La fiesta en México vista por un francés en la pluma de Alcalino

La fiesta en México vista por un francés en la pluma de Alcalino

Como recibí un par de mensajes que no ocultaban el escepticismo de sus autores con respecto a la columna del 18 de julio último, donde expongo que la afición capitalina que conocí en los años 60 y 70 del siglo pasado era un auténtica cátedra, reconocida y respetada por el taurinismo nacional e internacional, me parece oportuno reproducir las impresiones del escritor y periodista francés Claude Popelin acerca de la realidad taurina con la que se encontró al visitar nuestro país en 1964. Experiencia que debe haberle resultado muy provechosa, pues la repitió al año siguiente y luego siguió viniendo. 
Claude Popelin no era un francés cualquiera. Era el crítico taurino galo de más prestigio en su país y en España, y llevaba medio siglo viendo toros cuando llegó a México, atraído por lo que se decía de la tauromaquia en su versión mexicana. Su centro de operaciones fue la capital de la república pero estuvo también en varias ganaderías y asistió, en plazas de los estados, a corridas que le servirían para confirmar una muy favorable opinión sobre la forma de ver y vivir la fiesta que teníamos entonces los mexicanos. 
Sin más preámbulo, reproduzco lo medular de un extenso artículo suyo publicado por la revista madrileña El Ruedo en su número del 4 de enero de 1966. Concretamente, la parte que se refiere a la Plaza México, su público y su entorno.


«Una tarde de toros en Méjico» (por Claude Popelin). 
«Para llegar al otro coso –la México—se sigue la larga avenida de Insurgentes Sur, que va camino de la Universidad y de la carretera a Cuernavaca. Una vuelta a la derecha y de repente se salta de una arteria del siglo XX al ambiente típico de una feria andaluza, incluso si sólo se trata de una simple novillada. Inmensos merenderos, capaces de centenares de personas, se llenan de familias que después de tomar su «caballito» de tequila comen «carnitas» a ritmo del sonido de los «mariachis», hablan alegremente y hacen con el vecino pronósticos sobre el resultado del próximo espectáculo. 


Casetas surtidas de recuerdos taurinos colman la felicidad de los niños y atraen a los yanquis en viaje turístico. Algunos chavales venden por un peso o dos –según el tamaño—retales de plástico para abrigarse del breve pero violento chaparrón que amenazan traer algunas nubes a la deriva sobre el azul del cielo… de forma que los tendidos, cuando llueve, se convierten en un mosaico de vivos colores: rojo, azul, verde, amarillo… 


Lo primero que se vislumbra de la plaza es un larguísimo paredón circular sobre el cual se perfilan, alzándose en el aire, monumentales motivos de bronce, que inmortalizan a las glorias del toreo en sus suertes más históricas… ¡Casi parece la entrada a una catedral! La plaza ha sido construida de manera que su mitad inferior está por debajo del nivel del suelo para que sus cincuenta mil espectadores puedan repartirse con mayor facilidad en sus localidades y entrar o salir sin padecer atascos. No se adivina su carácter monumental hasta que se entra en ella.


Aunque el Toreo (de Cuatro Caminos) se aparenta a las clásicas plazas hispánicas, mi preferencia –lo confieso—va a la México. Por una razón muy sencilla: perteneciendo al Distrito Federal está sometida al control de su regente, el muy respetado señor Ernesto P. Uruchurtu. Desde que hace diez años ejerce sus altas funciones, impone con una escrupulosidad admirable el estricto respeto del reglamento, rechaza el ganado demasiado joven y proscribe a rajatabla el afeitado. 


Gracias a su vigilancia se pueden presenciar corridas auténticas y a un costo muy razonable, pues teniendo en cuenta el aforo considerable de la plaza se ha opuesto terminantemente a toda elevación al precio de las entradas. En una novillada de postín, como la segunda presentación de Calesero hijo, entonces muy de moda, he pagado el equivalente a 125 pesetas (unos 30 pesos) por una barrera de tercera fila, y he presenciado el espectáculo confortablemente arrellanado en uno de esos sillones que K-Hito deplora que no hayan llegado aún a las plazas españolas. Con precios tan modestos, la asistencia conserva su inspiración popular y no se aburguesa. Los «snobs» acuden más a la plaza El Toreo, donde los gerentes les sacan los cuartos a su gusto, anunciando sin control localidades caras.


¿Quién se atrevería a decir que a los mejicanos les falta entusiasmo? No dejan nunca de jalear los primeros compases del pasodoble que abre ritualmente el paseo y ha adquirido la popularidad de un himno a la Fiesta Brava. Los toros que se lidian en La México –especialmente los oriundos de la ganadería de San Mateo, de sangre saltillera—salen con mucho gas y acometen con bravura a los picadores. Se les tacha comúnmente de acabar bastante quedados… pero comparado con el aflojamiento del poder de los toros que sufrimos hoy día en España, no hay diferencia notable. Y aun así, los bichos mejicanos conservan su nervio, se defienden, cabecean y resultan peligrosos, como lo atestiguan frecuentes cornadas.


