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Alcalino aborda el espinoso tema del «medio toro» en las plazas mexicanas

El escritor y cronista Antonio Casanueva Fernández, en su artículo del sábado 29 de
octubre publicado en el portal altoroméxico.com, mencionaba su profundo desaliento
ante la utrerada seguramente afeitada que habían echado el domingo anterior en el
Nuevo Progreso de Guadalajara a título de “corrida de toros”. El tema de su interesante
texto era la ética del aficionado, y el motivo la espontánea decisión de Casanueva y su
esposa Paloma –la iniciativa fue de ella—de abandonar el coso tapatío mucho antes de
que el festejo concluyera, más en señal de indignación que de protesta planeada como tal.
Pero válida también en ese sentido, cómo no.


La repentina decisión de los Casanueva sintetiza admirablemente las razones del paulatino
abandono de las plazas de toros de México por el aficionado de toda la vida, ése que con
sincero dolor ha visto indefensa, rota y hasta ridiculizada la cara ilusión en que se sustentó
desde siempre su amorosa, apasionada e insobornable relación con la fiesta brava. Si ya
caminábamos sobre una cornisa bastante estrecha en cuanto a garantías de autenticidad,
con las autoridades supuestamente garantes del reglamento taurino al borde de toda
clase de sospechas, ya fuese por negligencia o por complicidad franca con los
pervertidores del espectáculo, lo que ha venido ocurriendo a lo largo de las últimas
décadas terminó por convertir eso que algún antitaurino notorio, ya desaparecido, llamó
muy a su pesar pasión nacional, en un asunto ajeno al público en general, atacado desde
diversos frentes y escarmentadas y disueltas las multitudes que llenaban los tendidos por
la contumacia fraudulenta de quienes manejaban un negocio que gracias a sus repetidos e
irresponsables yerros dejó de serlo, y sin que la ética de toreros, ganaderos y demás
factores de la fiesta dijera esta boca es mía.


Por eso es tan importante que alguien haya puesto por escrito, y además publicado en un
medio muy concurrido por los taurinos, su justa indignación de aficionado éticamente
asumida, y manifestada mediante el abandono repentino de la localidad por la que había
pagado boleto. Tal actitud supone un mentís irrefutable a la cómoda postura de quienes
siguen sosteniendo que, para defender la fiesta en México, es necesario contemporizar
con su adulteración sistemática con tal de “no darles la razón a los antitaurinos”. Esto, la
derrota de la ética del aficionado auténtico –inteligente, sensible, bien informado y
contestatario en caso necesario—no podrá ser nunca argumento válido en favor de la
tauromaquia, ese trozo de la mejor tradición mexicana en tanto expresión de genuina
adhesión a la vida, traducida en fervor por la valentía desembozada y por esa peculiar
forma de la creatividad artística que, para poder ser, debe arrostrar un latente riesgo de
muerte.


Como bien dice Casanueva, para que ese aficionado cabal vuelva a las plazas será preciso
exigirles parecidas dosis de responsabilidad moral y ética a los demás actores del
espectáculo, empezando por toreros y ganaderos, y sin exclusión de autoridades,
empresas e informadores. Porque sin ese ethos como sustento vital, la tauromaquia se

parece mucho a lo que tanto fustigan sus gratuitos detractores, que sean o no conscientes
de ello se han puesto al servicio de los “valores” anglosajones responsables del actual
furor belicista que asuela al mundo, así como de las más violentas e inesperadas
reacciones de la naturaleza. La misma naturaleza de la que brotó la majestuosa y fiera
presencia del toro de lidia, y que está respondiendo a su terrible manera a los sostenidos
abusos y agresiones de la siempre avarienta y hoy antitaurina modernidad.

Tlaxcala:

Fonseca revierte la debacle. La lamentable exhibición sabatina que estaban
ofreciendo el post toro de lidia mexicano y sus inverosímiles solapadores, sumada a la
burla sangrienta en que el juez de plaza había convertido la concesión de apéndices, cesó
de súbito cuando Isaac Fonseca se fajó con un toro de verdad, que llegó sin picar al tercio
mortal y buscaba el bulto con aspereza. A ese sexto de José Julián Llaguno lo había
saludado Isaac a portagayola y lanceado con enjundia, aunque lo mejor, lo más torero de
ese introito, fue el lánguido recorte a una mano con que remató sus lances de recibo.
Inició su faena arrodillado en los medios con un péndulo ajustadísimo, que repetiría sin
inmutarse. Lo que siguió fue una lucha entre la decisión del torero por quedarse quieto y
alargar las embestidas y el alud de derrotes que le enviaba el calamochero zaino de José
Julián. Para gobernar los bruscos embroques fueron su argumento la quietud de plantas y
el empeño por sacar la muleta limpia de derrotes, tarea nada fácil. Por primera vez en la
corrida el toreo se hacía presente –vencido el bochorno inicial por el frescor de la noche
temprana–, con esa impagable sensación de emoción y riesgo sin la cual la tauromaquia
deja de ser. Y todo gracias a un torero dispuesto a mostrarse como tal a todo trance. El
dominio de los terrenos –el toro buscaba los adentros–, la administración oportuna de las
pausas, la capacidad para resolver en la cara los problemas que planteaba el incierto
animal, fueron otras tantas claves en las que Fonseca fundamentó su torerísimo quehacer.
Algo habría dado porque Paloma y Toño Casanueva hubieran estado este sábado en la
Ranchero Aguilar para recuperar, siquiera por esos minutos escasos, su fe en la ética de
nuestra fiesta, puesta tan en entredicho por el sabor a mojiganga que hasta ese momento
había imperado en una corrida vacía de contenido, producto de la combinación urdida
entre un ganado inválido, unos simuladores en traje de luces, un público ramplón, una
charanga desafinada y un juez de plaza sin el menor respeto por la dignidad de la fiesta.
Recapitulando, el único instante que quebró esa inercia perversa fue el estoconazo a
volapié del propio Fonseca a su primer toro –más bien holograma de toro, un bulto
cárdeno oscuro, flacucho y cornalón que al menor soplido se derrumbaba–. Estocada que
se repetiría en el último lance del festejo para fulminar al incómodo “Entregado”, el
cierraplaza con el que el pequeño gran torero de Morelia rescató una tarde de pena ajena,
devolviéndonos de pronto al reino encantado del toro y el toreo verdaderos.
Y mejor olvidar el rabo que enseguida se cortó, un dislate más a cargo del señor juez, el
mismo que previamente había cambiado orejas por indisimulados bajonazos y premiado
sin pudor exhibiciones demagógicas de toreros adscritos a la escuela española de una

limpieza sin ceñimiento, aderezada con bailables cursis lejos de los pitones y arrogancias
gestuales como de luchador enmascarado al rematar series sin emoción ni trascendencia,
a tono con los cansinos medios viajes de otros tantos especímenes del post toro de lidia
mexicano.


Vergüenzas al aire.

Creo que alguien debería evitar que esa hueca versión de la
tauromaquia que se da hoy en nuestras plazas trascendiera vía satélite las fronteras del
país, a pesar de excepciones a la regla como la protagonizada a última hora por Isaac
Fonseca en Tlaxcala. Y lo creo porque es injusto que fuera de México se ponga en
entredicho su riquísima historia y tradición taurinas al ofrecer una visión distorsionada y
equívoca de las mismas, alejada por completo a la realidad de lo que fue nuestra
tauromaquia cuando la verdad del toro auténtico y la ética de un público apasionado,
conocedor y alerta encontraban adecuada correspondencia en una pléyade de toreros
cuyos diversificados estilos emanaban un acento inequívocamente mexicano –hecho de
temple, cadencia y sello muy peculiares–, en plena consonancia con lo que fueron, en sus
buenas épocas, los toros y los públicos nuestros, envueltos en el color, el saber y el sabor
de un ambiente incomparable.

Alcalino se centra en el público de Madrid en los años 60

Si la columna del pasado lunes estuvo dedicada a analizar al público de la Plaza México de
los años 50 y 60 del siglo anterior, qué mejor complemento que echar un vistazo a lo que
ocurría en Madrid al mismo tiempo. El sistema que seguiremos será más o menos el
mismo, aunque en este caso apoyados en los puntos de vista de un competente
aficionado capitalino, asiduo de la México, y, ni modo, de un tal Horacio Reiba, todavía no
“Alcalino”.


Marchena y Sala Gurría (1966). Aficionado capitalino de reconocida solera, Fernando Sala
Gurría viajó a España para presenciar la feria de San Isidro de ese año en compañía de
Armillita, Lorenzo Garza, Silverio Pérez y Cagancho, que en México vivía. Carlos Arruza
figuraba en el plan original pero no pudo sumarse a ellos debido a sus compromisos como
rejoneador y por atender a varios ejemplares de su cuadra, seriamente enfermos. La
muerte le aguardaba a la vuelta de su rancho, en la carretera México-Toluca, la lluviosa
tarde del viernes 20 de mayo de aquel 1966.


Sala Gurría visitaba a España por vez primera y se comprometió con el crítico y escritor
Juan de Marchena a enviarle sus impresiones de los festejos isidriles, y Marchena –es
decir, Juan Pellicer—las fue publicando en su columna del ESTO Con la Puntilla… del
lapicero, hasta que la tragedia de Arruza precipitó la vuelta a casa de Fernando y los
referidos ases de la época de oro. A Sala Gurría la plaza de Las Ventas le causó gran
impresión, en cambio, el público madrileño queda muy mal parado en comparación con el
de la Plaza México.


Veamos cómo vio este aficionado de toda la vida las escasas corridas que alcanzó a
presenciar antes de que la trágica muerte de Arruza los obligara, a él y a los ilustres
viajeros a quienes acompañaba, a retornar precipitadamente a México a fin de asistir al
sepelio del Ciclón, en un caso demostrativo del sentido de unidad taurina que entonces
privaba.


San Isidro 66: corridas del 16 y 17 de mayo. Esto es lo que Sala escribió y Pellicer
reprodujo en su columna. Día 16: “Litri, valiente pero atropellado, fue cogido sin
consecuencias por su segundo toro y la gente, sensiblera, le aplaudió y hasta pidió la oreja.
Dio una vuelta al ruedo por nada de nada. Diego Puerta es el mismo, un león de valiente
pero sin mayor calidad. Le dieron una oreja de su primero y las dos de su segundo. Allá, en
la México, una oreja y puede que se la hubieran protestado. El Pireo tan mal como allá,
pero aquí fue pitado a más y mejor. El público de azúcar, demasiado bueno. Lo que me
impresionó de verdad en esta primera corrida que veo en España fue la plaza, de una
belleza extraordinaria. Madrid, maravilloso.” Día 17: “Litri en sustitución de Ordóñez,
Andrés Vázquez y El inclusero, que confirmó la alternativa. Toros del marqués de Domecq.
Muy pocas veces en mi vida he visto una corrida de toros más buena. Dije toros. Los cinco
primeros fueron de bandera: kilos, trapío, tipo y qué nobleza. SI pudiéramos en México

tener esos cinco animales no en una corrida sino en toda la temporada te juro que nos
volveríamos locos. Tomaron entre los cinco ¡veintisiete puyazos! Litri ahora estuvo
imponente, cuajado, con sitio y todo lo que hay que tener. A su primero le hizo lo que
quiso, con un aguante y un temple extraordinarios. Dos orejas muy merecidas. En su
segundo se superó. Se lo había brindado a Cagancho, que recibió una gran ovación. Andrés
Vázquez es buen torero pero sin figura ni sello propio. Hizo todo y lo hizo bien, pero nada
más. Brindó a Garza, a quien también se le ovacionó muy fuerte, y cortó una oreja.
Lorenzo, negando la cruz de su parroquia, se quitó su reloj de oro y se lo regaló a Vázquez.
El Inclusero, del color de su terno: verde. Un torero chaparrito y malo. Brindó a Silverio,
muy ovacionado también, pero que no pareció de Texcoco sino de Monterrey, porque sólo
le dio las gracias más expresivas.” (ESTO, 26 de mayo de 1966).


