TAUROMAQUIA. Alcalino.- Manolo Martínez , 25 años de su partida: luces y sombras
Yo no sé, dada la severa destaurinización que hoy se vive, si dentro de otro cuarto de siglo Manolo Martínez conservará el aura legendaria que aún rodea los nombres de nuestros más grandes e históricos toreros, a cuya galaxia sin duda pertenece. Pero su época y su influencia sobre ella nos
remiten sin la mínima sombra al último mandón indiscutible que ha tenido la tauromaquia de este país. Aquéllos con quienes compartió cartel –desaparecidos casi todos, excepto su paisano Eloy Cavazos–, incluso cortando más apéndices que el torero de la regiomontana colonia Obispado, lo han reconocido sin ambages. Y cuando alguno intentó medir armas con él en los despachos o a través de la prensa –recuerdo la muy transitoria negativa de Curro Rivera a “alternar nunca más con Martínez”, a causa de cierto torito regalado por éste en una plaza provinciana–, siempre
terminó por plegar su voluntad al evidente poder de Manolo sobre empresarios y ganaderos, periodistas y públicos.
Curiosamente, lo anterior ha derramado más tinta y movido más bites que el debate sobre las ualidades taurinas de Manolo, sin las cuales su mando absoluto habría sido imposible. Ni siquiera sus notorios desaciertos al estoquear pudieron estorbar la libre fluencia de su arte ni el magnetismo que éste ejercía tanto sobre los toros como sobre las masas. Al don del temple, que le asistía en grado eminente, unía el del ritmo, que dotó de una cadencia especial sus grandes faenas y era el resorte clave para levantar a la gente de sus asientos como después nadie, de ninguna nacionalidad, ha vuelto a conseguirlo en este país. Las discusiones sobre el tamaño de sus engaños y el abuso del pico, argumento utilizado por sus detractores para demeritarlo, fueron de aparición posterior a faenas suyas que habían hechizado al público, o arma para fustigar en son de mofa sus tardes aciagas, que no escasearon, sobre todo en los últimos tiempos. Pero sus fracasos en el ruedo, muchas veces provocados deliberadamente por él mismo, no estorbaron su indiscutible condición de mandón.
La raya.
Hubo en su carrera dos etapas bien indiferenciadas: antes y después de consagrarse como el número uno. En la primera, fue un infatigable luchador en pos de la cima y no se dio tregua hasta conquistarla. Estamos hablando, básicamente, de la segunda mitad de los años sesenta
(alternativa en Monterrey el 7 de noviembre de 1965), caracterizada por actuaciones de una constante entrega y triunfos clamorosos, si acaso emborronados por su deficiente espada.
La rara conjunción valor-arte-poderío estaba presente en ese primer Manolo como en muy pocos toreros de la historia. Entre 1967 y 68, su período dorado, las plazas del país se le hicieron pequeñas y se
impuso de manera natural la necesidad de extender su condición de figura al resto del planeta Tauro. Su expansión daría lugar, en Sudamérica, a una era en que toros y toreros mexicanos arrebataron a los trusts españoles el control de ese mercado, que entonces pagaba en dólares.
Pero en España, el panorama fue diferente. Cierto es que el mexicano de oro –como lo anunciabasu exclusivista del primer año Manolo Chopera– no viajó a la ventura, sino ventajosamente contratado, en un año –1969– en que El Cordobés, que era quien allá dominaba el tinglado, declaró su famosa guerrilla a las empresas iberas, que para contrarrestar a Benítez y a Palomo Linares, su comparsa de ocasión, necesitaban incorporar novedades al elenco conocido –los Ordóñez, Camino, El Viti, Puerta, Paquirri…–. Entre el debut en Toledo (5 de junio) y la cornada de Cáceres (29 de septiembre) toreó Manolo en España y Francia 48 corridas (58 orejas y 5 rabos sería su cosecha), algo que sólo las más grandes figuras extranjeras han podido permitirse. El problema estuvo en que el toro hispano no brindaba al impetuoso regiomontano las mismas condiciones de seguridad que el mexicano. Ciertamente, durante esa campaña y, sobre todo, en la frustrada del año siguiente, hubo de resentir detalles de trato vejatorio por algunos elementos del aparato taurino de allá, prensa y empresarios incluidos. A esa parte de la realidad iba a asirse Manolo para fundamentar su posterior renuncia a la conquista del cetro global del toreo, que en determinado momento, a fines de 1968, llegó a antojarse inevitable. Mas tengo para mí que las cornadas de Bilbao, Murcia y Cáceres, sufridas en un lapso de 39 días, fueron el factor decisivo.
