Armillita en un adorno. Oleo de Ruano Llopis. La primera imagen, la segunda , la de su rival en el ruedo, Alberto Balderas.
Alberto Balderas
Se ha dicho que El Toreo fue la plaza de los manos a mano. También que el más apasionante de todos, tanto que llenó una época y se repitió más veces que ningún otro, lo protagonizaron Fermín Espinosa “Armillita” y Lorenzo Garza, a tono con Alberto Balderasel permanente debate entablado por sus incontables y enconados partidarios. Pero si ambos tuvieron un tercer alternante especialmente combativo e incómodo, ése fue Alberto Balderas. Sin importar que las más de las veces Fermín y Lorenzo resultaran vencedores, Balderas siempre volvía a retarlos, empujado por su Porra, tan numerosa y brava como capaz de recurrir a todo –despliegue publicitario, octavillas agresivas que repartían en el tendido, cronistas condicionados a favor– con tal de mantener a su torero en el candelero.
¿Cómo correspondía Alberto al activismo incesante de aquel aparato tan bien aceitado? Arrimándose al toro sin tregua ni reposo. Había sido un novillero fino, orientado hacia el clasicismo por su mentor Samuel Solís, contemporáneo de Rodolfo Gaona. Hasta se atrevieron a considerarlo posible sucesor del Califa de León, cuyo suntuoso toreo de capa y elegantes segundos tercios hacía recordar. Pero sus primeros pasos como matador no fueron auspiciosos en México y menos aún en España, donde su nombre apenas contó luego de que tomara allá la alternativa (Morón de la Frontera, 10.09.30, de manos de Manolo Bienvenida). Hasta que un despertar inesperado, en el invierno capitalino de 1932-33, lo colocó definitivamente en figura. Afanoso por conquistar un sitio entre los ases, había cambiado de estilo hasta transformar sus faenas en un combate abierto, algo descuidado de las formas pero de gran impacto popular. Incluso le favoreció que la empresa Dominguín-Margeli lo excluyera de dos temporadas grandes consecutivas, pues sus partidarios reaccionaron volcándose en contra de Domingo Ortega, poderdante de su tocayo Dominguín y el verdadero poder tras la sillón empresarial. En realidad, lo único que de momento consiguieron fue, en corrida ajena a la empresa constituida, un mano a mano con Garza que encumbraría definitivamente al de Monterrey, porque a Alberto lo hirió de gravedad el primer toro dejándole a Lorenzo los seis de San Mateo con los que iba a escribir una de las páginas más brillantes de su ejecutoria (03.02.35). Pero hasta de esa adversidad supieron sacar raja los balderistas, que no tardarían en nombrar Torero de México a su ídolo pese a que dicho título, puesto en juego en otro par de trepidantes encuentros directos con Lorenzo (23.02 y 15.03.36), lo había ganado en buena lid el de Monterrey, al que no pareció preocuparle que su rival se apoderara del sobrenombre.
Balderas mano a mano con Armillita. Ocho veces, a lo largo de la década del treinta, se repitió ese cartel en el coso de la Condesa. Y aunque en el recuento sale mejor parado el Maestro de Saltillo (cortó 11 orejas y 4 rabos por 9 y 3 de su oponente), hubo una tarde en la que Alberto lo arrolló sin consideración ni reparos, alcanzando uno de los triunfos más sonoros que registran los anales de El Toreo. A esa corrida, celebrada el domingo 22 de enero de 1939, se referirá la presente Historia de un cartel. Ya no era Balderas el consentido de don Antonio Llaguno, el amo de San Mateo, que tanto lo había impulsado y que ahora reservaba sus ejemplares de mejor nota para Lorenzo Garza y Luis Castro “El Soldado”. La temporada de 1938-39 se venía dando sin especial lucimiento cuando Garza protagonizó una de sus apoteósicas encerronas con ganado sanmateíno (15.01.39); así las cosas, se anunció para el domingo siguiente la presentación de Alberto Balderas, con toros de Piedras Negras y Fermín Espinosa como alternante. Armillita llevaba ese invierno una campaña bastante floja y los balderistas recibieron a su torero con tal entusiasmo que tuvo Alberto que dar una vuelta al ruedo en agradecimiento por la calurosa acogida.
