Los «Juanpedros» defraudan en Valencia y en medio del agua detalles de Morante, Aguado y Ortega
Dice mi maestro Fernnado Fernandez Román describiendo lo que fue la corrida y no puede haber resumen mas explícito, breve y claro :
Una actuación de enorme mérito de Morante de la Puebla, tres lances de Juan Ortega y una bella y limpia faena de Pablo Aguado salvaron en Valencia una tarde de toros desapacible, fría, ventosa y lluviosa, que agravó el descastado ganado de Juan Pedro Domecq.
Y agrega el maestro de periodistas :
Los toros de Juan Pedro Domecq, todos cinqueños, se ofrecieron como un muestrario de bajura de casta, de fondo físico menguado y de bravura depauperada. Apretaban en varas con furia engañosa, y, de seguida, tiraban la toalla sobre la tierra que había tapado una lona de impermeabilidad insuficiente. Caca de la vaca. Apenas permitieron que viéramos unos chispazos inspirados de Morante, el luminoso toreo a la verónica de Juan Ortega –lo único que le permitió su lote, porque el quinto fue una prenda de mucho cuidado, y lo despenó de un bajonazo– y unos intentos vanos de Pablo Aguado, ante tercer toro, el juampedro de sangre más aguada y el más cobarde de todos los lidiados. Menos mal que se resarció en el sexto, el único que se movió con cierta nobleza, pero con la carita a media altura. No obstante, le valió a Pablo para dibujar un precioso comienzo de faena por bajo, con la pierna flexionada, y derramar unos detalles de la más pura “sevillania”. Aunque la estocada cayó defectuosa el púbico pidió y el presidente concedió la oreja para el torero, que se fue al hotel más contento que unas pascuas.
Visto lo visto y dicho lo dicho, podría deducirse que la corrida decepcionó, habida cuenta de que Morante tampoco logró cortar trofeo en el cuarto de la tarde, y no descarto que alguno de los presentes así lo juzgara. Le preguntas por el resultado a ciertos espectadores, de escasas luces en materia taurina, y puede que respondan: “Bah, una oreja… y gracias”. Pero esa no sería la historia completa. Precisamente, la historia de esta tarde de perros en la que salieron toros grandes y bien armados –excepto el quinto— alcanza el cenit de la ciencia y arte del toreo en la actuación de José Antonio Morante de la Puebla en ese cuarto ejemplar de Juan Pedro, de nombre Salamandro, un toro negro zaino, de 573 kilos de peso, con dos garfios engatillados en el testuz. A su encuentro acudió Morante, tomando cortito su capote de vueltas verde manzana para, tras un breve trasteo de reconocimiento, reunirse con él en los terrenos umbríos de tablas, embrocándose ambos en unos lances de inverosímil angostura, como se arrejuntaban los novios en las traseras de las casas de mi pueblo a eso del anochecer. Fue un momento mágico, una llamarada de calentura en la gélida tarde, que arrancó oles como panes. En la Maestranza de Sevilla, le tocan la música, seguro. El toro salió de naja del caballo de picar que montaba Aurelio Cruz y, muy sangrado, comenzó a mostrar una embestida incierta, con ramalazos de genio. ¡Adiós tarde de Morante!, pensábamos; pero entonces, Morante se descalzó, hundió la planta del pie y se rebozó barro hasta el espigón de la media.
El toro escarbaba, con el hocico metido entre las pezuñas y el torero le medía distancias y observaba querencias. Había comenzado la faena por bajo, sometiendo aquellas renuencias, aguantando parones con un valor sereno y una confianza en sus actos para muchos –la inmensa mayoría– desconocida. Aparecía ante nuestros ojos otro Morante, el que se la juega sin aspavientos, el que sabe cuándo y cómo hay que cambiarles los terrenos a este tipo de toros, medirles el metraje del cite, desengañarles con el trazo suave de los pases y una armónica economía de movimientos. Entonces nos dimos cuenta que el de la Puebla sabía –o intuía—que Salamandro guardaba en sus entrañas unas cuantas embestidas, pero se negaba a entregarlas. Había, pues, que robárselas. Sacárselas por el método más expeditivo, pero el más peligroso: meter mano en la bolsa de bravura y nobleza que se supone en un toro de tan reconocido linaje con el sigilo y limpieza de los grandes carteristas, o con la donosura y galantería de los donjuanes empedernidos. Solo de estas dos formas se consigue el botín perseguido.
Solo así pudo Morante bordar unas series de muletazos con la diestra o siniestra, en redondo y al natural, los hermosos remates de pecho y las golosinas de unos adornos precisos y preciosos. La gente estaba atónita. ¿Cómo había conseguido el torero llegar a descubrirnos aquél fondo de bravura que almacenaba el toro? Insisto: robándoselo. También el beso que se roba al revolver una esquina da paso a un amor para toda la vida. Las mujeres ya inventaron este vocablo para adjudicárselo a los hombres que hacen de la conquista amatoria una secuencia permanente en su vida: Ah, ¡”ladrón”, cómo me embelesas!, suelen exclamar las conquistadas. Ya lo cantaba Mary Santpere en su jocoso cuplé: “ladrón/quiero a morir/ ¡No!…. Pues eso mismo debió decirle Salamandro a su matador cuando entregó su alma al dios de los bóvidos bravos, mientras el clarinero le enviaba un aviso por matarlo tarde.
Esta sucinta descripción de lo ocurrido ayer en la plaza de toros de Valencia, me lleva a una sorprendente conclusión: Morante es un “ladrón”. (Entiéndaseme).