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TAUROMAQUIA. Alcalino.- La fiesta no manifiesta

¿Cuál sería la situación de la Fiesta de toros a nivel mundial si se reconociera como una realidad abierta y diversa, no recluida en estancos dictados por la mezquindad y los vanos nacionalismos, y controlada por mafias más o menos disimuladas desde tiempo inmemorial? Me lo pregunto mientras repaso LA FIESTA NO MANIFIESTA, espléndida coedición debida a la alianza entre Tauromaquia Mexicana y Tratado Trilateral Taurino (Campeche, Yucatán y Quintana Roo) que reúne, bajo la dirección de Antonio Rivera Rodríguez, una cuidadosa selección de textos y estadísticas relativos a las tauromaquias que los pobladores de la península de Yucatán animan de siglos atrás, al margen de la difusión mediática y al son del corazón maya de los habitantes de aquella región en tantos sentidos privilegiada, al tiempo que ignorada, explotada y depauperada por la codicia, la ignorancia y el racismo ancestrales.

Declaración de la Ceiba. Bajo el nombre del árbol sagrado de los mayas, se reproduce como pórtico a la jugosa lectura de una obra cuya singularidad la distingue de cualquier otra. Y consiste en un decálogo, signado por representantes de los tres estados del sureste mexicano que pertenecen a los capítulos correspondientes de Tauromaquia Mexicana del siglo XXI.

Abreviándolo por razones de espacio, sintetizo esta valiosa declaración de principios:

Los festejos taurinos que se verifican en cada ciudad, municipio, comisaría y comunidad de los estados de Yucatán, Campeche y Quintana Roo son eje insustituible de sus fiestas patronales y constituyen una Tradición popular peninsular definible como patrimonio cultural inmaterial por derecho propio.

Son representación viva de un bien inherente a la cultura popular de la península, por cuanto pueda tener ésta de conjunto de prácticas tradicionales, patrimoniales y espirituales transmitidos de generación en generación que incluyen un lenguaje propio y encierra modos de vida, expresiones artísticas, creencias, valores, conocimientos y saberes ancestrales.

Que la zona geográfica mencionada registra año alrededor de 2162 festejos taurinos, sumadas las 360 poblaciones que les dan asiento, de los cuales solamente en Yucatán se llevan a cabo 1640 en 270 localidades distintas.

Que la citada zona del país tiene los índices de violencia más bajos a nivel nacional, desmintiendo la equivocada idea de que la tauromaquia estimula por sí misma la agresividad y salvajismo de quienes gustan de ella, incluidos los niños que por millares asisten y disfrutan de nuestras fiestas taurinas tradicionales.

Que toda acción que amenace, agreda, limite o condicione la vigencia y conservación de la identidad cultural propia de cada pueblo proviene de una clara e insensible actitud etnocentrista, proveniente de culturas ajenas a la nuestra aunque sea acríticamente.

abrazadas por grupos nacionales y locales dominados por las ideas de una globalización dictada desde fuera.

Que el etnocentrismo ha sido históricamente fuente de intolerancias, autoritarismo y racismos y discriminaciones diversas que destruyen culturas y amenazan el futuro de la humanidad.   

Que el toro de lidia o toro de casta indispensable para  la realización de estas fiestas tradicionales pervive solamente gracias a las mismas, y por lo tanto desaparecería si por dictado externo llegaran a suprimirse.

Que, de acuerdo con el Convenio No. 169 de la OIT (Organización Internacional del Trabajo) del cual es miembro solidario, el gobierno federal mexicano está obligado a proteger el derecho de las comunidades indígenas al sistema cultural y de valores que les es propio, y protegerlos de la asimilación forzada de visiones del mundo disruptivas y ajenas (Derecho a la identidad e integridad cultural).

Como se ve, los taurinos peninsulares tienen una idea mucho más clara de los riesgos y orígenes del abolicionismo que los que predominan entre taurinos y taurófilos preocupados por la censura rampante que padecemos, y un argumentario en defensa de lo nuestro estructurado con impecable clarividencia.

La Fiesta no Manifiesta. Dos cosas caracterizan a la tauromaquia del sureste mexicano: su diversidad –dependiendo de las tradiciones de cada localidad y su desarrollo evolutivo, los festejos taurinos no siguen un único formato–; y asimismo el hecho de que los toros están insertos en ritos y prácticas tradicionales que van más allá de la “corrida”, la cual forma parte de celebraciones religiosas y profanas que se extienden a jornadas enteras de varios días de duración, en torno siempre a las fiestas patronales.

Estas celebraciones Incluyen a comunidades enteras, con papeles relevantes para niños y adultos, mujeres y hombres, indígenas y mestizos, cofradías y conjuntos de baile regional; una parafernalia costumbrista ritualmente organizada y observada con absoluta seriedad por las comunidades de cada lugar, que la obra de referencia muestra en toda su riqueza y colorido.

Capítulo aparte merece el material fotográfico que acompaña la obra, en colores naturales y con toda su sorprendente originalidad. Son cerca de 50 fotos de tamaños diversos los que la ilustran y nos ilustran a lo largo de las 110 páginas de un volumen rematado con un frondoso apéndice estadístico minuciosamente detallado e impreso a todo lujo.  

Modalidades de la tauromaquia peninsular. Las variadas formas de los festejos taurinos yucatecos responden a las siguientes denominaciones: postín (comprenden aproximadamente el 6% del total de los celebradas en los tres estados peninsulares), medio postín (3%), festivales (3%), baxal-toro (2%), charlotada (12%) y corridas tradicionales (74%). Vano sería intentar describir cada una de ellas, y es que para conocerlas en todos sus detalles y con todo su sabor habría que vivirlas in situ, con el ánimo gozosamente abierto y la mente libre de prejuicios.

El escenario son plazas artesanales que se erigen cada año con materiales de la región y se desmontan una vez pasadas las fiestas patronales. Predominan en su construcción la madera y la palma, y son erigidas por los propios pobladores, en cuadrillas perfectamente organizadas que cumplen con su función en un tiempo sorprendentemente corto gracias a sus conocimientos y habilidades, a menudo transmitidos de padres a hijos.

Costos y derrama económica. Los estudios más recientes calculan el valor de la industria de la tauromaquia en la península en poco más de 400 millones de pesos anuales. Esta abultada cantidad parecería fuera del alcance de los pobladores de una de las zonas más precarizadas del país, de no contarse con una distribución de los costos que sigue el modelo tradicional para la organización de fiestas religiosas, con sus patronos y mayordomos a cargo de los gastos gruesos y una cuidadosa distribución de labores entre el resto de la población. Cubrir tales costos sería algo impensable sin la contribución de los palqueros, miembros de familias pudientes de cada lugar que heredan a cambio su mismo palco o localidad privilegiada en la plaza de toros de generación en generación.

Existen demás, como producto de una manda o por donación espontánea, padrinos y madrinas que obsequian algunos de los toros a lidiar, que no es raro lleven inscrito el nombre del o la donante. Y tienen los peninsulares un gusto innato por el arte del rejoneo, frecuente en los numerosos festejos mixtos que se llevan a cabo.

Reflexión final. Una vez disfrutado el contenido de LA FIESTA NO MANIFIESTA, con no pocas sorpresas de por medio, se apodera de nosotros la convicción de que, contra la fuerza de tradiciones profundamente arraigadas y asumidas por toda una comunidad no hay corriente abolicionista, globalizadora o negacionista que valga.

Y que si algún tipo de tauromaquia tiene asegurada larga vida en nuestra república es precisamente la que nos acaba de dar a conocer la tan afortunada obra coordinada por don Antonio Rivera Rodríguez. Y que la otra tauromaquia, la presuntamente tan artística y formal que decimos amar, con sus figuras sin resonancia popular, su post toro de lidia mexicano y su vergonzosa dependencia del exterior, esa que la taurofobia militante pretende arrebatarnos a través de un activismo cuajado de argumentos espurios, politiquería, corrección política y subvenciones semiocultas en alianza con el deplorable apagón mediático, sería asimismo invulnerable si fuésemos capaces de asumirla, vivirla y defenderla con la misma convicción con que los hijos de la península de Yucatán viven y reproducen desde tiempos inmemoriales su tauromaquia.

Mónica Bay, una de las coautoras del libro, lo sintetiza de esta inmejorable manera: ¿No es una maravilla que ellos conservan, y una tristeza lo que nosotros hemos perdido?                         

TAUROMAQUIA. Alcalino.- Roca Rey rescata y sublima la esencia del toreo

Donde habita lo inexplicable. Allí se situó Andrés Roca Rey no bien sembró las plantas en el tercio del ruedo bilbaíno para provocar desde largo al incierto “Jabaleño”, sobrero de Victoriano del Río que reemplazó al tercero de la nublada tarde del jueves 25 y movilizó sin demora sus 631 kilos para lanzarse hacia la muleta del peruano y rozarle por cuatro o cinco veces con los astifinos pitones los muslos y el pecho sin conseguir que la estilizada figura revestida de azul rey y oro abandonara el mínimo espacio de arena que había elegido para iniciar su primera faena. La resolución, tras los estatuarios ayudados por alto, fue un cambiado por la espalda y el pase de pecho zurdo, que en este torero adquiere una tonalidad distinta y profundidades desusadas. Ya la plaza entera estaba en pie, tal como permanecería durante el resto de la conmocionante actuación del samurai limeño.

A ”Jabaleño” le extrajo una faena imposible de imaginar a priori, mientras el animal se escupía del caballo o media a los banderilleros, sin regalar una sola embestida franca a los capotes. Pero con Roca Rey toda probabilística está de más, él se plantó enseguida en las afueras, la muleta en la diestra, el compás generosamente abierto y la suerte cargada de principio a fin, para traer y llevar la arisca embestida como si la de un borrego boyante y noble se tratara, sin que los derrotes del torazo aquel lograran mancillar el temple flexible, resuelto y mandón de su trapo rojo. Estábamos asistiendo al milagro de un toreo al borde del abismo y el único corazón que latía a su ritmo normal era el del torero, pues de otra manera no se podría entender lo que estaba sucediendo.