Las cornadas.
Se ha afirmado por el martinismo oficial –y ha terminado por aceptarse como dogma– que fue la cornada de “Borrachón” (03.04.74) la que puso a cavilar a Manolo, inaugurando esa etapa en que decidió no asumir más riesgos de los indispensables: la etapa de las broncas intencionales, la supresión tajante de su antes frondoso repertorio en quites y, de manera
especial, el énfasis en moldear la ganadería brava mexicana según su conveniencia y merma de facultades físicas. Pero en realidad, estos rasgos hicieron su aparición justamente a la vuelta de su primera, y en realidad única, campaña española. A las tres cornadas sufridas allá –muy grave la
última—se uniría ese invierno la fractura en una falange sufrida por un astado de Santo Domingo en Caracas (23.09.69). Con ese sufrimiento a cuestas –sufrimiento y dolor son cosas distintas; el
primero es mental, el segundo físico—Manolo viajó por segunda vez a la península ibérica. Pero era otro hombre el que se enfundó en las mismas sedas y alamares del año anterior: menos resuelto, más prudente… y titubeante de sitio y claridad de metas. Así le fue.
Para reforzar la afirmación de que no fue “Borrachón” sino las cornadas sufridas den 1969 las que marcan un súbito cambio en la tauromaquia y la actitud de Manolo Martínez basta echar una ojeada a la estadística de sus percances: 76% de ellos –13 de 17– se concentran en los años que van de 1965 a 1969. Y algo fundamental: el 47% del total (8 de ellos) ocurren en el extranjero, mismos cosos de los que decidió alejarse paulatinamente –incluida Sudamérica—a partir de 1970, el año clave para entender la evolución (¿o involución?) martinista. Lo confirma que su promedio
de triunfos, sin perder éstos intensidad, a partir de ahí irá descendiendo inexorablemente.
Rey de la México.
Lo que nadie podrá disputarle a Manolo es su condición de torero de la PlazaMéxico. Aunque es indudable que los Armilla, Garza, Manolete, Arruza, Procuna –los ases de la edad de oro– dejaron allí huella, por razones cronológicas no alcanzaron a tener presencia continuada en la Monumental. Y ninguna figura posterior de cuantas tuvieron ocasión de
conquistar el ruedo de Insurgentes –mexicana o extranjera– lo ha hecho con la rotundidad ni ha despertado el mismo fervor que suscitó Martínez hasta convertirse, por antonomasia, en el torero de la Plaza México.
En sus 91 corridas y 4 novilladas toreadas en el monumental embudo, Manolo cobró 83 orejas y 10 rabos, cifras sin posible equiparación en la historia, a pesar de que cinco de dichos rabos hayan pertenecido a toros de obsequio, y uno más fuese simbólico tras el indulto de “Amoroso” de
Mimiahuápam (23.12.79). A cambio, sufriría tres cornadas sobre esa misma arena –incluida la gravísima de “Borrachón”— demostrativas a su vez de que ésta fue la plaza donde decidió jugar las bazas decisivas de su carrera, no por nada centro taurino del muy centralista país cuya fiesta de
toros aspiró dominar por completo. Conseguido con creces tan ambicioso objetivo, dedicaría su genio artístico y vocación tiránica a acrecentar ese poder y hacerlo sentir incluso con más fuerza al margen que al interior de los ruedos. En resumen, su mando se expresó más en el manejo de los
entretelones de la fiesta que en el de las embestidas, cada vez más uniformes e insulsas, de reses cuyas características fue moldeando a su voluntad y conveniencia, ya no a base de talento torero, como en los inicios de su carrera, sino mediante su influencia poderosa sobre los ganaderos
mexicanos dispuesto a subirse al tren del mandón.
