TAUROMAQUIA. Alcalino.- Roca Rey rescata y sublima la esencia del toreo
Donde habita lo inexplicable. Allí se situó Andrés Roca Rey no bien sembró las plantas en el tercio del ruedo bilbaíno para provocar desde largo al incierto “Jabaleño”, sobrero de Victoriano del Río que reemplazó al tercero de la nublada tarde del jueves 25 y movilizó sin demora sus 631 kilos para lanzarse hacia la muleta del peruano y rozarle por cuatro o cinco veces con los astifinos pitones los muslos y el pecho sin conseguir que la estilizada figura revestida de azul rey y oro abandonara el mínimo espacio de arena que había elegido para iniciar su primera faena. La resolución, tras los estatuarios ayudados por alto, fue un cambiado por la espalda y el pase de pecho zurdo, que en este torero adquiere una tonalidad distinta y profundidades desusadas. Ya la plaza entera estaba en pie, tal como permanecería durante el resto de la conmocionante actuación del samurai limeño.
A ”Jabaleño” le extrajo una faena imposible de imaginar a priori, mientras el animal se escupía del caballo o media a los banderilleros, sin regalar una sola embestida franca a los capotes. Pero con Roca Rey toda probabilística está de más, él se plantó enseguida en las afueras, la muleta en la diestra, el compás generosamente abierto y la suerte cargada de principio a fin, para traer y llevar la arisca embestida como si la de un borrego boyante y noble se tratara, sin que los derrotes del torazo aquel lograran mancillar el temple flexible, resuelto y mandón de su trapo rojo. Estábamos asistiendo al milagro de un toreo al borde del abismo y el único corazón que latía a su ritmo normal era el del torero, pues de otra manera no se podría entender lo que estaba sucediendo.
Por el pitón izquierdo, el patetismo estableció con la ética y la estética una radical y casi imposible alianza. Privilegio emanado de la tauromaquia de un Roca Rey ya transfigurado por sus demonios particulares, que le dictan un desprecio total por la vida a cambio de una entrega absoluta a su arte. Que no es ese arte de filigrana y rococó tan caro a los gustos decadentes, sino creación genuina de quien define y entiende su obra como descenso a los infiernos para extraer de ellos la prueba crucial de su estar en el mundo. Al precio de las sacudidas emocionales y físicas que hagan falta para que su expresión surja propia y auténtica. Así, entre un alud de miradas amenazantes y secos derrotes transcurrió esa faena que nos devolvía el toreo más verdadero. Y así, con el alma en vilo, lo vivió una multitud sacudida, asustada y al cabo extasiada por la experiencia vital del arte, con su tiempo sin tiempo y su mundo irreal, infinito. Aun se atrevió Andrés con la dosantina en los medios, obligando al remiso a recorrer por dos veces sus 160 grados. Sobre la taleguilla se abría ya la huella de un pitonazo a nivel de la rodilla derecha, producto de uno de tantos gañafonazos en el angustioso curso de algún pase natural.
Cuando, enfrascado en una tanda estática de manoletinas dignas del Monstruo de Córdoba, desafiaba a “Jabaleño” metido entre los pitones, el de Victoriano no soportó más y su bronca acometida convirtió al torero en pelele, sacudido de manera inmisericorde por una sucesión de furiosos derrotes que incluyó un pezuñazo a la cabeza y lesiones cuasi incapacitantes en ambas rodillas, en la muñeca izquierda, en el antepié del mismo lado. Tardó Roca en recuperarse de la conmoción cerebral y dominar a su adolorido cuerpo antes de volver, sin casaquilla, a ligar más manoletinas, preparar muy cuidadosamente la estocada y clavarla en lo alto para abatir a su indómito oponente y convencer al gentío de que el presidente de Bilbao pide ya a gritos la jubilación, no hay otra manera de entender su negativa a conceder la segunda oreja más insistentemente solicitada de los últimos años. Capricho al que sumaba el señor del palco un evidente agravio comparativo para Andrés… ¿por el hecho de no ser español? No sería raro, si uno recuerda la actitud del propio Matías González hacia Luis David en su gran tarde del 19.
Más allá de lo imposible. Para el cuerpo médico, el Andrés Roca Rey que recibieron luego de la paliza y el faenón de “Jabaleño” sólo podía tener por destino inmediato y urgente el hospital más cercano. Para Andrés Roca Rey, sin embargo, su único sitio posible estaba sobre la oscura arena bilbaína, que supo esperarlo, antes de la salida del cierraplaza, durante unos minutos interminables. Y desde esa otra oscuridad, la del toril, emergió, para gloria de la tauromaquia, el negro “Quitaluna”, con sus 530 kilos y su encastada nobleza. Pocas veces habrá tenido tanta razón Belmonte en aquello de que “para torear de verdad, el torero tiene que olvidarse de que tiene cuerpo”. Lo que movía a Roca Rey, dentro de su habitual economía de movimientos, eran su alma y su vocación toreras, confabulación demoniaca entre la ética y la estética, la autoexigencia y la mística. Para dar forma al toreo como “fuerza del espíritu”, otro acierto verbal del Terremoto de Triana devuelto a las plazas y a la Fiesta por este coloso nacido en la patria de los incas.