Por el pitón izquierdo, el patetismo estableció con la ética y la estética una radical y casi imposible alianza. Privilegio emanado de la tauromaquia de un Roca Rey ya transfigurado por sus demonios particulares, que le dictan un desprecio total por la vida a cambio de una entrega absoluta a su arte. Que no es ese arte de filigrana y rococó tan caro a los gustos decadentes, sino creación genuina de quien define y entiende su obra como descenso a los infiernos para extraer de ellos la prueba crucial de su estar en el mundo. Al precio de las sacudidas emocionales y físicas que hagan falta para que su expresión surja propia y auténtica. Así, entre un alud de miradas amenazantes y secos derrotes transcurrió esa faena que nos devolvía el toreo más verdadero. Y así, con el alma en vilo, lo vivió una multitud sacudida, asustada y al cabo extasiada por la experiencia vital del arte, con su tiempo sin tiempo y su mundo irreal, infinito. Aun se atrevió Andrés con la dosantina en los medios, obligando al remiso a recorrer por dos veces sus 160 grados. Sobre la taleguilla se abría ya la huella de un pitonazo a nivel de la rodilla derecha, producto de uno de tantos gañafonazos en el angustioso curso de algún pase natural.

Cuando, enfrascado en una tanda estática de manoletinas dignas del Monstruo de Córdoba, desafiaba a “Jabaleño” metido entre los pitones, el de Victoriano no soportó más y su bronca acometida convirtió al torero en pelele, sacudido de manera inmisericorde por una sucesión de furiosos derrotes que incluyó un pezuñazo a la cabeza y lesiones cuasi incapacitantes en ambas rodillas, en la muñeca izquierda, en el antepié del mismo lado. Tardó Roca en recuperarse de la conmoción cerebral y dominar a su adolorido cuerpo antes de volver, sin casaquilla, a ligar más manoletinas, preparar muy cuidadosamente la estocada y clavarla en lo alto para abatir a su indómito oponente y convencer al gentío de que el presidente de Bilbao pide ya a gritos la jubilación, no hay otra manera de entender su negativa a conceder la segunda oreja más insistentemente solicitada de los últimos años. Capricho al que sumaba el señor del palco un evidente agravio comparativo para Andrés… ¿por el hecho de no ser español? No sería raro, si uno recuerda la actitud del propio Matías González hacia Luis David en su gran tarde del 19.

Más allá de lo imposible. Para el cuerpo médico, el Andrés Roca Rey que recibieron luego de la paliza y el faenón de “Jabaleño” sólo podía tener por destino inmediato y urgente el hospital más cercano. Para Andrés Roca Rey, sin embargo, su único sitio posible estaba sobre la oscura arena bilbaína, que supo esperarlo, antes de la salida del cierraplaza, durante unos minutos interminables. Y desde esa otra oscuridad, la del toril, emergió, para gloria de la tauromaquia, el negro “Quitaluna”, con sus 530 kilos y su encastada nobleza. Pocas veces habrá tenido tanta razón Belmonte en aquello de que “para torear de verdad, el torero tiene que olvidarse de que tiene cuerpo”. Lo que movía a Roca Rey, dentro de su habitual economía de movimientos, eran su alma y su vocación toreras, confabulación demoniaca entre la ética y la estética, la autoexigencia y la mística. Para dar forma al toreo como “fuerza del espíritu”, otro acierto verbal del Terremoto de Triana devuelto a las plazas y a la Fiesta por este coloso nacido en la patria de los incas.

Momentos agónicos fueron los que nos hizo vivir Roca Rey cuando, con enormes dificultades por lo maltrecho de su estado, se arrodilló en los medios para desafiar la recia embestida de “Quitaluna” en su inicio de faena. Y qué oportuno el quite de Paco Algaba para librar a su matador, desarmado en el péndulo de hinojos y perseguido con saña en una fuga imposible hacia ese burladero tan lejano. Pero, a partir de ahí, cero angustias y puro toreo grande. Con ese cambio de mano de derecha a izquierda tan de Roca Rey, por la espalda y sin enmienda, cuya culminación es el pase de pecho zurdo que no guarda parangón con ningún otro.

Y tras el hermoso abanico de los naturales, el estoconazo a topa carnero, como tenía que ser para asegurar dos orejas ya absolutamente innegables. Y el homenaje de un público exultante, una vez liberada la tensión de una tarde que fue toda de Andrés Roca Rey pero, sobre todo, del toreo como destilación de una cultura que se resiste a convertirse en contracultura. Aunque tal vez haya sido siempre ambas cosas a la vez, extraño privilegio.

La fibra de Leo. Y hablando de toreros con casta, Leo Valadez. No sólo desorejó al de su presentación en Bilbao, un precioso castaño de nombre “Cotorrito”, hierro Santiago Domecq, de gran clase y fijeza y ante el cual se descaró desde el principio, con las   ceñidísimas caleserinas del saludo capotero y un quite por zapopinas en que no se sabe como pudo pasar el toro sin tropezarlo. Luego, su faena dimanó disposición y carácter pero también ligazón y temple por ambos pitones, ante un toro de ésos cuya suprema calidad suele desnudar las carencias de quien no sepa ponerse a su altura. Y tras unas manoletinas de rodillas que confirmaron la deliciosa condición del castaño, un volapié modélico, pasaporte de la oreja, que bien podría ser el de la feria. Le cabe además a Leo, como dato anecdótico, el haber despachado al morlaco de mayor peso de las Corridas Generales de 2022, un galafate de 641 kilos y casi seis años –misma edad del estupendo “Cotorrito”–, sustituto del inválido sexto. Por lo probón y calamochero sería el peor del buen encierro de Santiago Domecq, cuyos puntos más altos fueron el tercero y el quinto, al que José Garrido toreó bien y mató mal, en tarde asimismo entonada de Antonio Ferrera. Garrido, además de pasarse invariablemente cerca los pitones, dibujó las mejores verónicas del ciclo con el segundo de su lote, un astifino castaño cuya arrogancia corrió pareja a su boyantía.

Apuntes al paso. La feria bilbaína se caracterizó por la escasa respuesta de público –única excepción, la presentación de Roca Rey—y la dispar presentación de los encierros, puesto que sobrepeso no equivale a trapío. Además del magnífico “Cotorrito” de Santiago Domecq (530 kilos), destacó por humillación y clase un zaino bajo de agujas de Victoriano del Río, “Estirado” de nombre, de aire muy asaltillado y ante el cual se inhibió completamente Manzanares: si tal burel llega a portar la divisa de Victorino Martín creo que lo habrían candidateando a toro de la feria. Corrida encastada y exigente esa del jueves 25 con la que El Juli pudo sobradamente –debió desojar a su segundo pero anda mal con la espada– y Roca Rey puso el toreo y sus valores más hondos a una altura sideral.

Con el incomparable sabor y señorío torero de siempre todo lo que hizo Morante, a despecho de la baja calidad de los dos toros salmantinos de Fraile que le tocaron, y muy entregado y torero Paco Ureña, tan maltratado este año por las empresas y que desorejó a los dos suyos, con mención de honor para su faena al primero de ellos, “Misterio” de nombre y así de duro de desentrañar. Ureña lo logró a puro mando y decisión, que lo llevaría a sufrir una voltereta al entrar a matar, y un puntazo al que no hizo la menor mención ni aprecio, en detalle de torero antidemagógico y cabal. Y nueva decepción con Talavante, transformado en afectado posturista, devoto del pico y pródigo en tanditas de tres redondos y a rematar; sacó del sombrero dos lotes de escándalo y Matías le obsequió hasta tres orejas cuando con una habría bastado, dado lo plano y distanciado de sus largos e inconexos trasteos. La incuestionable belleza formal de algunas de sus tandas izquierdistas más que alborozo les habrán causado desazón a los nostálgicos del gran Talavante del período 2011-2015.

Matías ya pide relevo. Siempre despertó polémicas, pero luego de su negativa a concederle a Roca Rey la segunda oreja de ”Jabaleño”, en contraste con las que magnánimamente despilfarró en otras corridas, habrá que pensar –recado a quienes corresponda— en darle las gracias al veterano presidente y gestionar su urgente reemplazo por alguien mejor preparado taurina y mentalmente para resituar a la plaza de Bilbao en el sitio señero que tuvo y merece.

*EL TOREO: UN RITUAL SACRIFICIAL

EDGARDO PALLARES BOSSA_.     
Socio de la Peña Taurina “El Clarín”

Siempre he creído que la mejor defensa del toreo, es que se trata de una actividad ritual indefinible, que ejemplifica los mejores valores de una sociedad como la nuestra.  Por encima de que también se trata de una tradición cultural que debemos preservar o de una actividad recreativa que una parte de la población necesita para su sustento.   

El toreo es un ritual sacrificial como tantos otros. 

Por eso, el simbolismo al cual acudió el presidente Petro antes de posesionarse ante el Congreso bien encaja allí y si nos apuramos, Petro está reconociendo los rituales ancestrales a los que revivió, que de una u otra manera son la criba de los rituales en Colombia.   Para fundamentar mi opinión.   Para fundamentar mi opinión pudiera muy bien acudir al comportamiento de sociedades ancestrales como la china, la japonesa o la india o culturas occidentales como la griega o romana. 

Además, bien podríamos acercarnos a culturas de nuestro ámbito como la incaica, la maya o la tayrona., pues todas tienen pruebas fehaciente de sus vida cultural.    Sin embargo, me ahorra éste esfuerzo el pensamiento de Byung,,,-Chul-Han, un filósofo que está de moda, cuyas teorías coinciden con nuestros conceptos.   El sostiene que en una sociedad saturada de información , con la Internet y las redes sociales se hacen necesarias las acciones simbólicas, como lo hizo Petro antes del 7 de agosto, cuyo ejemplo esperamos los dolientes del toreo también ponga en práctica durante su mandato.   

Todas esas presentaciones simbólicas las apoyamos, porque siempre he asegurado que en el toreo la muerte está viva y que la ebullición de los rituales simbólicos vertebran la tauromaquia.   De tal suerte, como dijo Gabo : Si la tauromaquia esta destinada a morir, quisiera verla morir como honor como se merece, cuando los taurofilos dejemos de ir a las plazas y no cuando nos lo quieran imponer «.

La fiesta en México vista por un francés en la pluma de Alcalino

Como recibí un par de mensajes que no ocultaban el escepticismo de sus autores con respecto a la columna del 18 de julio último, donde expongo que la afición capitalina que conocí en los años 60 y 70 del siglo pasado era un auténtica cátedra, reconocida y respetada por el taurinismo nacional e internacional, me parece oportuno reproducir las impresiones del escritor y periodista francés Claude Popelin acerca de la realidad taurina con la que se encontró al visitar nuestro país en 1964. Experiencia que debe haberle resultado muy provechosa, pues la repitió al año siguiente y luego siguió viniendo. 
Claude Popelin no era un francés cualquiera. Era el crítico taurino galo de más prestigio en su país y en España, y llevaba medio siglo viendo toros cuando llegó a México, atraído por lo que se decía de la tauromaquia en su versión mexicana. Su centro de operaciones fue la capital de la república pero estuvo también en varias ganaderías y asistió, en plazas de los estados, a corridas que le servirían para confirmar una muy favorable opinión sobre la forma de ver y vivir la fiesta que teníamos entonces los mexicanos. 
Sin más preámbulo, reproduzco lo medular de un extenso artículo suyo publicado por la revista madrileña El Ruedo en su número del 4 de enero de 1966. Concretamente, la parte que se refiere a la Plaza México, su público y su entorno.