La suerte de varas se practica con decoro y no termina en esas cariocas rutinarias en nuestros ruedos… Sin duda el predominio de los aficionados de solera en las plazas responde de esta buena orientación de la lidia. El hecho se aprecia también en el tercio de banderillas. Los subalternos –me consta—son conocidos en los tendidos y no salen a clavar de cualquier manera sino como Dios manda, recogiendo muestras de agrado que alientan su talento.


Gusta sobremanera el torero artista y valiente, pero no existe la absurda preocupación por el «encimismo», y si se le pierde el respeto al toro o se vulgariza el toreo el público se desentiende de la faena. No estalla la música para acreditar la idea de que se está presenciando una supuesta epopeya, sus únicas intervenciones son las «dianas», alegres y cortos ritornelos que subrayan la actuación excepcional de un torero, y sólo bajo autorización del «juez», como llaman allá al presidente. Tampoco ha llegado aún a Méjico capital la propensión a cortar orejas abusivas, y basta muchas veces que el matador no se haya tirado bien a matar para que lo paren cuando inicia una vuelta al ruedo, la cual –detalle curioso– se emprende por la derecha y no por la izquierda, como en España.


Un punto flojo es la momentánea crisis de figuras, que los aficionados mejicanos son los primeros en lamentar. Retirados Lorenzo Garza, Silverio Pérez, Luis Procuna, Jesús Córdoba y Arruza, los que quedan han pasado ya de los treinta años, como Alfredo Leal o Capetillo, o son diestros que a pesar de su oficio muy bueno y su ejemplar valentía no llegan a ocupar primerísimos puestos… El actual éxito de Raúl Contreras «Finito» demuestra cuánto les ayuda (a los novilleros mexicanos) encontrarse con el ganado español.


El torero goza en «Méjico» de un respeto y un afecto muy especiales. Da igual que sea nacional o forastero. A los «artistas» el público es capaz de perdonarles muchas tardes grises con tal de volver a presenciar alguna de sus apoteosis… ejemplo de ello es Cagancho, que ha elegido seguir viviendo aquí. El mejicano tiene, sin duda, un justificado orgullo de su patria; pero como todo buen aficionado sabe, en materia de toros, rendirse con el más noble entusiasmo ante el valor y el arte… Me sumaría sin vacilar al decir de «Pedrés«: «¡Sevilla y Méjico son, hoy día, la mejores aficiones del mundo!».


Corolario
Lo de Pedrés era cualquier cosa menos una afirmación interesada, pues la hizo a medios españoles sin contacto con México, veterano ya y prácticamente inédito en nuestro país, donde su última actuación se saldó con una cornada penetrante de vientre (Toreo, 05–02–64). Por cierto, hablando de cornadas, Pedro Martínez iba a coincidir en el sanatorio con otros dos matadores iberos heridos de gravedad por esos días, ambos en la México: Miguel Mateo «Miguelín» (02–02–64) y Diego Puerta (16–02–64). Dolorosa confirmación de lo observado por Claude Popelin acerca de la peligrosidad del ganado mexicano de la época.
En cuanto a mi público de la Plaza México, añadiría que no recuerdo ningún caso en que se premiara a un torero por mera simpatía o con ánimo de justificar una «puerta grande» más, como suele ocurrir incluso en Madrid o en Sevilla. Una característica esencial de aquella sensible y sabia afición, que tanta admiración causara a Pedrés y a Popelin, era la forma en que se concentraba en atender lo que ocurría en la faena y el momento presentes, sin dejarse llevar por el historial de un torero y mucho menos por su condición de ídolo o consentido, conceptos que se dejaban de lado a la hora de censurar una actuación floja o rechazar una oreja mal otorgada. 


Y aunque el artículo de Claude Popelin no lo menciona, figuras de la talla de Pepe Luis Vázquez Garcés o Santiago Martín «El Viti» más de una vez se manifestaron sorprendidos por la instantánea reacción del público mexicano en cuanto asomaba el toreo grande en algún lance o muletazo, y su silencio en cuanto dejaba de producirse, sin sucumbir a inercias, simpatías o antipatías.


También habría que mencionar los fracasos estrepitosos al presentarse en la Monumental de Insurgentes de supuestos fenómenos, incapaces de justificar la publicidad que los respaldaba –casos de Miguel Báez «Litri» (12.12.51) o Manuel Benítez «El Cordobés» (07–02–65)–; y cómo, cuando ambos entendieron que aquí había que torear de verdad, sin saltos de rana ni destemplados litrazos y arrodillamientos, el público de México se los reconoció noblemente, sin prejuicios ni rencores. Por no hablar de Paco Camino o El Niño de la Capea cuando manifiestan a quien quiera escucharlos que fue aquí donde descubrieron ese temple que elevaría sus expresiones toreras a la categoría de arte mayor. Una forma de reconocimiento al toro pero también al público de México. 


Es decir, a la afición entusiasta y conocedora, estricta pero imparcial, que durante más de seis décadas copó la Plaza México o El Toreo, y que por desgracia pertenece a un pasado cada vez más borroso

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