Personalmente tenía el interés de escribirlo, y lo escribo. Y es que todas las artes siempre pertenecieron a las entrañas de los Palacios Reales. Ustedes recordarán que la pintura, el teatro, la música, incluso la poesía, siempre sobrevivían en la soledad interior de los entretelones de los habituales reyes. Y por eso, no deja de ser hiperbólico escribir que la tauromaquia surgió de allí, de la nobleza, cuando se miraron en aquellos espejos reales las competencias equinas.
De allí vemos que el encaje de la popularidad no se alcanza a entender si es de ensayo o es de ficción. Qué quiero decir con ello. Pues que la tauromaquia es un espectáculo indefinible. Unos dicen que es un arte. Otros que es un deporte. La mayoría que es un rito. Y algunos, como Henry de Montherland, dice que «es un arte que juega con la muerte».
Pero la tauromaquia inicia su vinculación popular a través del caballo, tanto así, que con el paso de los años, se va cimentando en las competencias donde el caballo era más importante para posteriormente dar paso al toreo a pie, basado en el oro de los de a caballo. Los mozos y ayudantes son a la larga quiénes proveen a un protagonista, quién más tarde se convertiría en el torero. Dicho de otra manera, el torero actual, quién se arrebuja en un traje de luces, se encontró de repente con la libertad, inmerso en esa espiral. En la espiral de la libertad. Sin embargo, la liturgia del toreo se inicia con la soledad interior de ese mismo torero, que transita después por el acercamiento a la capilla de la plaza, para después de manera extraña, ese mismo torero, de una forma pagana toca madera al salir al redondel. Pero él toreo es un arte ? A mí personalmente me asaltan dudas. Para mí es un espectáculo repito, como indefinible, porque es la conjunción de dos elementos que son contrarios y que terminan para hacer el toreo, invirtiendo sus valores, su desempeño, su comportamiento. El feminoide se torna poderoso y el poderoso se torna débil y sometido. Que es un rito ? Pues, también lo es. Se acerca a su esencia ritual.
Entonces tendríamos que entrar en un análisis que nos haría muy extensos en el tema.Y así, abusaria del espacio que tan amablemente me han cedido. Es indudable que es un espectáculo plagado de estética y de embrujo por los movimientos de los protagonistas, constituyendose en un espectáculo singular, donde «la muerte está viva». De tal suerte que evidentemente es algo de vida y muerte, lo que lo señala como indefinible, incalificable e inclasificable.
Y en ese camino sin retorno, sí nos queda claro que al allanar todas sus bases descubrimos que está unido a la libertad, porque va rompiendo sus moldes hasta llegar a convertirse en un sí y en un no.
Ése es mi pensamiento. Pensamiento que se acerca a la tesis de Montherland, pero también se aleja, pues es palmario el trazado estético en el torero y en el toro, y en una magia que nos posee de manera efímera, pero cargada de belleza. Lo que sí es cierto es que el toreo es algo distinto. Efectivamente, es un sí y es un no.
Como nuestras celebraciones de Día de Muertos, la tauromaquia es una tradición mexicanísima. Nacieron contemporáneas y fueron creciendo y evolucionando sin dejar de representar algunos de los valores más caros a la gente de este país. Más de una vez me he referido –perdón por el tufo academicista—a la dualidad mito-rito como núcleo básico de toda tradición.
De los valores colectivos que aloja el relato mítico original y del simbolismo ritual que representa tales valores cuando la tradición se actualiza con cada nueva puesta en escena.
No son buenos tiempos éstos para las tradiciones mexicanas. Tampoco para las dos de referencia. En la de Muertos ya hasta Hollywood metió la mano, creando una ilusión de renovación y fortalecimiento que evidentemente no existen, porque el sentido del espectáculo y del negocio desplazó sin remedio a los valores tradicionales de un mito fincado en torno al amor por nuestros difuntos, el convite anual para que regresen a visitarnos, el cuidado de personalizar esa invitación con tal de hacerla grata al difunto particular de que se trate, ajustándola a sus gustos, apetitos y placeres más propios y entrañables… Y de la simbología del rito, ni hablar: ¿dónde quedaron las flores de cempasúchil que formaban una cuidadosa cruz que aunaba en su sencillez al mismo fe espiritual y guía material, y que si acaso sirven ahora para adornar las solapas de catrinas y catrines en el desfile capitalino inspirado en la filmación reciente de una película de James Bond? Quizá la respuesta la tenga Coco, el largometraje de animación producido y difundido por la Casa Disney al que se reduce el significado tradicional del Día de Muertos para la generación milenial.
Y sobre nuestra tradicional fiesta de toros sería ocioso abundar. Aquí sí que ni la industria del espectáculo está para echarnos una mano. Porque, como sabemos, la globalización anglosajona eligió la tauromaquia como el saco de los golpes ideal para exhibir musculatura y, por lo tanto, como presa perfecta para su acoso y derribo. Y el impacto ha sido brutal en cada uno de los países taurinos, con los cobayas locales del imperio multiplicados por las redes sociales y sus representantes oficiales instalados en cómodas butacas legislativas. En México, además, cuentan con el refuerzo adicional de un sistema largamente postrado por las causas endógenas ya conocidas y explicitadas por esta columna hasta el cansancio.
De ahí la necesidad de propuestas como la que a continuación se describe.
Una ofrenda por al fiesta. Ahora que Tauromaquia Mexicana planea, para el jueves 11 de este mes, una manifestación en la explanada del palacio de Bellas Artes contra la propuesta asamblearia de extender al toreo la ley del “bienestar animal” — entelequia de moda–, no sería mala idea instalar, aunque sea al modo virtual, una ofrenda dedicada a la fiesta brava. Tendría que ser una ofrenda tradicional, nada que ver con algún vistoso parade de calaveras en traje de luces ni cosa parecida. Ofrenda impulsada por nuestro amor a la fiesta, invocándola para que abandone su ostracismo y se haga de nuevo presente. Para lo cual tendría que acudir revestida con los valores morales que le dan sentido: el estoicismo, la serenidad para asumir un riesgo potencialmente mortal, la disposición a superarlo creativamente, la entrega, la pasión, la fuerza del espíritu de que hablaba Juan Belmonte…–. Una ofrenda centrada en el toro como nuestro muerto amado y, por lo tanto, el gran invitado al banquete anual y al milagro de su resurrección.
