Fernando Fernandez Roman y la suerte de varas tras la innovación de Ferrera
Se cumple una semana de un suceso que dejó atónito –desconcertado, más bien– al público de Madrid, cuando el matador Antonio Ferrera tomó las riendas del caballo que montaba su picador Aitor Sánchez y le ordenó que practicara la suerte de varas desde los medios de la Plaza de Las Ventas. Aquello dejó estupefactos a los espectadores, sobre todo a los que se consideran garantes de la inviolabilidad de las normas que rigen el desarrollo de la corrida, especialmente las que se producen durante el primer tercio de la lidia, principalmente el arte de picar, donde se encuentran frente a frente el toro que acomete y el caballero que lo frena y castiga con la puya desde lo alto de una silla de montar. Bella suerte, vive Dios… cuando se ejecuta con serenidad y precisión, asumiendo el riesgo que conlleva tan, a priori, brutal y desigual encuentro.
Sin menoscabo de considerar importantes –y difíciles– las dos primeras cuestiones, hablemos del riesgo. No tanto el que se ha minimizado a lo largo de los años, evitando las horripilantes carnicerías caballares y los batacazos estúpidos de antaño, sino las disposiciones reglamentarias que le afectan. Y, en este punto, entramos en “la raya”. ¿Qué significan las rayas que actualmente se pintan en el ruedo? ¿Para qué sirven? ¿Qué se pretende? Veamos:
Cuando Melchor Ordóñez, notable político malagueño de mediados del siglo XIX y aficionado a los toros acérrimo, tuvo la ocurrencia de dictar unas reglas para el buen orden de las corridas que debían celebrarse en Málaga en el año 1847, puso empeño especial en la actuación de los picadores, por aquél entonces todavía considerados actores importantes en una Fiesta que iba tomando “forma formal” con la llegada de Paquiro, un torero de capital importancia en el desarrollo de la Tauromaquia. Ordóñez, perseveró en su fervor reglamentista y publicó, cinco años después, otro documento para Madrid, cuando fue nombrado gobernador civil de la capital de España, lo cual originó una catarata de Reglamentos por regiones –más o menos como sucede ahora con el batiburrillo de los Reglamentos autonómicos–, pero siempre haciendo hincapié en la suerte de varas, considerada primordial, de veras. Todo se iba aplicando razonablemente bien hasta que se fundó, en 1905, la Unión de Criadores de Toros de Lidia, una especie de lobby, presidido por el duque de Veragua, en el que se agrupaba la élite de los ganaderos de reses de lidia españoles. En aquél tiempo, los picadores utilizaban la puya “de limoncillo”, llamada así porque la punta acerada tenía por base una prominencia alomada, con forma y tamaño de un limón. Consideraban los criadores de bravo que esa puya era lesiva para sus toros, ejerciendo una función perversa para el comportamiento en el ruedo de sus productos. Fue el propio duque el que propuso que se cambiara esa puya por otra “anaranjada”, especie de pelota que trasdosaba al acero cortante, para impedir que profundizara, porque el “limón” se hundía muchas veces en el morrillo de los toros. Los picadores pusieron el grito en el cielo. La minoración en el castigo del toro era directamente proporcional a la mayoración del riesgo que afrontaban. Se estableció durante más de una década un duro enfrentamiento entre el grupo de presión que defendía el prestigio de sus hierros y el picaderil que velaba por su integridad física y la manduca de su prole. Solución: pintar una raya en el ruedo. Esa fue la propuesta de los picadores que aceptaron los ganaderos. Y la raya se pinto. Una sola.