Más allá de los excesos de benevolencia del público, los relatos de Sala Gurría rezuman
sinceridad; así como denuncia los improcedentes desorejaderos no deja de ensalzar la
belleza de Madrid y su plaza de Las Ventas, la superación de Litri de una tarde a otra y,
sobre todo, la extraordinaria calidad del encierro del marqués de Domecq.


Corridas del 18, 19 y 20 de mayo. Y vamos a las impresiones del improvisado corresponsal
sobre los siguientes tres festejos isidriles, empezando por el del 18 de mayo: “Julio
Aparicio, Palmeño y El Cordobés, con toros de Atanasio Fernández. ¡Cuánta ignorancia del
público madrileño en esta feria! Es de dar vergüenza la concesión de orejas. El Cordobés,
dos en su primero, Aparicio, dos en su segundo, que fue de azúcar, y Palmeño, dos vueltas
al ruedo después de hacer nada y de cuatro pinchazos y tres intentos de descabellos. Es
algo inaudito. Yo no me podía hacer cargo de lo fácil que es triunfar en esta plaza, cuna del
toreo. Aparicio en su primero, peligroso y con fuerza, no quiso saber nada y lo despachó
como Dios le dio a entender y a otra cosa. Pues no, a dar una vuelta al ruedo ¡Increíble! En
su segundo, que como te dije fue de azúcar, tampoco llegó a mayores hasta media faena.
Cuando se dio cuenta del extraordinario lado izquierdo del toro se confió algo y dio media
docena de naturales muy buenos, pero muy buenos y ya. Y por una estocada caída ¡le
otorgaron las dos orejas! El Cordobés hizo una de sus faenas a base de mantazos
efectistas. En uno de sus giros en la cara, el toro le echó mano y le perdonó la vida, pues lo
tuvo a su merced, lo olió y se fue. Estocada perpendicular yéndose del mundo y la locura. El
juez le dio una oreja y el público le exigió la otra, que tuvo que conceder. En su segundo, de
embestida corta pero muy aplomado y sin peligro, hizo el más espantoso de los ridículos
entre desarmes, carreras y un sinnúmero de pinchazos; no me explico cómo no le tocaron
un aviso. Los toros, muy bien presentados menos el primero de El Cordobés, que pesó 460
kilos. Los demás, todos pasaban de los 520. Se me olvidaba Palmeño, un poco gordo y
valentón pero sin sello, sin personalidad (…) también le hicieron dar la vuelta al ruedo.
¡Cómo extraño a mi público!”.


Y vamos con la corrida del 19: “Siete toros de Pablo Romero para Ángel Peralta, que suplió
a Domecq, Bernadó, Andrés Vázquez y El inclusero. Muy flojo el cartel, pero había

expectación por los pablorromeros. El chico de la corrida pesó 540 kilos y el mayor ¡687!
Vimos diez toros, pues tres de ellos salieron con los cuartos traseros lesionados. Y todos,
absolutamente todos, rodaron por la arena cada dos por tres. No tuvieron lidia y, desde
luego, la corrida resultó fatal. Salimos a las 9:30 de la noche, pues con rejoneador y tres
toros al corral ya te imaginarás. La gente, de bandera. La plaza, llena. Esto es jauja para
empresa y toreros.”


Y ésta la última crónica de nuestro amigo: “Querido Juan: Jaime Ostos, El Viti y El Pireo,
con toros de Baltasar Ibán. Otra corrida que ni fu ni fa. Ostos, peor que en México, pero
aquí lo sacaron a dar la vuelta al ruedo en su primero. En el otro, nada de nada. A este
torero ya le queda muy poco en la profesión. La tónica de su toreo ha sido solamente el
valor, y con lo fuerte que le han pegado los toros pues el valor se pierde. El Viti no tuvo tela
de dónde cortar y estuvo gris y la gente se metió fuerte con él. El que cortó una oreja, y
muy merecida por cierto, fue El Pireo, que a su primero le dio diez o quince muletazos
excelentes. En México no vimos a El Pireo en ese plan. El ganado, bien presentado pero
mansurrón. Después de ver tantas cosas me congratulo de que tengamos un público como
el nuestro. Un abrazo y hasta mañana, con la presentación de Paco Camino y de Tinín, que
dicen tiene madera de fenómeno”. Pero ya nuestro corresponsal no pudo asistir a esa
corrida. La inmensa pena de la desgracia de Arruza lo hizo regresar a México y quedamos
atenidos a las informaciones cablegráficas, que parecen hechas por turistas villamelones.”
(ESTO, 27 de mayo de 1966).


Horacio Reiba (1970). Tal vez pudiera parecerle al lector que el Fernando Sala Gurría le
cargó demasiado las tintas al público madrileño, tan duro actualmente y de manga tan
ancha en aquella época. Por lo tanto, agregaré a las impresiones registradas la mía propia,
basada en la primera corrida que se transmitió de continente a continente, con motivo de
la confirmación de alternativa de Manolo Martínez en Las Ventas (22.05.70, por Televisión
Independiente de México). Obviaré la crónica completa –rigurosamente inédita por lo
demás—para centrarme en mis impresiones sobre el público madrileño: “La alternativa de
Martínez le fue confirmada por El Viti, y el de Monterrey hizo una faena torera pero poco
brillante. Ni el de Ibán, cara alta, probón, valía gran cosa, ni fue Manolo el torero que
conocemos (…) Media estocada que parte la herradura, y cuando esperábamos algunos
aplausos y, eventualmente, la salida al tercio ¡Una oreja! Empezábamos a explicarnos los
alegres desorejaderos que diariamente se reportan desde Madrid. (…) De El Viti dicen allá
que dio una tarde memorable. Yo apenas justificaría una oreja para su primera faena, a un
bicho terciado y cómodo –de salida lo protestaron–. Toro muy noble y faena desligada y
hasta con ciertos titubeos por parte del diestro. La estocada fue preciosa, sin duda lo más
torero de la tarde, pero de ninguna manera justificaba el otorgamiento de dos orejas (…) El
quinto, grande y noble, llegó muy aplomado al último tercio. Faena solamente
voluntariosa, de mucha insistencia y pocos muletazos, para ocho o nueve pinchazos y un
descabello. Confieso mi incapacidad para entender la vuelta al ruedo
–ovacionadísima—que le hicieron dar a Santiago Martín (…) Pero más asombroso aún fue

lo de Palomo Linares (…) De salida ligó atropellados parones y la gente, feliz. Una felicidad
que fue en aumento durante su indescriptible faena de muleta, toda ella a base de
mantazos. Hasta fuera de equilibrio físico se observaba al torero y apenas sacó algún
muletazo limpio. He discrepado a veces con el público de la Plaza México, pero esa faena
no la habría dejado pasar sin una buena bronca. Atronaban los olés y pensé que eran de
chunga… Sólo que la oreja otorgada a Palomo fuese también de ironía…” (Reiba, Horacio.
Bitácora personal).


A los escépticos debo advertirles que estos puntos de vista sólo confirmaban algo que los
aficionados de México no ignorábamos, pues en esa época era habitual que la televisión
presentara filmaciones bastante completas de corridas españolas, así como faenas
notables, narradas por José Alameda, que no dejaba de referirse, discretamente, al
despilfarro de orejas. La Transmisión vía satélite del malhadado festejo en que Manolo
Martínez confirmó su alternativa en Madrid fue simple comprobación de lo que Fernando
Sala Gurría, con gran perplejidad, había dejado escrito cuatro años atrás.

La México, cerrada, en una mirada de Alcalino al antes brillante emporio del coso más grande del mundo

¿Puedes creer, lector amable, que lo escrito aquí siete días atrás acerca de los públicos de Las Ventas, Sevilla y la Plaza México despertó controversias, discrepancias y adhesiones? Pues comienza a creerlo porque sucedió. Lo que para el escribiente era una simple mención, al paso, de ciertas observaciones personales registradas en su ya larga y gastada memoria, trajo a mi correo bastantes más respuestas y opiniones de las habituales, que suelen ser pocas. Agradezco, desde luego, que señores como don Nicanor Cataño, Carlitos Pavón o Toño Casanueva se mostraran acordes con mis puntos de vista, pero las expresiones de incredulidad que asimismo recibí me tientan a volver sobre el tema de aquella afición que por décadas llenó la Plaza México, y a la cual sigo considerando como lo más cercano a lo que desde mi particular perspectiva debe ser un público de toros bien informado, atento y ecuánime, pero no por ello menos apasionado, receptivo y alerta.


Sin más trámite paso a transcribir los testimonios de reconocidas personalidades de la crítica y la literatura taurinas, tanto mexicanos como europeos. Y de dos importantes figuras del toreo español, expresándose libremente no en México sino en su propio país.


Luis Bollaín (1951). Su sólido prestigio y vastos conocimientos, acreditados desde los tiempos de Juan Belmonte, están fuera de toda duda. Don Luis Bollaín, escritor y cronista sevillano, comentó así el fracaso de Miguel Báez “Litri” cuando se presentó en la Plaza México en la temporada 1951-52: “… Lo aleccionador es que “El Litri” ha fracasado en México haciendo lo que le ha dado el triunfo en España (…) Yo, después de leer y releer las noticias en detalle, me golpeo la cabeza a ver si estoy despierto. De manera que, en México, “El Litri” muleteó dentro de sus características, citó de lejos, toreó largamente al natural, dio manoletinas mirando al tendido, se hincó de rodillas, volvió la espalda al toro, abandonó muleta y estoque… ¡y tuvo dos fracasos rotundos! ¿Qué es esto, Dios santo? No, no hay lugar a engaños: el ejercicio torero por el que los tribunales españoles otorgan a diario a Miguelito matrícula de honor, arranca del tribunal mexicano –¡anda, y decían que allá no sabían de toros!—unas voluminosas y espectaculares calabazas (…) En México, haciendo “Litri” el “litrismo” integral, todo han sido protestas. Es curioso tener a la vista una foto del “Litri” en la capital azteca, obtenida en el momento justo de ponerse el torero de espaldas al toro sin estoque ni muleta, y sería aleccionador comparar las reacciones del público de aquí con el de allí ante idéntico trance: aquí, el histerismo; allí, la repulsa airada, viril y enérgica contra lo que ni es toreo, ni es arte, ni encierra belleza, ni es exponente de valor.” (Esto, 18 de abril de 1965; columna “Con la Puntilla… del lapicero”, de Juan de Marchena).


Juan de Marchena (1965). El mejor juez de Plaza que ha tenido la México fue además cronista de fuste, tan sólidos sus conocimientos taurinos como su buen estilo literario, no en balde hermano del celebrado poeta tabasqueño Carlos Pellicer. Al juzgar a Manuel Benítez “El Cordobés” –que tras dos sonados fracasos en la México supo rehacerse y triunfar–, encomia sobre todo la calidad del público capitalino: “La afición mexicana tiene indiscutible fuerza, demostrada en muchas ocasiones. Y lo ha ratificado, de modo rotundo, en el caso de “El Cordobés”, cuyas actuaciones, juzgadas con energía y con excepcional conocimiento, deplorables en sus dos primeras corridas, culminaron en la tercera, pues Manuel Benítez se dio cabal cuenta de que la afición mexicana merecía el máximo esfuerzo de su parte y así tuvo que hacerlo el torero de Córdoba, entregándose constantemente y más a la hora de matar. Y conste que, “El Cordobés”, cuando de matar se trata, ni se entrega ni acierta ni nada. Fue el público capitalino, uno de los mejores del mundo, el que logró que Manuel Benítez se pusiera a la altura de ese público (…) A “El Cordobés”, la afición mexicana lo obligó a torear toros, a torearlos de verdad y a matarlos magníficamente. No hubo andares cavernarios, ni desplantes de rodillas ni cabezazos en el testuz ni otros números de pantomima. En la tarde de su triunfo, “El Cordobés” mereció las ovaciones y los trofeos, y en las de sus fracasos, las broncas justicieras.” (Esto, 7 de marzo de 1965).