«Una tarde de toros en Méjico» (por Claude Popelin). 
«Para llegar al otro coso –la México—se sigue la larga avenida de Insurgentes Sur, que va camino de la Universidad y de la carretera a Cuernavaca. Una vuelta a la derecha y de repente se salta de una arteria del siglo XX al ambiente típico de una feria andaluza, incluso si sólo se trata de una simple novillada. Inmensos merenderos, capaces de centenares de personas, se llenan de familias que después de tomar su «caballito» de tequila comen «carnitas» a ritmo del sonido de los «mariachis», hablan alegremente y hacen con el vecino pronósticos sobre el resultado del próximo espectáculo. 


Casetas surtidas de recuerdos taurinos colman la felicidad de los niños y atraen a los yanquis en viaje turístico. Algunos chavales venden por un peso o dos –según el tamaño—retales de plástico para abrigarse del breve pero violento chaparrón que amenazan traer algunas nubes a la deriva sobre el azul del cielo… de forma que los tendidos, cuando llueve, se convierten en un mosaico de vivos colores: rojo, azul, verde, amarillo… 


Lo primero que se vislumbra de la plaza es un larguísimo paredón circular sobre el cual se perfilan, alzándose en el aire, monumentales motivos de bronce, que inmortalizan a las glorias del toreo en sus suertes más históricas… ¡Casi parece la entrada a una catedral! La plaza ha sido construida de manera que su mitad inferior está por debajo del nivel del suelo para que sus cincuenta mil espectadores puedan repartirse con mayor facilidad en sus localidades y entrar o salir sin padecer atascos. No se adivina su carácter monumental hasta que se entra en ella.


Aunque el Toreo (de Cuatro Caminos) se aparenta a las clásicas plazas hispánicas, mi preferencia –lo confieso—va a la México. Por una razón muy sencilla: perteneciendo al Distrito Federal está sometida al control de su regente, el muy respetado señor Ernesto P. Uruchurtu. Desde que hace diez años ejerce sus altas funciones, impone con una escrupulosidad admirable el estricto respeto del reglamento, rechaza el ganado demasiado joven y proscribe a rajatabla el afeitado. 


Gracias a su vigilancia se pueden presenciar corridas auténticas y a un costo muy razonable, pues teniendo en cuenta el aforo considerable de la plaza se ha opuesto terminantemente a toda elevación al precio de las entradas. En una novillada de postín, como la segunda presentación de Calesero hijo, entonces muy de moda, he pagado el equivalente a 125 pesetas (unos 30 pesos) por una barrera de tercera fila, y he presenciado el espectáculo confortablemente arrellanado en uno de esos sillones que K-Hito deplora que no hayan llegado aún a las plazas españolas. Con precios tan modestos, la asistencia conserva su inspiración popular y no se aburguesa. Los «snobs» acuden más a la plaza El Toreo, donde los gerentes les sacan los cuartos a su gusto, anunciando sin control localidades caras.


¿Quién se atrevería a decir que a los mejicanos les falta entusiasmo? No dejan nunca de jalear los primeros compases del pasodoble que abre ritualmente el paseo y ha adquirido la popularidad de un himno a la Fiesta Brava. Los toros que se lidian en La México –especialmente los oriundos de la ganadería de San Mateo, de sangre saltillera—salen con mucho gas y acometen con bravura a los picadores. Se les tacha comúnmente de acabar bastante quedados… pero comparado con el aflojamiento del poder de los toros que sufrimos hoy día en España, no hay diferencia notable. Y aun así, los bichos mejicanos conservan su nervio, se defienden, cabecean y resultan peligrosos, como lo atestiguan frecuentes cornadas.


La suerte de varas se practica con decoro y no termina en esas cariocas rutinarias en nuestros ruedos… Sin duda el predominio de los aficionados de solera en las plazas responde de esta buena orientación de la lidia. El hecho se aprecia también en el tercio de banderillas. Los subalternos –me consta—son conocidos en los tendidos y no salen a clavar de cualquier manera sino como Dios manda, recogiendo muestras de agrado que alientan su talento.


Gusta sobremanera el torero artista y valiente, pero no existe la absurda preocupación por el «encimismo», y si se le pierde el respeto al toro o se vulgariza el toreo el público se desentiende de la faena. No estalla la música para acreditar la idea de que se está presenciando una supuesta epopeya, sus únicas intervenciones son las «dianas», alegres y cortos ritornelos que subrayan la actuación excepcional de un torero, y sólo bajo autorización del «juez», como llaman allá al presidente. Tampoco ha llegado aún a Méjico capital la propensión a cortar orejas abusivas, y basta muchas veces que el matador no se haya tirado bien a matar para que lo paren cuando inicia una vuelta al ruedo, la cual –detalle curioso– se emprende por la derecha y no por la izquierda, como en España.


Un punto flojo es la momentánea crisis de figuras, que los aficionados mejicanos son los primeros en lamentar. Retirados Lorenzo Garza, Silverio Pérez, Luis Procuna, Jesús Córdoba y Arruza, los que quedan han pasado ya de los treinta años, como Alfredo Leal o Capetillo, o son diestros que a pesar de su oficio muy bueno y su ejemplar valentía no llegan a ocupar primerísimos puestos… El actual éxito de Raúl Contreras «Finito» demuestra cuánto les ayuda (a los novilleros mexicanos) encontrarse con el ganado español.


El torero goza en «Méjico» de un respeto y un afecto muy especiales. Da igual que sea nacional o forastero. A los «artistas» el público es capaz de perdonarles muchas tardes grises con tal de volver a presenciar alguna de sus apoteosis… ejemplo de ello es Cagancho, que ha elegido seguir viviendo aquí. El mejicano tiene, sin duda, un justificado orgullo de su patria; pero como todo buen aficionado sabe, en materia de toros, rendirse con el más noble entusiasmo ante el valor y el arte… Me sumaría sin vacilar al decir de «Pedrés«: «¡Sevilla y Méjico son, hoy día, la mejores aficiones del mundo!».


Corolario
Lo de Pedrés era cualquier cosa menos una afirmación interesada, pues la hizo a medios españoles sin contacto con México, veterano ya y prácticamente inédito en nuestro país, donde su última actuación se saldó con una cornada penetrante de vientre (Toreo, 05–02–64). Por cierto, hablando de cornadas, Pedro Martínez iba a coincidir en el sanatorio con otros dos matadores iberos heridos de gravedad por esos días, ambos en la México: Miguel Mateo «Miguelín» (02–02–64) y Diego Puerta (16–02–64). Dolorosa confirmación de lo observado por Claude Popelin acerca de la peligrosidad del ganado mexicano de la época.
En cuanto a mi público de la Plaza México, añadiría que no recuerdo ningún caso en que se premiara a un torero por mera simpatía o con ánimo de justificar una «puerta grande» más, como suele ocurrir incluso en Madrid o en Sevilla. Una característica esencial de aquella sensible y sabia afición, que tanta admiración causara a Pedrés y a Popelin, era la forma en que se concentraba en atender lo que ocurría en la faena y el momento presentes, sin dejarse llevar por el historial de un torero y mucho menos por su condición de ídolo o consentido, conceptos que se dejaban de lado a la hora de censurar una actuación floja o rechazar una oreja mal otorgada. 


Y aunque el artículo de Claude Popelin no lo menciona, figuras de la talla de Pepe Luis Vázquez Garcés o Santiago Martín «El Viti» más de una vez se manifestaron sorprendidos por la instantánea reacción del público mexicano en cuanto asomaba el toreo grande en algún lance o muletazo, y su silencio en cuanto dejaba de producirse, sin sucumbir a inercias, simpatías o antipatías.


También habría que mencionar los fracasos estrepitosos al presentarse en la Monumental de Insurgentes de supuestos fenómenos, incapaces de justificar la publicidad que los respaldaba –casos de Miguel Báez «Litri» (12.12.51) o Manuel Benítez «El Cordobés» (07–02–65)–; y cómo, cuando ambos entendieron que aquí había que torear de verdad, sin saltos de rana ni destemplados litrazos y arrodillamientos, el público de México se los reconoció noblemente, sin prejuicios ni rencores. Por no hablar de Paco Camino o El Niño de la Capea cuando manifiestan a quien quiera escucharlos que fue aquí donde descubrieron ese temple que elevaría sus expresiones toreras a la categoría de arte mayor. Una forma de reconocimiento al toro pero también al público de México. 


Es decir, a la afición entusiasta y conocedora, estricta pero imparcial, que durante más de seis décadas copó la Plaza México o El Toreo, y que por desgracia pertenece a un pasado cada vez más borroso

No nos rindamos al poder animalista, exclama Alcalino y una mirada a San Isidro 2022

Me encantaría disponer de espacio suficiente para referirme en extenso a la plenitud absoluta de El Juli, la reiterada grandeza de Roca Rey –tan indiscutible como neciamente discutida–, el temple deslizado y natural de Ángel Téllez o las inmensas posibilidades de Tomás Rufo, protagonista, como Téllez, de una de las dos ocasiones en que tuvo que abrirse la Puerta de Madrid durante este retorno formal de la feria de San Isidro, suspendida dos años por la pandemia. Innegable, altamente meritorio todo lo que pusieron sobre el lienzo venteño y ante las cornamentas más temibles del orbe taurino diestros como Daniel Luque y Rafaelillo –en maestros, cada cual a su modo–, Álvaro Lorenzo, Javier Cortés, Román, Gómez del Pilar, Juan Leal, y ni hablar de los novilleros Álvaro Alarcón –tercera puerta grande–, Jorge Martínez, Manuel Diosleguarde y Álvaro Burdiel. Del notable desempeño de la representación mexicana –Joselito Adame, Leo Valadez, Arturo Gilio e Isaac Fonseca—se habló aquí en pasada ocasión. Así como de indebida inquina con la que se le vio y trató, desde el 7 y desde el palco.