En este punto se hace necesario consignar que, hasta entonces, los Reglamentos vigentes OBLIGABAN a los picadores a salir “al menos hasta seis varas –cinco metros, más o menos– distante de la barrera” e IR EN BUSCA DEL TORO, bajo penalizaciones dinerarias importantes, incluso cárcel. Es decir, que, de siempre, lo difícil, lo meritorio, lo riesgoso, fue ir de dentro a fuera, puya en ristre. Cuanto más lejos de la barrera –parapeto salvador de muchas caídas–, menos alivio para el picador. Ese fue el motivo que impulsó a los piqueros a pedir que, como mal menor, se les autorizara a picar desde una ligera cercanía de las tablas; por tal motivo, se oían gritos en el tendido de la conspicua afición –“¡al toro!, ¡al toro!”–, pidiendo gestos de valor a los montados, instándoles a que traspasaran la raya en dirección a los medios, para que, “a solas con su soledad”, entraran en un brutal cuerpo a cuerpo. Más tarde, en 1959, se aprobó –dicen que instancias de Domingo Ortega–, pintar dos rayas: una a siete metros de la barrera y otra concéntrica dos más allá. En el Reglamento del 96, se amplió esta segunda a tres metros. Ya tenemos, pues, dos rayas, pintadas, que pudieron ser tres si se hubiera aceptado la llamada “solución de Jerez” o la “Optima” que propuso el crítico Don Justo. En cualquier caso, atendiendo a los antecedentes históricos relatados, traspasar hacia afuera la raya no debiera ser dolo de lesa majestad, pecado imperdonable, sino todo lo contrario. Pues bien, los “aficionados” (entrecomillo adrede) de hoy lo consideran poco menos que demencial, provocador e ignominioso. No hay plaza de toros en que no se soliviante gran parte del público cuando el casco del caballo de picar pisa ligeramente la primera raya o la pezuña del toro la segunda, lanzando denuestos de diversa consideración al del castoreño que va sobre la silla de montar o al torero encargado de poner en suerte al cornúpeta. Es la consecuencia de la falsa pedagogía recibida, o del resorte que activa la ignorancia, que de todo pudiera haber.
A propósito de todo ello, me permito rescatar un texto del humanista y gran figura literaria Ramón Pérez de Ayala, coetáneo de las vicisitudes apuntadas cuando solo existía pintada la solitaria raya que perimetraba un gran círculo, inscrito en el del propio ruedo. Ese “círculo mágico” es el hilo conductor de este delicioso relato, extraído de su ensayo “Política y toros”:
Volvamos a la ignorancia del público de toros:
Desde hace cosa de un año apareció en el redondel un círculo pintado con almagre, sobre la arena, a unos metros de distancia de la valla u olivo.
–¿Qué significa ese círculo rojo?—me preguntó en cierta ocasión un extranjero con quien yo asistía los toros. Respondí:
–Ya se lo indicará a usted el público, inequívocamente.
En efecto, al poco rato el picador avanzó hacia el toro, acercándose al círculo. Por ventura, uno de los cascos delanteros del jaco penetró dentro del círculo, y al instante llovieron sobre el jinete feos y desapacibles insultos.
Hubo un toro que se mostró particularmente remiso a acometer a la equina tropa, por donde esta juzgó oportuno acosarle, adelantándose por dos o tres veces, como medio cuerpo más allá de la raya de almagre. Esta violación del círculo mágico produjo en el público una especie de frenesí. Algunas almohadillas hendieron el aire, con la aspiración piadosa de acariciar la testa de los piqueros.
Entonces mi acompañante dijo:
–Ya entiendo lo del círculo; significa que los caballeros no deben traspasarlo. Es una prohibición impuesta a los caballeros.
Yo repliqué:
–No, señor; es todo lo contrario.
–A juzgar por la indignación del público, el luchar a caballo con el toro, estando el caballo dentro del círculo, es una ventaja para los caballeros, una trampa.
–No, señor. Es todo lo contrario: una desventaja y un riesgo mayor.
–De todas suertes, les está vedado introducirse en el círculo.
–No, señor; les es lícito introducirse cuando les venga en gana.
-Sin embargo, el público no parece creerlo así.
–Es que el público todavía no se ha enterado de lo que es y significa ese círculo.
Larga ha ido la cita, pero creo que es altamente ilustrativa. Está escrita hace un siglo, año arriba, año abajo. Y seguimos igual. A vueltas con las rayas, protestando a tontas y a locas