La prensa, tanto la de información general como la especializada en toros, sabía tender oportunos puentes entre pasado y presente, y para calentar el ambiente no dejó de remitirse a aquel otro mano a mano, también con astados de la divisa rojo y negro del campo tlaxcalteca, cuando Balderas arrojó la oreja todavía caliente de “Carrocero” a la cara de Carlos Quirós “Monosabio”, factótum de la crónica taurina desde su tribuna de La Afición, donde le negaba todo mérito y acostumbraba zaherir con saña a sus seguidores. Llevaba Alberto la ropa destrozada y una herida de cierta consideración que lo recluyó en la enfermería dejándole el resto del encierro a Fermín Armilla, que no tardaría en cortar el rabo del cierraplaza “Algarrobo” (22.01.33). De hecho, antes de ésta de enero del 39, que sería la sexta confrontación directa entre ambos en el coso de la Condesa, el “Chato” Balderas las había perdido todas con Fermín. Pero el tipo tenía tanta casta que ese dato adverso seguramente obró como un revulsivo para su sed de venganza.
Mucha romana. En una época en que las pugnas más duras no sólo involucraban a las figuras sino también a los ganaderos de tronío, don Wiliulfo González eligió para la ocasión una señora corrida de toros, pendiente de establecer claro contraste con el apañado encierro que don Antonio Llaguno acababa de servirle a Lorenzo Garza para que redondeara un triunfo de escándalo. Nada que impresionara mayormente a un Armilla forjado con los tremendos encierros españoles de antes de la guerra, pero tampoco a un Balderas con ánimo de saltar la raya allí donde se la pintaran a pura decisión y coraje.
Naturalmente, el lleno fue de los que agotan el boletaje.
Fermín, borroso. El saltillense, que se había estrenado cortándole el rabo al sanmateíno que abrió la temporada –“Pandereto” de nombre—, tuvo luego un terceto de actuaciones más bien grises, la primera de ellas como padrino de confirmación de Silverio Pérez (11.12.38). No era lo habitual en Fermín y sus partidarios esperaban la revancha. Pero lo que llegó fue una nueva decepción; es decir, tres lidias simplemente correctas, con una segunda faena de estructura sin duda más templada y fluidamente moderna que las de Balderas, malograda al demorar la muerte de “Tendero”.Y eso enfrió a la gente, como fría en general fue la actuación del menor de los Armilla.
Alberto bate todas las marcas. Tuvo la tarde más feliz de su vida, sin resquicios para el desaliento, haciendo de las tres lidias a su cargo un continuum triunfal que mantuvo a la plaza en tensión y a su numeroso y entusiasta partido en un grito aclamatorio que parecía no terminar nunca. Le correspondieron, en ese orden, “Gallareto”, “Lucerito” y “Marinero”, noble el primero, duro y encastado el segundo y con mucho que torear el bravo cierraplaza. A los tres les hizo horrores. Se prodigó en quites: variado, corajudo, emotivo siempre; rayó a la altura de su fama de gran banderillero, y muleta en mano los toreó de pie y de rodillas, por alto y por bajo, sentado en el estribo o golpeándoles la jeta con la rodilla para provocar la remisa arrancada en la fase final de sus faenas. Y con la espada –su punto débil de otras veces— se mostró resuelto, seguro y eficaz. Las orejas y el rabo, galardón máximo que el reglamento permite, se reprodujeron en las tres ocasiones. Algo que no había conseguido nadie en El Toreo, ni volvió a darse después.