Claude Popelin (1966). Escritor francés de probado prestigio, Popelín viajó dos o tres veces a México para que no le contaran cuentos taurinos y diestros interesados. Así vio y juzgó al público de nuestra plaza Monumental: “Aunque el Toreo (de Cuatro Caminos) se aparenta a las clásicas plazas hispánicas, mi preferencia –lo confieso—está con la México. La razón es muy sencilla: perteneciendo al Distrito Federal está sometida al control de su regente, el muy respetado señor Ernesto P. Uruchurtu. Desde que hace diez años ejerce sus altas funciones, impone con una escrupulosidad admirable el estricto respeto del reglamento, rechaza el ganado demasiado joven y proscribe a rajatabla el afeitado. Gracias a su vigilancia se pueden presenciar corridas auténticas y a un costo muy razonable, pues teniendo en cuenta el aforo considerable de la plaza se ha opuesto terminantemente a toda elevación al precio de las entradas. Por ver una novillada de postín he pagado el equivalente a 125 pesetas (unos 30 pesos) por una barrera de tercera fila, confortablemente arrellanado en uno de esos sillones que K-Hito deplora que no hayan llegado aún a las plazas españolas. Con precios tan modestos, la asistencia conserva su inspiración popular y no se aburguesa.


¿Quién se atrevería a decir que a los mejicanos les falta entusiasmo? No dejan nunca de jalear los primeros compases del pasodoble que abre ritualmente el paseo y ha adquirido la jerarquía de un himno a la Fiesta Brava. Los toros que se lidian en La México –especialmente los oriundos de la ganadería de San Mateo, sangre saltillera—salen con mucho gas y acometen con bravura a los picadores. Se les tacha de acabar bastante quedados… pero comparado con el aflojamiento del poder de los toros que sufrimos hoy en España, no hay diferencia notable. Y aun así, los bichos mejicanos conservan su nervio, se defienden, cabecean y resultan peligrosos, como lo atestiguan frecuentes cornadas.


Sin duda el predominio de los aficionados de solera en las plazas responde por esta buena orientación de la lidia. Los subalternos –me consta—son conocidos en los tendidos y no salen a clavar de cualquier manera sino como Dios manda, recogiendo muestras de agrado que alientan su talento. Gusta sobremanera el torero artista y valiente, y si se le pierde el respeto al toro o se vulgariza el toreo el público se desentiende de la faena. No estalla la música para acreditar la idea de que se está presenciando una supuesta epopeya, sus únicas intervenciones son las “dianas”, alegres y cortos ritornelos que subrayan la actuación excepcional de un torero, y sólo bajo autorización del “juez”. Tampoco ha llegado aún a Méjico capital la propensión a cortar orejas abusivas, y basta que el matador no se haya tirado bien a matar para que lo paren cuando inicia una vuelta al ruedo, la cual –detalle curioso– se emprende por la derecha y no por la izquierda, como en España.


El torero goza en Méjico de un respeto y un afecto muy especiales. Da igual que sea nacional o forastero. A los “artistas” el público es capaz de perdonarles muchas tardes grises con tal de volver a presenciar alguna de sus apoteosis (…) ejemplo de ello es Cagancho, que ha elegido seguir viviendo allí. El mejicano tiene, sin duda, un justificado orgullo de su patria; pero como todo buen aficionado sabe, en materia de toros, rendirse con el más noble entusiasmo ante el valor y el arte (…) Me sumaría sin vacilar al decir de “Pedrés”: “¡Sevilla y Méjico son, hoy día, las mejores aficiones del mundo!” (El Ruedo, semanario. Madrid, 4 de enero de 1966)
Hay que aclarar que Pedro Martínez “Pedrés”, figura en España, en México toreó poco y con escaso éxito. Lo que confiere doble valor al referido punto de vista suyo.
Pepe Luis Vázquez y El Viti (1987). Ese año, Espasa-Calpe publicó un libro de entrevistas en el que Francois Zumbiehl dialoga con algunos de los más connotados maestros del pasado. Recojo las impresiones de dos de ellos, Pepe Luis Vázquez, el insigne artista sevillano, y Santiago Martín “El Viti”, una de las figuras más importantes de los años 60-70, ambos con gran cartel en el México de su tiempo.


Pregunta Zumbiehl a Pepe Luis: “¿No se ha sentido más a gusto en ciertas plazas, como Sevilla o Madrid?” Ojo con la respuesta del torero de San Bernardo: “Sí, porque en esas plazas, cuando menos lo esperas, o cuando has puesto algún sentido , has visto que la gente ha reaccionado en la medida en que tú deseabas. Eso me ha pasado también en México. Allí, en algunos momentos, el público ha reaccionado con más precocidad que en España. En la época en que yo iba, cuando se hacía una cosa con verdadera categoría, la gente allí bramaba, se encendía de momento, y eso es bonito para el artista porque ve que le responden a la par que él va reaccionando con el toro”. (Zumbiehl, Francois. El torero y su sombra. Edit. Espasa-Calpe. Madrid, 1987. p. 69).


Y aquí el diálogo entre el autor y El Viti: “Santiago, ¿qué han significado para ti, a lo largo de tu carrera, las diferentes plazas o los diferentes públicos? La respuesta del maestro salmantino es larga, pero entresacamos su opinión sobre lo que significaba para él torear ante el público de la México: “En México eran mi preocupación y mi responsabilidad tan grandes, que no las superé tal vez hasta el segundo año, como me ocurrió también en Sevilla.” (íbid, p. 192)… “¿Los toros con los cuáles no he podido? Uno en Bilbao, otro en México, otro en Salamanca, otro en Madrid y otro en Valencia.” (íbid, p. 203). El que nos compete debe haber sido “Coralito” de Reyes Huerta, quinto de la tarde en la inauguración de la temporada 1969-70 en la Plaza México, un castaño endemoniado que hirió a un subalterno y trajo a El Viti por la calle de la amargura (07.12.69).


Corolario. Considero que, con estos testimonios, el lector se habrá dado una idea de lo que era, valía y pesaba el público capitalino en la época señalada. Y conste que no añado ni quito nada a los elocuentes testimonios de personajes cuya competencia e imparcialidad no se puede poner en duda.

Alcalino nos recuerda la bruma otoñal en Las Ventas y esa última corrida, alucinante y extraña

A El Cid le pareció una tarde rara, y apostilló: “Tal vez en otra época del año, los tres hubiéramos tocado pelo…”. Es cierto. El jueves, en Las Ventas, hubo más vivas y palmadas de impaciencia que ovaciones cerradas y peticiones de oreja. Las ¡vivas! se lanzaban en los momentos menos oportunos con cualquier pretexto –el más socorrido, la fecha misma, 12 de octubre–, las palmas de tango generalmente llegaban cuando ya el espada en turno faenaba extrañado por la indiferencia del público, que prefirió seguir las ocurrencias del tendido a lo que sucedía en el ruedo aunque esto tuviera un mérito y un torerismo reconocibles por el buen aficionado.

Ahí es donde parece estar el quid de la cuestión. En que los buenos aficionados son cada vez menos, y la masa amorfa se concreta a seguirle la corriente al primer gritón o alborotador que se manifieste. Normalmente, las expresiones de inconformidad y los señalamientos más exigentes parten del tendido siete, donde solía estar el origen de esa tensión tan particular que tienen las corridas madrileñas y que distingue a Las Ventas de cualquier otra plaza del mundo. Alguna vez podían pasarse de tueste, pero nadie negaría que en ese pedazo de tendido se acomodaban aficionados de buena cepa y rigor insobornable. El jueves 12, sin embargo, los ahí reunidos prefirieron adoptar el triste papel de reventadores, presas de un malhumor otoñal y de una disposición a rechazarlo todo que subvierte el sentido de la fiesta y contagiaba al resto como reguero de pólvora. Su misión parecía consistir en pasar de la frialdad a la censura gratuita por pura diversión.

No sé si tendría razón El Cid en su observación final. Lo cierto es que las faenas del quinto y sexto toros –mejor, torazos— difícilmente se habría quedado sin premio de haberse desarrollado en presencia de un colectivo integrado por aficionados de verdad.

Isaac entre el oleaje. Al moreliano le correspondió un gran toro de Victoriano del Río –“Bolero”, zaino con 540 kilos y con una percha paliabierta de mucho cuidado. Era toro de triunfo, pero el triunfo no llegó. Ya el arrimón que Isaac se pegó en el primer tercio –larga de rodillas, mecidas verónicas, abelmontada media, temerario quite por saltilleras, citando desde largo y cambiando varias veces el viaje del toro en el trayecto—había sido recibido con sospechosa tibieza. La rompió iniciando su faena en los medios y de rodillas, con dos péndulos escalofriantes, a los que siguió una buena tanda con la derecha, de muleta baja y palpable temple. Insistió en lucir al toro dándole siempre distancia para aprovechar su alegre, noble y repetidora embestida. Y es verdad que debió ceñirse más y que en la tercera serie derechista perdió el compás y la faena empezó a venírsele abajo, sin que arreglara el cuadro lo cerca que se pasó los agudas astas en las bernadinas finales, ya con el público en contra. Pero la verdad es que a favor no lo tuvo ni siquiera en sus momentos más inspirados. Naturalmente, la ovación final fue para los restos de “Bolero”.

Y ante el sexto, que no era igual de bueno y con el que se estaba jugando la piel a águila o sol, para obtener alguna respuesta del indiferente tendido hizo falta que el castaño “Verbenero” lo trincara feamente con el pitón zurdo al pegarle un arreón en corto, y que Fonseca se levantara de la seria paliza sin verse la ropa para cobrarse el mal rato que le había hecho pasar el mansurrón aquel con una disposición y una entrega conmovedoras: péndulo y derechazos de hinojos al reanudar faena, final con manoletinas escalofriantes y estoconazo a toro tapado y vencido en el que libró la tarascada de milagro, refrendado con certero descabello. Y asomaron bastantes pañuelos, aunque en cantidad insuficiente para alcanzar premio. No obstante, había conseguido remontar la adversidad del toro anterior a fuerza de casta y torerismo. Y es de desear que el año entrante no tenga que pasar por otra Copa Chenel –especie de segunda o tercera división del toreo– para encontrar algún hueco en los carteles. Cosa que, por desgracia, dudamos.

Autocrítica. Isaac Fonseca demostró que además de valor por toneladas es un torero con la cabeza clara. Lo prueba, por ejemplo, su fácil conocimiento y dominio de los terrenos. Pero además posee autocrítica, prenda rarísima entre la gente del toro. Por eso, interrogado sobre su tropezón con el excelente “Bolero” de Victoriano del Río, admitió el hecho y prometió analizar muy cuidadosamente lo sucedido. Porque, dijo, un torero joven debe estar dispuesto a convertir en buenas las malas experiencias. Que así sea.

Magistral Talavante y muy torero El Cid. La faena de la tarde, asimismo ninguneada por la mala fe de los reventadores y el papanatismo del resto de la plaza, se la cuajó Alejandro al quinto toro –alto, cornivuelto, astifinísimo y con un peligro sordo–. Serio, templado, magistral en suma, el extremeño ofreció su mejor versión en plazas de primera de los últimos dos años, tan complicados para él como decepcionantes para sus seguidores. Con la derecha y con la izquierda, obligando y toreando mucho, con aire y aplomo de figura en sazón, y además certero con la espada. Poco caso le hicieron. Y hasta hubo pitos entreverados con los aplausos que lo llamaron a saludar al tercio a la muerte del marrajo.

El Cid contendió con un par de sosos –uno de Garcigrande y otro de Del Río– que iban y venían sin trasmitir poco ni mucho. Pero se le vio muy seguro y templado toda la tarde, y con un sitio, incluso al estoquear, que ya hubiera querido ostentar en sus años buenos. Si 2023 no fue uno de ellos será porque a las empresas no les dio la gana contratarlo.