Ganado a modo.
Esto es básico y no admite discusión: con Martínez el toro mexicano queda
reducido a su mínima expresión, al manipularse sus características tanto físicas –reducción de edad y astas– como de comportamiento –nobleza sin casta, repetitividad sin codicia, aptitud más para simplemente pasar que para realmente embestir–. Fue una labor persuasivo-imperativa, centrada en las labores de tienta y selección, cruzas y laboratorio, que, en definitiva, eliminó
encastes completos en beneficio de uno solo, derivado de los edulcorados productos de la casa Llaguno.
¿Obstruccionista?
El ejercicio dictatorial del poder implica, en el toreo, la potestad de imponer
ganaderías, aceptar o rechazar alternantes y, en suma, influir en la organización de las ferias y temporadas que marcan la marcha de la fiesta. Hay evidencias de vetos puntuales a ciertos toreros –El Pana, Cruz Flores, Jorge Gutiérrez cuando lo apoderaba Ricardo Torres, incluso algunos
españoles, involucrados en el sabotaje allá sufrido…–, aunque también las hay de apoyo franco a otros. ¿Que esas actitudes obstruyeron el desarrollo de al menos dos generaciones de toreros en México? Sólo hasta cierto punto. Porque lo fundamental sería la invasión, por Martínez y su
troupe, de plazas y ferias menores, cuya función como espacio para el cultivo y desarrollo de nuevos valores era importante. Al acaparar para sí dicho mercado, la aparición de caras y expresiones nuevas se limitó, a cambio de ofrecer a públicos sencillos la versión distorsionada de
una tauromaquia presuntamente de alto nivel. Que no lo era, dado el tipo de ganado que allí lidiaban. Y en la que al lado de Martínez participaron sin reparo las figuras que le iban a la zaga.
Balance definitivo.
Con el paso del tiempo, los perfiles del pasado martinista se han ido afinando y definiendo con más claridad como para que el debate acerca de lo bueno y lo malo que Manolo
pueda ceder paso a la realidad de su influencia y legado, como torero y como factótum de una larga etapa de nuestra tauromaquia. Todo eso que Manolo Martínez significó para la fiesta en México yo lo sintetizaría así:
1) Como torero, su sentido del temple y del ritmo, así como la capacidad para dotar de unidad argumentativa y creativa a su toreo lo sitúan entre los más grandes de la historia de la tauromaquia universal. En México, esto significa compartir la dimensión de los Rodolfo Gaona, Fermín Espinosa “Armillita”, Lorenzo Garza, Silverio Pérez y Carlos Arruza. Y nadie más.
2) Sobre su papel como obstructor de nuevas generaciones de toreros ya está dicho cómo operó.
Habría que agregar que, pese a todo, Manolo fue coetáneo de una generación rica en diversificados valores taurinos que, en todo caso, tendrían que compartir con él la responsabilidad de acaparar plazas y ferias mayores y menores en detrimento de valores emergentes, pues
lógicamente no podía prescindir de alternantes, que toreaban y aprovechaban el mismo ganado que Martínez.
3) Donde cobra un sentido realmente trágico la influencia de este enorme torero es en la reducción del toro, que se ha seguido profundizando hasta derivar en su subproducto actual, el post-toro de lidia mexicano –como lo he llamado—, un factor que pone en jaque el futuro de la fiesta en sus valores artísticos y éticos más auténticos, sin los cuales, el toreo es un muerto en pie.
Manuel Martínez Ancira murió a los 50 años de edad el 16 de agosto de 1996 en La Jolla, Estados Unidos, donde se encontraba hospitalizado en espera de un trasplante de hígado. Este día se cumple un cuarto de siglo de su sentido deceso.