El toro, siempre el toro. Toro plural que hace posible toda tauromaquia pero también ejemplares cuya individualidad permanece indeleble más allá del sacrificio de su muerte, los “Revenido”, “Revistero”, “Centello”, “Pardito”, “Amapolo”, “Jumao”, “Clarinero”, “Tanguito”, “Famoso”, “Ratón”, “Cantaclaro”, “Platino”, “Goloso”, “Clavelito”, “Holgazán”, “Montero”, “Polvorito”, “Soldado”, “Tabachín”, “Fedayín”, “Azucarero”, “Navideño”, “Amoroso”, “Cumbrerillo”… pero también el “Gallero” de Guillermo, el “Valeroso” de Joselito, el “Rey Mago” de El Pana, el “Cantapájaros” de El Juli, el “Cervato” de Talavante, el “Dalia” de Manzanares, el “Peregrino” de Morante y hasta el “Navegante” que a punto estuvo de llevarse a José Tomás. En profusión fotográfica como fondo ilustre en un altar adornado con el colorido de las banderillas y del cempasúchil morado y amarillo, monteras y puros, muletas y espadas, imágenes religiosas bordadas en los capotes de paseo y carteles de corridas célebres.
Nuestros muertos. Observaba Raúl Dorra, con sensibilidad de poeta, que se va “a los toros”, y que invariablemente se habla de “fiesta de toros” o “fiesta brava”, cediéndole el protagonismo al temible y hermoso animal cuya casta da sentido a su sacrificio ritual en la por algo llamada corrida de toros. Pero nuestra ofrenda estaría incompleta, mutilada, si no reservara un espacio para la contraparte humana de la lidia, pues así como no hay tauromaquia son toro, tampoco habría toreo si se excluye al hombre que sublima el duelo con la hermosa, mítica y admirable bestia bicorne.
Por tal razón, nuestra ofrenda, que por lo visto va requiriendo más espacio y elaboración que cualquier ofrenda normal, debería asimismo contar con un sector bien visible dedicado a las víctimas del toreo; retablo donde no podrían faltar las imágenes de Pepe-Hillo –autor del primer tratado de tauromaquia conocido y compadre de Francisco de Goya, el pintor inmortal de Fuendetodos–, Manuel García “El Espartero”, Antonio Montes, Joselito “El Gallo”, Manolo Granero, Carmelo Pérez, Rafael Vega de los Reyes, Ignacio Sánchez Mejías, Alberto Balderas, Manuel Rodríguez “Manolete”, Francisco Rivera “Paquirri”, Rodolfo Rodríguez “El Pana”, Iván Fandiño y tantos más, famosos o humildes, cuyos nombres están unidos al del toro que los privó de la vida. Nada más justo, puesto que toro y torero integran una unidad indisoluble, más allá de los fugaces instantes de su reunión dialéctica y ritual sobre los ruedos del mundo.
Altares particulares. Como la fiesta, para el aficionado chipén, es de adhesión incondicional a tal o cual torero, cada uno de nosotros puede elaborar su propia ofrenda, dedicada al diestro de sus preferencias. Respetando rigurosamente las reglas del rito al instalarlo, pero dando rienda suelta a su imaginación e inventiva para incorporar los lances, pases y actitudes más característicos del espada fallecido, el pasodoble que le fue dedicado, acaso alguna prenda personal del mismo, presente material o simbólicamente en el altarcillo.
Redondel de ofrendas. Imagino, para estas fechas tradicionales, el ruedo de cualquiera de nuestras plazas aún sobrevivientes con una gran ofrenda al centro, parecida a la que quedó descrita líneas atrás. Y en torno a la roja barrera, ofrendas particulares dedicadas a los ídolos taurinos desaparecidos, sin impedimento para que las haya dedicadas también a tal o cual ganadero, empresario, cronista o aficionado de prosapia. No será ya en este complicado 2021, pero ojalá sucediera pronto, y de llegar a ocurrir, que no fuera un caso aislado sino muchas las ciudades y cosos que se sumaran. Y es que no se me ocurre mejor homenaje ni más mexicano rescate y defensa de nuestra bienamada fiesta, tan amenazada hoy desde tantos frentes. Ni demostración más gráfica de su valor tradicional e histórico.
Reapertura y discrepancias. El sábado por la noche, la Plaza México reabrió sus puertas luego de 621 días con los candados puestos. Nunca estuvo más tiempo cerrada. Y para celebrar semjante suceso se anunció una corrida de seis espadas, con un raro preámbulo religioso inspirado en la famosa corrida de las luces de Huamantla. La gente tenía ganas de toros –mitad del numerado estaba ocupada, pese a las restricciones sanitarias—, pero lo que salió por la puerta de chiqueros fue una muestra fiel del post toro de lidia mexicano, elemento fundamental de una crisis que se remonta mucho más atrás de la pandemia. Inútil resultó el empeño de los diestros, y a la altura del quinto astado el malestar general, agudizado por la pequeñez del bicho de Reyes Huerta, estalló en protestas. O sea, nada nuevo bajo la luna, aunque las de octubre gocen fama de ser particularmente hermosas.
La plaza solitaria, el larguísimo ayuno, el despertar de la afición demandaban otra cosa. No la luz artificial, el extraño preámbulo, el toro disminuido. La corrida es una fiesta solar, ¿a qué negarle su ámbito natural, el calor y la luz de la tarde, el espectáculo de la bravura? Si de reactivar el gusto de los capitalinos por el toreo se trataba, lo adecuado habría sido innovar con una estrategia publicitaria que llegara con fuerza a todos los ámbitos de la ciudad. E incluso del país, vía la televisión, que como todo mundo sabe ha sido una exitosa palanca para el relanzamiento de las corridas en España. Total, un fiasco más.
Y nada que reprochar al público, que abandonó la plaza desencantado luego de una reapertura presidida por la misma mezquindad conocida, y a la cual debemos la crisis que arrastra nuestra empobrecida fiesta del siglo XXI.
