El toreo gitano en la pluma de Alcalino

El toreo gitano en la pluma de Alcalino

En el siglo de oro del toreo, el toreo gitano merece capítulo aparte. No será un capítulo
extenso sino intenso, de aroma y sabor tan especiales como el arte leve y singular de una
corta lista de toreros de esa etnia romaní, asentada sobre todo en Andalucía, que
peregrina por España desde tiempo inmemorial y que, cuando se vistió de luces, fue para
entregarle a la Fiesta ejemplares tan extraordinarios como Joaquín Rodríguez “Cagancho”,
Francisco Vega de los Reyes “Gitanillo de Triana” o Rafael Gómez “El Gallo”, el primero de
ellos, nacido Madrid porque su padre, torero finísimo también él, hacía temporada en la
Villa y Corte; Fernando Gómez, el fundador de la dinastía de los Gallos, no era gitano,
pero sí lo fue la madre de sus hijos, la señá Gabriela Ortega, bailaora de fama.

Unos cuantos nombres, de menor prosapia, se irían agregando a la corta lista de los toreros
típicamente gitanos, caracterizados todos por su inconfundible vena artística, capaz de
alumbrar obras imperecederas, entreveradas con escenas de pánico impropias de
cualquier profesional responsable. Nótese que no agregamos a tan peculiar galería el
nombre de Joselito “El Gallo” porque la genialidad de José –paradigma por antonomasia
de una maestría sin fisuras– nada tuvo que ver con tan extravagantes comportamientos.
Cuando parecía que los artistas gitanos a lo Cagancho, a lo Curro Puya, estaban en vías de
extinción, llega al toreo un gitanito de Jerez de arte tanto o más quintaesenciado, pero
también más escondido. Escondido físicamente –Paula, doctorado en Ronda por Julio
Aparicio con Antonio Ordóñez como testigo (09.09.60), casi no salía del rincón del sur, es
decir, las plazas más meridionales de Andalucía la Baja, con Jerez, El Puerto de Santa
María y Sanlúcar de Barrameda como eje–, y escondido, oculto también artísticamente,
ya que más usual era verlo huir de los toros que hacerles sus cosas, un toreo, se decía, de
resonancias celestiales. Catorce años tardó en confirmar la alternativa en Madrid
(28.05.74, de manos del portuense José Luis Galloso), donde maravilló con el capote y
defraudó con la muleta. Y en esa situación estaba cuando la empresa de Vista Alegre, la
placita del barrio de Carabanchel, anunció una insólita feria de otoño cuyo cartel principal
integraban Antonio Bienvenida –sería, sin anunciarse así, la última corrida de su vida–,
Curro Romero y el propio Rafael de Paula. Toros asimismo jerezanos, hierro y divisa de
Fermín Bohórquez. Tres toreros de culto –aunque Paula lo era más bien de oídas—y la
moneda al aire que son esta clase de carteles.


El adiós de Antonio Bienvenida. Que Antonio se despedía esa tarde fue rumor de última
hora, había comunicado a las empresas de Valencia y Jaén, que lo tenían anunciado en sus

plazas para ese mes de octubre, que no contaran con él, que le había prometido a su
familia que no toreaba más. Y fue el suyo un adiós sin historia, más allá de la que a lo largo
de sus 34 años de matador tenía ya escrita Antonio, sevillano nacido en Caracas por
razones parecidas a las del eventual madrileño Rafael Gómez Ortega. Un toro sin fuerza y
otro de indócil y corta embestida le deparó el sorteo al gran torero que se iba y a ambos
los despachó dignamente pero sin contemplaciones. Y se marchó en silencio, llevando al
brazo el capote de seda con el que había partido plaza por última vez, hermosa prenda de
un negro cerrado que había pertenecido a Joselito “El Gallo”.


Diremos de paso que Curro Romero, elegantísimo en su traje azabache y oro, tuvo
destellos de arte con su primero –un sobrero de Juan Mari Pérez Tabernero que parchó la
corrida de Bohórquez—y a su muerte fue llamado a dar la vuelta al ruedo. Después nada.
Excepto la ascensión a los cielos de Rafael de Paula, el gitano escondido que al fin se
reveló en toda su esencia y sustancia toreras.


Hora de ceder la pluma a quienes tuvieron la dicha de presenciarlo.


Versión de El Ruedo. “¡Cómo sería la faena de Rafael de Paula que la naturaleza, como
cuando Josué detuvo al sol, se paró! Era ya de noche y la luna –la luna de los poetas y los
gitanos, no la de los astronautas—se detuvo a meditar, enamorada de tanta belleza. Y
Quien todo lo puede paró los relojes de España para que no perdiesen el ritmo del tiempo.
¡Por eso, la noche de la faena de Paula tuvo una hora más! (…) Comprenderán mis lectores
que escribo lleno de pasión (…) hay ocasiones en que la razón cede el mando al sentir, la
belleza desborda el alma y hay que darle salida para que no nos ahogue.