Inevitable también la referencia a la fracasada tentativa de Alejandro Talavante por erigirse en figura central del abono, pues se presentó revestido de una solemnidad contraria a la naturaleza esencialmente lúdica de su arte, y se le apreció presa de una rigidez que desmentía su inusitada plasticidad imaginativa y artística: sólo sirvió para descolocarlo ante la afición madrileña, tan sensible a su natural expresión torera.

También querría aludir a la absurda reglamentación que manda tocar avisos a los 10 minutos flat de haber sonado el clarín para anunciar el último tercio –ni siquiera diez minutos para la faena de muleta, lo que ya sería obsoleto a estas alturas–, o la colocación trasera del noventa por ciento de los pares de banderillas, señal inequívoca de que el rehiletero clavó a toro pasado (con la salvedad de ese extraordinario peón y banderillero que es Fernando Sánchez, y el descargo de las tremendas arboladuras al uso, balcones a los que debe costar un mundo asomarse). Aun así, muy bien coordinados y cumplidoras la generalidad de las cuadrillas.

Blanco fue de numerosos comentarios el lanzamiento de cojines al ruedo, entre otros comportamientos inusuales del público madrileño, donde fue notoria la presencia de mucha gente joven, indiferente o rebelde a las consignas antitaurinas de moda.    

Sobre todo eso me habría gustado abundar en este pequeño comentario. A cambio, me permitiré centrarlo en el momento estelar de esta y muchas isidradas: la inmensa faena de Morante de la Puebla con el toro “Pelucón” de Alcurrucén, colorado encendido de pelo y alegre y dócil colaborador del torero de Puebla del Río a partir del instante en que éste lo hipnotizara y prendiera a su grácil muletilla nada más encontrarse ambos a nivel de las tablas del 9.

Morante o el toreo eterno. El pasado lo delata y su propio aspecto lo anticipa: si convergen su voz interior, un astado asequible y la magia del momento, boca abajo todo mundo. Ni siquiera hace falta que el toro sea su toro en el sentido en que lo sueñan los toreros artistas y sus fervientes partidarios. El milagro lo resintió hasta El Juli en el turno siguiente, con ser quien es y estar como está: si Morante se encuentra consigo mismo, mejor relajarse y disfrutar. Disfrutar de una obra situada por encima de todos los adjetivos. Y hasta de los sustantivos comúnmente invocados: que si el temple, que si el mando, que si las distancias y los terrenos y la ligazón y el clasicismo. Todo suena a prosaico, insuficiente, sobreentendido, elemental. El arte expulsa lo genérico, repele lo cuantitativo, derrota por igual a lo analógico y a lo virtual. Porque ni siquiera transcurre sobre el suelo que todos pisamos. Conmueve, eleva, transporta a otra dimensión de la vida. La poetiza, la desborda, la bendice. Ese es su don. Mientras, allá abajo, lo bueno, lo muy bueno, lo malo, lo muy malo, se entrelazan cotidianamente, en el espacio extrasideral del arte verdadero suceden cosas rigurosamente indescriptibles. Atemporales. Insólitas. Inéditas…

Así fue la faena de Morante con “Pelucón”, el toro colorado de Alcurrucén, cuarto de la tarde del miércoles 1 de junio de 2022 en Las Ventas. Corrida de Beneficencia fuera del abono de San Isidro. Fuera, en realidad, de este mundo en el que uno teclea sus impresiones e intenta retener aunque sea una mínima parte de las sensaciones experimentadas durante diez o doce minutos privilegiados por obra y gracia de José Antonio Morante Camacho y su conversión de un toro común y silvestre a feliz colaborador de una obra de arte.   

El Siglo de Oro del Toreo. En lo inmediato, vista desde fuera, pareciera que todo fue un rapto de inspiración de Morante, y su gozoso producto un monumento fugaz a la estética taurina. Pero para llegar al territorio donde “Pelucón” y el torero de la Puebla se encontraron, el autor de esta obra inmortal ha debido recorrer un camino, ancho y estrecho a la vez, que conecta su personal tauromaquia con la historia del toreo. Si de entrada enlazó el toreo por abajo de los maestros dominadores con los ayudados barriendo lomos y la suerte cargada de clara raigambre belmontina. Y si, en medio del aquel arrebato creativo que fue su irrepetible faena de muleta a un toro que la seguía imantado, borracho de trapo, como puestos de acuerdo hombre y bestia desde la noche de los tiempos para darse cita sobre el platillo de Las Ventas una tarde de junio, Morante fue más Morante que nunca. Si entonces y allí, decía, se estaba dando aquella mágica conjunción, porqué no enlazar suave y pausadamente los redondos y naturales de estética nítidamente contemporánea –aunque con una belleza y una originalidad solo accesibles a Morante de la Puebla–, con muestras diversas de vieja tauromaquia en un delicioso recorrido por la evolución histórica del toreo.

Fue así que asomó, con espontánea presencia, el derechazo caminista levantando el pico de la muleta para prolongar el vieje y mejor ayudar al toro, o desdenes de lenta majestad caganchesca, o ese pase por alto o de costado con los pies juntos y el brazo subiendo por encima de la cabeza. O tres o cuatro derechazos a pies juntos, el codo izquierdo en ángulo alto, apoyada la mano en la faja, que me remitieron instantáneamente a viejas películas donde Fermín Espinosa templa en redondo, tranquila y pausadamente, la embestida del célebre “Nacarillo” (15.12.46), o la del tercer toro, procedente también de Piedras Negras, la tarde estelar de Alberto Balderas en que el Torero de México le propinó severo baño al Maestro de Saltillo (22.01.39). Por no hablar del natural de frente, tan sevillano, elevado a su máxima expresión en uno de los pasajes finales del faenón morantista. Hasta se permitió José Antonio, con soberano desdén, soltar un trapazo zurdo de pitón a pitón, digno de las épocas del Bomba y Machaco, cuando se encaminaba ya a cambiar el ayudado por el acero de matar. Sólo faltó el molinete típico de Belmonte, sobre piernas y rumbo al rabo, porque el único que Morante incluyó en su obra inmortal evocó más bien el molinete armillista, girando quieto sobre su propio eje.

Es decir, que Morante de la Puebla y “Pelucón” de Alcurrucén se confabularon para ofrecernos una sinfonía original y perfecta que fue, al mismo tiempo, una especie de viaje a través de la historia del Siglo de Oro del toreo.

El ganado. Se observó un claro descenso en la calidad de los encierros, comparada con lo visto en las temporadas anteriores a la pandemia, pero no faltaron toros sobresalientes. Se habla mucho del único Victorino bueno de ayer, “Garañuelo” con el que Sergio Serrano pinchó una buena faena izquierdista, pero me seguirá pareciendo que el toro más completo el de la única oreja de El Juli –debieron ser dos–, aquel hermosísimo cárdeno nevado de La Quinta que no paró de embestir por derecho, el hocico al suelo y el celo alegre de los toros de bandera. Luego hubo algunos toros asequibles e incluso notables, notables –de Montalvo, Torrealta, Luis Algarra, Arauz de Robles, El Parralejo, Garcigrande…–, pero ningún encierro digno de lanzar fuegos artificiales al firmamento y sí bastantes decepciones en el rubro ganadero, encabezadas por Juan Pedro Domecq, El torero y la primera corrida de Fuente Ymbro. Que hizo claro y evidente contraste con la gran novillada de igual procedencia lidiada el lunes 23 hasta el punto de recibir el cierraplaza “Embriagado” la única vuelta al ruedo póstuma de toda la feria.

Resurrección y ocaso. Más de medio millón de espectadores ocuparon las localidades de la plaza de Las Ventas entre el 8 de mayo y el 5 de junio, y en 11 de esas 29 funciones consecutivas se puso en las taquillas del coso el cartel de “No hay billetes”, como para despejar dudas y dar una medida aproximada del fervor de madrileños y foráneos por la vilipendiada fiesta de toros, que, simultáneamente, un juez de la ciudad de México ha optado por cancelar “temporalmente” en tanto dedica sesudos estudios a indagar la procedencia o no de una eventual sentencia de suspensión definitiva.

Que, ojalá no, podría ser la puntilla para una tradición con cinco siglos de historia, leyenda y vida en este extraño país llamado México, capaz de volverle la espalda a su propio y milenario ser a cambio de rendir homenaje al furor animalista y, en el fondo, al malhadado Consenso de Washington y esa globalización anglosajona que tanto ha empobrecido al mundo, sus gentes y sus culturas. Y que rechina ya por todos lados. 

El boicot español de 1936 a los toreros mexicanos en la mirada de Alcalino

Para nadie era un secreto que el boicot de 1936 de los toreros españoles contra los mexicanos –el boicot del miedo, en palabras de Juan Belmonte–, tuvo como blanco principal a Fermín Espinosa “Armillita”, que había sido líder en corridas toreadas el año anterior y ocupaba sin discusión de los puestos estelares de las ferias, luego de conquistar a todos los públicos. Estalló el boicot, se rompieron las relaciones entre las torerías de ambos países y, mientras la guerra civil desangraba a la península, al otro lado del Atlántico tomó forma la época de oro del toreo mexicano, con Armilla a la cabeza del elenco más cuajado de figuras que ha tenido la baraja taurina del país.

Sin embargo, cuando en 1944 se firmó el armisticio y volvió el intercambio de toreros, fue Carlos Arruza quien dio el golpe decisivo nada más presentarse en Madrid, al grado que en pocos meses se impuso como contrapunto y pareja de Manolete. Armillita, el veterano Maestro de Saltillo, demoró hasta el año siguiente su regreso a España bajo la premisa de limitar su presencia a plazas y carteles acordes con su categoría. Inevitablemente, una de esas plazas tenía que ser Sevilla, y la Asociación de Prensa local lo contrató para su corrida anual, a celebrarse el domingo 3 de junio de 1945, para alternar con Domingo Ortega y Pepe Luis Vázquez, figuras indiscutibles; toros de Manuel González, encaste Contreras.

Los textos reproducidos a continuación dan testimonio del asombro causado en la prensa de la época –y en la memoria de un futuro cronista, aún adolescente– por la grandeza inmarcesible de Fermín, que cortó ese día uno de los últimos rabos que constan en los anales de la Real Maestranza sevillana. Rezuman emoción, admiración y respeto.