Mi admirado «Pollo» Pallares me envía desde la incomparable Cartagena de Indias una nota en su columna habitual en tendido7 y hace referencia a uno de los hombres mas romántico y mas querido de la fiesta, el gran Joselillo de Colombia.
Siempre he recalcado, cuando tocamos los temas taurinos – mi afición y por la cual sobrevivo las veinticuatro horas del día-, que según teorizo Aristipo, quién era un discípulo de Platón, que existen dos cosas que influyen en el hombre, y que son el sufrimiento y el placer.
Ello, creo, también es parte sustancial en la tauromaquia, porque en el toreo «la muerte está viva», y por supuesto, se asoma a ésta práctica, ya que el toro con cualquier descuido propina una cornada mortal al diestro. Allí se patentiza el sufrimiento que se inicia en los patios de cuadrillas con el denominado «ese miedo a tener miedo», hasta cuando ya en el redondel, ello se troca en responsabilidad.
Por ello, nos asalta una pregunta : Por qué «Joselillo de Colombia», se empecinó en cultivar la tauromaquia en prácticamente todas las plazas de toros del país, sirviendo como torero y empresario ? No sería que «Joselillo de Colombia», en todos los sentidos, argumento esa posición ambivalente, puesto que de todas maneras, se evidenciaba aquello del sufrimiento al placer. Es decir, al expresarse estéticamente con su toreo, también realiza la anexión hedonista del placer con el triunfo sonoro y corte de orejas. «Joselillo de Colombia» siempre vivió para la tauromaquia. Y en Colombia fue un gran sacrificado.
Sin embargo, por esa ceguera involuntaria de los aficionados no tiene siquiera un busto en honor a sus prácticas toreras. Y especialmente en Cartagena, mi ciudad, donde hizo palmario la gran plaza de toros como gestor, dando por válidos sus argumentos. Le recordamos con un busto invisible !
Hablábamos el lunes último de las pruebas por las que ha tenido que pasar la fiesta brava para garantizar su permanencia en México. Y está claro que, cuando confluyen fuerzas internas o externas que la amenazan, no basta una historia de siglos y una tradición identitaria para garantizar su continuidad, por indudables y legítimas que sean aquellas.
Una vez repasados someramente los contratiempos a los que la tauromaquia mexicana sobrevivió cuando se suspendieron las corridas de 1916 a 20 y cuando un sisma sin precedentes dividió a la torería mexicana en 1940, vamos a continuar este somero recorrido por las vicisitudes que ha tenido que superar la fiesta en nuestro país antes de topar con el que ahora mismo la tiene postrada. Y sin que el optimismo y la esperanza nos abandonen, hay que advertir que ninguno se prolongó tanto, ni el organismo de la fiesta y la fuerza de la afición se encontraban tan bajos de defensas como lo están en la actualidad. Por no hablar de los antis que, como buitres, sobrevuelan su fragilizado territorio.
Vuelven los españoles. Con el boicot de 1936 quedaron rotas las relaciones entre las torerías de México y España, y durante ocho años poco se supo de lo que allá sucedía. Tampoco hacía falta, en México la época de oro se desarrollaba a plenitud, pródiga en tardes y faenas inolvidables. Hasta que la endogamia empezó a cobrar cuota y, con la constante repetición de nombres y carteles, la euforia dio en decrecer. Entonces, como en tiempos de Venustiano Carranza, la política volvió a meter la mano, aunque esta vez en sentido inverso, pues fue Maximino Ávila Camacho, hermano del presidente de la república y, en la práctica, quien manejaba a la sombra los destinos de El Toreo, el que, apercibido de la situación, despachó a España a su personero Antonio Algara con instrucciones de arreglar el pleito. Así, más pronto que tarde, quedó signado el primer Convenio Taurino entre los sindicatos taurinos de ambos países. La reanudación del intercambio traería, entre otras cosas, la presencia gigantesca de Manuel Rodríguez “Manolete”.
Aunque la fiesta no estaba de capa caída en nuestro país, los efectos del Convenio sirvieron para tonificarla y atraer público nuevo a las taquillas más allá de la inevitable retirada de los ases de la época de oro. Lo que no significa que nuevos problemas e inconvenientes dejaran de afectar la actividad taurina. Pero cuando los españoles volvieron a interrumpir el intercambio (1947), ya la Plaza México estaba funcionando, con un público multitudinario y en los carteles novedades capaces de convocarlo.
Pleitos sindicales. Las agrupaciones taurinas –matadores, subalternos, ganaderos—mantenían un pulso permanente con los empresarios, en especial con quien estuviese al frente de la Monumental de Insurgentes, que era la que mayormente alimentaba la pasión por los toros, tambioén en auge en muchas ciudades del interior. Cuando en 1950 la Unión de Picadores y Banderilleros entró en conflicto con Alfonso Gaona porque éste se negó a firmar un contrato colectivo alegando que el patrón del peonaje no era otro que el matador a cuyas órdenes sirvieran, la dirigencia sindical colocó banderas rojinegras en los accesos al coso. En respuesta, el empresario se las arregló para reanudar su temporada chica con cuadrillas de “esquiroles” –novilleros y matadores en receso–, y apoyado por ganaderos ansiosos de colocar sus astados en la plaza que da y quita. Fue el de Gaona un golpe decisivo de cara a la forzada reconciliación que no tardó en sobrevenir.
Otros paros semejantes –el de 1987, por ejemplo, de nuevo con cuadrillas hechizas como salida de emergencia–, fueron sorteados a brevedad. No así el que mantuvo cerradas a piedra y lodo todas las plazas de la república durante casi dos meses –entre noviembre de 1966 y enero del 67–, dando incluso al traste con una Feria de Otoño en El Toreo que ya tenía sus carteles y boletaje en circulación. La impusieron de nuevo los subalternos, capitaneados por Pancho Balderas, quien tuvo que ser destituido por sus propios colegas para que pudiera llegarse a un entendimiento con los empresarios, que naturalmente no se habían quedado de brazos cruzados y maniobraron hábilmente para quitar de en medio al veterano e intransigente hermano del inolvidable Alberto. Este paro general fue la culminación del enrarecido clima que rodeó a la Fiesta en México a raíz de la pugna entre la vieja Unión de Matadores –capitaneada a la sazón por Luis Procuna—y una escisión de la misma, Asociación le pusieron, hija de un parto de emergencia en el que tuvo que ver hasta Manolo “Chopera”, que apoderaba a El Cordobés.