Feria de Otoño: semana final. Después del cálido adiós a El Juli –reconocimiento y desagravio felizmente asociados–, lo más interesante llegó con dos toracos de Toros de Cortés tan declaradamente mansos que, en su desaforada fuga, no se dejaron ni picar. Y resulta que Sebastián Castella, más serio y mandón que nunca, sin atender a un peligroso amago de cogida, no tardó en convertir al buey en borrego, labró una gran faena y sólo por pincharlo se quedó sin trofeos. La vuelta al ruedo que lo obligaron a dar fue clamorosa, como clamorosa sería la que dio Paco Ureña por otra hazaña muleteril totalmente inesperada, pues el astifino burraco, un buey huidizo, hasta había obligado a desempolvar las banderillas negras y desarrolló un genio endemoniado –con el navajazo final le partió en dos el chaleco– sin conseguir amedrentar la estoica entrega del lorquino.

Fue, la de ese viernes 6, una muestra inesperada de la tauromaquia de otros tiempos, dramáticamente ajustada a las exigencias técnicas y estéticas del toreo contemporáneo.

Borja, la sensación.  El suceso del final de temporada en Las Ventas lo marcó la puerta grande abierta por Borja Jiménez el 8 de octubre luego de exprimir gota a gota las posibilidades de tres encastados victorinos, tan distintos entre sí como pareja y sin fisuras fue la entrega del sevillano, que les cortó la oreja a los tres, incluido el segundo de Román. Fue el suyo un alarde de toreo quieto y mandón, basado en una colocación perfecta y aderezado con carisma y sello propios. Lo más asombroso es que semejante torero partiera plaza en Madrid con solamente otra corrida toreada en el año, confirmando hasta dónde pueden llegar los cerrados intereses, omisiones y mezquindades del empresariado.

Esa tarde, nuestro Leo Valadez estuvo muy valiente, torero y cumplidor con el lote malo de Victorino, cuyo geniudo primero le había pegado seca cornada en el muslo derecho a Román, ese joven valenciano tan esforzado y pundonoroso al que toro que le levanta los pies del suelo, toro que irremediablemente lo manda al hospital.

Una lanza quebrada por la México. Viendo las reacciones del público de Madrid –que no son novedad, se ha manejado a capricho desde siempre–, y también del de Sevilla, hoy por hoy las plazas más importantes del microuniverso taurino –más micro que nunca–, me afirmo en la convicción de que la mejor afición que he podido conocer es la de la Plaza México. Me refiero, claro está, a la que me enseñó lo poco que sé de toros en los felices años 60 y el 70 del siglo XX. Esa que terminó siendo ahuyentada y finalmente aniquilada por las empresas autorreguladas, las autoridades omisas y el post toro de lidia mexicano.  

Puntualicemos. Sin dárselas de exigente, tan metido en fiesta que patentó el gigantesco ooole con que se saludan aquí las primeras notas de Cielo Andaluz, nuestro pasodoble de partir plaza, aquel público sabía ser imparcial e imponer su buen gusto combinando una sensibilidad natural para el arte con el criterio y los conocimientos derivados de ver toros cada domingo, y leer y conversar mucho del tema entre semana. Como no se dejaba llevar por la ley de las compensaciones ni por simpatías o antipatías a priori, sus juicios estaban relacionados siempre con el aquí y el ahora, no con deudas pasadas, afectos personales o alucinaciones compartidas. Sus broncas castigaban la incapacidad, la mandanga o la impostura, y si el juez de plaza equivocaba una decisión se lo hacía ver y pagar de inmediato.

Fue aquí donde floreció con mayor fuerza el coro consagratorio de ¡To-re-ro!¡To-re-ro!, nacido en el viejo Toreo, no en España ni en ningún otro lugar; y no faltaba en su repertorio ese otro de ¡to-ro!¡to-ro!, tan temido lo mismo por la figura infatuada que por el novillero incipiente porque decretaba inapelablemente la superioridad del astado sobre el diestro incapaz de aprovechar su bravura. Como todo ente vivo, mi Plaza México podía tener días buenos y malos, pero aún en los peores supo mantener firmes su personalidad inconfundible y la solidez de su sensibilidad y sus conceptos taurinos.

Como decía, esa afición no existe más. La fueron expulsando las trastadas y desafueros de una empresa cuya labor de zapa se extendió a casi un cuarto de siglo. A los grupos de aficionados bien organizados los sucedieron alcoholizados porristas a sueldo. Y quienes fueron llegando después, sobre todo a las barreras y tendidos de sombra, se creyeron que para pasar por conocedores tenían que rendir incondicional tributo a los ases foráneos –mientras más famosos más impunes–, contribuyendo por activa y por pasiva al juego de intereses y desmemorias que han ido acabando irremisiblemente con nuestra fiesta.

El toreo gitano en la pluma de Alcalino

En el siglo de oro del toreo, el toreo gitano merece capítulo aparte. No será un capítulo
extenso sino intenso, de aroma y sabor tan especiales como el arte leve y singular de una
corta lista de toreros de esa etnia romaní, asentada sobre todo en Andalucía, que
peregrina por España desde tiempo inmemorial y que, cuando se vistió de luces, fue para
entregarle a la Fiesta ejemplares tan extraordinarios como Joaquín Rodríguez “Cagancho”,
Francisco Vega de los Reyes “Gitanillo de Triana” o Rafael Gómez “El Gallo”, el primero de
ellos, nacido Madrid porque su padre, torero finísimo también él, hacía temporada en la
Villa y Corte; Fernando Gómez, el fundador de la dinastía de los Gallos, no era gitano,
pero sí lo fue la madre de sus hijos, la señá Gabriela Ortega, bailaora de fama.

Unos cuantos nombres, de menor prosapia, se irían agregando a la corta lista de los toreros
típicamente gitanos, caracterizados todos por su inconfundible vena artística, capaz de
alumbrar obras imperecederas, entreveradas con escenas de pánico impropias de
cualquier profesional responsable. Nótese que no agregamos a tan peculiar galería el
nombre de Joselito “El Gallo” porque la genialidad de José –paradigma por antonomasia
de una maestría sin fisuras– nada tuvo que ver con tan extravagantes comportamientos.
Cuando parecía que los artistas gitanos a lo Cagancho, a lo Curro Puya, estaban en vías de
extinción, llega al toreo un gitanito de Jerez de arte tanto o más quintaesenciado, pero
también más escondido. Escondido físicamente –Paula, doctorado en Ronda por Julio
Aparicio con Antonio Ordóñez como testigo (09.09.60), casi no salía del rincón del sur, es
decir, las plazas más meridionales de Andalucía la Baja, con Jerez, El Puerto de Santa
María y Sanlúcar de Barrameda como eje–, y escondido, oculto también artísticamente,
ya que más usual era verlo huir de los toros que hacerles sus cosas, un toreo, se decía, de
resonancias celestiales. Catorce años tardó en confirmar la alternativa en Madrid
(28.05.74, de manos del portuense José Luis Galloso), donde maravilló con el capote y
defraudó con la muleta. Y en esa situación estaba cuando la empresa de Vista Alegre, la
placita del barrio de Carabanchel, anunció una insólita feria de otoño cuyo cartel principal
integraban Antonio Bienvenida –sería, sin anunciarse así, la última corrida de su vida–,
Curro Romero y el propio Rafael de Paula. Toros asimismo jerezanos, hierro y divisa de
Fermín Bohórquez. Tres toreros de culto –aunque Paula lo era más bien de oídas—y la
moneda al aire que son esta clase de carteles.


El adiós de Antonio Bienvenida. Que Antonio se despedía esa tarde fue rumor de última
hora, había comunicado a las empresas de Valencia y Jaén, que lo tenían anunciado en sus

plazas para ese mes de octubre, que no contaran con él, que le había prometido a su
familia que no toreaba más. Y fue el suyo un adiós sin historia, más allá de la que a lo largo
de sus 34 años de matador tenía ya escrita Antonio, sevillano nacido en Caracas por
razones parecidas a las del eventual madrileño Rafael Gómez Ortega. Un toro sin fuerza y
otro de indócil y corta embestida le deparó el sorteo al gran torero que se iba y a ambos
los despachó dignamente pero sin contemplaciones. Y se marchó en silencio, llevando al
brazo el capote de seda con el que había partido plaza por última vez, hermosa prenda de
un negro cerrado que había pertenecido a Joselito “El Gallo”.


Diremos de paso que Curro Romero, elegantísimo en su traje azabache y oro, tuvo
destellos de arte con su primero –un sobrero de Juan Mari Pérez Tabernero que parchó la
corrida de Bohórquez—y a su muerte fue llamado a dar la vuelta al ruedo. Después nada.
Excepto la ascensión a los cielos de Rafael de Paula, el gitano escondido que al fin se
reveló en toda su esencia y sustancia toreras.


Hora de ceder la pluma a quienes tuvieron la dicha de presenciarlo.


Versión de El Ruedo. “¡Cómo sería la faena de Rafael de Paula que la naturaleza, como
cuando Josué detuvo al sol, se paró! Era ya de noche y la luna –la luna de los poetas y los
gitanos, no la de los astronautas—se detuvo a meditar, enamorada de tanta belleza. Y
Quien todo lo puede paró los relojes de España para que no perdiesen el ritmo del tiempo.
¡Por eso, la noche de la faena de Paula tuvo una hora más! (…) Comprenderán mis lectores
que escribo lleno de pasión (…) hay ocasiones en que la razón cede el mando al sentir, la
belleza desborda el alma y hay que darle salida para que no nos ahogue.


La faena mágica, intuida, presentida, tomó carne y se hizo realidad. Rafael sentía y hacía
sentir el toreo. Uno se sentía dentro del círculo encendido, ardiente y negro de las
embestidas del toro al que Paula iba engañando con la cadencia de sus movimientos
pausados, armónicos, perezosos. ¡Aquella revolera engendrada como media verónica en
que el capote giró tan lento que no parecía real! Aquella faena tan prieta, tan
concentrada, tan esencial, sin movimiento inútil, sin gesto que no fuera hermoso, sin pase
que no fuera canon de estética, de dominio, de arte… Cada lance, un asombro. El conjunto,
un prodigio (…) Porque en Rafael técnica y estética son una sola cosa: belleza (…)


Cómo me habría gustado que la plaza de Vista Alegre estuviera llena de jóvenes de
dieciocho, de veinte años, porque allí, por el milagro paulista, hubiera nacido una nueva
generación de aficionados que diera al traste con tantos entredichos y desencantos como
sufre la Fiesta. Quien tiene la ocasión de encontrarse con maravillas como ésta, cimera,
impar, comprende por qué el Toreo pervive y sobrevive y se eterniza y no podrá ser
arrojado nunca a las catacumbas (…)


Cuando acaba la corrida respetables señores, viejos aficionados, rodean el coche de Rafael
de Paula. –¡Una faena para la historia! ¡Enhorabuena, Rafael!–… –¡Ha resucitado El Niño

de la Palma!–… –¡No… No! ¡Gitanillo de Triana… el mejor, Francisco!–… –¡Has borrado
veinte años de toreo!…


Yo creo que no. Era sólo Rafael de Paula. El depositario actual de ese soplo divino que es el
toreo grande. Ya no es solo torero de Jerez. Es universal. Ni parecido a nadie de otra época,
porque él es él y ya es eterno…” (El Ruedo, 8 de octubre de 1974. Sin firma)
La epifanía de Paula con “Barbudo”. Ahora, algo más parecido a una descripción de lo
que Rafael de Paula realizó con el tercer toro de Fermín Bohórquez aquel 5 de octubre en
Vista Alegre. Lo publicó el diario madrileño ABC sin más firma que las iniciales P. M.
“Hizo su aparición “Barbudo”, un bonito ejemplar de Bohórquez. El bicho no cesa de
barbear tablas, incluso se dedica a escarbar (…) Ahí está Rafael de Paula. Silencio. Paula
lleva el capote muy recogido y se lo ofrece, como una dádiva, a su enemigo, que se
embelesa y sigue el alado engaño en cuatro verónicas. Un clamor. Un recorte. Otro clamor.
“Barbudo” toma una vara. Paula se dispone a hacer el quite. Un silencio claustral. Dos
verónicas y una media. Nuevo clamor. Verónicas éstas de Paula que levantan a la gente
del asiento. El viento, este viento artístico, se nos antoja refrescante ante tanto y tanto
capotazo que actualmente se prodiga. El capote, en las manos de Paula, es sutil, ligero.
Inspirador de formas.