Crónica del ABC. “¡Con que gusto ha vuelto a torear Armillita en la Real Maestranza de Sevilla! Había el domingo en la famosa plaza fiesta de campanillas. Armillita era primer espada de una terna de maestros, que la Asociación de Prensa había elegido para su tradicional corrida, y en tal oportunidad la prominente figura mejicana (sic) volvía a pisar el ruedo sevillano al cabo de poco más de una década… La emoción del artista, ganado por el ambiente que en otro tiempo auspiciara sus claros triunfos, era ostensible en la franca sonrisa que irradiaba la cara de Fermín. Abrió éste su capote ante el primer toro para dibujar unos lances majestuosos a la verónica que arrancaron el olé unánime; terció en quites con idéntica perfección y las palmas restallaron como el trueno. Aquello era sencillamente que Armillita reanudaba sus enseñanzas en la famosa cátedra del Baratillo, y así, al comienzo de la distinguida lección de tauromaquia con que había de regalar el gusto de la afición docta e iniciar en los secretos del arte a los aprendices de aficionado, pudiera haber repetido la famosa frase: “Decíamos ayer…”

La lección fue completa, sin tacha alguna. Armillita banderilleó a sus dos toros con facilidad y limpieza, llegándoles alegremente para lograr la más ajustada reunión; brilló con el capote en lances y quites de ley, y con la muleta instrumentó dos faenas magníficas. La primera, brindada al público, la inició con un perfecto pase de pecho y otro natural por alto, continuada con cuatro naturales soberbio de puro estilo, esto es, dando la pierna y cargando la suerte. Sin importar que el toro se aplomara, Armillita desgranó toda la gama de su extenso repertorio, en el que ni siquiera está excluido el novísimo molinete de rodillas (¡Si supiera este cronista que esa suerte la había patentado tres lustros antes el propio Fermín!). Vistosísimos adornos pudieron fin a esta faena, por sí misma merecedora de la oreja, que no fue concedida así el público la instara insistentemente. Señaló bien Armillita y secundó con media lagartijera. ¿Por qué, pues, el rigor presidencial? Armillita fue objeto de todos los homenajes.

En su segundo, un toro manso y gazapón, cuya muerte brindara a Juan Belmonte, Armillita cuajó otra faena de muletero grande, la que culminó, en derroche de arte y gallardía, al torear en redondo, pisando el espada un terreno en que la jurisdicción del toro quedaba anulada. Después de señalar dos veces, Armillita fulminó a la res con una estocada hasta la bola. Las orejas y el rabo del manso lucieron en las manos del triunfador al dar éste la vuelta al ruedo y salir al tercio a saludar. Hoy como ayer.

… El ganado de don Manuel González (Contreras), gordo y bien armado, desigual, y de seis… cinco mansos.” (ABC, 5 de junio de 1945, crónica de Don Fabricio).

Crónica de El Ruedo. El semanario madrileño El Ruedo publicó una breve reseña en cuya parte medular se lee: “Corrida de la Asociación de la Prensa sevillana. Hubo buena entrada en sombra y algunos claros en sol. Las reses dieron escaso juego… el último fue fogueado.

Armillita triunfó en toda la línea. Era muy grande la expectación por verlo y el famoso mejicano (sic) supo corresponder a esta cordial acogida de los sevillanos haciendo dos geniales faenas a dos toros absolutamente distintos. Al primero –el mejor de los seis—una faena artística y completa, con todos los pases imaginables y llenos todos de una maestría y una elegancia irreprochables. Al segundo –incierto en la embestida, manso, reservón y tirando cornadas—le consintió, exponiendo mucho, hasta hacerle otra faena maestra. Las orejas de este toro fueron justo premio a la completísima tarde de Armillita en Sevilla.” (El Ruedo, 6 de junio de 1945; crónica firmada por F. M. G.)

Es de notar que el cronista de marras dejó de mencionar el rabo paseado por Fermín, siguiendo una práctica que hemos encontrado frecuentemente en los textos de la época. Y esto a pesar de que su reseña va acompañada de fotografías, en una de las cuales puede verse al maestro mejicano saludando con el citado apéndice en alto.

Y poco más. Para Don Fabricio, Ortega seguía representando “la maestría suma, serena, inconmovible, a prueba de vicisitudes… su atinado quehacer fue ovacionado”. Y de Pepe Luis señaló que “toreó magistralmente de capa en cada ocasión. Pero también tuvo que pechar con un lote de mansos, el último, sobre todo, cobarde como no haya otro…” Menos complaciente, F. M. G. señala sin ambages que “Domingo Ortega pasó ayer sin pena ni gloria… A ninguno de sus toros logró recoger el toledano con su clásico toreo de dominio.” Y de Pepe Luis manifiesta que Salió dispuesto a triunfar, pero no pudo ser. Su lote fue el peor… (y sólo) logró primorosos lances de su incopiable escuela sevillana.”   

Como se habrá advertido, solamente Armillita consiguió unificar criterios. Hasta merecer, más de cuatro décadas después, la categórica afirmación de Filiberto Mira que a continuación se reproduce.

Definición definitiva del irrepetible Maestro. Cuarenta y cinco años transcurrieron entre 1945 y 1990. No fueron en vano. Este año, el abogado y crítico Filiberto Mira publica su libro Medio siglo de toreo en la Maestranza, donde desglosa los sucesos verificados en el coso sevillano entre 1939 y 1989. En su resumen de 1945, la célebre faena de Armillita con el toro brindado a Juan Belmonte en la Corrida de la Prensa ocupa el puesto estelar. El viejo escritor y cronista la rememora en estos términos: ”Sucedió el 3 de junio de 1945. Se lidiaron contreras de Manuel González Martín. Ovacionados sin más Domingo Ortega y Pepe Luis Vázquez, que alternaban con el mexicano. Uno de los toros del de San Bernardo fue fogueado… Al terminar la corrida me comentó Manuel Baena, aficionado ultragallista:

— Niño, con lo que has visto hoy de Armillita ya tienes una idea de lo que fue Joselito El Gallo. Sólo José podría igualar lo que le hizo esta tarde Armillita al cuarto toro. Y fíjate bien que te digo igualar, porque superar lo de Armilla es un imposible en el toreo.

Fermín, azteca puro (?), era alto, esbelto, elegante sin envaramiento. Señorialmente sencillo y naturalmente torero. A veces, lo exuberante de su facilidad lidiadora revestía de aparente frialdad lo excepcional de su técnica, de su dominio y de su poderío…

Vestido de azul pavo y oro hizo el paseíllo con Ortega y Pepe Luis. Los contreras, aquel 3 de junio, mansearon más de la cuenta. Superior Fermín, con vitola de torerazo, en el que abrió plaza. Su lidiar fue un ejemplo, rigurosamente magistral, de lo que se le debe hacer a un mansote sin sal y sin pimienta. Los jóvenes comprobamos que había en la plaza todo un Señor Torero, y los veteranos se complacieron porque Armillita seguía siendo, ya bastante maduro, tan formidable maestro como antes de 1936.

El cuarto fue un manso integral. La sabiduría del capote de Armillita hizo posible –milagro de su técnica dominadora—que el burel se evitara la infamia de las banderillas de fuego. Un manso con perversas intenciones, con pocas ganas de embestir y muchas de herir a quien se atreviera a desafiarle. Sorprende que sea el propio Fermín quien coja las banderillas. Las ovaciones a sus tres pares, tan estruendosas como para atravesar la barrera del sonido. Más sorprende que Armillita, cambiado el tercio, se dirija al palco que ocupa Juan Belmonte. Alza su montera y le dice:

–Con el recuerdo de Gallito, tengo el honor de brindarle esta faena, con el deseo de que sea digna del gran torero al que se la dedico. Va por usted, maestro.

Armillita comenzó jugándose la pierna entre las astas con cinco dominadores pases por bajo. Tan potentes que le crujieron los huesos al manso. Cinco pases que juntaron en una pieza el valor y el dominio… El manso –atónito y transfigurado—quedó más asombrado que el público. El maestro se echó la muleta a la izquierda y ligó tres naturales antológicos. Se le recreció la furia al toro cuando lo obligó a tomar el pase de pecho. Entonces, Armillita volvió a ejecutar los dominadores pases por bajo, y otra vez el toro reducido. Esto se repitió por tres veces, porque al remate de cada una de las series de tres pases naturales al toro se le agigantaban las ganas de derrotar y pulverizar al torero. Siguió con dos series más de naturales y una de derechazos verdaderamente antológicas. Como adorno sólo un molinete de círculo completo que fue como un homenaje especial al brindado. Y a la hora de la verdad, un volapié de Armillita tan cumbre como su faenón.

Las orejas y el rabo no fueron el único premio. El propio protagonista, bastantes años después, me refirió que al día siguiente, con su esposa, se dio un paseo por Sevilla en un coche de caballos y los hombres se descubrían al verlo pasar. Hicieron parada en el parque María Luisa para tomarse un refresco en el Bar Bilindo. Al verlos descender, los que estaban allí se pusieron de pie y le tributaron una gran ovación.

Lo especial, lo que me determina a decir que el de Armillita me parece el faenón más antológico de medio siglo de toreo en la Maestranza, en coincidente opinión con jóvenes y veteranos aficionados, es que nunca se vio superar tanto un torero a un toro. Porque nadie esperaba nada del burel fue por lo que sorprendió el brindis a Belmonte… Armillita –corte de torero eminentemente gallista— perteneció a la especie de los diestros denominadas largos, es decir, amplios, variados, completos. Pero además poseía arte, en cuanto éste es expresión de templanza, estética y sentimiento tan inconmensurables como su técnica, recursos y dominio. Nunca he visto un torero tan magistral como Fermín Espinosa Saucedo la doctoral tarde del 3 de junio de 1945… ¡Sevilla nunca olvidará a Fermín Espinosa “Armillita”! (Mira, Filiberto. Medio siglo de toreo en la Maestranza. 1939-1989. Edit. Biblioteca Guadalquivir, S. L. Sevilla. 1990. pp 96-99)   No es de extrañar que quien esto escribe haya escuchado, a más de un viejo aficionado español, manifestar su sorpresa de que no tuviese Fermín, en su propio país, el mismo

TAUROMAQUIA. Alcalino.- El toreo renace en Sevilla y Morante lo sublima

Tras dos años de cierre por pandemia, otra vez Sevilla y su feria de abril. Seguramente no hay otra plaza con tal atmósfera ni tanto sabor. Con toda naturalidad se aposentan en ella el pasado y el presente de la ciudad taurina por antonomasia, centro del universo para quienes gustan y degustan del toreo como una  escisión privilegiada de las bellas artes, aprisionada en los ámbitos de la Real Maestranza con la fuerza de un imán.