Dos veces cerró la México. Previo al receso actual, la Monumental se mantuvo cerrada durante dos lapsos que se le antojaron eternos a su fiel afición. El primero, a principios de 1957, duró año y medio, reabriéndose para la temporada chica del 58; el segundo fue de abril de 1988 a mayo del año siguiente. En ambos, el empresario, tras sus clásicas idas y vueltas, era Alfonso Gaona, quien decidió interrumpir sendas temporadas grandes, mal armadas y de escaso interés, aduciendo desavenencias con los propietarios del coso; en el segundo caso era evidente el interés del regente de la ciudad, Ramón Aguirre, por hacerle la tambora de lado, interesado como estaba en entregar el control de la plaza a su hijo Rodrigo, que hacía pininos como ganadero. El cual nunca llegó a regentar la Monumental pero se dio al menos el gusto de organizar una gélida serie de corridas en el Palacio de los Deportes.
La primera vez –1957-58— el ayuno por rumbos de Insurgentes fue neutralizado por El Toreo de Cuatro Caminos, que lo aprovechó para organizar dos temporadas a todo lujo –Calesero, Procuna, Capetillo, Huerta, El Ranchero e incluso Carlos Arruza, a caballo y a pie–, así como la de novilladas de la que surgió la pareja Raúl García-Gabriel España.
Treinta años después, la Plaza México pudo quitar de sus puertas los candados oxidados porque el gobierno entrante –Manuel Camacho Solís como regente capitalino– estaba ansioso por congraciarse con el pópulo a raíz de la dudosa elección presidencial que encumbró a Carlos Salinas de Gortari. Camacho Solís movió cielo y tierra para que la Monumental pudiera reabrir, fundó un patronato que la manejara, promovió exposiciones sobre temas taurinos y tanto se preocupó porque el DF tuviera espectáculos de primera que utilizó un ruidoso helicóptero para estar, con pocas horas de diferencia, en el autódromo Hermanos Rodríguez, abanderando el único GP de México que ganó Airton Senna, y en una barrera de sombra de la Monumental para recibir los brindis de Manolo Martínez, David Silveti y Miguel Espinosa, integrantes, con toros de Tequisquiapan, del cartel de reinauguración, como pomposamente se le llamó (29.05.89).
No hace falta reiterar que, como en todos los sórdidos episodios anteriores, la potencia intrínseca a la Fiesta y la pasión multitudinaria que suscitaba sobraron y bastaron para superar las crisis y terminar recomponiendo el panorama.
Ante el Covid 19. Tras casi dos años a salto de mata, el medio taurino mexicano empieza a desperezarse. Nos llevan ventaja el futbol y otros espectáculos, que reaccionaron con más presteza y, lo mismo que el GP de México próximo, ya tienen autorizado aforo completo en sus graderíos, en tanto el público de toros enfrenta restricciones que oscilan entre el 75 por ciento para los festejos anunciados en la Plaza México y el 30 por ciento al que tendrá que atenerse el Nuevo Progreso de Guadalajara. Inexplicable discriminación, aunque tampoco se esperan entradas que rebasen tan módicas providencias, propias de tiempos en que el prohibicionismo pende sobre la fiesta como su pandemia particular.
Con todo, y así sea de manera desigual, se palpa el deseo de sacar la fiesta adelante. No contamos ya con figuras señeras que antaño movían multitudes. Tampoco con el respaldo de los medios, fundamental para ubicar cualquier espectáculo o temática en la escena pública. Y el post toro de lidia mexicano lleva tiempo entronizado como otro poderoso disuasivo contra el gusto de los mexicanos por las emociones dramáticas y estéticas del toreo.
¿Y los movimientos antitaurinos, tan activos en todos los países donde la tauromaquia mantiene su vigencia? Pues está visto no le hacen mayor mella allí donde sus actores la mantienen viva, y los acompaña el interés del público, su antigua pasión por las corridas, como factor determinante. En todas las crisis anteriores por los que la Fiesta mexicana pasó, esta certeza funcionó como una premisa esencial para superarlas.
Nos preguntamos qué ocurrirá, a la corta y a la larga, bajo las circunstancias actuales.
Hacer una valoración del rótulo de Joselillo de Colombia como el gran gestor de las ferias taurinas del país, es harto difícil, pero también significativo, pues Joselillo siempre que ya tenía algo conseguido, de inmediato albiraba el paso siguiente para contribuir con la tauromaquia en toda la república.
Recuerdo que un día al regresar de un tentadero en «Aguas Vivas», nos fuimos a la Hospedería La Giralda, que era de mi propiedad, cuando por allá en 1973, se me dió por fungir de hostelero y, por supuesto, al ser tan cercano a lo taurino, la decoración era cargada de imágenes ostensibles sobre el toreo, convirtiéndose en una escena sensible para el aficionado y éste era un torero y empresario. Joselillo entusiasmado por lo que veía y vivía y entre el bullicio del whisky y el tapeo, me dijo: «Pollo, resérvame todas las habitaciones porque para la feria de inaguración de la nueva plaza, me quiero vestir aquí».
Y en el abanico de su pensamiento surgió otra información: «Fermín me está haciendo dos trajes de luces, él tiene mis medidas». En efecto, el torero empresario se confeccionó dos semidiosescos vestidos, blanco y oro (el de inauguración) y corinto y oro, el otro. Y es que de verdad era el sitio el que agitaba las nueces, ya que el reluciente y bien decorado lugar de hospedaje, era la «rosa donde cabían todas las primaveras», que decía Antonio Gala.
Ese era Joselillo de Colombia, quién cultivó la tauromaquia en Cali, Bogotá, Medellín, Cartagena y otras plazas menores, garantizando por aquellas épocas, el poder de la fiesta brava. Y aquí en Cartagena, como sabía que»La Serrezuela» era ineficiente, generó con»El Mono» Franco, el parlamentario, la construcción de la plaza Cartagena de Indias. Y la inauguró de blanco y oro, arrebujandose el terno, ese día 1 de enero de 1974, en mi casa. La afición taurina tiene algo muy importante, pues la sensibilidad que la abriga la entrelaza con el acercamiento, porque la vulnerabilidad del toreo genera atracción. Uno de los rasgos de Joselillo de Colombia en Cartagena donde era querido y admirado por la gente que lo acogía como su hijo.