Paula va a iniciar la faena de muleta. Unos ayudados por alto en los que “Barbudo” pasa
obediente delante del muletero. La plaza continúa siendo un clamor. Redondos, naturales
“¡Que no toque la música!” La música deja de oírse para dar paso a las únicas notas que
deben acompañar una faena. Olés, olés y olés subrayan cada pase del torero, que embruja
con su arte, que hechiza. Paula emerge, se transfigura. Sus pases se nos antojan algo
nuevo, distinto, nunca visto, y ahí está su fuerza. Paula mata de media tras pinchar en dos
ocasiones y aun así corta dos orejas. En la vuelta al ruedo, Sebastián Miranda, desde una
barrera del cinco, le arroja su sombrero. En el último, que atendía por “Nazareno”, entre el
viento y la embestida cortita y deslucida, Paula se deshizo de él tras trastearlo y matarlo
mal. Aplausos, más que nada de respeto al recuerdo de su faena cumbre (…)
Tarde de pasión, de controversias. De ráfagas de viento artístico que aún me llegan,
calientes en el recuerdo de la faena de Paula. De hechizo, de brujería, de magia. (ABC, 8 de
octubre de 1974).


No hubo más. Madrid no volvería a saber de Paula sino como un fenomenal capotero. Y
por el estilo el resto del mundo, salvo su rincón del sur. Pero así son los gitanos. Muy
dados a vivir del cuento. Y, a veces, a cuajar faenas que suscitan adhesiones y fervores
interminables.

TAUROMAQUIA. Alcalino.-  Más sobre lenguaje taurino (II)

Prosigo, a sabiendas que el cúmulo de frases y palabras que aluden al toro y su lidia es virtualmente inagotable. También a que todo ese esplendor léxico tiene su origen en nuestro admirativo apego por un hermoso y totémico animal, ocupante ancestral de incontables mitos y leyendas, fábulas e historias, en cuyo centro campa soberano el enigma de su bravura, el temeroso respeto a su fiereza, la acendrada devoción por quienes sean capaces de domeñarla para descubrir, al hacerlo, las infinitas posibilidades del arte. Y también está lo otro, la animadversión programada, el catálogo de insultos dictados por la incomprensión, la ceguera o el odio, manifestaciones y modas propias del siglo y el mundo que vivimos. Después de todo, exhiben a ambas especies tal cual son: la una tan arrogante y temible como noble; la otra, más temible aun, precisamente por su ausencia de nobleza.

Hay frases como “la hora de la verdad”, “coger al toro por los cuernos”, “abrirse de capa”, “cambiar de tercio”, “hacer una faena de aliño” o actuar “mirando al tendido” que ya forman parte del sentido común y la sabiduría populares. Algunas de ellas han trascendido incluso los límites del mundo hispanohablante. Y por otro lado están las otras, limitadas al ambiente taurino y que, sin embargo, no dejan de encerrar un contenido filosófico innegable, pues no cabe duda que “se torea como se es” y “el toreo es una fuerza del espíritu”, enunciados ambos de Juan Belmonte… con lo que queda dicho todo.

El lenguaje y la corrida. Más abundantes son las alocuciones que, para poder entenderse a cabalidad, exigen cierto conocimiento de la historia y el sentido de las corridas de toros. Un ejemplo recurrente es el famoso “no hay quinto malo” que heredamos de la época en que no se sorteaba y era el todopoderoso ganadero quien asignaba el orden de lidia de sus toros, procurando que el mejor de sus astados ocupara el quinto lugar; hasta que Luis Mazzantini impuso el sorteo para evitar que Rafael Guerra “Guerrita”, la figura más influyente de aquel tiempo, fuera generalmente el beneficiario. O lo que la lógica de la lidia le dictó a “Costillares” para que explicara, en el castizo lenguaje del tercio final del siglo XVIII, las razones de su invención del volapié: “a toro que no parte, partirle”, dicen que dijo. Y como ésta, muchas más surgieron ante la necesidad de resolver problemas provocados por las condiciones aviesas del largo catálogo de bichos avisados, meneados, geniudos, moruchos o marrajos que a menudo salían. Recursos que el medio taurino, con silvestre y pícaro ingenio, supo nombrar tan gráficamente como cuando se hablaba del “par a la media vuelta”, las “faenas sobre piernas” y las estocadas “a paso de banderillas” o “echándose fuera”. Y como éstas, tantos dichos y frases que se fueron agregando al peculiar lenguaje de las corridas de toros hasta integrar un catálogo de riqueza y abundancia sin paralelo, imposible de encontrar en el habla de los espectáculos públicos tradicionales, sean antiguos, modernos o contemporáneos. No hay deporte, por otra parte, capaz de competir en el terreno de su vocabulario particular con el de las corridas de toros.

Unas y otras, las de aplicación universal y las exclusivas del habla taurina, conforman un sistema léxico tan variado y vivo que tendría que hacernos repensar a nosotros taurinos, pero también a los antitaurinos y al hablante común, acerca de los alcances profundos de la tauromaquia como sistema artístico con una problemática permanentemente actualizada que han de resolver tanto el matador en turno como cada actor esencial o secundario, artista, artesano o auxiliar de la lidia. Problemática capaz de producir unos frutos artísticos cuya expresión oral refleja una complejidad y una riqueza dignas de estudio, y explican la intensidad de los goces, pasiones y controversias provocadas a través del tiempo por la corrida de toros y sus protagonistas. El principal, el toro.

Primer tercio. Ya han “partido plaza” las cuadrillas y cambiaron la seda por el percal. Ya se abrió la “puerta de los sustos” –“toriles”, “chiqueros” o como se le quiera llamar—y un peón se apresta a “correr al toro a una mano” –práctica hoy en desuso, como la misma forma de nombrarla–. Obviemos el nombre asignado a cada suerte, con todas las sutilezas y matices desarrolladas a través del tiempo, desde el vocablo general “lances de recibo” o “de saludo” a precisiones utilizadas para distinguir la verónica clásica de la que se dio a pies juntos, más la variedad de “parones”, “mandiles” –“delantales”, en España– y demás.

Hablemos de la palabra “quite”: de las expresiones típicamente taurinas es probablemente  la primera en uso, aceptación y aplicación universal. En su origen significó algo tan común como acudir en auxilio del picador caído o el lidiador en apuros; luego derivaría, ya en pleno siglo XX, en un exuberante repertorio de lances cuya designación particular solía aludir al creador de cada una de dichas suertes de adorno, ya distinguible el primitivo quite de emergencia del de lucimiento a la salida del caballo, o incluso sin mediar puyazo. Hasta que el insigne artista mexicano Pepe Ortiz desbordó con su inspiración todos los diques de la estricta denominación particularizada, pues era capaz de crear sobre la marcha un quite nuevo, o una combinatoria no menos inesperada y .

Ortiz, el Orfebre Tapatío, daría, con su hermoso ejemplo, el mayor mentís a la monotonía de quienes redujeron el repertorio de quites a la “chicuelina” y la “gaonera”, pero ya la Tauromaquia dictada por Pepe Hillo a José de la Tixera a finales del XVIII, describe una frondosa variedad de lances de capa, de la “navarra” a la “aragonesa” al “lance de frente por detrás”. Busque usted una variedad semejante en ingenio y número en el léxico de cualquier actividad deportiva. O, mejor, no se preocupe por hacerlo. Porque no la va a encontrar.

Segundo tercio. Lo de dividir la lidia en tercios también invadió pronto el habla coloquial –vamos a “cambiar de tercio”, dice el entrevistador a su entrevistado en cualquier programa informativo o  de opinión–, lo que en tauromaquia puede tener dos significados: el cambio de tercio ordenado por el clarín, o el llevar al toro de un tercio a otro del redondel, ya sea que lo haga un subalterno o el matador en turno.

Pero estamos en el segundo, es decir, en el de banderillas. También aquí, como en el tercio de varas, hay, para cada tipo de par, una denominación ad hoc. Y aunque lo común es ver banderillear “al cuarteo” a casi todos los toros, no por ello dejan de haber un jugoso repertorio de pares al “sesgo” o al “quiebro”, “cambiando el viaje” o de “poder a poder”, además de la posibilidad de hacerlo “por los adentros” –es decir, pasando el banderillero entre el toro y las tablas— o en terreno  abierto, al encuentro, al “relance” a “topacarnero” o a la “media vuelta”; de “sobaquillo” o “asomándose al balcón, a “toro pasado” o “cuadrando en la cara”…  Y así sucesivamente.

Último tercio. La palabra “faena” superó sus orígenes náutico y rural para designar inequívocamente el quehacer del matador muleta y estoque en mano. Hoy es muy difícil que alguien que hable español no la asocie mentalmente al sentido que le otorgó la tauromaquia. Dentro de la faena, como sabemos, cabe un extenso repertorio de pases que va mucho más allá del toreo en redondo, basado en la antigua distinción entre el muletazo “natural” –por el pitón del mismo lado de la mano que maneja el engaño—y el “cambiado” o “contrario”. Lo cual nos lleva directamente al asunto de los terrenos, identificados a su vez como “naturales” –el hombre que torea situado del lado de las “tablas” o “adentros” y el astado entre su lidiador y el centro del ruedo (los “medios”).

Obviemos la variedad de nombres aplicados a cada tipo de muletazo de lucimiento o adorno, donde cabe lo mismo toreo fundamental que “remates”, “desplantes”, “abaniqueos” y demás, para fijar nuestra atención en la “faena de aliño”, extraviada a favor de la necedad de perder el tiempo buscándole “las cosquillas” a tanto toro con el que no es factible la faena triunfal. Esta manía, impuesta por públicos ignotos y espadas incapaces de llevarles la contraria, data de bastante tiempo atrás y hoy se lleva insistentemente a cabo con bureles quedados y de marcada sosería, pero no existía cuando las dificultades de la casta devenida “genio” obligaban al torero a “abreviar” el trámite apelando al toreo de “dominio”, que solía ser tan interesante como meritorio e incluso bello –por ejemplo al “doblarse” con el toro para castigarlo, rematando perfectamente cada muletazo hasta hacer que el cornúpeto “sacara la lengua” y quedara en actitud de “pedir la muerte”–, o podía convertirse en inapelable derrota del matador cuando se le veía trastear de cualquier manera, “sobre piernas” y con notoria “pérdida de terreno”. Era entonces cuando, en lenguaje antiguo, “el que toreaba era el toro”.

La estocada. El acto supremo de dar muerte al toro, “la hora de la verdad”, conoció desde tiempo inmemorial una variedad igualmente perdida con el tiempo en favor del casi invariable volapié; solamente Manzanares hijo, Joselito Adame y algún otro nos regalan eventualmente con la ejecución de una buena estocada en la suerte de “recibir”, por lo general confundida con la que se da “a un tiempo” o “a toro arrancado”. Y mejor no hablar del descabello, ese recurso que tuvo cultores eximios como los Gallos –Rafael y Joselito— y Roberto Domínguez, o virtualmente infalibles, como el primer Vicente Barrera o Diego Puerta. Merece mencionarse, sin embargo, que el empleo del “ayudado” o espada simulada que los matadores acuden hoy a cambiar por el estoque de verdad cuando juzgan consumado lo medular de su faena inició su historia con un certificado médico presentado por Manolete luego de una fractura de clavícula –y la consiguiente pérdida de fuerza en el brazo—sufrida en la plaza de Alicante en 1945. Es decir, que lo que hoy es un hábito empezó siendo una excepción.      

