y en esto consiste el mayor mérito del toreo, la
línea de la embestida. No se puede torear mejor, ni el pase natural ha podido volver a serlo
tanto, después de sufrir tantas interpretaciones o mixtificaciones. Las series de naturales
de esta faena de El VIti fueron la expresión más pura del toreo. El toreo por alto brilló en
los pases de pecho con la izquierda y en los afarolados lentos y toreando auténticamente,
alcanzando los molinetes un garbo excepcional. Entrando por derecho, una estocada
tendida, y después, otra vez el toreo en redondo y con la derecha. No era posible que esta
faena quedara sin la coronación de una gran estocada. Volvió a perfilarse El Viti, y
dejándose ver, dejándonos ver el volapié, sepultó el estoque hasta las cintas en lo más alto
del morrillo. Estocada fulminante. Una explosión de pañuelos agitó la plaza. Con las dos
orejas del bravo toro de Tequisquiapan recorrió el ruedo el extraordinario torero
castellano. Faena cumbre, que se recordará por muchos años.” (Esto, 5 de enero de 1970).
El arte con sangre sale. Chucho Solórzano solamente lució en banderillas. No pudo con la
casta de su primero –el precioso berrendo en cárdeno “Tortolito”– y tampoco se entendió

con el viento y la aspereza del sexto. Leal, muy puesto, no consiguió sino taparse con el
lote quedado e insustancial que le tocó. Pero fue como si el éxito de El Viti le avivara el
amor propio. Y decidió regalar un Torrecilla que rumiaba sosegadamente en los corrales.
Escriben al respecto dos notarios eminentes del acontecer taurino, José Alameda y
Manuel García Santos. Éste último lo puso en los términos siguientes:


“¿Cuánto valen dos orejas de un toro…? ¿Una cornada…?… ¡Venga…!


Y se salió a los medios, cuando Chucho Solórzano se disponía a iniciar su faena, y le hizo
seña al público de que iba a regalar un toro. Era de Torrecilla. Cornivuelto. Escaso de
carnes. Luego se vio que tenía poco poder, porque se cayó. Pero era un toro de buen estilo.
Alfredo se fue al toro con la decisión del triunfo en el semblante. Le presentó al toro la
muleta, y desde que el toro le embistió, hasta que le metió la espada en lo alto, enterrada
hasta los gavilanes, todo lo que hizo fue de torero del mejor arte y el mejor gusto (…) La
faena transcurría por los cauces del arte y de la sensibilidad torera. La ligazón era perfecta.
El mando absoluto. Los muletazos se sucedían limpios, dibujados, engranados en una
cadena de toreo magnífico. Y en un descuido –por estar el torero dentro del toro durante
toda la faena-, el toro lo volteó. Se vio pronto que Alfredo estaba herido. El arte le dejó
sitio al dramatismo. La plaza vibraba. El torero, cojo y con abundante hemorragia, seguía
en la cara del toro bordando el toreo. La estocada rubricó aquella perfección y aquel
acento dramático. Cortó las dos orejas, lo aclamaba la gente, no se interrumpían las
ovaciones (…) Y Alfredo, camino de la enfermería, iba acaso diciendo: –¿Cuánto valen dos
orejas…? ¿Una cornada…? ¡Venga…!”


Pepe Alameda, por su parte, lo narró así: “Ese toro, “Rumboso” de nombre, fue a más. Y
llegó al tercio final con todo el rumbo de la templanza y el buen estilo. Pero toros tan
buenos necesitan siempre un torero muy bueno. Y el torero, allí estaba. Los muletazos en
redondo de Alfredo sobre la mano derecha fueron los más sentidos que ha dado hasta
ahora, superando incluso aquellos de su faena a “Cuate” de Reyes Huerta, la otra tarde
(21.12.69)… Por el lado izquierdo el toro era menos dócil y, sin embargo, Alfredo le paró, le
aguantó y le corrió la mano, olvidado del riesgo, embebido en su arte, entregado hasta el
punto de que el toro no tuvo más que revolverse a la salida de un pase para levantar al
torero y pasárselo de un pitón a otro, dándole la cornada seca en el muslo derecho.
Y ahí vino lo grande. El torero, con el muslo roto, se quedó en la línea de batalla. Y como si
el dolor le acendrara el sentimiento, dio los mejores pases de su portentosa faena. La
emoción del arte, aunada a la del sacrificio, que a cada instante iba siendo más visible,
pues al diestro le fallaba la pierna herida, pero nunca el corazón indemne, que se
comportaba como si el fuego de su sangre torera le cauterizara el dolor. Toreando así, a
sangre y fuego, dio Alfredo Leal su más alta medida de torero y de hombre, grandes

valores estéticos y morales de la fiesta de toros. A ver quién puede negarlos.” (El Heraldo
de México, ídem).


Años después, cuando la ola taurofóbica ya rondaba aunque todavía sin desbordarse, Leal
contestó con esta sencillez a la pregunta de un entrevistador que lo inquiría sobre el
sufrimiento de los toros durante su lidia: “No creo que experimenten dolor. A nosotros nos
pasa: cuando estamos heridos, la excitación de la faena, la adrenalina, inhibe el dolor, que
no sentimos hasta que las heridas se van enfriando.”


Alfredo Leal –azul rey y oro–, estaba en la cima de su arte. Y la Plaza México lo seguiría
constatando; El Viti –azul celeste y oro–, había trazado la mejor faena de su vida en el
ruedo metropolitano, al que regresaría un año después pero ya sin esa aura esplendorosa,
más bien al contrario. Gracias a los dos –tan distintos de expresión, tan enormes toreros
ambos–, la afición mexicana había vivido una de esas jornadas que no se olvidan.
Anochecía aquel 4 de enero de 1970. Y con el calor emotivo de la faena y cornada de Leal
ni se percibía el frío que ya se cernía sobre la ciudad.


Chucho Solórzano, que también se puso obsequioso –por lo que en octavo lugar se dio
suelta a “Gavilán” de Tequisquiapan– se había mostrado dispuesto en todo momento,
consiguió algunos lances estimables, puso un gran par de banderillas y muleteó empeñoso
y valiente aunque algo apresurado. Tampoco es que el astado valiera gran cosa. Y poco
pudieron agregar hombre y burel a ocasión tan venturosa. Tarde de arte y sangre. De
plaza llena y emociones fuertes. De toros y toreros de verdad.


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