Momentos agónicos fueron los que nos hizo vivir Roca Rey cuando, con enormes dificultades por lo maltrecho de su estado, se arrodilló en los medios para desafiar la recia embestida de “Quitaluna” en su inicio de faena. Y qué oportuno el quite de Paco Algaba para librar a su matador, desarmado en el péndulo de hinojos y perseguido con saña en una fuga imposible hacia ese burladero tan lejano. Pero, a partir de ahí, cero angustias y puro toreo grande. Con ese cambio de mano de derecha a izquierda tan de Roca Rey, por la espalda y sin enmienda, cuya culminación es el pase de pecho zurdo que no guarda parangón con ningún otro.
Y tras el hermoso abanico de los naturales, el estoconazo a topa carnero, como tenía que ser para asegurar dos orejas ya absolutamente innegables. Y el homenaje de un público exultante, una vez liberada la tensión de una tarde que fue toda de Andrés Roca Rey pero, sobre todo, del toreo como destilación de una cultura que se resiste a convertirse en contracultura. Aunque tal vez haya sido siempre ambas cosas a la vez, extraño privilegio.
La fibra de Leo. Y hablando de toreros con casta, Leo Valadez. No sólo desorejó al de su presentación en Bilbao, un precioso castaño de nombre “Cotorrito”, hierro Santiago Domecq, de gran clase y fijeza y ante el cual se descaró desde el principio, con las ceñidísimas caleserinas del saludo capotero y un quite por zapopinas en que no se sabe como pudo pasar el toro sin tropezarlo. Luego, su faena dimanó disposición y carácter pero también ligazón y temple por ambos pitones, ante un toro de ésos cuya suprema calidad suele desnudar las carencias de quien no sepa ponerse a su altura. Y tras unas manoletinas de rodillas que confirmaron la deliciosa condición del castaño, un volapié modélico, pasaporte de la oreja, que bien podría ser el de la feria. Le cabe además a Leo, como dato anecdótico, el haber despachado al morlaco de mayor peso de las Corridas Generales de 2022, un galafate de 641 kilos y casi seis años –misma edad del estupendo “Cotorrito”–, sustituto del inválido sexto. Por lo probón y calamochero sería el peor del buen encierro de Santiago Domecq, cuyos puntos más altos fueron el tercero y el quinto, al que José Garrido toreó bien y mató mal, en tarde asimismo entonada de Antonio Ferrera. Garrido, además de pasarse invariablemente cerca los pitones, dibujó las mejores verónicas del ciclo con el segundo de su lote, un astifino castaño cuya arrogancia corrió pareja a su boyantía.
Apuntes al paso. La feria bilbaína se caracterizó por la escasa respuesta de público –única excepción, la presentación de Roca Rey—y la dispar presentación de los encierros, puesto que sobrepeso no equivale a trapío. Además del magnífico “Cotorrito” de Santiago Domecq (530 kilos), destacó por humillación y clase un zaino bajo de agujas de Victoriano del Río, “Estirado” de nombre, de aire muy asaltillado y ante el cual se inhibió completamente Manzanares: si tal burel llega a portar la divisa de Victorino Martín creo que lo habrían candidateando a toro de la feria. Corrida encastada y exigente esa del jueves 25 con la que El Juli pudo sobradamente –debió desojar a su segundo pero anda mal con la espada– y Roca Rey puso el toreo y sus valores más hondos a una altura sideral.
Con el incomparable sabor y señorío torero de siempre todo lo que hizo Morante, a despecho de la baja calidad de los dos toros salmantinos de Fraile que le tocaron, y muy entregado y torero Paco Ureña, tan maltratado este año por las empresas y que desorejó a los dos suyos, con mención de honor para su faena al primero de ellos, “Misterio” de nombre y así de duro de desentrañar. Ureña lo logró a puro mando y decisión, que lo llevaría a sufrir una voltereta al entrar a matar, y un puntazo al que no hizo la menor mención ni aprecio, en detalle de torero antidemagógico y cabal. Y nueva decepción con Talavante, transformado en afectado posturista, devoto del pico y pródigo en tanditas de tres redondos y a rematar; sacó del sombrero dos lotes de escándalo y Matías le obsequió hasta tres orejas cuando con una habría bastado, dado lo plano y distanciado de sus largos e inconexos trasteos. La incuestionable belleza formal de algunas de sus tandas izquierdistas más que alborozo les habrán causado desazón a los nostálgicos del gran Talavante del período 2011-2015.
Matías ya pide relevo. Siempre despertó polémicas, pero luego de su negativa a concederle a Roca Rey la segunda oreja de ”Jabaleño”, en contraste con las que magnánimamente despilfarró en otras corridas, habrá que pensar –recado a quienes corresponda— en darle las gracias al veterano presidente y gestionar su urgente reemplazo por alguien mejor preparado taurina y mentalmente para resituar a la plaza de Bilbao en el sitio señero que tuvo y merece.