«La inteligencia del toreo. De Marcial Lalanda a Vargas Llosa», libro del maestro Andrés Amorós
Fernando Prieto Arellano
El toreo es una ceremonia, con sus ritos y tiempos, un baile y un debate constante entre el arte y la muerte, entre la sangre y el color y, sobre todo, entre la inteligencia del torero, el artista, el oficiante, y el toro, la nobleza irracional, que se somete a ese ritual no como un ser entregado, sino como un fajador dispuesto a todo. Esta es la idea central del último libro del catedrático, escritor y cronista taurino Andrés Amorós «La inteligencia del toreo.
De Marcial Lalanda a Mario Vargas Llosa», editado por El Paseíllo. «Es evidente que para todo hace falta ser inteligente, pero lo es mucho más para un torero, alguien que se juega la vida delante de un animal peligrosísimo y cambiante a lo largo de la lidia», señala Amorós en una entrevista con EFE.
En su obra, Amorós nos presenta 18 diálogos con otros tantos toreros a los que trató de cerca, desde Marcial Lalanda hasta Andrés Roca Rey, y la remata con otras dos conversaciones con personajes que no han sido toreros pero han estado desde muy jóvenes muy cercanos al toreo y los toros, como el fotógrafo Cano o el escritor Mario Vargas Llosa.
Y la constante de esos 18 toreros, muy dispares tanto en su concepto del toreo como incluso de la vida, es que todos ellos han sido, por encima de su condición de artistas, hombres de una extraordinaria inteligencia, elemento imprescindible para crear arte y muy significativamente un arte como el toreo, efímero por definición.
«Los toros son un arte -afirma Amorós- y para hacer arte se necesita inteligencia. No te puedes imaginar a genios como Mozart o Picasso (consumado aficionado, a la sazón, a la par que «taurófilo») sin inteligencia, que en el toreo consiste en la capacidad para ver al toro en pocos segundos» y para entenderlo.
Además, y a diferencia de otras artes, como la pintura, la música o la literatura, donde el artista puede repetir la obra si no le convence el resultado, o de las ciencias, donde una y otra vez se experimenta y se recurre al método de «prueba y error», en el toreo no cabe esa posibilidad: o sale a la primera o no sale; y si se rectifica tiene que ser rapidísimamente y sobre la marcha, señala el autor.
En este sentido, cuenta una anécdota del torero sevillano Manolo Vázquez y el premio Nobel de Medicina español Severo Ochoa. Éste, relata Amorós en la entrevista, fue a Sevilla a dar una conferencia y conoció al diestro, quien tras saludarle le dijo: «Don Severo, mi trabajo es más difícil que el suyo, porque usted puede repetir si fracasa, pero yo no puedo permitirme un fracaso».
«El toro es un arte en vivo y con un animal muy peligroso»; por lo tanto, se ha de obrar con inteligencia, cualidad que siempre hay que anteponer al valor, porque es la que le da a éste sustancia, pues sin ella sería solamente temeridad.
«Hay virtudes que deberíamos imitar de los toreros; el coraje vital; saber estar en el sitio, ‘crecerse en el castigo’», como dice Miguel Hernández en un célebre soneto, destaca Amorós, quien en este sentido se refiere al público que actualmente acude a los toros y que, en su opinión, «ha perdido calidad».
No obstante, son igualmente necesarios públicos tan dispares como el de Sevilla, considerado como un ejemplo de respeto por lo que sucede en el ruedo y por cada uno de los elementos que componen el ritual, como el de Madrid, «aunque se pase, que se pasa» en severidad en bastantes ocasiones, afirma.
Amorós se refiere igualmente a la polvareda causada por la designación del torero retirado Vicente Barrera como previsible vicepresidente y consejero del Cultura del próximo gobierno de la Comunidad Valenciana, en virtud del acuerdo alcanzado tras las últimas elecciones autonómicas y municipales entre el PP y Vox, el partido en cuya lista concurría el diestro.
«Que Barrera sea o no torero es una anécdota. Lo hará bien o lo hará mal, pero lo de ser torero es lo de menos», comenta Amorós. En este sentido, Amorós recuerda que, cuando estaba en activo, Barrera «era el torero favorito de la izquierda», frente a su paisano Enrique Ponce, «a quien se identificaba con la derecha».