Alcalino nos muestra a un Antonio Ordóñez mas que una figura un torero de culto

Alcalino nos muestra a un Antonio Ordóñez mas que una figura un torero de culto

No es frecuente que un espada con estatus de figura indiscutible sea reconocido además
como torero de culto, categoría ésta usualmente reservada a los escasos artistas capaces
de suscitar adhesiones fervorosas entre los aficionados de paladar más selecto. Figuras de
alto bordo al tiempo que artistas con un sello singular, autores de obras perdurables e
irrepetibles, han sido, por ejemplo, Pepe Ortiz, Silverio Pérez y Luis Procuna en México, y
Juan Belmonte, Curro Romero y José Tomás en España.


A este grupo tan especial perteneció Antonio Ordóñez Araujo (Ronda, 16.02.32–Sevilla,
19.12.98), que nunca fue un torero de multitudes –para eso estaban Litri o El Cordobés–,
y sin embargo supo aglutinar en torno a su arte a aficionados de la más fina solera. Quien
busque en Ordóñez cifras rompedoras o campañas estrepitosas seguramente sufrirá una
decepción. “Una figura de verdad –solía decir el rondeño—debe estar dispuesto a salir a
morirse en la plaza cuatro o cinco veces por temporada”. Esta autodefinición, entre
heroica y melindrosa, dejará frío a más de uno. Digamos que existen constancias
bastantes de muchas tardes en las que Ordóñez salía simplemente a cumplir y tirar las
cartas, dejando con un palmo de narices a quienes habían pagado el boleto con la ilusión
de paladear su arte y clase excepcionales. Paralelamente, tampoco faltaron ocasiones
–nunca demasiadas—en las que Antonio “quiso” y pudo extraer faenas inesperadas de
toros aparentemente impropios. Y siempre, aun en sus días más nefastos, dejó algún
detalle imperial, islote áureo en medio de océanos de desgana.
En su Málaga. Andalucía la baja se asoma a la luz del Mediterráneo por el blanco puerto
de Málaga, capital de la provincia homónima, aprisionada entre las de Cádiz, Sevilla,
Córdoba y Granada. Desde Málaga se sube sinuosamente hasta la alta serranía que corona
el tajo de Ronda, donde Antonio Ordóñez nació y en cuyo bicentenario coso instituiría la
famosa corrida goyesca de principios de septiembre, en cuyos carteles participó mientras
le fue posible, incluso aquellos años en que se encontraba apartado de la profesión.

Pero la plaza que Antonio Ordóñez eligió como propia fue la Malagueta, cuya frondosa
feria, celebrada la primera semana de agosto, reúne a las principales figuras y suele contar
con una llamativa abundancia de toros propicios. Feria triunfalista, según lupas y
parámetros rigurosos, o alegremente grata para quienes tarde a tarde llenan el bello coso
mediterráneo para ver desempeñarse sin apuro a la grey coletuda, alejada de las
exigencias de Madrid o Bilbao y ante ganado que suele embestir muy por encima de la
media nacional. Será porque el oxígeno llena mejor los pulmones a nivel del mar.


Eje de la feria. Antonio Ordóñez participó, a lo largo de su vida, en más de medio centenar
de festejos celebrados en la Malagueta, infaltable en casi todas sus ferias y siempre como
astro mayor de la cartelería. En una época rebosante de figuras de los colores, sabores y
estilos más diversos se necesitaba una fuerza muy especial, en los despachos y en la
arena, de cara a la taquilla y frente al toro, para lograrlo. Ordóñez la tuvo, y en la feria
malagueña del 61 acometió la proeza de hacerse anunciar en seis tardes consecutivas, del
lunes 31 de julio al sábado 5 de agosto. Repetiría el gesto el año siguiente, pero puestos a
elegir, el suceso mayor de su biografía lo marcan las seis corridas de 1961. Como era de
esperar, la feria fue un irresistible continuum de triunfos para casi todas las espadas
importantes en liza, pero Ordóñez estaba en su plaza y no iba a permitir que nadie se le
fuera por delante. Y se superó a sí mismo a lo largo del ciclo. Aunque al final ocurriese lo
inesperado.


