Pocas semanas antes de que se declarara la pandemia de Covid-19 tuve, en un museo del norte del país, esta aleccionadora experiencia: la instalación de la que hablo consistía en la superposición de piezas de música clásica que, a través de unos audífonos, el visitante podía escuchar.
Empezaba, digamos, por el adaggio de Albinoni o el canon de Pachelbel, a los pocos segundos ya sonaban simultáneamente alguno de los conciertos de Brandenburgo de Bach, los acordes iniciales de la quinta sinfonía de Bethoveen y, sobre todo lo anterior, ya indistinguibles en medio del absorbente remolino, el bolero de Ravel, Vivaldi, Mozart, Malher… antes de un minuto, el oyente se había arrancado los audífonos de los oídos, incapaz de soportar el chirrido infernal de un cúmulo de obras geniales convertidas en puro ruido por tan atroz combinatoria.
La experiencia descrita me pareció una metáfora idónea del siglo XXI, inundado por un caos atronador que dificulta como nunca el procesamiento de la realidad, con el inconveniente añadido de que, en vez de hacerlo con obras maestras, la mayor parte de la gente está condenada a experimentar lo mismo a partir del reggaeton y la música grupera, las redes sociales y las fake news.
Y ya enganchados, y sin posibilidades de arrojar lejos unos audífonos que no son tales sino el torbellino de despropósitos que minuto a minuto nos acosa, los afectados se dedican a opinar de cualquier cosa, con superficialidad y desenfado copiados de sus influencers favoritos, y con la suficiencia de la «filósofa» que acabo de escuchar en YuoTube afirmando que Goya pintó corridas con talante admonitorio –es decir, para censurarlas–, y que cualquier bailarín o trapecista tiene mayor relación con el arte y el riesgo que esos seres sanguinarios y primitivos que son los toreros, a tono con el sadismo elemental de sus estupidizados seguidores. Es decir, de quienes gustamos de la tauromaquia en tanto rito, espectáculo, arte, drama, eventual tragedia y, en definitiva, fuente de sensaciones únicas, análisis racionales, sentimientos íntimos y experiencias comunitarias que, lejos de degradarnos, nos humanizan.
Digo lo anterior porque la fiesta brava atraviesa en nuestro país por una coyuntura crucial para su ser o no ser futuro. Estamos en manos no de las hordas globalizadoras que sincronizadamente agitan, alborotan y vociferan en nuestra contra –y que ante los tribunales claman por el castigo moral y la censura–, sino de jueces y magistrados cuya obligación será, esperemos, un análisis y una decisión cuidadosos, y no sólo basados en los tres o cuatro artículos de la ley que hablan del maltrato animal y unas extensiones y repercusiones sociales de la ecología que no figuran en ningún tratado sobre medio ambiente. Ya hubo un juez federal que cayó en el garlito, el mismo que dictó «suspensión definitiva por tiempo indefinido» de corridas en la Plaza México.
Ya la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) –a propósito de un amparo presentando en Nayarit– declaró ilegal cualquier declaración de la fiesta de toros como Patrimonio Cultural Inmaterial (PCI) por parte de congresos u otras instancias locales, si bien, al final de su argumentario, aclara que tales conclusiones no implican una prohibición, sembrando la duda de una posible contradicción con lo resuelto por el juez del amparo prohibicionista en la capital del país.
Como es muy probable que la SCJN se haga cargo de dicha contradicción, y atraiga en breve a su jurisdicción el tema tauromaquia con vistas a un análisis y un fallo definitivos, lo que nos queda a taurinos y taurófilos es solicitar a los altos magistrados tomen en cuenta las consideraciones que, trascendiendo la superficialidad del furor abolicionista y las lagunas legales acerca del patrimonio real de nuestra cultura –no el inducido por la globalización anglosajona–, se aboquen a un estudio cuidadoso, completo e imparcial de la materia. Y hemos de hacerlo no con la solicitud condolida del reo, sino facilitándoles elementos de juicio demostrativos de que la tauromaquia no es la fantasía sádica y retrógrada que tergiversaciones interesadas pretenden imponernos a los mexicanos, sino un singularísimo elemento de nuestro patrimonio cultural con cinco siglos de presencia en el país.
Y con una historia que lo evidencia como un arte en continua evolución técnica y estética, que responde además a los requerimientos de toda tradición genuina: un mito o relato esencial de inequívoco contenido ético, enlazado a un programa ritual que actualiza los valores del rito en forma de símbolos, fundido con la necesidad de crear y recrearse bajo un riesgo de muerte asumido con un estoicismo muy singular.
Habrá, adicionalmente, que desmontar la aberración ésa de que eliminar las corridas elevaría la calidad de vida de la población y mejoraría la relación medio ambiente-sociedad, lo cual no será difícil si los juzgadores aceptan con ánimo imparcial las prestaciones ecológicas que proporciona a su hábitat la ganadería brava. Y también si el gobierno federal asume, en cumplimiento de los tratados internacionales que firmó, la protección del toro de lidia mexicano en tanto portador de un genoma exclusivo y endémico, de acuerdo con las investigaciones que la doctora en biología Paulina García Eusebi llevó a cabo por encargo de la SAGARPA, hacia el año 2015.