Crónica de “El Duque de Veragua”. Armando de Maria y Campos, que lo mismo firmaba crónica taurina que teatral, daría profesión de fe balderista, con sugestivos toques de antiarmillismo, en el relato celebratorio de la apoteosis del Chato Balderas, según demuestra este breve extracto: “El Torero de México por excelencia, no sólo de nombre, sino porque el sabor de su arte se ajusta al buen gusto de la mayoría del público de México, tuvo una tarde triunfal (…) mató tres toros y cortó seis orejas y tres rabos ¿Hay alguien que pueda decir con menos palabras lo que significó para todos el triunfo del gran torero mexicano? (…) Sus tres toros de Piedras Negras salieron a pelear, y Balderas, cuando de pelear se trata, es siempre el primero (…) Extraordinariamente valiente, su valor empaña a veces su buen estilo (…) Podía, si así lo deseara, torear más tranquilo y asentado, y brillaría más su gran estilo de artista que siente y hace sentir el toreo. Aun así, qué sabor, qué color y que olor tienen los lances con el capote de este gran estilista (…) Inició su apoteósica actuación con un gran quite a la mariposa al primer toro. Y se quedó solo oyendo palmas durante toda la tarde porque asustó a su alternante, al que le dio un baño morrocotudo. (…) Toreó con la derecha ligando y mandando, con la izquierda cuajó magníficos naturales, se adornó temerario (…) Y aquí viene otra revelación: Balderas se encuentra convertido en un gran matador de toros (…) Tarde triunfal, de torero que además de tener arte sale siempre con el deseo de hacerse aplaudir, no podía tener como colofón otra cosa que la inevitable salida en hombros y el paseo triunfal por las calles de la ciudad.” (”El Eco Taurino”, semanario. 26 de enero de 1939)
A Alberto Balderas Reyes (México DF, 7 de abril de 1910-29 de diciembre de 1940), le quedaban exactamente un año, once meses y siete días de vida. La perdería un día aciago sobre la misma arena que aquel 22 de enero alfombró su paso con sombreros, puros y prendas, arrancadas del graderío de la Condesa por el poder de su entrega y su carisma.
Se ha dicho que El Toreo fue la plaza de los manos a mano. También que el más apasionante de todos, tanto que llenó una época y se repitió más veces que ningún otro, lo protagonizaron Fermín Espinosa “Armillita” y Lorenzo Garza, a tono con el permanente debate entablado por sus incontables y enconados partidarios. Pero si ambos tuvieron un tercer alternante especialmente combativo e incómodo, ése fue Alberto Balderas. Sin importar que las más de las veces Fermín y Lorenzo resultaran vencedores, Balderas siempre volvía a retarlos, empujado por su Porra, tan numerosa y brava como capaz de recurrir a todo –despliegue publicitario, octavillas agresivas que repartían en el tendido, cronistas condicionados a favor– con tal de mantener a su torero en el candelero.
¿Cómo correspondía Alberto al activismo incesante de aquel aparato tan bien aceitado? Arrimándose al toro sin tregua ni reposo. Había sido un novillero fino, orientado hacia el clasicismo por su mentor Samuel Solís, contemporáneo de Rodolfo Gaona. Hasta se atrevieron a considerarlo posible sucesor del Califa de León, cuyo suntuoso toreo de capa y elegantes segundos tercios hacía recordar. Pero sus primeros pasos como matador no fueron auspiciosos en México y menos aún en España, donde su nombre apenas contó luego de que tomara allá la alternativa (Morón de la Frontera, 10.09.30, de manos de Manolo Bienvenida). Hasta que un despertar inesperado, en el invierno capitalino de 1932-33, lo colocó definitivamente en figura. Afanoso por conquistar un sitio entre los ases, había cambiado de estilo hasta transformar sus faenas en un combate abierto, algo descuidado de las formas pero de gran impacto popular. Incluso le favoreció que la empresa Dominguín-Margeli lo excluyera de dos temporadas grandes consecutivas, pues sus partidarios reaccionaron volcándose en contra de Domingo Ortega, poderdante de su tocayo Dominguín y el verdadero poder tras la sillón empresarial. En realidad, lo único que de momento consiguieron fue, en corrida ajena a la empresa constituida, un mano a mano con Garza que encumbraría definitivamente al de Monterrey, porque a Alberto lo hirió de gravedad el primer toro dejándole a Lorenzo los seis de San Mateo con los que iba a escribir una de las páginas más brillantes de su ejecutoria (03.02.35). Pero hasta de esa adversidad supieron sacar raja los balderistas, que no tardarían en nombrar Torero de México a su ídolo pese a que dicho título, puesto en juego en otro par de trepidantes encuentros directos con Lorenzo (23.02 y 15.03.36), lo había ganado en buena lid el de Monterrey, al que no pareció preocuparle que su rival se apoderara del sobrenombre.
