TAUROMAQUIA. Alcalino.- Una ofrenda por la fiesta. Las preocupaciones de un maestro sobre el curso de la tauromaquia
Como nuestras celebraciones de Día de Muertos, la tauromaquia es una tradición mexicanísima. Nacieron contemporáneas y fueron creciendo y evolucionando sin dejar de representar algunos de los valores más caros a la gente de este país. Más de una vez me he referido –perdón por el tufo academicista—a la dualidad mito-rito como núcleo básico de toda tradición.
De los valores colectivos que aloja el relato mítico original y del simbolismo ritual que representa tales valores cuando la tradición se actualiza con cada nueva puesta en escena.
No son buenos tiempos éstos para las tradiciones mexicanas. Tampoco para las dos de referencia. En la de Muertos ya hasta Hollywood metió la mano, creando una ilusión de renovación y fortalecimiento que evidentemente no existen, porque el sentido del espectáculo y del negocio desplazó sin remedio a los valores tradicionales de un mito fincado en torno al amor por nuestros difuntos, el convite anual para que regresen a visitarnos, el cuidado de personalizar esa invitación con tal de hacerla grata al difunto particular de que se trate, ajustándola a sus gustos, apetitos y placeres más propios y entrañables… Y de la simbología del rito, ni hablar: ¿dónde quedaron las flores de cempasúchil que formaban una cuidadosa cruz que aunaba en su sencillez al mismo fe espiritual y guía material, y que si acaso sirven ahora para adornar las solapas de catrinas y catrines en el desfile capitalino inspirado en la filmación reciente de una película de James Bond? Quizá la respuesta la tenga Coco, el largometraje de animación producido y difundido por la Casa Disney al que se reduce el significado tradicional del Día de Muertos para la generación milenial.
Y sobre nuestra tradicional fiesta de toros sería ocioso abundar. Aquí sí que ni la industria del espectáculo está para echarnos una mano. Porque, como sabemos, la globalización anglosajona eligió la tauromaquia como el saco de los golpes ideal para exhibir musculatura y, por lo tanto, como presa perfecta para su acoso y derribo. Y el impacto ha sido brutal en cada uno de los países taurinos, con los cobayas locales del imperio multiplicados por las redes sociales y sus representantes oficiales instalados en cómodas butacas legislativas. En México, además, cuentan con el refuerzo adicional de un sistema largamente postrado por las causas endógenas ya conocidas y explicitadas por esta columna hasta el cansancio.
De ahí la necesidad de propuestas como la que a continuación se describe.
Una ofrenda por al fiesta. Ahora que Tauromaquia Mexicana planea, para el jueves 11 de este mes, una manifestación en la explanada del palacio de Bellas Artes contra la propuesta asamblearia de extender al toreo la ley del “bienestar animal” — entelequia de moda–, no sería mala idea instalar, aunque sea al modo virtual, una ofrenda dedicada a la fiesta brava. Tendría que ser una ofrenda tradicional, nada que ver con algún vistoso parade de calaveras en traje de luces ni cosa parecida. Ofrenda impulsada por nuestro amor a la fiesta, invocándola para que abandone su ostracismo y se haga de nuevo presente. Para lo cual tendría que acudir revestida con los valores morales que le dan sentido: el estoicismo, la serenidad para asumir un riesgo potencialmente mortal, la disposición a superarlo creativamente, la entrega, la pasión, la fuerza del espíritu de que hablaba Juan Belmonte…–. Una ofrenda centrada en el toro como nuestro muerto amado y, por lo tanto, el gran invitado al banquete anual y al milagro de su resurrección.
El toro, siempre el toro. Toro plural que hace posible toda tauromaquia pero también ejemplares cuya individualidad permanece indeleble más allá del sacrificio de su muerte, los “Revenido”, “Revistero”, “Centello”, “Pardito”, “Amapolo”, “Jumao”, “Clarinero”, “Tanguito”, “Famoso”, “Ratón”, “Cantaclaro”, “Platino”, “Goloso”, “Clavelito”, “Holgazán”, “Montero”, “Polvorito”, “Soldado”, “Tabachín”, “Fedayín”, “Azucarero”, “Navideño”, “Amoroso”, “Cumbrerillo”… pero también el “Gallero” de Guillermo, el “Valeroso” de Joselito, el “Rey Mago” de El Pana, el “Cantapájaros” de El Juli, el “Cervato” de Talavante, el “Dalia” de Manzanares, el “Peregrino” de Morante y hasta el “Navegante” que a punto estuvo de llevarse a José Tomás. En profusión fotográfica como fondo ilustre en un altar adornado con el colorido de las banderillas y del cempasúchil morado y amarillo, monteras y puros, muletas y espadas, imágenes religiosas bordadas en los capotes de paseo y carteles de corridas célebres.