¿Más pruebas a nuestro favor?
Bastaría con sopesar la calidad de la abundante literatura taurina producida en México, especialmente en el siglo pasado. Y no me refiero tanto a textos de escritores laureados y reconocidos –de Amado Nervo y Alfonso Reyes a Martín Luis Guzmán y Carlos Fuentes–, como a numerosos cronistas y comentaristas taurinos que enriquecieron las páginas de diarios y revistas, así como espacios radiales y televisivos, con la excelencia de sus análisis y la fecundidad de sus escritos y alocuciones. Si se compara ese corpus literario con los zafios productos de casi toda la crónica y la crítica deportivas disponibles, me temo que éstas saldrían muy mal paradas.
Otras aportaciones
Reproduzco algunos conceptos que el amable lector de este espacio no desconoce, tanto propios como debidos a mejores plumas. El propósito es, reitero, reforzar nuestro argumentario y evitar elucubraciones y dictámenes apresurados y sustentados en deliberaciones superficiales, interpretaciones torcidas y meros prejuicios.
Francis Wolff
De la memorable carta abierta que el filósofo francés dirigió a la alcaldesa de Puebla Claudia Rivera el 29 de noviembre de 2020, previa al fracasado intento de prohibirnos la fiesta desde el ayuntamiento presidido por esta dama, entresaco los siguientes conceptos:
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«Prohibir la fiesta de los toros, una de las creaciones más particulares de la cultura latina, y portadora a la vez de los valores humanos más universales (coraje, grandeza, vergüenza, lealtad, ritualidad, dominio de la animalidad dentro y fuera de sí mismo, creación de belleza a partir de un riesgo cierto de muerte), significaría sucumbir a un conformismo que tiene en el mejor de los casos la apariencia de la universalidad, porque se trata de una universalidad sin sabor, como McDonalds o Coca-Cola. Tal prohibición significaría un nuevo revés a nuestra cultura latina. La corrida ha dejado de ser la Fiesta Nacional de España, y con eso ha ganado mucho. Ahora forma parte integral del patrimonio latino mundial, y es una de las fuentes de resistencia a la civilización anglosajona dominante y uniformadora.
Tal prohibición sería una pérdida ética para el humanismo. Yo entiendo que, para alguien ajeno a la cultura taurina, acabar con la tauromaquia pudiera parecer un «progreso» moral. Esto es una mera apariencia. El animalismo no es una extensión de los valores humanistas, sino su negación: porque, al intentar elevar a los animales al nivel con el que debemos tratar a los hombres, inevitablemente estaríamos rebajando a los hombres al nivel con el que tratamos a los animales. De hecho, los humanos no somos como los demás animales, porque podemos actuar obedeciendo normas y valores y no sólo impulsos; por eso, tenemos deberes absolutos y recíprocos hacia todos los seres humanos. Esta es la base del humanismo».
Los toros a la hoguera
Cierro la presente columna retomando un texto del que escribe, aparecido en este espacio por esos mismos días de incertidumbre, como incierto es el presente y el futuro de nuestra fiesta:
«Animal simbólico por antonomasia, el hombre ha volcado su furor destructivo contra el libro, quizá por tratarse del objeto que mejor representa al perseguido, al diferente, cuyos textos reflejan y significan sus intolerables creencias, costumbres, genio creador. Una forma atenuada de este acto miserable consiste en negarle toda entidad a ese intruso indeseable mediante la prohibición y la censura, extendida del objeto literario a otras expresiones artísticas.
Por esa vía se condenan películas, se clausuran exposiciones, se dictan fatwas contra autores sacrílegos. Y siendo el libro la mejor síntesis de una cultura –tanto más misterioso y abominable cuanto menos se le conoce y lee–, arrojar masivamente a la hoguera ediciones completas de los ejemplares anatematizados se convirtió en un rito crucial de negación del otro y de lo otro.
La muerte por delegación del símbolo perfecto de lo que debe ser odiado y maldecido para que la ortodoxia permanezca a salvo y la comunidad preserve su pureza. Así se perdieron, por obra del fanatismo de Cirilo y sus incendiarios seguidores, los saberes ancestrales que guardaba la mítica biblioteca de Alejandría, y así consumió miríadas de volúmenes el odio nazi, o, en la vertiente ingenua del mismo procedimiento, el cura del pueblo y demás allegados de don Alonso Quijano, que afligidos por su desatada locura redujeron a cenizas docenas de libros de caballerías, mientras su señor Don Quijote dormía y soñaba con gigantes, filtros mágicos y doncellas. (El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Primera parte, Cap. VI).
¿A qué extrañarnos de que el fuego de emergentes fanatismos condene hoy a los toros a su hoguera particular?» Volveremos pronto sobre este tema y sus inquietantes concomitancias.