LA GALERIA
Las primera foto es de la ùltima corrida en La Serrezuela
La segunda , la corona que se eleva al cielo que es la monumental de Cartagena que tenemos que recuperar como patrimonio cultural
La tercera es Palomo toreando en La Serrezuela y al fondo se aprecia al pollo Pallares narrando la corrida con el gran Romar
Es evidente que Cartagena tiene una baza taurina de importancia. Desde que a Don Fernando Velez Danies, por vocación experimental se le ocurrió construir una plaza de toros, para dar por sentado el interés del pueblo por las corridas de toros y de esta manera acabar con el devaneo de diversos empresarios. Ya que éstos, de manera itinerante ofrecían los festejos taurinos en diferentes sitios del centro histórico.
Así logra reunir a toda la afición en un punto especialmente ambicioso para poder fagocitar el interés de muchos que no encontraban la distracción dominical, sino en las funciones dedicadas a la tauromaquia. Así en 1930, con bombos y platillos, se inauguró la plaza de toros «La Serrezuela», que hoy en medio del apabullante progreso, y justo en el mismo lugar, evidencia prepotente el centro comercial más hermoso de América, cuyo eje es la plaza de toros declarada monumento histórico. Después un torero, «Joselillo de Colombia», quién en épocas de celebración de corridas de toros, se convirtió en el gran gestor de la tauromaquia en Colombia.
Y fue el quién entre aciertos y errores ofrecía corridas con los más destacados diestros de la actualidad con pírricos ingresos económicos por el apretado aforo de la placita y, empezó a demandar la construcción de un nuevo escenario taurino, para lo cual buscó una referencia inexcusable, como el parlamentario Joaquín Franco Burgos, quién a la sazón presidía la Comisión de Presupuesto y buscó el apoyo para el proyecto con treinta millones de pesos lográndose la construcción de la plaza de toros «Cartagena de Indias», señalada por propios y extraños, como la plaza de toros más bella del mundo. Y ese experimento cobró fuerzas, cuando el arquitecto Gastón Lemaitre la diseñó en una servilleta de papel rugoso, en el desaparecido «Dragón Verde» en el barrio Bocagrande, después de una farra en la vecina isla de Tierrabomba.
Así nació la plaza de toros «Cartagena de Indias», inaugurada en 1974, que vino a robustecer la ajada placita sandiegana y para enaltecer todos los confines de la tauromaquia, donde hubo tres referentes: Fernando Vélez Danies, Joselillo de Colombia y «El Mono» Franco, quién mucho se preocupó por el progreso cartagenero. La verdad sin más tintes.
Para el aficionado de toda la vida –lo mismo da que escriba o no de toros– hay dos maneras de enfocar el presente de la Fiesta, anémico y perturbador al mismo tiempo. Una consiste en fingir que no pasa nada y dar seguimiento puntual a la información de lo inmediato, con sus buenas o malas noticias. Seguir la costumbre sin alterarse de más, aparentar que nada grave está sucediendo. La otra representa un arduo viaje al pasado, una mirada en retrospectiva cuyo móvil, paradójicamente, ha de apuntar resueltamente al porvenir. Este empeño es bastante más intrincado y exigente. Doloroso incluso, pues volver la mirada en dirección de tiempos mejores es exponernos, con crudeza y por puro contraste, a los reveses de la sombría actualidad. Pero vale la pena el esfuerzo.
Vale la pena, y acaso sea lo único que podemos hacer para intentar salvar a la tauromaquia de los veleidosos objetivos de un movimiento global que encontró en las tradiciones taurinas una presa a modo para ensayar sus planes expansionistas, necesariamente ligados a la codicia económica y al aplanamiento de las culturas en beneficio de una sola, la anglosajona, empresa no por absurda menos dañina, teñida además de ominosas obscenidades.
¿Nostalgia o reivindicación? Hace poco, un amigo muy estimado me echaba cordialmente en cara que mis columnas de estos tiempos tiendan más al pasado que al presente; lo hizo con una sentencia que me caló: “toda nostalgia es o se vuelve reaccionaria”. Lo decía, supongo, en el sentido marxista del término. De todos modos mi reacción natural fue de rechazo; sin dejar de reconocer que hay nostalgias que matan, sobre todo cuando se aferran a privilegios cuestionados o amenazados por algún enemigo, real o imaginario.
Pero el rechazo lo mantengo e intentaré explicarlo a continuación, entre otras razones porque los enemigos de la Fiesta son hoy múltiples y feroces, de una ferocidad que ni se detiene ni se ruboriza ante la estupidez de decisiones como la de la alcaldesa asturiana que acaba de prescribir la fiesta de sus dominios porque en una corrida reciente (Gijón, 24.08.21) salieron dos toros llamados “Nigeriano” y otro de nombre “Feminista”, lo que la señora en cuestión consideró gravísima mofa contra quienes se opongan al racismo y la misoginia, argumentos suficientes para condenar el ancestral rito taurino. Pero casos de descerebramiento agudo aparte, y al margen de la actualidad estricta y sus devaneos, quiero defender la tesis de que la tauromaquia es cultura, y de que toda cultura es el resultado siempre provisional de una historia,
preferentemente copiosa, rica, y necesariamente evolutiva, vital. Partiendo de lo cual afirmo que, en países como el nuestro, y por encima de cualquier condena, lo mismo las malintencionadas que las ingenuas, la tradición taurina contiene valores incuestionables y su evolución como arte presenta facetas singularísimas, ninguna tanto como la de ser el único arte surgido del vencimiento del temor por el estoicismo, con tal de ilustrar vivenmcialmente el triunfo de la vida sobre la muerte. Y todo esto dentro de la paradoja que consiste en anteponer a logros técnicos y estéticos el alto precio de la vida del autor, latente siempre mientras sea un toro de lidia su obligada contraparte.