Nuestros muertos. Observaba Raúl Dorra, con sensibilidad de poeta, que se va “a los toros”, y que invariablemente se habla de “fiesta de toros” o “fiesta brava”, cediéndole el protagonismo al temible y hermoso animal cuya casta da sentido a su sacrificio ritual en la por algo llamada corrida de toros. Pero nuestra ofrenda estaría incompleta, mutilada, si no reservara un espacio para la contraparte humana de la lidia, pues así como no hay tauromaquia son toro, tampoco habría toreo si se excluye al hombre que sublima el duelo con la hermosa, mítica y admirable bestia bicorne.
Por tal razón, nuestra ofrenda, que por lo visto va requiriendo más espacio y elaboración que cualquier ofrenda normal, debería asimismo contar con un sector bien visible dedicado a las víctimas del toreo; retablo donde no podrían faltar las imágenes de Pepe-Hillo –autor del primer tratado de tauromaquia conocido y compadre de Francisco de Goya, el pintor inmortal de Fuendetodos–, Manuel García “El Espartero”, Antonio Montes, Joselito “El Gallo”, Manolo Granero, Carmelo Pérez, Rafael Vega de los Reyes, Ignacio Sánchez Mejías, Alberto Balderas, Manuel Rodríguez “Manolete”, Francisco Rivera “Paquirri”, Rodolfo Rodríguez “El Pana”, Iván Fandiño y tantos más, famosos o humildes, cuyos nombres están unidos al del toro que los privó de la vida. Nada más justo, puesto que toro y torero integran una unidad indisoluble, más allá de los fugaces instantes de su reunión dialéctica y ritual sobre los ruedos del mundo.
Altares particulares. Como la fiesta, para el aficionado chipén, es de adhesión incondicional a tal o cual torero, cada uno de nosotros puede elaborar su propia ofrenda, dedicada al diestro de sus preferencias. Respetando rigurosamente las reglas del rito al instalarlo, pero dando rienda suelta a su imaginación e inventiva para incorporar los lances, pases y actitudes más característicos del espada fallecido, el pasodoble que le fue dedicado, acaso alguna prenda personal del mismo, presente material o simbólicamente en el altarcillo.
Redondel de ofrendas. Imagino, para estas fechas tradicionales, el ruedo de cualquiera de nuestras plazas aún sobrevivientes con una gran ofrenda al centro, parecida a la que quedó descrita líneas atrás. Y en torno a la roja barrera, ofrendas particulares dedicadas a los ídolos taurinos desaparecidos, sin impedimento para que las haya dedicadas también a tal o cual ganadero, empresario, cronista o aficionado de prosapia. No será ya en este complicado 2021, pero ojalá sucediera pronto, y de llegar a ocurrir, que no fuera un caso aislado sino muchas las ciudades y cosos que se sumaran. Y es que no se me ocurre mejor homenaje ni más mexicano rescate y defensa de nuestra bienamada fiesta, tan amenazada hoy desde tantos frentes. Ni demostración más gráfica de su valor tradicional e histórico.
Reapertura y discrepancias. El sábado por la noche, la Plaza México reabrió sus puertas luego de 621 días con los candados puestos. Nunca estuvo más tiempo cerrada. Y para celebrar semjante suceso se anunció una corrida de seis espadas, con un raro preámbulo religioso inspirado en la famosa corrida de las luces de Huamantla. La gente tenía ganas de toros –mitad del numerado estaba ocupada, pese a las restricciones sanitarias—, pero lo que salió por la puerta de chiqueros fue una muestra fiel del post toro de lidia mexicano, elemento fundamental de una crisis que se remonta mucho más atrás de la pandemia. Inútil resultó el empeño de los diestros, y a la altura del quinto astado el malestar general, agudizado por la pequeñez del bicho de Reyes Huerta, estalló en protestas. O sea, nada nuevo bajo la luna, aunque las de octubre gocen fama de ser particularmente hermosas.
La plaza solitaria, el larguísimo ayuno, el despertar de la afición demandaban otra cosa. No la luz artificial, el extraño preámbulo, el toro disminuido. La corrida es una fiesta solar, ¿a qué negarle su ámbito natural, el calor y la luz de la tarde, el espectáculo de la bravura? Si de reactivar el gusto de los capitalinos por el toreo se trataba, lo adecuado habría sido innovar con una estrategia publicitaria que llegara con fuerza a todos los ámbitos de la ciudad. E incluso del país, vía la televisión, que como todo mundo sabe ha sido una exitosa palanca para el relanzamiento de las corridas en España. Total, un fiasco más.
Y nada que reprochar al público, que abandonó la plaza desencantado luego de una reapertura presidida por la misma mezquindad conocida, y a la cual debemos la crisis que arrastra nuestra empobrecida fiesta del siglo XXI.