Otra cosa es su público, tan irregular como el trazado del ruedo maestrante. Y tan desigual como Curro Romero, su profeta mayor, o como el voluntarismo de quien sea que dirija la banda de música. Y están además los presidentes, empeñados en alternar el pañuelo veloz con la terca negativa ante peticiones mayoritarias. El resultado: orejas livianitas mezcladas con episodios de ceguera y sordera francamente cerriles. Y en el camino, tres puerta del Príncipe, que a los tradicionalistas les supieron a acíbar –“¡No estamos en Alicante!”–. Aunque hablando de eso, el alicantino Manzanares sigue gozando del amor de afición y palco, con aclamaciones y orejas para par de faenas aceleradas y prudentemente distanciadas, coronadas con espadazos defectuosos pero efectivos.

Morante se pasea por el edén. Sobre el torero de la Puebla recaía el peso de la feria y él lo afrontó con responsabilidad reconcentrada y seguridad ejemplar. Ni un paso de más ni un pase de menos. Madurez, plenitud, estética inigualable. Y sin embargo, cómo le costó romper el hielo del tendido. Lo mismo el domingo de Resurrección, con la primera decepcionante juanpedrada, que en ese otro abreplaza de Jandilla (día 29) al que, con capote y con muleta, toreó por nota, sin una sola disonancia. Y en silencio simplemente porque al director de la banda así lo quiso. Aparentemente, a la tercera llegó la vencida, imposible ignorar la sinfonía de arte que fue el dibujo de verónicas morantinas del quite y la faena al zaino “Gavilán”, de Núñez del Cuvillo, tan noblón como rajado. Iniciada con el cartucho de pescao y basada en la mano izquierda, pulseada con dejadez y maestría incopiables, la armonía del temple en su máxima expresión. Terminó en tablas porque allí se había refugiado el manso y hubo de poner valor e imaginación para que el cuadro no se descompusiera. La estocada, de efecto fulminante, cayó desprendida. Y el juez tuvo que aguantar el primer meneo de su infausta tarde por negar la segunda oreja, que por cierto ni falta que hizo para que el clamor acompañara la vuelta al ruedo del artista.

“Ballestero”, toro para la historia. Pero faltaba lo del sábado. El suceso de una feria cuajada de puntos altos llegó cuando nadie lo esperaba, precedido por la bronquita a la brevedad con que Morante se deshizo de su inútil primero y la devolución por invalidez del burraco cuarto, que tampoco valía un tostón. De entrada, “Ballestero” –que vaya percha y malos modos que se cargaba ese sobrero de Garcigrande—entableró a Morante, que libró el trance con apuros, huyó hacia toriles y empezó a rascar y reservarse. Tomó la primera vara en toriles y costó dios y ayuda llevarlo a la contraquerencia para la segunda –sólo la suave brega de Morante lo logró–. A los banderilleros los esperó de más. Una prenda. Pero el caso es que José Antonio se miraba tranquilo y hasta sonriente mientras el peonaje sufría para traérselo a jurisdicción. Lo que en seguida llegó queda para la historia grande del toreo. En torno a la figura verdinegra del torero, un torbellino de embestidas vertiginosas, atemperadas por una muleta mágica y un arte imperial, sin concesiones a nada que no fuera la tauromaquia esencial –un manso encastado, un artista inspirado, un público extasiado–, con la firmeza de plantas como clave mayor y una estética sublime por estandarte. No sé si alguien pediría el rabo –estocada mínimamente desprendida–, pero Morante nos había regalado una de las poquísimas faenas dignas de ese galardón.

Roca Rey.  El otro triunfo rotundo sin puerta principal lo protagonizó la tremenda seguridad con la que el peruano se desenvuelve en la cercanía de los pitones por arisca que sea la cabeza que los porta. Entre aguaceros, el día 4, le habían regateado méritos aunque él no se ahorró ningún esfuerzo para obligar al lote más incómodo y agresivo de Victoriano del Río –hasta dos avisos le envió el palco en su segundo, a cambio de una compacta ovación recogida en el tercio–; y el viernes 6 puso Andrés especial atención en hacer de la lidia de “Comilón”, el buen tercer Cuvillo, una lección de economía –de castigo y de capotazos–. Llegada la hora de la muleta, el faenón. Firmeza absoluta acompañada de temple impecable y perfecta arquitectura, ayudando con sabias pausas al zaino, enroscándoselo en una inédita versión de toreo en redondo iniciada como derechazo y prolongada en cambio de muleta por al espalda y de pecho zurdo redondeado hasta la extenuación. Con un final de bernadinas de infarto y media en la yema que tardó un poco en hacer efecto, lo que no impidió el aluvión de pañuelos y dos orejas que al presidente le costó mucho otorgar. Luego, el mismo señor Fernández-Figueroa provocaría una bronca épica porque se empeñó en desoír el clamor unánime que solicitaba el apéndice que Roca Rey necesitaba para abrir la dichosa puerta del Principe. Había estado entregadísimo con “Bombardito”, un galafate imposible al que estoqueó ejemplarmente luego de orillar la cornada entre un alud de derrotes. Esa tarde, en la que Morante toreó tan divinamente y Juan Ortega evitó convertirse en convidado de piedra dándole vuelo a su capote en verónicas con aroma y sabor añejos, se clausuró con el ruedo sembrado de cojines para escándalo de los puristas que dijeron no haber visto ni imaginado el ruedo de la Maestranza mancillado por tan inicivil práctica. Nadie les contó que a Rafael El Gallo o a Cagancho, en sus tardes aciagas, no se les despedía precisamente con pétalos de rosa.

Tres Puertas del Príncipe. De las que sí se abrieron, por mucho que rabien jueces y críticos adversos a semejante derroche, me conmovió especialmente la primera (abril 28) luego de ver a Daniel Luque, torero de clase, apelar a la épica ante dos astados de El Parralejo con mucho que torear –el primero lo cogió con saña y, maltrecho y todo, remató la faena en plan heroico y lo hizo polvo con un volapié de marca—; mismos registros emotivos que para Tomás Rufo –un prospecto de figura asentado en el valor sin trampa, la naturalidad y la torería eterna— llegarían a truque de un volteretón al entrar a matar a “Cepero”, tras el cual el de Victoriano del Río lo arrastró con saña sobre el encharcado ruedo y casi lo prende contra el estribo. A las dos orejas, consecutivas a la pavorosa escena y su consecuencia emocional, se unía la que le cortó al toro de su presentación, “Entrenador”, por entonada y artística faena. Así se abrió esa Puerta del Príncipe del lunes 2 de mayo.

La tercera salida en hombros –miércoles 4– premió el magisterio total y absoluto de El Juli sobre un lote de Garcigrande tan suave y repetidor como llevado y traído por Julián con asentamiento y temple soberbios en faenas casi de salón, que así de dueño de la situación lució en todo momento, regodeándose de toro sin dar nunca la sensación de esfuerzo, si bien sus estocadas pecaron de traseras según suele ser habitual en él. Tan sobrado anduvo Julián que se permitió desorejar por partida doble a un abreplaza, contrariando la artificiosa moda impuesta por una discutible modernidad. Antes el miércoles 4, sobre el fango, había cobrado su primer apéndice por un hermoso recital de caligrafía torera llevando como con la palma de la mano al muy noble “Forajido”, el cuarto de Victoriano del Río la tarde del aldabonazo grande Tomás Rufo y el ninguneo extremo al valor sin tacha y a la generosa maestría de Roca Rey.

Sin olvidar las cosas de Ferrera con unos victorinos amexicanados a más no poder –es decir, irremediablemente bobos, decadentes–, que le procuraron a José Luque Teruel el primer conato de bronca dedicado al palco presidencial porque dejó en un apéndice los trofeos a la faena de Antonio con “Pobrecito”, el nobilísimo y duradero cárdeno plateado que lidió en quinto lugar el día de su mano a mano con Miguel Ángel Perera. Esa tarde del 30 de abril, habría sido apoteósica en cualquier plaza de nuestro país. No en la Maestranza, que desdeñó con su silencio el perfecto toreo de salón de Perera con el suavísimo y mortecino cuarto, pero incurriría más tarde en injusticia flagrante al ignorar la gesta del propio Miguel Ángel cuando, herido en la región lumbar tras fea cogida, prosiguió la faena y estoqueó por lo alto sin hacer el menor aspaviento. Favorecido por un buen lote, dentro de las características de la decepcionante victorinada, Ferrera, además de la oreja del quinto, tuvo petición en el tercero. Su brindis a Joaquín, futbolista del Betis, obligándolo a saltar al ruedo para recibir la montera causó tanto rechazo por este detalle exhibicionista como el capote azul celeste del histriónico diestro leonés nacido en Ibiza. 

Méritos y deméritos. Otras cosas importantes ha dejado el retorno de la feria de abril: el clasicismo imperturbable de Diego Urdiales, cuyos cuatro toros firmaron un armisticio irrevocable, la probada capacidad de José Garrido, premiada con una oreja malamente equiparada con la que poco antes se otorgó a Alfonso Cadeval, que, desentrenado y medido de valor, había dejado prácticamente inéditas las ideales condiciones de “Chismoso”, de Santiago Domecq, por calidad y alegría, el toro de la feria (abril 27). Orejas menores hubo, además de las de Manzanares, para Alvaro Lorenzo y Ginés Marín, y una excesiva Puerta del príncipe para Guillermo Hermoso de Mendoza, poco maduro pese a su buena monta y promisorias cualidades. Justas, en cambio, las que esa tarde dominical pasearon su padre Pablo y la francesa Lea Vicens. Hubo también una corrida de selección sin mayor provecho para los orejeados Oliva Soto y Javier Jiménez; la llamativa expresión de este último lo hace diferente a los cinco restantes muchachos, técnicamente solventes pero cortados por la misma tijera. Y ya que se habla de tipos diferentes, incluyamos a Paco Ureña, que podrá o no gustar pero no se parece a nadie, con sus maneras y quietud como de otra época. Sin sitio ni expresión Pablo Aguado y alternativa sin sustento la de Manuel Perera, que se suma a las muchas dadas por la empresa maestrante simplemente para satisfacer caprichos de divos empeñados en no estoquear al toro que abre la corrida.

