Paco Ojeda, el último revolucionario , en la pluma de Alcalino

Paco Ojeda, el último revolucionario , en la pluma de Alcalino

En el último quintil del siglo XX, en plena caída del arte de torear en su fase más monocorde y puntillosamente perfeccionista, aparecieron dos toreros con sobrada capacidad para romper con esa nociva pauta. Por desdicha, y debido en buena parte a la falta de persistencia de ambos, no lograrían librar a la fiesta del encorsetamiento.

El primero de ellos fue Paco Ojeda (Puebla del Río, 06.10.54). Residente desde muy temprano en Sanlúcar de Barrameda, era un mocetón de espaldas anchas y gesto recio que al aparecer llamó la atención de ciertos taurinos, pero una alternativa precipitada (Puerto de Santa María, 22.07.79) lo fue apartando del circuito donde se forjan las figuras—es decir, donde medran los trusts intercambiando nombres y fechas a su conveniencia–, de suerte que en 1981 apenas alcanzó a sumar seis contratos. Hasta que una tarde del verano madrileño del 82, día de mucho calor, poco público y toracos  imponentes –en su caso de Cortijoliva–, consiguió confirmar la alternativa (25.07.82). Sin cortar orejas dio un golpe de advertencia. A poco de eso alzaba un rabo en El Puerto, Francia –Beziers, Nimes—fue la primera en acusar recibo, volvió a Madrid, rodeado ya de expectación, que no defraudó, y tuvo su tarde mágica en Sevilla (12.10.82), todo lo cual lo convirtió en la gran novedad del año 83, envuelto en la siempre bienvenida polémica. Ya figura, entraría en una espiral de altibajos, idas y vueltas útiles para alimentar el debate, bastante menos para su efectiva consolidación. Hasta que llegó el 15 de abril de 1988, el cartel más rematado de la feria de abril –Curro Romero, Paco Ojeda, Espartaco y toros de Juan Pedro Domecq–, con la Real Maestranza a tope y ojedistas y antis sin saber bien a qué carta quedarse.

El estilo es el hombre. ¿Cómo era el toreo de Paco Ojeda? Vicente Zabala lo describe con admirable concisión en su crónica de dicha corrida: “Paco Ojeda es un torero corto. Me refiero a lo cuantitativo, no a lo cualitativo de su arte. A la extensión, no a la profundidad. Señalo aquello que pudiera ganar en belleza y finura por lo que pierde en variedad y dominio (…) El torero de Sanlúcar de Barrameda no bulle en la brega. No tiene un gran repertorio de quites. No banderillea. Y prefiere por gusto propio y por complacer al público la elegancia quieta y la dominación de los toros repetidores (…) En acción el sanluqueño es torpón, por eso prefiere lo estático a lo dinámico. Y su estilo alcanza en muchos momentos la importancia de lo heroico.” (ABC, 16 de abril de 1988)

Vamos al toro. El quinto se llamaba “Dédalo” y con él iba a alcanzar el arte del sanluqueño sus cotas más altas. Que lo relate el propio Zabala: “Ojeda sale a hacer “lo suyo”, aquello que le ha puesto en la cresta de la polémica. Cuando le sale algún toro que no le permite exhibir su peculiar estilo anda en un sí, pero no, como le ocurrió en su primero, que era más difícil de lo que parecía: primera embestida noble, pero en la segunda se iba derecho al cuerpo, porque no tenía fijeza y desparramaba la vista. A punto estuvo de cortarle la oreja, pero a la faena le había faltado ligazón (…) Pero en el quinto impuso en la Maestranza la singularidad de su toreo. El “juanpedro” era el toro de Ojeda. La bestia cayó en la trampa torera de la quietud, que no es trampa en el mal sentido de la palabra, sino el cebo en el que el toro se ve enredado por el temple de la muleta del torero (…) Tenía razón don Antonio Machado, no hay nada más serio ni menos divertido que una corrida de toros, y mucho menos cuando uno se da de bruces con una faena como la de Paco Ojeda, ejecutada en un ladrillo (…) Ojeda buscó el sitio donde podía estrecharse más con el toro, haciéndolo ir más obligado, para pasárselo muy cerca y despedirlo con espléndidos movimientos de muñeca (…) Hay que ser muy buen aficionado para entender la faena de Paco Ojeda a ese quinto. No basta con fijarse en la impresionante quietud del diestro, en sus lances sin enmiendas, sino en el asombroso estado del ánimo, respondido siempre con un valor inmenso. Claro que no nos divertimos con esa forma de torear, porque la emoción nunca es diversión, como no nos podíamos divertir con aquel volapié “a tumba abierta”, con agallas de torero decimonónico, saliendo con la ropa destrozada del encuentro (…) Si es capaz de repetirlo por San Isidro va a poner al toreo del revés. Lástima que lo coja ya con muchísimo dinero y no tenga dieciocho años precisamente. Pero la personalidad, su formidable personalidad, no se la quita nadie. Y no se olvide que vivimos una época de toreros en serie, sin sello propio, rutinarios pegapases (…) La fiesta estaba en el “unipase”. Ojeda resucitó lo que no se debía haber perdido jamás: la unidad de las faenas.” (íbid)