Nuevamente, el espacio nos obliga a dejar este recuento para una ocasión futura. Pero el compromiso con el lector está hecho y, desde luego, pronto habrá una tercera entrega.

Jerez , toros, flamenco, y caballos. Por Alcalino

Situado al centro del llamado triángulo del flamenco –cuyos vértices son Ronda, Triana y
Cádiz según los flamencólogos–, Jerez de la Frontera bien puede considerarse un espacio
aparte dentro de la de por sí ubérrima tierra andaluza. En su territorio se dan con
generosidad la vid y el olivo, pero también una convivencia antigua y milagrosamente
armónica entre las poblaciones morisca y gitana y los amos de los cortijos y el dinero. La
cría caballar es allí milenaria, y los vinos y licores de la tierra ofrecen un aroma y buqué
tan exclusivos que algunas de las firmas modernas de más prestigio siguen en manos de
descendientes de las familias inglesas (Byass, Garvey, Osborne) y francesas (Domecq) que
hace más de dos siglos se establecieron en Jerez sin otra finalidad que su desarrollo
extensivo con fines comerciales. Hoy, a lo que en cualquier sitio ajeno y pretendidamente
cosmopolita se denomina con la voz inglesa sherry, los conocedores le siguen llamando
jerez, amén de extender su veneración a caldos como la manzanilla, el macharnudo o el
fino, otras de las exclusivas delicias enológicas de esta tierra sin par.


Taurinamente hablando, Jerez celebra dos ferias de mucha solera: la del caballo, a
principios de mayo, y la septembrina, en el marco de la vendimia de la uva y sus
derivados; a esta última correspondía la corrida concurso de ganaderías, tema del
presente cartel.


Campo, caballo y toro… ¿y toreros? Como el caballo de raza, el toro de lidia también
sentó sus reales en Jerez de la Frontera. Actualmente, la élite del campo bravo es en
buena parte jerezana, y encastes tan preclaros como los Núñez, los Domecq, los
Bohórquez o los Osborne, así como la mayoría de sus variados ramales y derivaciones,
nacen y pacen en su fértil campiña.


Extrañamente, los diestros jerezanos con real peso específico han sido escasos, por más
que José Lara “Chicorro”, de modesta trayectoria, haya cortado la primera oreja que se
otorgó en Madrid (29.10.1876), en tanto su sobrino Manuel Lara “Jerezano”, tan

insignificante como el tío, alcanzaba el honor de apadrinar la alternativa de Rodolfo Gaona
en Tetuán de las Victorias (31.05.1908), antes de irse a morir al puerto mexicano de
Veracruz como consecuencia de una cogida (06.10.1912). En mera promesa quedó Juan
Luis de la Rosa, que causara furor de becerrista a fginales de la segunda década del siglo
XX, y tampoco rebasaron la medianía matadores como Juan Antonio Romero, por los años
50, e infinidad de novilleros que habiendo apuntao el cante quedaron en agua de borrajas.
Contemporáneamente, los dos jerezanos de mayor fama, pese a sus contrastantes estilos,
han sido el hondo artista gitano Rafael de Paula y el arrojado pirata Juan José Padilla.
11 de septiembre de 1965. El coso se llenó y no era para menos: alternaban mano a mano
los Antonios Bienvenida y Ordóñez –casi nada, casi nadie—y pugnaban por el catavino de
oro seis criadores de alto bordo, entre ellos el mismísimo maestro de Ronda, cuyo
ejemplar iba a lidiar en quinto turno el hijo del Papa Negro. Más no se podía pedir.


“Cubanosito”, indultado. Antonio Bienvenida contendió en primer lugar con “Clavelero”,
de Atanasio Fernández, luego con “Sentenciado”, de Fermín Bohórquez y por último –no
hay quinto malo– con “Cubanosito”, de Antonio Ordóñez. Y fue con éste, que se
adjudicaría el premio del concurso de ganaderías, con el que el veterano triunfó en toda la
línea. Seis veces acometió a los caballos “Cubanosito”, a cambio de cuatro puyazos
recargando con gran estilo y dos más en los que el piquero aplicó el otro extremo del palo
–licencia sólo admisible en corridas de concurso–. Tras semejante prueba de resistencia,
el corpulento y badanudo astado llegó algo flojo de remos al tercio final, obligando a
Bienvenida a extremar el temple para mantener en pie la suave y repetitiva nobleza del
bragado criado en su finca “Valcargado” por el otro espada del cartel. De ese modo, el hijo
del Papa Negro pudo ligar una faena de corte clásico sobre ambos pitones, a base de
tandas cortas cumplida y toreramente rematadas. El tiempo transcurría, toro y torero más
entregados cada vez y la plaza en vilo, de modo que a nadie extrañó que se fuera
extendiendo la petición de indultar a “Cubanosito”, solicitud que la presidencia no tardó
en atender. Y con dos orejas traídas del destazadero, Antonio Bienvenida recorrió el anillo
entre aclamaciones; en una de las vueltas se hizo acompañar por el mayoral de la
ganadería de Antonio Ordóñez, triunfador absoluto del día en su doble condición de
torero y criador.


Seis orejas para el de Ronda. Sin duda, los seis señores del campo bravo andaluz y
salmantino convocados se esmeraron en la elección del ejemplar correspondiente, pues
sólo así se explica la elevada calidad del ganado que en tan feliz ocasión se lidió. Antonio
Ordóñez contendió con “Granjito”, de Antonio Pérez Tabernero, “Cumbreño”, de Carlos
Núñez, y “Gallineto”, del Marqués de Domecq. Sería difícil señalar en cuál de las tres
faenas rayó el rondeño a mayor altura porque tuvo una tarde inconmensurable. Había

reaparecido ese año, luego de dos temporadas alejado de la profesión, y para septiembre
tenía ya suficientes corridas en el cuerpo como para situarse en la cumbre de la madurez
artística y del dominio más magistral sobre los bureles.
Tarde histórica la suya, en la que incluso se dejó coger por su primero de tan confiado y
entregado como estaba; fue en el último tiempo de un derechazo que “Granjito” se
revolvió de súbito a favor de su querencia hacia las afueras y prendió espectacular y
peligrosamente al maestro de Ronda, que lejos de amilanarse volvió a requerir el rojo
engaño para redondear una faena de escándalo. Ni mejor ni peor, tan solo sutilmente
distinta, de las que vendrían después. Y como estuvo certero con la espada, a sus tres
toros les cortó las orejas con sendas peticiones de rabo no atendidas por la presidencia.
Tal vez porque reducir a los trofeos usuales tres obras de arte habría sido caer en la
vulgaridad.


En cualquier caso, fue una corrida absolutamente memorable, en que dos enormes y
veteranos artistas ofrecieron una de las tardes cimeras de sus respectivas trayectorias.
Reparto de premios. Al final, la decisión del jurado designado para discernir las preseas en
disputa fue salomónica: para Antonio Ordóñez fueron el catavino de plata por el conjunto
de su actuación, y el catavino de oro reservado al toro mejor lidiado, así como el toro de
oro adjudicado al ganadero triunfador. Por su parte, Antonio Bienvenida se hizo acreedor
a la oreja de oro en recompensa a la mejor faena.


Difícilmente habrá vivido Jerez, suprema catadora de toreo, jornada más feliz que ésta del
sábado 11 de septiembre de 1965. Y para un Antonio Ordóñez en plena posesión de su
arte armonioso y puro, perfecto de equilibrio y expresión, y además ganadero de tronío,
acaso haya sido la ocasión más soñada de su vida.

ANTONIO BIENVENIDA derrochó clase y maestría con “CUBANOSITO”, el vencedor del certamen ganadero, finalmente

Homenaje de Alcalino al escritor Ignacio Solares

Con Ignacio Solares (Cd. Juárez, 15.01.1945- Ciudad de México, 24.08.2023) desaparece
un académico e intelectual de fuste que además de prolífico autor de tantos temas –con
preferencia al histórico y la novela– fue destacado escritor y comentarista taurino y
eventual cronista de corridas de toros. Aun más: en tanto responsable del departamento
de publicaciones de la UNAM durante la rectoría del doctor Juan Ramón de la Fuente
–otro taurófilo sin complejos–, le debemos aquellos invaluables videos sobre la historia
del toreo en México que, además de interesantísimas filmaciones arcaicas, incluye una
larga serie de reportajes sobre la “corrida del domingo” que a lo largo de varias décadas
disfrutó el país entero en los noticiarios cinematográficos exhibidos como preámbulo de
las películas del día.


Ignacio Solares fue partidario acérrimo de Enrique Ponce y pude conocerlo personalmente
en ocasión de una corrida provinciana en la que participaba el valenciano. Resulta que
llegó a la hora, no encontró boletos en taquillas y yo tenía uno de sobra, que al advertir su
desazón le ofrecí. Vimos juntos el festejo y tuvo que aceptar algunas de mis objeciones al
quehacer de su torero. Quedamos como amigos y más de una vez nos saludamos en las
afueras de la Plaza México. Aunque sosteníamos esporádicas conversaciones telefónicas
dejé de verlo hace tiempo y la noticia de su deceso me entristeció sobremanera.


Solares fue coautor, con Jaime Rojas Palacios, del libro “Las cornadas” (Edit. Diana, 1981),
participó en programas taurinos por televisión y ejerció de cronista titular en El Universal
durante un par de temporadas grandes en la década pasada. Me ha parecido justo
dedicarle esta columna con un tema del que hablábamos y que alguna vez le prometí
abordar: el del lenguaje taurino y su evolución, no siempre afortunada ni bien
fundamentada por los narradores y críticos actuales, pero llena siempre de giros y guiños
lingüísticos de gran interés y originalidad.


El toro, principio y fin de todo. Para un ejercicio literario de cualquier tipo, el uso y
dominio de la sinonimia es requisito fundamental. Eso, que sabían y practicaban hasta la
exageración los revisteros antiguos, parecen haberlo relegado los actuales. No es que
antes se escribiera de toros mejor que ahora, por más que los ejemplos más pleclaros a

ese respecto pertenecen casi todos al pasado, pero el lenguaje tecnocrático, que todo lo
invade, también ha infectado el mundo del toro, y se pueden dar por desaparecidas
palabras como morlaco, burel, bicho, bovino, astado, cornúpeto –o cornúpeta, nunca supe
bien a bien a qué género gramatical pertenece el vocablo correcto–; por no hablar de las
voces referidas a la condición para la lidia de cada animal específico, donde noblón no
significaba exactamente noble así como el bravucón no es un toro bravo; en realidad, esa
manera de declinar los adjetivos usuales –mansurrón, docilón, gazapón, probón…–
adquiere, en el vocabulario taurino, cierto matiz denigratorio, curiosamente poco utilizado
en las reseñas actuales, que se suponen preocupadas por atender a las características de
los bovinos como base para enjuiciar la actuación del torero.