Dicho lo cual paso a la exposición de mi propio camino en activa defensa de la Fiesta.De los Carteles con historia al Siglo de Oro del Toreo. Se aproximan al centenar las Tauromaquias que firmo cada lunes desarrolladas bajo el título de Historia de un cartel, y debo a algunas de ellas comentarios y pareceres que cuentan entre los más vanidosamente satisfactorios que pueda recordar, procedentes incluso de fuera de nuestras fronteras. Pero vanaglorias aparte, mantengo un propósito original, basado en la necesidad de exponer y difundir los valores de nuestra Fiesta a través de algunos de sus episodios más catárticos debido a su vuelo
artístico o su contenido trágico. Porque el significado profundo de la tauromaquia, creo, no reside tanto en el seguimiento minucioso de su ralo acontecer cotidiano, ni siquiera en los enconados debates en los medios en que también he tenido oportunidad de participar. Apunta mucho más allá, a la comprensión de su devenir histórico y el seguimiento de su transformación técnica y estética, encerrado en historias de triunfo y muerte que exaltan inevitablemente al toro, ese incomparable, temible, hermosísimo misterio activo, capaz de pelear hasta su propio final pero también de herir y truncar en un instante vidas e ilusiones.
Diré, adicionalmente, que la idea que dio origen a tan multiplicada Historia de un cartel ha sido la quimérica pretensión de recrear, como si acabasen de ocurrir, infinidad de tardes de toros en las que me hubiera gustado estar presente, y si acaso lo estuve en unas pocas, en atraer hacia la sensibilidad y el asombro lo vivido en tales días, con toda su inefable capacidad para sustraernos del mundo que nos rodea para transportarnos a dimensiones en las que el gozo, la zozobra y la emoción se mezclan fugaz, inefable y deleitosa o terriblemente. En cuanto al concepto Siglo de Oro del Toreo, simboliza algo que una vez pensado fluye con entera naturalidad. Depende tan solo de que aceptemos el pasaje de una tauromaquia con ese acre sabor a lucha, a solamente lid (ia), arrostrada con
inaudito coraje por los insignes maestros del primer siglo y medio de tauromaquia, a la aparición, lenta pero segura, del genuino arte de torear, en los albores del siglo XX, hasta su pleno desarrollo, ya en nuestros días. Un recorrido en el tiempo que solamente un lego en cuestiones estéticas o un fanático empeñado en no ver, oír ni entender estaría en condiciones de negar.
Hablamos, pues, de un Siglo de Oro palpable y real, perfectamente verificable.
La lucha de hoy. Creo que todos estaremos de acuerdo en que se libra en diferentes campos. El que he elegido parte de la idea de que la situación presente de la Fiesta, con la activa trama de acoso y derribo urdida en su contra desde numerosos frentes, exige, como primera barrera de contención, un taurófilo culto e informado. Más allá del disfrute de lo inmediato, de lo anecdótico, de lo sabrosamente polemista o del superficial colorido del ambiente, los tiempos están pidiendo el advenimiento de un defensor de lo nuestro capaz de aunar a su pasión por los toros un sólido trasfondo argumental, indispensable para plantarle cara al interlocutor antitaurino con la seguridad y el aplomo que siempre distinguió al torero auténtico, ese héroe dispuesto a urdir su improbable bordado en la misma boca del abismo. Y a asumir tan tremenda agonía tarde tras tarde.
En el fondo, esta visión de perspectiva, reveladora de nuestro amor por la Fiesta y convencida de las razones que nos asisten, será, creo, la mejor arma para defenderla de los embustes y exabruptos de sus atacantes.
Y lo que mejor puede reforzar y acrecentar nuestra propia autoestima como aficionados.
Por Edgardo Pallares Bossa Si bien el torero al estar en el patio de cuadrillas, sabe que hacer y sabe que no hacer, para salir en triunfo al culminar la corrida, debe moderar sin prohibir aquello que ha de configurar en la cara del toro en la búsqueda de evitar una cornada grave, ya que en esa puesta en común desquiciada y desquiciante, envejece al hombre, que aún cuando en el patio de cuadrillas donde se vive un chalaneo previo, simula estar tranquilo. Sin embargo, existe a no dudar un criterio de reparto, donde la muerte está viva.
Un torero figura, Ortega Cano, quién venía de superar una gravísima cornada en Zaragoza, donde un toro le abrió la barriga, mientras el cirujano de plaza, el también famoso Carlos Valcarreres, como verdadero trasunto de la soberanía cirujana le salvó la vida al diestro. En Cartagena de Indias un toro de Mondoñedo, colorado y cornicorto, de nombre «Buenmozito», el 6 de enero de 1995, le propinó un cornalon a Ortega Cano. Pero allí en el patio de cuadrillas, donde se viven las previas, en la pequeña enfermería, sin criterio de reparto, el torero cayó en las privilegiadas manos de Gustavo García, otro verdadero trasunto de la soberanía cirujana.
Quizá, el médico jefe de la plaza de toros Cartagena de Indias, nunca imaginó ese vínculo de privilegio con el diestro español pues posteriormente y en agradecimiento, el torero Ortega Cano lo invitó a su matrimonio con Rocío Jurado en la finca «Yerbabuena» en España, muy a pesar de cierta desconfianza por parte de los familiares del torero, al traer a Valcarreres para que lo revisara, señalando éste con vehemencia al expresar : «Aquí todo se ha hecho bien». Y ese estabilizar el aspecto científico, como caja de resonancia, realzó la intervención y tratamiento de Gustavo García.
Y es que éstos emulos de Juan del Castillo, quién en 1683 inició la carrera por la protección de los toreros, con la corroboración de Jiménez Guinea, Máximo García de la Torre, Ramón Vila, Valcarreres, y tantos otros, convirtieron en un orden natural, las prácticas de la cirujía taurina en la fiesta brava. Por eso hoy tenemos que agradecer a todos los especialistas taurinos del mundo, espejo de la fortaleza en el toreo.
Nueve fueron las corridas de la feria valenciana de San Jaime de 1945, y en siete de ellas participó un mismo espada en calidad de figura estelar ¿Su nombre? Carlos Arruza, nacido en México DF (17.02.20) y, a esas alturas, la atracción máxima de la temporada española. Ni Manolete, en el pináculo de su gloria, llegó a ser tan protagónico en la ciudad del Turia.