En la imagen Espartaco, el maestro Curro Romero y PACO OJEDA

Espartaco y Curro. Sigue Zabala: “Muy difícil lo tenía el rubito Espartaco en la tarde ojedista (…) Pero el de Espartinas está donde está por la sencilla razón de que es un gran profesional. A su primer toro le hubieran pegado pases muy pocos toreros, pero él es capaz de hacer andar a un tullido. Se coloca muy bien y tiene un especial sentido para calibrar la velocidad de cada toro (…) A mí me gustó más en ese primero que en el que cortó la oreja porque se requería un mayor aguante (…) Curro (Romero) se vistió de lagartija –¡ya está bien de esos vestidos azabaches como distintivo del “arte”!— para matar dos toros de nulo recorrido sin pena ni gloria. No existió ni para bien ni para mal. Nada de nada. (…) Juan Pedro envió una corrida “para Sevilla”, con un solo toro que de verdad “sirvió”. Los otros mejor es no moverlos. Bien están para filetes, que desde luego no resultarán duros…” (íbid)

Versión de Joaquín Vidal. La plaza entera estaba de pie, enardecida, cuando Paco Ojeda se pasaba por delante al quinto toro de la tarde, clavadas las zapatillas en la arena. Y cuando ya el alarde parecía haber llegado a su posibilidad infinita, y Ojeda se descaraba a un palmo de los pitones, firme e impasible el ademán, la muleta en ristre hecha un cartucho, volvía, de súbito, a citar al pase natural, a empalmarlo con el cambiado, y así una vez y doce, o las que fueran. La gente se llevaba las manos a la cabeza y creía estar soñando. Una vez y doce -las que fueran- el toro pasaba por delante del torero estatuario, en seguimiento continuo de la muleta que se movía a vaivenes de precisión. El triunfo era clamoroso y el torero lo solemnizaba con una prestancia épica (…) Después del estoconazo, que le costó una voltereta, Paco Ojeda dio una clamorosa vuelta al ruedo con las bien ganadas dos orejas en las manos, aferrándolas igual que si fueran un tesoro. Seguramente lo son. Un triunfo así en la Maestranza vale una fortuna.“ (El País, 16 de abril de 1988)

En la pluma de Barquerito. Ignacio Álvarez Vara tuvo a su cargo el anuario que Espasa-Calpe dedicaba a cada temporada taurina en la segunda mitad de los 80. Así vio y vivió la memorable faena del sanluqueño: ”Ojeda, rehabilitado en Sevilla. Reencuentro consigo mismo, pero en versión más depurada y mucho más flexible que en el año de su gran apoteosis, 1983 (…) Fueron dos Ojedas distintos el del segundo y el del quinto toro, porque éste fue mucho más “su toro” (…) El Ojeda del quinto empezó a poner a la Maetranza de pie a partir del cuarto muletazo, y la hizo en seguida bramar con el clamor de los grandes acontecimientos. Fue una faena de auténtico lujo. El de Juan Pedro Domecq se llamaba “Dédalo”, pero no se cayó. Astifino, bien hecho, con los kilos bien puestos –494—galopó de salida y, fibroso de temperamento, obligó a Ojeda a enmendarse en los lances de recibo (…) sólo pudo lucirse de verdad en dos recortes a una mano sacando secamente el capote por la cadera (…) El toro tomó corrido el primer puyazo, que fue duro, y dos picotazos más. Del último Salió apegado y echando las manos por delante. Sin embargo, en banderillas retomó aire, fue de largo y con alegría. Ojeda brindó al público, señal evidente de que el toro le había gustado. Tanto que ya estaba centrado en el tercer muletazo después de haberse estirado en una preciosa trinchera que dejó al toro en la raya (…) Se echó la muleta a la derecha, la adelantó casi con descaro y se trajo al toro muy obligado y templado para ligar una tanda de gran gusto, empaque y fuerza. El de pecho, aliviando al toro, fue espléndido. La música se puso a tocar. La segunda tanda, sin cambiar terrenos, fue igualmente memorable. Los poderosos muletazos eran casi circulares completos. Sin rectificar, Ojeda ganó siempre un paso en el remate, y los cuatro muletazos recrudecieron el clamor anterior. El toro se le paró en el segundo muletazo de la tercera tanda, y Ojeda aguantó el parón sin descomponerse. Impávido y tranquilo, se cambió de manos en la cara forzando el medio muletazo para fuera. Fue el muletazo clave para dominar del todo al de Juan Pedro que se entregó ya sin reservas, con una docilidad increíble, y con una alegría y un gas que habían parecido imposibles tras el primer puyazo. A partir de ahí, la absoluta borrachera. Ojeda hilvanaba pases y pases con las dos manos sin rectificar. Vaciando por alto los muletazos más forzados y echando la mano abajo en los pases de mando que provocaban la repetición de la embestida. La fuerza de la faena, con el torero entregado, estuvo en que discurrió en el mismo punto de la plaza. Todas las miradas confluían en él.

Matando, se volcó ciegamente Ojeda sobre el morrillo y el toro lo prendió por los machos y se lo echó a los lomos (…) Con el cuello manchado de sangre Paco, descalzo por la voltereta (…) se quitó de encima a quienes querían asistirlo y regresó a la cara del toro para, con gesto de bravura, hacer ademán de obligarle a tumbarse mientras se contoneaba desafiante (..) El toro acabó echándose, pero tras el tiempo suficiente como para enfriar la presentida petición de rabo.” (Álvarez Vara, Ignacio “Barquerito”. Larga cambiada. Temporada taurina 1988. Edit, Espasa-Calpe. Madrid. 1989)

Sin ninguna duda fueron faena y suceso para la historia. En letra irremediablemente menor quedaron la petición de oreja para Paco Ojeda en su primero y la que meritoriamente le cortó al sexto –sobrero de Antonia Juliá de Marca– Juan Antonio Ruiz “Espartaco”.Al margen, un Curro Romero sin nada para el recuerdo.

No hubo mucho más en la sinuosa trayectoria de Francisco Ojeda González, de últimas también rejoneador. Para algunos, no pocos, sigue siendo “el último revolucionario”.

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