Entre la brevedad y la corrección política. Sería imperdonable omitir una muestra
significativa de la fraseología ligada al mundo del toro, llena de giros y tropos tan gráficos
como ingeniosos actualmente en trance de extinción. Así, había morlacos que alargaban
la gaita, o que permanecían en estado levantado –lo normal en los primeros momentos
de la lidia–, o que venían por el dinero de la temporada o barbeaban las tablas, o
derrotaban al bulto, … Y toros encampanados o resabiados o aplomados o que sabían
latín…


De paso, han descendido a los infiernos de la incorrección política voces como morucho,
marrajo, choto, rata, toro meneado o destartalado o buey de carreta, no vaya a ser que se
ofendan los señores ganaderos o el sacrosanto empresario en turno. Tiempo hubo en que
calificar a un bicho de pastueño o boyante –palabra que deriva de buey—, y no se diga de
pajuno, llevaba implícito cierto demérito por clamoroso que hubiese sido el triunfo del
torero, como cuando Rafael Solana “Verduguillo” descartó entre las faenas más grandes
de Rodolfo Gaona la de “Sangre Azul” de San Diego de los Padres (14.01.23) por tratarse
“del toro más tonto que se ha visto”, o Roque Solares Tacubac llamó “pazguato” el célebre
“Tanguito”, inmortalizado por Silverio Pérez (31.01.43). Claro que al multiplicarse tal tipo
de ejemplares excesivamente nobles aunque no exentos de buena casta, y, sobre todo, al
degenerar la obsesivamente buscada boyantía en pasividad, sosería, docilidad ovejuna, el
resultado es una tauromaquia transformada en toreografía –permítaseme presumir la
paternidad de este irónico vocablo–, responsable de la deserción de tantos aficionados y
del paralelo desinterés de las masas por un espectáculo que ha traicionado sus
fundamentos, donde la emoción y el riesgo nunca debieran estar ausentes.


Neologismos. Curiosamente, han aparecido en este siglo palabras capaces de enriquecer
el léxico taurino agregándole matices descriptivos que antes no tenía, por ejemplo esa
que califica a determinado burel de informal –los hubo siempre, pero nadie había atinado
con el vocablo exacto… quizás el más aproximado sería incierto–; pero ante un toro
incierto había que andarse con mucho cuidado, en tanto que la simple informalidad en las
embestidas más que un peligro inminente supone una irregularidad deslucidora de la

faena, y de paso puede confundir al espectador poco avezado, al grado de inducirlo a
suponer que la tal irregularidad procede de la incompetencia del torero.


Hablando de neologismos –relativos, porque llevan años usándose– está eso del
abreplaza y el cierraplaza, que funden en una sola palabra lo que antes eran frases
compuestas por tres. A cambio, yacen empolvándose en el último rincón del limbo las
muy precisas descripciones de la pinta o pelaje de los astados, y desde luego todo lo
concerniente a la forma y tipo de cornamentas, un universo de expresiones
exclusivamente taurinas que hoy nos vendrían de perlas para airear el frondoso y
bellísimo vocabulario de nuestra bienamada Fiesta, cuya riqueza léxica y semántica nunca
debió pasar a segundo término.


Continuará. Releo lo anterior y caigo en la enormidad del compromiso contraído. Pero
promesas son promesas y habré de desarrollar hasta donde dé de sí –hasta donde mis
limitados alcances lo permitan— un tema tan sugestivo como lo es el del lenguaje de los
toros, enraizado como ha estado siempre en nuestra mejor tradición léxica, coloquial y
cultural.


Que no se sorprenda el paciente lector si cualquiera de estos lunes le damos el espacio y
la continuidad prometidos.

Alcalino aborda el delicado tema del trato hispano a la la tauromaquia americana

Existe una manera infalible de minimizar, empequeñecer, jibarizar, restarles fuerza y
resonancia a las expresiones humanas, sean del tipo que sean. Basta con hacer como si no
existieran o, en su defecto, meterlas en un baúl al que pocas llaves tengan acceso y
alejarlo todo lo posible de miradas curiosas.


Este encapsulamiento sistemático lo ha practicado con singular aplicación el medio
taurino hispano. Si el toro de lidia simboliza al país, el toreo debe ser defendido como
exclusivo patrimonio cultural suyo. La consecuencia fue, secularmente, una tauromaquia
entendida y mantenida como coto cerrado y encerrado dentro del territorio español.
Cualquier intromisión, cualquier intervención ajena, ha de verse como descuido fugaz de
los aduaneros en turno que calígrafos y vigilantes atentos han de minimizar, si no es
posible borrarlo del todo, en su particular versión histórica de las corridas de toros.


Últimamente, en uno de tantos descuidos, se les coló Francia: ahora resulta que hasta
puede dar toreros buenos. Y ganaderos. Y escritores taurinos. Pero al otro lado de los
Pirineos se lo han tomado con calma, un simple contagio debido a su cercanía con la
matriz, repentinamente generosa. Porque, ya se sabe, para toreros, España. Y cuando una
ristra de indios de otro lado del Atlántico –la América nuestra, pensarían– desembarcaron
en sus costas y se pusieron a torear, y lo hacían tan bien que se adueñaron de la buena
voluntad y el interés del aficionado español simple y llano, entonces el aparato taurino
cerró sus tentáculos y arrojó al invasor de sus plazas.

Que los morenos se vuelvan a sus tierras, que esto que vinieron a hacer, que esa clase y ese arte y esa comprensión del toro y del toreo con que estaban llenando nuestras plazas es herejía inadmisible que debemos apresurarnos a exorcizar. Por eso, justo antes de que estallara la guerra civil, promovieron
el incivil boicot del miedo, como socarronamente lo llamó Juan Belmonte, viejo admirador de México y sus toreros. Era el gesto de un espíritu libre, humorista y lúcido en medio de
la xenofobia dominante.


Fue el boicot de 1936 la respuesta de un sistema absurdamente cerrado en un universo
naturalmente abierto, como lo es por definición el universo del arte. Que es capaz de
celebrar la creatividad humana en cualquiera de sus expresiones. Y puede reconocerlas
como patrimonio de determinada cultura o de cierto lugar, pero no acostumbra negarlas
ni menos clausurarlas, pues sabe que sería atentar contra su propia naturaleza.
Lo que sería hoy el arte de torear –en forma, diversidad y resonancia– sin el reaccionario y
celoso activismo xenófobo del hermano mayor hispano.
Gente necia ésta de México… y del mundo. Expulsados de un país que se veía a sí mismo
como propietario exclusivo del toreo, despachados sin contemplaciones, los mexicanos
–aztecas, solían llamarlos—siguieron a lo suyo, aunque solamente entre los suyos. Así
fructificó la época de oro del toreo en México (1930-1950 aproximadamente), y de nuevo
pudo paladear la afición española numerosas muestras –aunque ya debidamente

acotadas y bajo control— de cuánto el arte de torear podía enriquecerse cuando se abría
a otras sensibilidades y culturas. Fue así que más americanos –llegados de Venezuela y
Colombia principalmente– llevaron su mensaje torero a España, al tiempo que trasponían
la frontera de cristal tan celosamente encerrada en la piel de toro algunos portugueses de
porte y proceder magníficos. Y, curiosamente, ningún embajador galo o peruano todavía.
Hoy como ayer. La semana ida, Joselito Adame toreó y triunfó en España. Fue el viernes
11, en la plaza de Huesca, compartiendo cartel con Morante de la Puebla y Ginés Marín,
toros de Antonio Bañuelos, un ganadero que siempre ha declarado que, del escalafón, es
José, el de Aguascalientes, quien mejor entiende y cuaja a sus toros. Y el hidrocálido
–gentileza por gentileza—le ha correspondido una vez más cortándoles las orejas a los dos
su lote. Cuatro apéndices en total, por tres del joven Marín y ninguno de Morante, que
reaparecía luego de una convalecencia relativamente prolongada.


Joselito Adame. Este año ha toreado muy poco en España –de México, ni hablar–.
Ignorado por las empresas, ausente de las ferias grandes, ninguneado por la prensa
taurina de allá, autor de una gesta perfectamente estéril en el San Isidro de 2022 –aquella
voltereta espeluznante por un torazo castaño de Pedraza de Yeltes (17.05.22), seguida de
una faena tan torera como entregada estando el hombre a punto del desmayo–; y, de
súbito, el golpe éste de Huesca. Ya era inusual verlo encartelado con una figura –el de la
Puebla—y un joven con clase e ímpetus para dar y prestar, como Ginés. Pero alguna
fuerza tendrá el ganadero burgalés para que, al lado de ellos, la empresa pusiera al
mexicano. Que fue el que cortó el bacalao y se llevó la mejor parte.


Lo cual no significa que Joselito Adame pueda hacerse mayores ilusiones de cara al resto
de la temporada española. Cazará alguna corrida en plazas menores donde ya ha
triunfado reiteradamente, pero difícilmente Zaragoza o Guadalajara, donde años atrás
indultó un toro al que muleteó por nota. Y pronto lo tendremos de regreso, ojalá que para
dar fe de su espléndida madurez torera, propia de la figura más destacada de una
generación con pocas oportunidades. Si en Aguascalientes, por abril, le pegó un serio
repaso a El Juli en corrida de mano a mano, no por eso tendrá más reconocimiento entre
nosotros ni mejores emolumentos que esos españoles de todos los calibres alegremente
dispuestos a hacer la América. Aunque México, por dictado de Washington, ya sea más
bien Norteamérica.


El caso Roca Rey. Otro cuerpo extraño, peruano de procedencia, y resulta que es el único
llenaplazas auténtico que España ha conocido en el presente siglo. Pero lleva tres
percances consecutivos –siempre reaparece sin estar curado del todo–, y eso tiene muy
preocupado al empresariado. No es una preocupación vinculada al estado de salud de
Andrés Roca Rey sino en forma indirecta, por el efecto que los agresivos pitonazos que se
han cebado en su humanidad puedan tener en la taquilla. Saben que quien más sufre sus
reiteradas bajas por cornada es el ánimo de esos aficionados que en tropel acuden a los
cosos cada vez que el limeño está anunciado. Algo tendrá que lo distingue del resto.

Algo que no es sino una disposición heroica, desusada en estos tiempos. Con lo que Roca
Rey sabe y puede, podría darse el lujo de jugar al intocable y volver sano y salvo al hotel
sin haber dejado de animar muchas tardes con su probado torerismo. Pero si hiciera eso,
si se limitara a aprovechar al toro sencillo y salir del paso con el impropio, si se adocenara,
no sería Roca Rey. El único llenaplazas que le queda a la fiesta.


Luque, herido grave. Esto no entraña una crítica al resto del escalafón. La campaña
española de este año demuestra que la capacidad de entrega de los toreros –novilleros
incluidos—se escribe con sangre. A los muchos percances registrados últimamente se unió
este viernes –mismo día de la apoteosis en Huesca del mayor de los Adame—el sufrido
por Daniel Luque en El Puerto de Santa María. Luque, que es para mí el español más
puesto y de mejor trazo en la actualidad, estaba bordando a un astado muy encastado de
Montalvo cuando el bicho se rebeló a la maestría del torero, se le fue encima como si
fuera un tigre y le clavó el pitón en el vientre. Cornadón. Y es que, cuando el toro es toro,
nadie se encuentra a salvo. Aunque la gente tenga sus manías. Y hoy esté en que o torea
Roca Rey o habrá en las gradas mucho cemento calcinándose al rayo del sol. En El Puerto
apenas se ocupó ese día un tercio del aforo. Con Urdiales, Castella y Luque en el cartel. Y
repito que, para mí, tal como viene el año, es Daniel Luque el torero al que no habría que
perderle paso. Pero con la suerte, buena o mala, no hay quien pueda.


Cornadas. Tema casi casi tautológico cuando se habla de toros. Y, sin embargo, da la
casualidad que si el peligro desaparece, la fiesta languidece. El riesgo de cornada nunca se
irá del todo, de acuerdo. Pero si lo invisibilizamos, vía un semiastado bofo y soso, las
plazas se vacían y cunde el desinterés. Si es rematadamente absurdo afirmar, como tantos
antis, que la corrida es un mero vertedero de sangre que por amor a los animales y a la
civilidad hay que suprimir, nada de absurdo tiene reconocer que sin la sensación de riesgo
inminente, el toreo carece de sentido. Por eso, porque allá sigue saliendo el toro, en
España hasta futboleros distinguidos se declaran taurófilos –un montón de jugadores, el
seleccionador nacional, el presidente de la Liga, a quien Morante acaba de brindarle en
Huesca…–; mientras que en México, paraíso del post toro de lidia, todo mundo se tapa.
Bastaría con acudir a una estadística comparativa del número de cornadas que los toros
dan aquí y allá para encontrar la razón de fondo. Podrá alegarse que a la gente que va o
deja de ir a las plazas las estadísticas la tienen sin cuidado. Pero es indudable que el
colapso de la fiesta en nuestro país, su virtual desaparición de la escena pública, se ha
dado bajo el imperio del post toro de lidia mexicano y la pérdida de emoción que de sus
cansinos procederes emana. Ante tan palmaria evidencia, sobran especulaciones.


