El México del 51, según Alcalino

El México del 51, según Alcalino

Vaya por delante el elogio al encierro más bravo y completo en muchos años. Para la séptima corrida de la temporada de 1951, domingo 11 de marzo, Zotoluca envió a la Plaza México una corrida preciosa de tipo con predominio de esas capas plateadas tan zotoluqueñas, a cuya divisa harían honor los astados tlaxcaltecas con su ejemplar comportamiento. Veinte varas tomaron y toro hubo –el quinto, “Cirquero”, cárdeno claro, nevado y caribello—que produjo admiración por su manera de empujar al caballo de Luis Vallejo Barajas “Pimpi”, desatando una larga ovación para ambos. Al bravo “Cortijero”, sexto, las mulillas le dieron la vuelta al ruedo. Un homenaje que pudo tomarse como símbolo de lo que había sido el maravilloso sexteto de don Rubén Carbajal.

Rabo a Procuna. Andaba Luis en una de esas rachas suyas en que parecía extraviado, ajeno a todo, visiblemente desconcertado. Su contratación había sido tardía y no se presentó sino hasta este festejo, el séptimo de la serie invernal capitalina. La temporada contaba ya con sucesos como la faena de Fermín Rivera a “Clavelito” (11.02.51) o la Corrida de la Concordia que supuso irrepetible apoteosis para Carlos Arruza (25.02.51). Y ahí estaba, por fin, el Berrendo de San Juan, a quien el público le dispensó, en el tercio, una recepción de gala.

Procuna correspondió arrimándose en todo momento. Arrimándose, sí, por raro que parezca. Y con tal ansiedad y urgencia que francamente no se entendió con el abreplaza “Engañoso”, que tenía casta pero ofrecía más posibilidades de las que Luis vio y logró. Así y todo sonaron para él aplausos de simpatía. Pero lo grande llegaría con “Cebollero”. Una de las faenas triunfales de Procuna, que tuvo siempre la virtud de que, impregnadas todas de su incopiable sello, no solían parecerse unas a otras.

Con “Cebollero” –toro de bandera—alternaba largas series de naturales con repentinas sanjuaneras, antes de volverle a correr la mano en redondo para, como remate de alguna tanda llena de color, ponerse a ligar fosforescentes afarolados. Varias veces incurrió, llevando la muleta en la izquierda, en ese muletazo que después conoceríamos como martinete pero que en el pasado había sido ejecutado por Garza y por Cagancho. Faena muestrario, más que faena profunda. Y, con la gente encantada, la estocada mortal y las orejas y el rabo de “Cebollero”, al cual se olvidó el juez de premiar en justicia.

Todo en el marco de un festejo de gozosa recuperación, por el público de la capital, de su torero favorito.

Tarde modélica de Jesús Córdoba. Era el tercer espada, pero por sus obras fue el primero. Claramente, debieron darle el rabo del maravilloso “Cortijero”, al que bordó por nota, con la zurda preferentemente, en señoriales, inmaculadas tandas de naturales aprovechando la larga arrancada en los medios del cárdeno zotoluqueño, que derrochó clase y alegría tanto como arte y temple del mejor el bilingüe torero de León. Memorable trasteo, en el que todo fue clásico, ligado, perfecto de arquitectura, sentido y sentimiento, según consta en la muy completa filmación del mismo que Julio Téllez alguna vez publicó dentro de la serie Pasión por los toros. Allí puede constatarse la actualidad de esa faena, pródiga en naturales de gran clase y verdadera pureza, cuyos premios se redujeron, inexplicablemente, a las dos orejas de “Cortijero”, más la inevitable salida en hombros de Jesús.

Esa tarde sumó Córdoba tres auriculares, pues ya había paseado la oreja del primero que le soltaron, “Muñequito”, que duró menos pero acusó tanta clase y repetitividad como “Cortijero” que, como quedó dicho, fue homenajeado con la póstuma vuelta al ruedo.

Por desgracia, Jesús Córdoba Ramírez fue un torero en quien se cebó la mala suerte en forma de cornadas –él, que era un lidiador tan fácil y seguro–. Se vería asimismo envuelto, a lo largo de su carrera, en problemas de política taurina, tanto con empresas poderosas como en disputas sindicales. Al final, quedó aquel de 1951 como su gran año, el que parecía haberlo consagrado como figura de largo aliento, con ocho orejas y un rabo –más la inevitable cornada (04.02.51)— obtenidos en sólo cuatro actuaciones, en todas las cuales sentó cátedra y tocó pelo.

Paco Muñoz, sin desentonar. Muy pocos se acordarán en México del diestro de Paracuellos del Jarama, que terminó ahogando la constante sonrisa que lo caracterizaba en aguas del propio río madrileño, al cual se arrojaría, en plena depresión otoñal, para poner fin a sus días (12.11.77). En la alborada de 1951 formaba parte del grupo de toreros que, en representación del sindicato español, aterrizaron en el aeropuerto capitalino para signar el segundo Convenio Hispanomexicano. Y, junto con Curro Caro, se quedó en nuestro país para actuar en varias plazas. Aunque fue de los que más torearon en España en los tres años precedentes no llegó a trascender más allá, como tantos diestros hispanos sobrados de oficio pero carentes de personalidad.

La tarde de su confirmación (04.03.51) apenas tuvo historia porque Coaxamaluca envió una auténtica bueyada que les vetó todo lucimiento al confirmante, a su padrino Antonio Velázquez y a Manuel Capetillo. Sin embargo, los de Zotoluca fueron otra cosa. Y, como sus alternantes, pudo disponer de un lote ideal para el lucimiento. Y hay que reconocer que el madrileño no hizo mal papel.

Era Paquito Muñoz un torero dotado de cierta alegría dentro de su sequedad castellana. Y ese día anduvo muy suelto, sereno y confiado tanto con “Jerguero” –el  menos propicio del sexteto zotoluqueño, con el que dio una vuelta al anillo—como con el estupendo “Cirquero”, que se comía capotes, caballos y muletas, y al que faenó con buen gusto y remarcable temple, aunque también con un punto de frialdad. De cualquier manera, su faena tuvo mando y estructura, y hubiera cortado cuando menos una oreja sin el par de pinchazos previos a la estocada final. Como la tarde venía muy encarrilada por la senda del éxito lo hicieron dar dos vueltas al anillo y se le despidió con sentida ovación. Su estilo sobrio había supuesto adecuado contrapunto a la vivacidad colorista y algo desordenada de Procuna y al desborde de refinado clasicismo que fue la gran tarde de Jesús Córdoba.

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