Histórico saldo. ¿Justificó o no el Ciclón Mexicano la enorme responsabilidad que la empresa de Valencia había depositado sobre sus hombros? Respondan por nosotros sus logros en las siete tardes de referencia, que transcurrieron de la siguiente manera.
21 de julio de 1945, toros de Vicente Charro para Luis Gómez “El Estudiante”, Carlos Arruza y Agustín Parra “Parrita”: Arruza corta 4 orejas; 22 de julio, toros de Atanasio Fernández para “El Estudiante”, Arruza y Jaime Marco “El Choni”: Arruza corta 2 orejas; 23 de julio, 5 toros de Francisco Galache y 3 de Flores para Arruza, Manuel Álvarez “Andaluz”, “Parrita” y “El Choni”: Arruza corta 2 orejas y un rabo; 24 de julio, toros de Rogelio Miguel del Corral para Arruza, “Andaluz” y “El Choni”, sin que Carlos corte apéndices; 25 de julio, seis de Clairac para “El Estudiante”, Arruza y Pepín Martín Vázquez: Arruza corta 3 orejas, un rabo y una pata; 26 de julio, toros de Joaquín Buendía para Arruza, Benigno Aguado de Castro y “Parrita”: Arruza corta 4 orejas, 2 rabos y una pata; 27 de julio, toros de Alipio Pérez Tabernero para Domingo Ortega, Arruza (no cortó nada) y Pepín Martín Vázquez. Lo que arroja la nada despreciable suma de 15 orejas, tres rabos y dos patas.
Claro que los números no lo son todo en el toreo. Está, además, el punto de vista de la cátedra, reflejado por las principales plumas de España, reunidas en la capital levantina para ofrecer su testimonio a los lectores de todo el país. Que hablen ellos por nosotros.
César Jalón “Clarito”. El célebre crítico riojano no ahorró elogios al referirse al mexicano y su actuación del 22 de julio, apertura de la feria: “No he visto un semejante derroche de valor, ni un tan completo dominio… Jamás se ha pisado tan tranquilamente un ruedo en el gallardo par de frente para ganarles la cara a los toros. Jamás, en tan corto terreno, se han alzado tan holgada y limpiamente los brazos, ni han caído en tan perfecta reunión los palos, como cosidos con hilo… Los públicos se enardecen. No hallan reposo en sus asientos. Se alzan. Se remueven. Aplauden. Vociferan… Los toreros, a su vez, se sorprenden. Sobre todo los toreros cuajados. Los que están en los secretos de la técnica torera, de sus preceptos, de sus normas, de sus cánones. Contemplan asombrados esta tremenda violación de todo; primero, suponiéndolo obra de la casualidad, y después, a la vista de su largueza y permanencia, como un fenómeno producido por sus facultades excepcionales, su poderío duro y elástico y su seguridad torera, alentados por un extraordinario corazón. Que no da tregua a nada ni a nadie. Que nunca se sacia de peligro. Arruza es como una avispa cuyo aguijón inagotable se clava en todos los tercios con la hondura y el tino del arponcillo de sus banderillas.“ (Informaciones, diario. 23 de julio de 1945)
Federico M. Alcázar. Presente en la misma primera inaugural, la de las cuatro orejas de los toros salmantinos de Vicente Charro, este ilustre crítico hispano escribió una crónica de la que entresaco los párrafos siguientes: “Esto de asustar a los toros parece una hipérbole, pero no lo es. Al primer torero que vi asustar a un toro fue Juan Belmonte. ¡Qué espectáculo! ¡Nunca lo olvidaré! El torero avanzanda desafiante y el toro andando hacia atrás hasta dar con el rabo en la barrera… Claro que aquel toro de Miura era una cosa muy seria, y éste de ayer era un torillo terciado… pero el gesto fue el mismo. Después de darle muchos pases de clamor el toro se resistía a embestir y Arruza le porfiaba, le acosaba hasta casi darle con el palo de la muleta en el testuz. El animal, atemorizado, andaba hacia atrás… ¡Con qué instinto de conservación huía del torero! Que más crecido y recrecido en la lucha le perseguía implacable, le obligaba a tomar la muleta, le daba pases inverosímiles por el terreno y la distancia. Y cuando, cansado el toro de embestir, volvía la cara, el torero multiplicaba el valor, el arrojo, el coraje, la temeridad. Fue el momento más emocionante de la corrida, y el más interesante, pues no es fácil ver a un toro asustado por un torero. Más bien ocurre lo contrario… Uno de los dos tenía que morir y murió el toro. La gente delirante, frenética, aclamaba al torero…
Pero a mí la faena que más me gustó fue la de su segundo toro, que era peligroso y tenía mucho que torear. Arruza le aguantó la bronca embestida, que acababa casi siempre en una fuerte tarascada, y con la derecha y con la izquierda le hizo una faena arrojada y emocionante, en la que el valor y el riesgo, pero también el dominio y la maestría, se daban la mano en cada pase. De una estocada rodó el toro, y también le dieron las orejas. Dos toros, dos faenas de superación, cuatro orejas. Tarde triunfal. ¡Arruza!” (La Fiesta, semanario. México DF, 9 de enero de 1946)
La tarde del día 26, la de las cuatro orejas, dos rabos y una pata, el mismo Federico M. Alcázar describió la actuación de Carlos de esta manera: “Me han dicho que el día de la corrida del Montepío, en Madrid, le preguntaron a Belmonte: –¿Qué te ha parecido Arruza?—. Y que Juan Contestó: –Yo no sé si es bueno o malo. Lo único que sé es que viéndole torear se me ha cortado la digestión de la comida.