Y en el rubro de los fiascos ganaderos, además de Victorino Martín, habrá que incluir a Juan Pedro Domecq, García Jimenéz y Torrestrella. Excelentes lotes, en cambio, los de Garcigrande-Domingo Hernández y Victoriano del Río. Desiguales en todo pero con algunos toros notables los encierros de Santiago Domecq, El Parralejo y Jandilla, y los de Núñez del Cuvillo sobre esa peligrosa raya que separa la nobl

César Girón , Rincón y el toreo en Suramérica en la lupa de Alcalino

Si para un joven nacido en América del Sur hacerse torero puede parecer una extravagancia, llegar a figura del toreo roza lo imposible.  Estamos hablando de Colombia, Venezuela, Perú y Ecuador, porque en los demás países de la región la fiesta de toros fue proscrita por sus primeras constituciones como repúblicas independientes. Al margen quedó Cuba, una de las últimas posesiones americanas de la corona española y el único país de América donde las corridas continuaron sin interrupción hasta la catástrofe de 1898. En Cuba murió el gran Curro Cúchares (Francisco Arjona Herrera), víctima de una epidemia de vómito negro cuando se encontraba haciendo temporada en La Habana (04.12.1868); y Rafael Guerra “Guerrita”, el famosísimo Califa cordobés, sufrió en esa plaza una de las cornadas más graves de su vida (20.11.1888). Tras la pérdida por España de las colonias que aún conservaba, la tauromaquia también fue desterrada de la isla.

No así de México, donde tanto la popularidad de las corridas como la crianza de ganado bravo ingresaron en una etapa de acelerado crecimiento y auge. En unas cuantas décadas, inauguradas por el ascenso a figura de Rodolfo Gaona, el país iba a consolidar una tauromaquia propia. Y el boicot de los toreros españoles a los mexicanos en la primavera de 1936 proyectó la fiesta en México hacia una auténtica época de oro, enriquecida por la fuerza y la diversidad de los artistas y los encastes nacionales. Esplendor que abarcaría hasta finales del siglo XX, cuando una sucesión de garrafales errores y abyecciones dieron lugar a un nuevo colonialismo hispano, muy parecido al que ha imperado en Sudamérica.

Diseño neocolonial. Para la segunda mitad del siglo XX, los cuatro países taurinos de América del Sur habían caído de lleno en manos de los trusts empresariales de España. Más que simple frase, “hacer la América” quedó instaurada para ellos y sus toreros como una muy redituable costumbre otoño-invernal. Para funcionar sin trabas, la fórmula pasaba por inhibir la posibilidad de que la emergencia de valores locales pudiera contaminar tan jugoso mercado; en consecuencia, los hispanos pasaron a controlar, apoyados por una parte de la aristocracia local afín al toreo, las ferias de Lima, Quito, Caracas, Valencia, San Cristóbal, Maracay, Bogotá, Cali, Manizales, Medellín… Y al cerrar esas plazas por el resto del año limitaban al aspirante a torero a capeas y festejos menores, con escasos alicientes y poco provecho. De modo que para intentar algo serio tenían que emigrar a España, la Meca, lo cual requería dinero y valor a espuertas.

Alma llanera. Pero desde su Arauca vibrador, a finales de 1951, emprendió la aventura hispana César Antonio Girón Díaz (Caracas, 13.06.33). No viajó en plan de señorito sino de novillero hambriento, y para su fortuna encontró en Pedro Balañá Espinós, el célebre empresario catalán, la visión y el apoyo indispensables que lo proyectarían a una fulgurante campaña novilleril que desembocó en la alternativa (Barcelona, 29.09.52), otorgada nada menos que por su ídolo Carlos Arruza, el Ciclón Mexicano, con cuya tauromaquia tantos puntos de contacto tuvo la de César, torero asimismo largo, poderoso y en busca siempre de la cercanía de los pitones al contrario de su otro modelo, Luis Miguel Dominguín, de quien tomó la redondez del toreo de muleta hasta prolongarlo hasta los 360  grados del círculo completo.

Sevilla y los dos rabos. Se puede decir que César ya era figura cuando ascendió al grado de matador de toros, y que figura siguió siendo hasta su trágica muerte, ocurrida en accidente vial. Pero sin duda, el momento estelar su carrera llegó con la feria sevillana de abril de 1954. Anunciado dos tardes, su presentación en la Maestranza fue a todo lujo, con astados salmantinos de Juan Cobaleda; en cambio, el segundo cartel era algo flojo, y el encierro, astifino y pesado, de Salvador Guardiola, divisa reconocidamente dura.

Martes 27 de abril de 1954. Alterna el venezolano con Manolo Vázquez y el albaceteño Pedro Martínez “Pedrés”; el artista de San Bernardo no tuvo su tarde, y Pedrés le cuajó una interesante faena, de petición y vuelta, al tercer cobaleda. César Girón, por su parte, dio lidia completa y lucidísima al primero que le soltaron, que de salida cogió e hirió de gravedad al banderillero Francisco Agudo. Decidido y puesto, pudo sobradamente con el toro, y rompió todos los diques del asombro con su manera de ligar muletazos en redondo de gran ajuste sin apenas enmienda. Lo compacto y emotivo de la faena, la redondez de la lidia toda desembocó, tras un estoconazo, en el otorgamiento de las orejas y el rabo.

Crónicas. La que sigue está tomado del texto firmado por G. Gómez Bajuelo, del ABC: “Triunfó ruidosamente César Girón. No nos causó su triunfo la menor sorpresa. Porque este invierno lo hemos visto torear en el campo y supimos no sólo de su extraordinaria afición y su inmejorable puesta física, sino del paso de gigante que ha dado en su limpio y puro estilo de torear. El venezolano es de los que en esta temporada vienen a velocidad supersónica a situarse en la vanguardia del toreo. Los cuatro lances lentos, con las manos bajas, llevando al toro prendido en los vuelos del capote y la media verónica con que saludó a su primero fueron de antología. No hizo en su valeroso ánimo mella la ansiedad psicológica de la pavorosa colada al banderillero Francisco Agudo, clavándole el pitón contra el burladero. Volvió a lucirse César en el quite y colocó dos pares y medio, estupendo el segundo y colosal el tercero, de dentro a afuera. En plena euforia brindó al respetable. Una faena extraordinaria, iniciada con tres pases enhiesta la figura, hondo y rematado el de pecho. Tres derechazos formidables, girando pausada y armoniosamente ligados con el de pecho, a los acordes de la música. Citando en corto esculpió los naturales y obligando con el acero ligó un alto impecable con el de pecho entre clamores de entusiasmo. Valientísimo, siguió por rodillazos, barriendo los lomos, y con perfecta seguridad en lo que hacía al decir “¡Vaya por ustedes!”, clavó el estoque en el anchuroso morrillo. Asió al bicho por un pitón y el animal cayó para siempre… La plaza se alegró con la blancura entusiasta de los pañuelos y César cortó las orejas y el rabo. En la vuelta triunfal le arrojaron una banderita venezolana, que besó con patriótica unción. Así se presentó César Girón en la primera de la feria sevillana.” (ABC, 28 de abril de 1954)

Y esto fue lo que escribió Barico en el semanario El Ruedo: “El segundo, que de salida hirió al peón Agudo, fue lanceado por Girón, con mucha gracia y temple… Su faena, brindada al público, la inició con tres ayudados, uno de pecho, tres en redondo, uno cambiándose la muleta por la espalda y otro de pecho, que provocaron ovaciones entusiastas y obligaron a la banda a romper a tocar.  Templando mucho ligó seis naturales el de pecho coreados con sonoros olés. Siguió, inspiradísimo, con giraldillas de rodillas y otros adornos, y como mató de un estoconazo entrando a toda ley fue premiado con las dos orejas y el rabo y dio dos vueltas al ruedo. (El Ruedo, 29 de abril de 1954)

Ambas crónicas coinciden en que su segundo toro era impropio para el lucimiento y que Girón anduvo de trámite con él. Al final, se negó a ser paseado en hombros.

Escenas del triunfo arrollador de CÉSAR GIRÓN con el segundo toro de COBALEDA. Abajo, MANOLO VÁZQUEZ y PEDRÉS

Jueves 29 de abril. En su repetición el caraqueño tuvo que recurrir a la épica ante un animal poderoso y con mucho que torear, segundo de esa tarde, intocable además por el pitón derecho. Y le bordó una gran faena izquierdista en la que se aunaron el dominio, el temple y el dramatismo, pues en un exceso de confianza el bicho lo empitonó en forma brutal y el torero, recuperado a medias, ofreció entonces lo mejor de su arte en un final de faena de enorme entrega y emoción, siempre por naturales. No llegó a tener en sus manos los apéndices unánimemente solicitados –dos orejas y rabo por segunda ocasión consecutiva, algo nunca visto y jamás repetido en Sevilla–, porque luego del fulminante volapié sufrió un desvanecimiento y tuvo que ser llevado a la enfermería, donde se le diagnosticó posible fractura del sacro y parasia de las extremidades inferiores.

Que la corrida de Guardiola tenía guasa lo certifican la grave cogida en el muslo derecho sufrida por Manolo Carmona al muletear a su segundo y la mala tarde de Juanito Posada, que tuvo que despachar cuatro astados. También resultó herido grave un espontáneo. Y el rejoneador Ángel Peralta, que abrió el espectáculo, fue ovacionado.

Crónicas. De Barico: “No pudo despachar más que un toro, pero con lo que César hizo con ese tercer bicho hay toreros que han vivido más de una temporada. Imagina lector un torazo de 360 kilos (en canal, claro), precioso de estampa, que embiste como un tren a los capotes de los subalternos.  Girón sale a su encuentro y lo veroniquea por el lado izquierdo, porque por el derecho achucha. Aplauden al venezolano en el quite y lo ovacionan por su magistral labor al colocarlo en suerte. Luego vienen tres soberbios pares de banderillas. Al salir del último, como el suelo está resbaladizo por la lluvia cae en la cara del toro, pero salva Pericás el angustioso momento. Girón empieza la faena, brindada a Lola Flores, con tres doblones eficacísimos. Luego de un abaniqueo hacia los medios y dos muletazos por bajo, la primera serie de cinco naturales. Hierven las palmas y estallan los olés en el tendido. Cita el torero con el muslo y después de dos naturales es aparatosamente volteado. Parece que no podrá continuar, pero se repone y sigue con otra serie de cinco naturales, brutal por lo ceñida y filigrana pura por lo templada. No se oye ya la música porque el vocerío mezcla gritos de angustia y entusiasmo desbordado. Aún hay otra serie de cuatro naturales de prodigio, y entrando rápido, porque el toro sigue achuchando por el lado derecho, agarra Girón un estoconazo hasta la guarnición. El bravísimo toro rueda al querer acometerlo de nuevo. Han concedido al matador las orejas y el rabo, y cuando va a saludar a la presidencia cae a la arena sin sentido. Cuando lo llevan a la enfermería una nueva ovación florece esplendorosa en su honor.”  (El Ruedo, 6 de mayo de 1954) G. Gómez Bajuelo: “En Sevilla, en dos tardes, en feria de abril, cuatro orejas y dos rabos. ¿Se puede pedir más? No pudo el maestro tomar los trofeos porque no más saludar a la presidencia, cayó al suelo desplomado. ¡Estaba herido! Y en esa tesitura había realizado la faena. El toro, que llegó con fuerza al tercio final, tenía la arrancada violenta. Y en uno de los adornos del diestro, ofreciéndole la cadera con la muleta escondida, fue empítonado.