Balderas mano a mano con Armillita. Ocho veces, a lo largo de la década del treinta, se repitió ese cartel en el coso de la Condesa. Y aunque en el recuento sale mejor parado el Maestro de Saltillo (cortó 11 orejas y 4 rabos por 9 y 3 de su oponente), hubo una tarde en la que Alberto lo arrolló sin consideración ni reparos, alcanzando uno de los triunfos más sonoros que registran los anales de El Toreo. A esa corrida, celebrada el domingo 22 de enero de 1939, se referirá la presente Historia de un cartel. Ya no era Balderas el consentido de don Antonio Llaguno, el amo de San Mateo, que tanto lo había impulsado y que ahora reservaba sus ejemplares de mejor nota para Lorenzo Garza y Luis Castro “El Soldado”. La temporada de 1938-39 se venía dando sin especial lucimiento cuando Garza protagonizó una de sus apoteósicas encerronas con ganado sanmateíno (15.01.39); así las cosas, se anunció para el domingo siguiente la presentación de Alberto Balderas, con toros de Piedras Negras y Fermín Espinosa como alternante. Armillita llevaba ese invierno una campaña bastante floja y los balderistas recibieron a su torero con tal entusiasmo que tuvo Alberto que dar una vuelta al ruedo en agradecimiento por la calurosa acogida.
La prensa, tanto la de información general como la especializada en toros, sabía tender oportunos puentes entre pasado y presente, y para calentar el ambiente no dejó de remitirse a aquel otro mano a mano, también con astados de la divisa rojo y negro del campo tlaxcalteca, cuando Balderas arrojó la oreja todavía caliente de “Carrocero” a la cara de Carlos Quirós “Monosabio”, factótum de la crónica taurina desde su tribuna de La Afición, donde le negaba todo mérito y acostumbraba zaherir con saña a sus seguidores. Llevaba Alberto la ropa destrozada y una herida de cierta consideración que lo recluyó en la enfermería dejándole el resto del encierro a Fermín Armilla, que no tardaría en cortar el rabo del cierraplaza “Algarrobo” (22.01.33). De hecho, antes de ésta de enero del 39, que sería la sexta confrontación directa entre ambos en el coso de la Condesa, el “Chato” Balderas las había perdido todas con Fermín. Pero el tipo tenía tanta casta que ese dato adverso seguramente obró como un revulsivo para su sed de venganza.
Mucha romana. En una época en que las pugnas más duras no sólo involucraban a las figuras sino también a los ganaderos de tronío, don Wiliulfo González eligió para la ocasión una señora corrida de toros, pendiente de establecer claro contraste con el apañado encierro que don Antonio Llaguno acababa de servirle a Lorenzo Garza para que redondeara un triunfo de escándalo. Nada que impresionara mayormente a un Armilla forjado con los tremendos encierros españoles de antes de la guerra, pero tampoco a un Balderas con ánimo de saltar la raya allí donde se la pintaran a pura decisión y coraje.
Naturalmente, el lleno fue de los que agotan el boletaje.