Más claro: si se habla de una especie de epidemia del disimulo –de la empresa y los
propietarios de la suspendida Plaza México, de los tenedores de derecho a apartado, de
los omisos medios escritos y audiovisuales, incluso de los toreros para defender lo suyo–,
habría que referirlo al ambiente antitaurino que nos rodea. Y cómo no, si lo ha precedido

la desaparición del toro entero, alerta, encastado y codicioso, capaz de hacer brillar el
peligro en sus astas y de transmitirlo arriba y abajo, a ruedo y tendidos.
Porque en el toro, y solamente en el toro, se encierra el ser o no ser del toreo.

Alcalino nos muestra a un Antonio Ordóñez mas que una figura un torero de culto

No es frecuente que un espada con estatus de figura indiscutible sea reconocido además
como torero de culto, categoría ésta usualmente reservada a los escasos artistas capaces
de suscitar adhesiones fervorosas entre los aficionados de paladar más selecto. Figuras de
alto bordo al tiempo que artistas con un sello singular, autores de obras perdurables e
irrepetibles, han sido, por ejemplo, Pepe Ortiz, Silverio Pérez y Luis Procuna en México, y
Juan Belmonte, Curro Romero y José Tomás en España.


A este grupo tan especial perteneció Antonio Ordóñez Araujo (Ronda, 16.02.32–Sevilla,
19.12.98), que nunca fue un torero de multitudes –para eso estaban Litri o El Cordobés–,
y sin embargo supo aglutinar en torno a su arte a aficionados de la más fina solera. Quien
busque en Ordóñez cifras rompedoras o campañas estrepitosas seguramente sufrirá una
decepción. “Una figura de verdad –solía decir el rondeño—debe estar dispuesto a salir a
morirse en la plaza cuatro o cinco veces por temporada”. Esta autodefinición, entre
heroica y melindrosa, dejará frío a más de uno. Digamos que existen constancias
bastantes de muchas tardes en las que Ordóñez salía simplemente a cumplir y tirar las
cartas, dejando con un palmo de narices a quienes habían pagado el boleto con la ilusión
de paladear su arte y clase excepcionales. Paralelamente, tampoco faltaron ocasiones
–nunca demasiadas—en las que Antonio “quiso” y pudo extraer faenas inesperadas de
toros aparentemente impropios. Y siempre, aun en sus días más nefastos, dejó algún
detalle imperial, islote áureo en medio de océanos de desgana.
En su Málaga. Andalucía la baja se asoma a la luz del Mediterráneo por el blanco puerto
de Málaga, capital de la provincia homónima, aprisionada entre las de Cádiz, Sevilla,
Córdoba y Granada. Desde Málaga se sube sinuosamente hasta la alta serranía que corona
el tajo de Ronda, donde Antonio Ordóñez nació y en cuyo bicentenario coso instituiría la
famosa corrida goyesca de principios de septiembre, en cuyos carteles participó mientras
le fue posible, incluso aquellos años en que se encontraba apartado de la profesión.

Pero la plaza que Antonio Ordóñez eligió como propia fue la Malagueta, cuya frondosa
feria, celebrada la primera semana de agosto, reúne a las principales figuras y suele contar
con una llamativa abundancia de toros propicios. Feria triunfalista, según lupas y
parámetros rigurosos, o alegremente grata para quienes tarde a tarde llenan el bello coso
mediterráneo para ver desempeñarse sin apuro a la grey coletuda, alejada de las
exigencias de Madrid o Bilbao y ante ganado que suele embestir muy por encima de la
media nacional. Será porque el oxígeno llena mejor los pulmones a nivel del mar.


Eje de la feria. Antonio Ordóñez participó, a lo largo de su vida, en más de medio centenar
de festejos celebrados en la Malagueta, infaltable en casi todas sus ferias y siempre como
astro mayor de la cartelería. En una época rebosante de figuras de los colores, sabores y
estilos más diversos se necesitaba una fuerza muy especial, en los despachos y en la
arena, de cara a la taquilla y frente al toro, para lograrlo. Ordóñez la tuvo, y en la feria
malagueña del 61 acometió la proeza de hacerse anunciar en seis tardes consecutivas, del
lunes 31 de julio al sábado 5 de agosto. Repetiría el gesto el año siguiente, pero puestos a
elegir, el suceso mayor de su biografía lo marcan las seis corridas de 1961. Como era de
esperar, la feria fue un irresistible continuum de triunfos para casi todas las espadas
importantes en liza, pero Ordóñez estaba en su plaza y no iba a permitir que nadie se le
fuera por delante. Y se superó a sí mismo a lo largo del ciclo. Aunque al final ocurriese lo
inesperado.


Para abrir boca. El último día de julio, en la segunda de feria, alternaron con el rondeño
Paco Camino y El Viti, dos recién doctorados que con el tiempo ocuparían sitio señero
entre las figuras de su época. Pero ni uno ni otro se encontraban aún en condiciones de
comprometer seriamente la hegemonía del dueño de casa. No obstante, Camino estuvo
cerca de lograrlo al cobrar las orejas del quinto de Atanasio Fernández, uno de los dos
mejores del encierro; el otro había sido el cuarto del hierro salmantino y Ordóñez lo
aprovechó de cabo a rabo, apéndice éste que terminaría por exhibir como trofeo máximo
y diferencial luego de coronar con su clásica estocada rinconera una faena de artista y
maestro consumado. El Viti, sin ganado propicio y demasiado adusto para el festivo gusto
malagueño prolongó en vano dos tenaces y áridos trasteos.


¡Tres toros de regalo! Al día siguiente –1 de agosto, tercera de feria–, estaban pintando
bastos hasta que el sexto de José Quesada, un novillote famélico, exacerbó los ánimos y
amenazó con provocar una bronca épica. Paco Camino la evitó astutamente anunciando
que lidiaría un toro de obsequio para compensar del fiasco a la enfadada concurrencia. No
queriendo ser menos, sus dos veteranos alternantes –Antonio y el toledano Gregorio
Sánchez—acudieron también a sendos obsequios. Esta inesperada corrida de nueve toros,
que había empezado bien, con faena de oreja de Ordóñez al abreplaza, cayó luego en un
sopor muy a tono con la calurosa tarde malagueña. Pero iba a estallar en explosiones de
júbilo durante las lidias extra debidas a la esplendidez de los tres espadas, provocada por
la falta de trapío del sexto bicho del deficiente encierro de Quesada.

El orden en que se lidiaron los sobreros no correspondió al de la antigüedad de los
alternantes. Por delante salió el obsequio de Paco Camino, con la divisa de Atanasio
Fernández, noble y pronto, justo lo que necesitaba el de Camas, pleno de celo juvenil,
para provocar un alboroto grande, premiado con las orejas y el rabo. El octavo fue para
Ordóñez, y Antonio le cuajó un faenón que tuvo votos al mejor de la feria. A saber qué
trofeos le habrían dado si no llega a fallar con el descabello: el premio se redujo a una
oreja. Y Gregorio Sánchez, con la tarde embalada en apoteosis, bordó una de las faenas de
su vida hasta el punto de recibir como recompensa las orejas, el rabo y una pata del
ejemplar de Antonio Pérez de San Fernando, noveno de la tarde. Era el de Santa Olaya un
torero de estilo seco pero con una formidable mano izquierda, y fue el primero en ser
izado en hombros, salida triunfal compartida con sus compañeros de cartel.


Ordóñez corta una pata. Fue la de un astado de su ganadería –anunciado a nombre de su
esposa, Carmina González–, cuarto de la cuarta corrida. Faena redonda, de deleitoso
sabor, que enloqueció a la multitud y sembró la arena de sombreros. Sería premiada como
la mejor de la feria… y de muchas ferias. Naturalmente no le hicieron sombra ni el local
Manolo Segura, de pocos contratos y apuradillo con un lote difícil, ni el recién doctorado
Manolé –Julio Aparicio le había cedido muleta y espada en la apertura de la feria, una de
las dos corridas en cuyos carteles no figuró Ordóñez (30.07.61)–; este Manolé, a fuerza de
tesón, iba a desorejar al sexto, un manso de Carmina González castigado con banderillas
negras y sosote en el tercio final. Por cierto, fue Antonio quien solicitó a la autoridad la
penalización del astado que él mismo había criado en su finca jerezana.
Vino en seguida –3 de agosto, quinta de feria, cinco toros de Samuel Hermanos y uno de
Carmina González— una tarde de tres orejas para el rondeño y una por coleta para Pedro
Martínez “Pedrés” y Paco Camino. Al otro día, Antonio cuajó a plenitud a un excelente
toro del Conde de la Corte y le cortó el rabo; el primer espada era esa tarde Julio Aparicio,
que se alzó con un apéndice del cuarto condeso, yéndose en blanco por segunda vez
Santiago Martín “El Viti”, al que le estaba costando entrar en el gusto de los malagueños.
Final sin triunfo y con sangre. Para cerrar su hazaña de seis tardes consecutivas en la feria
de sus amores, Ordóñez eligió una corrida de Pablo Romero. Toros cuya raza los
desaconsejaba para los pipiolos del escalafón, de modo que con el de Ronda hicieron el
paseíllo los experimentados Pedrés y Gregorio Sánchez. Adelantemos que el único que
tocó pelo esa tarde fue el albaceteño Pedro Martínez, las dos orejas del quinto
plablorromero. A esas alturas Antonio Ordóñez estaba en manos del cuerpo médico de la
Malagueta, herido al estoquear al cuarto de la tarde, cuyo genio lo había traído a mal
traer, luego que tampoco consiguiera lucirse con el complicado abreplaza.


El parte facultativo de la cornada hablaba de una “herida contusa en la región escrotal,
que rompe septum y hernia ambos testículos, contusionándolos, así como el cordón
espermático, presentando una trayectoria hacia arriba que alcanza el peritoneo posterior.

Gran hematoma. Pronóstico grave.” No lo sería tanto, pues Antonio reaparecía sin
problemas el día 19, en San Sebastián.


Figura grande en dos tramos. Antonio Ordóñez se vistió de luces por primera vez en 1949.
Ya apuntaba desde el principio un corte de resonancias clásicas pero revestido de un
empaque muy personal. Tras su consagración novilleril en Las Ventas tomó la alternativa
de manos de Julio Aparicio (Madrid, 28.06.51: toro “Bravío”, de Galache). Despegó como
figura en el abril sevillano de 1952 para alcanzar su apogeo en la segunda mitad de dicha
década; muy castigado por los toros, su inesperada retirada del 18 de noviembre de 1962,
en Lima, lo mantuvo alejado de los ruedos hasta que a principios de 1965 decidió
reaparecer. Quienes lo seguían y le rendían culto aseguran que fue en ése y los tres años
siguientes cuando produjo sus obras más perfectas y acabadas, pero no es menos cierto
que la década del 70 lo tomó a contrapié, físicamente mermado y con el toreo copado por
la popularidad de El Cordobés y el apogeo de la tríada Puerta-Camino-Viti. Las secuelas de
una lesión de cervicales en la isidrada del 71 lo indujeron a quitarse de la circulación a
mitad de esa temporada, en San Sebastián (12.08.71). Una década después haría un
intento fallido por volver. El año anterior había toreado por última vez la goyesca de
Ronda mano a mano con su yerno Francisco Rivera “Paquirri” (09.09.80), festejo
consolidado hoy como infaltable tradición, y que Antonio continuaría organizando hasta


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