¡Ave, César! César Girón continuaría con firmeza su paso por la historia del toreo. Como todo espada grande de verdad fue conquistando las plazas de Madrid, Bilbao, México, Bogotá, Lima, Caracas… La fuerza que emanaba alentó a cuatro hermanos suyos a hacerse toreros, de modo que la familia Girón Díaz –otro caso inédito– tuvo cinco matadores de toros (César, Curro, Rafael, Efraín y Freddy), de los cuales Curro quedó líder en corridas toreadas en Europa en 1959 y 1961 (César lo fue en 1954).

Su vida terminó trágicamente, al borde de una carretera (Maracay, 19.10.71). Y la América del Sur sólo volvería a encontrar una figura de su talla con el advenimiento del bogotano Julio César Rincón Ramírez. De César a César, como en la otra historia. La inmortal. 

La prohibición de las corridas en Colombia. Un llamado de atención y alerta a los taurinos de Felipe Negret para evitar el estropicio

( Este articulo del jurista y antiguo presidente de la Corporación Taurina de Bogotá, Dr. Felipe Negret fue publicado en el portal Mundotoro al que tendido7 agradece permitir su publicación dado la trascendencia del tema ya no solo para la afición colombiana sino para el mundo taurino por el efecto perverso del prohibicionismo a ultranza ),.


Colombia
 ha sido, y lo sigue siendo, objetivo del activismo internacional que ataca todo lo concerniente a la actividad ganadera, no sólo lo relativo a la actividad taurina. Lo que buscan blindar es un gran negocio, el negocio de las mascotas. Incluso, buscan acapararlo; de ahí el control que quieren implementar mediante las campañas contra la fertilidad. Es curioso, pero la castración no la consideran como maltrato animal.

Algunos movimientos populistas aprovechan el anterior discurso, para pretender imponer ‘sus’ gustos y ‘su’ cultura. No importa si para conseguirlo destruyen nuestra institucionalidad y el estado de derecho. Dicen defender la libertad, pero sólo si trata de ‘su’ libertad y no dudan en atropellar la libertad de los demás.

Algunas autoridades se han desentendido de su deber de hacer respetar los derechos de “todos” los ciudadanos y, también, olvidan su obligación de velar por el orden público. Prueba de ello, la actitud omisiva de la Administración Distrital en enero de 2017 cuando se permitió la agresión callejera hacia las personas que acudían a un espectáculo legal y con amparo constitucional.

Los estamentos taurinos no han estructurado una plataforma de defensa de nuestras tradiciones, de nuestra cultura y de nuestra libertad. No se pueden limitar a conversar y conversar, alrededor de una taza de café, sobre lo que se pudo hacer y no se hizo. Para defender la libertad no bastan las palabras, debemos luchar, con objetivos claros, propósitos ambiciosos y, sobre todo, con férrea decisión.

La falta de afición es lo que predomina. Ya ni protestan, como lo hacían antes en las plazas. No salen del closet, no salen de la comodidad de los tendidos y de sus barreras a defender sus tradiciones. La afición está, tristemente, en estado comatoso. La asistencia a la pasada “Feria de Cali” fue lánguida, pese a su buena programación con precios lógicos, al alcance de todos.

En 2017, la Santamaría de Bogotá, después de una gran batalla jurídica, se recuperó para la Fiesta. Los aficionados y los estamentos, no entendieron que la batalla continuaba. Tenían que cargar la suerte todos los días y no perderle la cara al bicho prohibicionista. Es muy triste.

Al proyecto le faltan dos debates en la actual legislatura. Muy seguramente no alcanzará el tiempo para su aprobación. Pero, indiscutiblemente, en la próxima legislatura, que comienza el 20 de julio de este año, con la nueva integración del Congreso de la República, la cosa será a otro precio y la prohibición llegará de manera exprés.

El México del 51, según Alcalino

Vaya por delante el elogio al encierro más bravo y completo en muchos años. Para la séptima corrida de la temporada de 1951, domingo 11 de marzo, Zotoluca envió a la Plaza México una corrida preciosa de tipo con predominio de esas capas plateadas tan zotoluqueñas, a cuya divisa harían honor los astados tlaxcaltecas con su ejemplar comportamiento. Veinte varas tomaron y toro hubo –el quinto, “Cirquero”, cárdeno claro, nevado y caribello—que produjo admiración por su manera de empujar al caballo de Luis Vallejo Barajas “Pimpi”, desatando una larga ovación para ambos. Al bravo “Cortijero”, sexto, las mulillas le dieron la vuelta al ruedo. Un homenaje que pudo tomarse como símbolo de lo que había sido el maravilloso sexteto de don Rubén Carbajal.

Rabo a Procuna. Andaba Luis en una de esas rachas suyas en que parecía extraviado, ajeno a todo, visiblemente desconcertado. Su contratación había sido tardía y no se presentó sino hasta este festejo, el séptimo de la serie invernal capitalina. La temporada contaba ya con sucesos como la faena de Fermín Rivera a “Clavelito” (11.02.51) o la Corrida de la Concordia que supuso irrepetible apoteosis para Carlos Arruza (25.02.51). Y ahí estaba, por fin, el Berrendo de San Juan, a quien el público le dispensó, en el tercio, una recepción de gala.

Procuna correspondió arrimándose en todo momento. Arrimándose, sí, por raro que parezca. Y con tal ansiedad y urgencia que francamente no se entendió con el abreplaza “Engañoso”, que tenía casta pero ofrecía más posibilidades de las que Luis vio y logró. Así y todo sonaron para él aplausos de simpatía. Pero lo grande llegaría con “Cebollero”. Una de las faenas triunfales de Procuna, que tuvo siempre la virtud de que, impregnadas todas de su incopiable sello, no solían parecerse unas a otras.

Con “Cebollero” –toro de bandera—alternaba largas series de naturales con repentinas sanjuaneras, antes de volverle a correr la mano en redondo para, como remate de alguna tanda llena de color, ponerse a ligar fosforescentes afarolados. Varias veces incurrió, llevando la muleta en la izquierda, en ese muletazo que después conoceríamos como martinete pero que en el pasado había sido ejecutado por Garza y por Cagancho. Faena muestrario, más que faena profunda. Y, con la gente encantada, la estocada mortal y las orejas y el rabo de “Cebollero”, al cual se olvidó el juez de premiar en justicia.

Todo en el marco de un festejo de gozosa recuperación, por el público de la capital, de su torero favorito.

Tarde modélica de Jesús Córdoba. Era el tercer espada, pero por sus obras fue el primero. Claramente, debieron darle el rabo del maravilloso “Cortijero”, al que bordó por nota, con la zurda preferentemente, en señoriales, inmaculadas tandas de naturales aprovechando la larga arrancada en los medios del cárdeno zotoluqueño, que derrochó clase y alegría tanto como arte y temple del mejor el bilingüe torero de León. Memorable trasteo, en el que todo fue clásico, ligado, perfecto de arquitectura, sentido y sentimiento, según consta en la muy completa filmación del mismo que Julio Téllez alguna vez publicó dentro de la serie Pasión por los toros. Allí puede constatarse la actualidad de esa faena, pródiga en naturales de gran clase y verdadera pureza, cuyos premios se redujeron, inexplicablemente, a las dos orejas de “Cortijero”, más la inevitable salida en hombros de Jesús.

Esa tarde sumó Córdoba tres auriculares, pues ya había paseado la oreja del primero que le soltaron, “Muñequito”, que duró menos pero acusó tanta clase y repetitividad como “Cortijero” que, como quedó dicho, fue homenajeado con la póstuma vuelta al ruedo.

Por desgracia, Jesús Córdoba Ramírez fue un torero en quien se cebó la mala suerte en forma de cornadas –él, que era un lidiador tan fácil y seguro–. Se vería asimismo envuelto, a lo largo de su carrera, en problemas de política taurina, tanto con empresas poderosas como en disputas sindicales. Al final, quedó aquel de 1951 como su gran año, el que parecía haberlo consagrado como figura de largo aliento, con ocho orejas y un rabo –más la inevitable cornada (04.02.51)— obtenidos en sólo cuatro actuaciones, en todas las cuales sentó cátedra y tocó pelo.

Paco Muñoz, sin desentonar. Muy pocos se acordarán en México del diestro de Paracuellos del Jarama, que terminó ahogando la constante sonrisa que lo caracterizaba en aguas del propio río madrileño, al cual se arrojaría, en plena depresión otoñal, para poner fin a sus días (12.11.77). En la alborada de 1951 formaba parte del grupo de toreros que, en representación del sindicato español, aterrizaron en el aeropuerto capitalino para signar el segundo Convenio Hispanomexicano. Y, junto con Curro Caro, se quedó en nuestro país para actuar en varias plazas. Aunque fue de los que más torearon en España en los tres años precedentes no llegó a trascender más allá, como tantos diestros hispanos sobrados de oficio pero carentes de personalidad.

La tarde de su confirmación (04.03.51) apenas tuvo historia porque Coaxamaluca envió una auténtica bueyada que les vetó todo lucimiento al confirmante, a su padrino Antonio Velázquez y a Manuel Capetillo. Sin embargo, los de Zotoluca fueron otra cosa. Y, como sus alternantes, pudo disponer de un lote ideal para el lucimiento. Y hay que reconocer que el madrileño no hizo mal papel.

Era Paquito Muñoz un torero dotado de cierta alegría dentro de su sequedad castellana. Y ese día anduvo muy suelto, sereno y confiado tanto con “Jerguero” –el  menos propicio del sexteto zotoluqueño, con el que dio una vuelta al anillo—como con el estupendo “Cirquero”, que se comía capotes, caballos y muletas, y al que faenó con buen gusto y remarcable temple, aunque también con un punto de frialdad. De cualquier manera, su faena tuvo mando y estructura, y hubiera cortado cuando menos una oreja sin el par de pinchazos previos a la estocada final. Como la tarde venía muy encarrilada por la senda del éxito lo hicieron dar dos vueltas al anillo y se le despidió con sentida ovación. Su estilo sobrio había supuesto adecuado contrapunto a la vivacidad colorista y algo desordenada de Procuna y al desborde de refinado clasicismo que fue la gran tarde de Jesús Córdoba.


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