Fermín, borroso. El saltillense, que se había estrenado cortándole el rabo al sanmateíno que abrió la temporada –“Pandereto” de nombre—, tuvo luego un terceto de actuaciones más bien grises, la primera de ellas como padrino de confirmación de Silverio Pérez (11.12.38). No era lo habitual en Fermín y sus partidarios esperaban la revancha. Pero lo que llegó fue una nueva decepción; es decir, tres lidias simplemente correctas, con una segunda faena de estructura sin duda más templada y fluidamente moderna que las de Balderas, malograda al demorar la muerte de “Tendero”.Y eso enfrió a la gente, como fría en general fue la actuación del menor de los Armilla.
Alberto bate todas las marcas. Tuvo la tarde más feliz de su vida, sin resquicios para el desaliento, haciendo de las tres lidias a su cargo un continuum triunfal que mantuvo a la plaza en tensión y a su numeroso y entusiasta partido en un grito aclamatorio que parecía no terminar nunca. Le correspondieron, en ese orden, “Gallareto”, “Lucerito” y “Marinero”, noble el primero, duro y encastado el segundo y con mucho que torear el bravo cierraplaza. A los tres les hizo horrores. Se prodigó en quites: variado, corajudo, emotivo siempre; rayó a la altura de su fama de gran banderillero, y muleta en mano los toreó de pie y de rodillas, por alto y por bajo, sentado en el estribo o golpeándoles la jeta con la rodilla para provocar la remisa arrancada en la fase final de sus faenas. Y con la espada –su punto débil de otras veces— se mostró resuelto, seguro y eficaz. Las orejas y el rabo, galardón máximo que el reglamento permite, se reprodujeron en las tres ocasiones. Algo que no había conseguido nadie en El Toreo, ni volvió a darse después.
Crónica de “El Duque de Veragua”. Armando de Maria y Campos, que lo mismo firmaba crónica taurina que teatral, daría profesión de fe balderista, con sugestivos toques de antiarmillismo, en el relato celebratorio de la apoteosis del Chato Balderas, según demuestra este breve extracto: “El Torero de México por excelencia, no sólo de nombre, sino porque el sabor de su arte se ajusta al buen gusto de la mayoría del público de México, tuvo una tarde triunfal (…) mató tres toros y cortó seis orejas y tres rabos ¿Hay alguien que pueda decir con menos palabras lo que significó para todos el triunfo del gran torero mexicano? (…) Sus tres toros de Piedras Negras salieron a pelear, y Balderas, cuando de pelear se trata, es siempre el primero (…) Extraordinariamente valiente, su valor empaña a veces su buen estilo (…) Podía, si así lo deseara, torear más tranquilo y asentado, y brillaría más su gran estilo de artista que siente y hace sentir el toreo. Aun así, qué sabor, qué color y que olor tienen los lances con el capote de este gran estilista (…) Inició su apoteósica actuación con un gran quite a la mariposa al primer toro. Y se quedó solo oyendo palmas durante toda la tarde porque asustó a su alternante, al que le dio un baño morrocotudo. (…) Toreó con la derecha ligando y mandando, con la izquierda cuajó magníficos naturales, se adornó temerario (…) Y aquí viene otra revelación: Balderas se encuentra convertido en un gran matador de toros (…) Tarde triunfal, de torero que además de tener arte sale siempre con el deseo de hacerse aplaudir, no podía tener como colofón otra cosa que la inevitable salida en hombros y el paseo triunfal por las calles de la ciudad.” (”El Eco Taurino”, semanario. 26 de enero de 1939)
A Alberto Balderas Reyes (México DF, 7 de abril de 1910-29 de diciembre de 1940), le quedaban exactamente un año, once meses y siete días de vida. La perdería un día aciago sobre la misma arena que aquel 22 de enero alfombró su paso con sombreros, puros y prendas, arrancadas del graderío de la Condesa por el poder de su entrega y su carisma.