La faena mágica, intuida, presentida, tomó carne y se hizo realidad. Rafael sentía y hacía
sentir el toreo. Uno se sentía dentro del círculo encendido, ardiente y negro de las
embestidas del toro al que Paula iba engañando con la cadencia de sus movimientos
pausados, armónicos, perezosos. ¡Aquella revolera engendrada como media verónica en
que el capote giró tan lento que no parecía real! Aquella faena tan prieta, tan
concentrada, tan esencial, sin movimiento inútil, sin gesto que no fuera hermoso, sin pase
que no fuera canon de estética, de dominio, de arte… Cada lance, un asombro. El conjunto,
un prodigio (…) Porque en Rafael técnica y estética son una sola cosa: belleza (…)


Cómo me habría gustado que la plaza de Vista Alegre estuviera llena de jóvenes de
dieciocho, de veinte años, porque allí, por el milagro paulista, hubiera nacido una nueva
generación de aficionados que diera al traste con tantos entredichos y desencantos como
sufre la Fiesta. Quien tiene la ocasión de encontrarse con maravillas como ésta, cimera,
impar, comprende por qué el Toreo pervive y sobrevive y se eterniza y no podrá ser
arrojado nunca a las catacumbas (…)


Cuando acaba la corrida respetables señores, viejos aficionados, rodean el coche de Rafael
de Paula. –¡Una faena para la historia! ¡Enhorabuena, Rafael!–… –¡Ha resucitado El Niño

de la Palma!–… –¡No… No! ¡Gitanillo de Triana… el mejor, Francisco!–… –¡Has borrado
veinte años de toreo!…


Yo creo que no. Era sólo Rafael de Paula. El depositario actual de ese soplo divino que es el
toreo grande. Ya no es solo torero de Jerez. Es universal. Ni parecido a nadie de otra época,
porque él es él y ya es eterno…” (El Ruedo, 8 de octubre de 1974. Sin firma)
La epifanía de Paula con “Barbudo”. Ahora, algo más parecido a una descripción de lo
que Rafael de Paula realizó con el tercer toro de Fermín Bohórquez aquel 5 de octubre en
Vista Alegre. Lo publicó el diario madrileño ABC sin más firma que las iniciales P. M.
“Hizo su aparición “Barbudo”, un bonito ejemplar de Bohórquez. El bicho no cesa de
barbear tablas, incluso se dedica a escarbar (…) Ahí está Rafael de Paula. Silencio. Paula
lleva el capote muy recogido y se lo ofrece, como una dádiva, a su enemigo, que se
embelesa y sigue el alado engaño en cuatro verónicas. Un clamor. Un recorte. Otro clamor.
“Barbudo” toma una vara. Paula se dispone a hacer el quite. Un silencio claustral. Dos
verónicas y una media. Nuevo clamor. Verónicas éstas de Paula que levantan a la gente
del asiento. El viento, este viento artístico, se nos antoja refrescante ante tanto y tanto
capotazo que actualmente se prodiga. El capote, en las manos de Paula, es sutil, ligero.
Inspirador de formas.


Paula va a iniciar la faena de muleta. Unos ayudados por alto en los que “Barbudo” pasa
obediente delante del muletero. La plaza continúa siendo un clamor. Redondos, naturales
“¡Que no toque la música!” La música deja de oírse para dar paso a las únicas notas que
deben acompañar una faena. Olés, olés y olés subrayan cada pase del torero, que embruja
con su arte, que hechiza. Paula emerge, se transfigura. Sus pases se nos antojan algo
nuevo, distinto, nunca visto, y ahí está su fuerza. Paula mata de media tras pinchar en dos
ocasiones y aun así corta dos orejas. En la vuelta al ruedo, Sebastián Miranda, desde una
barrera del cinco, le arroja su sombrero. En el último, que atendía por “Nazareno”, entre el
viento y la embestida cortita y deslucida, Paula se deshizo de él tras trastearlo y matarlo
mal. Aplausos, más que nada de respeto al recuerdo de su faena cumbre (…)
Tarde de pasión, de controversias. De ráfagas de viento artístico que aún me llegan,
calientes en el recuerdo de la faena de Paula. De hechizo, de brujería, de magia. (ABC, 8 de
octubre de 1974).


No hubo más. Madrid no volvería a saber de Paula sino como un fenomenal capotero. Y
por el estilo el resto del mundo, salvo su rincón del sur. Pero así son los gitanos. Muy
dados a vivir del cuento. Y, a veces, a cuajar faenas que suscitan adhesiones y fervores
interminables.

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