La frase es tan expresiva como exacta… Toreo de nudo en la garganta, apretada por la emoción. Toreo que se siente, más que se ve. Porque la vista se aparta muchas veces de la visión del peligro. Un peligro buscado, acrecentado, extremado. Arruza se complace en aumentar el riesgo para darse después el placer de vencerlo. Y de este juego diestro, peligroso y dramático surge la grandeza de la faena. Porque el toreo, en último extremo, es eso. Que el público vea que el toro va a coger al torero, y que no lo coja por obra y gracia de su habilidad, de su destreza, de su arte. Como sucedió con el primer toro de esta tarde, un Santa Coloma bravo y codicioso, que llega tardo a la muleta, pero que cuando se arranca mete la cabeza con una nobleza ejemplar… Luego de un tercio de banderillas en que cada par supera al anterior, empieza la faena con dos altos, un redondo y ese pase con la muleta por la espalda en que se hace un nudo con el toro (Alcázar está describiendo la arrucina). Ese solo pase vuelca a la plaza. Y a partir de ahí, la faena se desliza entre un estruendo de aclamaciones, gritos e histeria. No bien acaba de ligar cuatro redondos, liándose materialmente el toro a la cintura, cuando ya se ha cambiado la muleta de mano y porfía con la izquierda: son cuatro naturales ceñidísimos, ligados con el de pecho. Y luego más naturales, y como el toro se queda el torero tiene que reanudar la porfía cada vez más cerca, hasta llegar a un sitio en el que parece imposible que pueda consumar la suerte… Vienen a continuación seis manoletinas a una mano (lasernistas), girando suavemente y mirando al tendido en cada pase.Y al terminar se arrodilla y gira en un molinete entre los mismos pitones. Vuelve a arrodillarse para dar otras seis manoletinas en esa postura. Ya pueden ustedes imaginarse el espectáculo de la plaza, todo mundo atacado por un vértigo de locura. Se levanta el torero y vuelve dar ese pase por la espalda con el pico de la muleta tan fundido con el toro que sale enredado entre los pitones. Pincha sin soltar y de una gran estocada dobla el toro. Ya pueden ustedes imaginar lo que sucede. Le dan todos los despojos del toro y el homenaje de la multitud llega al grado máximo del entusiasmo y la entrega… En el cuarto redondeó la tarde con otra gran faena… Cuando acaba de torear la gente, rendida, exhausta, conmocionada, se dedica a comentar lo nunca visto. Nadie lo recuerda bien… El nudo en la garganta les hizo cerrar los ojos, asustados.” (ibidem).
“Giraldillo”. Siendo el ABC el diario más leído de la España franquista, conviene revisar lo que, sobre el mismo festejo del 26 de julio, escribió su cronista titular: “Se corrieron toros de Buendía, antes Santa Coloma, aunque uno salió con el hierro de Surga. Carlos Arruza cortó cuatro orejas, dos rabos y una pata. Carlos es hombre de aquí, de allá y de todas partes. Carlomagno ha sido el magno sostén de una feria amenazada de derrumbamiento. Tomemos nota de lo que hicieron sus toros. Tres varas tomó el primero y otras tres el cuarto, éste con buena pelea. Y seis pares de banderillas soberbios, prodigiosos de valor, precisión y maestría… Y vino la faena al cuarto, borrachera, locura barroca, todo el zodíaco mejicano policromado con arte español por este Carlomagno que es más español a cada hora; tanto que lo que abrillanta su mejicanismo se basa en puros cánones taurinos de España. Porque todos reputan ¡el valor de Arruza! Pero si no supiera torear tan bien como el mejor –soberbios pases en redondo centraron su gran triunfo en el cuarto toro–, Arruza se habría ido a la cama a las primeras de cambio… Ayer subió a máxima altura la emoción de esta alegre feria. Aquí no se toma el toreo por lo fúnebre, se estima y se paga su emoción. ¡Pero que los toreros se cuiden, primero que nada, de torear bien!” (ABC, 27 de julio de 1945)
¡112 corridas en un año! Desde Juan Belmonte en 1919 ningún torero había sumado cien corridas en una misma temporada europea. Hasta que, en este año 45, Carlos Ruiz Camino Arruza completó 108 paseíllos en cosos peninsulares. Se había presentado en Madrid, siendo un virtual desconocido, el 18 de julio de 1944, tarde en que los pañuelos blanquearon los tendidos de Las Ventas a partir de un fabuloso segundo tercio de Carlos. Y de ahí pa´l real. Pareja de Manolete –que no pudo comparecer en Valencia porque convalecía aún de un serio percance en la feria de Alicante (29.06.45)–, torero de moda, máximo reclamo de taquilla… A aún habría que añadir a esas 108 tardes cuatro más en la república mexicana allá por el mes de enero –dos en El Toreo de la Condesa y dos en Puebla–. Y tan solo en Europa acaparó 219 orejas, 74 rabos y 20 patas.
Aunque otros hayan superado después la cifra de corridas de Carlos Arruza en 1945, su marca de apéndices cortados permanece incólume. Y muy pocos toreros en la historia habrán provocado escándalos y apoteosis de la magnitud de las descritas por las doctas plumas a las que hemos recurrido para ilustrarlo.
Cuan difícil es describir el punto y seguido de la vida. Porque ese punto y seguido es la muerte. Esa a la que indefectiblemente estaremos sometidos y que el 24 de julio retroproximo en el umbral de las tres de la madrugada se asomó a la vida del inefable Alberto Borda Martelo, mi amigo del alma, con quién, así como nos enfrentabamos en pensamientos y conceptos coincidíamos en otras, pues la verdad hay que decirla, no podíamos estar separados.
Y digo inefable, porque Borda transitaba en diversos pensamientos del sí y del no, como la tauromaquia, dónde lo que puede ser sí, también puede ser no.
Con él, bajo el abrazo de nuestra afición taurina, viajamos en diferentes ocasiones por diferentes países, los cuales comulgan con el planeta de Tauro, como España, Ecuador, Venezuela, siendo a su vez protagonistas como aficionados o como periodistas de todas las ferias del país, fijando una regularización de quien supo diversificarse a través de esos escenarios que componen la tauromaquia, como corridas de toros, visitas ganaderas, conferencias y coloquios, pues supo mantener la afición con las transmisiones radiales y televisivas.
Pero como el toreo es ritual y Alberto siempre inefable, no partió a las cuatro de la tarde, cuando suenan clarines y timbales, sino a las tres de la madrugada, cuando todos dormíamos, para que nadie le viera partir. Con todo y ello, nos da tranquilidad porque sabemos que estás gozando del Altísimo vestido de nazareno y oro.
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