Para abrir boca. El último día de julio, en la segunda de feria, alternaron con el rondeño
Paco Camino y El Viti, dos recién doctorados que con el tiempo ocuparían sitio señero
entre las figuras de su época. Pero ni uno ni otro se encontraban aún en condiciones de
comprometer seriamente la hegemonía del dueño de casa. No obstante, Camino estuvo
cerca de lograrlo al cobrar las orejas del quinto de Atanasio Fernández, uno de los dos
mejores del encierro; el otro había sido el cuarto del hierro salmantino y Ordóñez lo
aprovechó de cabo a rabo, apéndice éste que terminaría por exhibir como trofeo máximo
y diferencial luego de coronar con su clásica estocada rinconera una faena de artista y
maestro consumado. El Viti, sin ganado propicio y demasiado adusto para el festivo gusto
malagueño prolongó en vano dos tenaces y áridos trasteos.


¡Tres toros de regalo! Al día siguiente –1 de agosto, tercera de feria–, estaban pintando
bastos hasta que el sexto de José Quesada, un novillote famélico, exacerbó los ánimos y
amenazó con provocar una bronca épica. Paco Camino la evitó astutamente anunciando
que lidiaría un toro de obsequio para compensar del fiasco a la enfadada concurrencia. No
queriendo ser menos, sus dos veteranos alternantes –Antonio y el toledano Gregorio
Sánchez—acudieron también a sendos obsequios. Esta inesperada corrida de nueve toros,
que había empezado bien, con faena de oreja de Ordóñez al abreplaza, cayó luego en un
sopor muy a tono con la calurosa tarde malagueña. Pero iba a estallar en explosiones de
júbilo durante las lidias extra debidas a la esplendidez de los tres espadas, provocada por
la falta de trapío del sexto bicho del deficiente encierro de Quesada.

El orden en que se lidiaron los sobreros no correspondió al de la antigüedad de los
alternantes. Por delante salió el obsequio de Paco Camino, con la divisa de Atanasio
Fernández, noble y pronto, justo lo que necesitaba el de Camas, pleno de celo juvenil,
para provocar un alboroto grande, premiado con las orejas y el rabo. El octavo fue para
Ordóñez, y Antonio le cuajó un faenón que tuvo votos al mejor de la feria. A saber qué
trofeos le habrían dado si no llega a fallar con el descabello: el premio se redujo a una
oreja. Y Gregorio Sánchez, con la tarde embalada en apoteosis, bordó una de las faenas de
su vida hasta el punto de recibir como recompensa las orejas, el rabo y una pata del
ejemplar de Antonio Pérez de San Fernando, noveno de la tarde. Era el de Santa Olaya un
torero de estilo seco pero con una formidable mano izquierda, y fue el primero en ser
izado en hombros, salida triunfal compartida con sus compañeros de cartel.


Ordóñez corta una pata. Fue la de un astado de su ganadería –anunciado a nombre de su
esposa, Carmina González–, cuarto de la cuarta corrida. Faena redonda, de deleitoso
sabor, que enloqueció a la multitud y sembró la arena de sombreros. Sería premiada como
la mejor de la feria… y de muchas ferias. Naturalmente no le hicieron sombra ni el local
Manolo Segura, de pocos contratos y apuradillo con un lote difícil, ni el recién doctorado
Manolé –Julio Aparicio le había cedido muleta y espada en la apertura de la feria, una de
las dos corridas en cuyos carteles no figuró Ordóñez (30.07.61)–; este Manolé, a fuerza de
tesón, iba a desorejar al sexto, un manso de Carmina González castigado con banderillas
negras y sosote en el tercio final. Por cierto, fue Antonio quien solicitó a la autoridad la
penalización del astado que él mismo había criado en su finca jerezana.
Vino en seguida –3 de agosto, quinta de feria, cinco toros de Samuel Hermanos y uno de
Carmina González— una tarde de tres orejas para el rondeño y una por coleta para Pedro
Martínez “Pedrés” y Paco Camino. Al otro día, Antonio cuajó a plenitud a un excelente
toro del Conde de la Corte y le cortó el rabo; el primer espada era esa tarde Julio Aparicio,
que se alzó con un apéndice del cuarto condeso, yéndose en blanco por segunda vez
Santiago Martín “El Viti”, al que le estaba costando entrar en el gusto de los malagueños.
Final sin triunfo y con sangre. Para cerrar su hazaña de seis tardes consecutivas en la feria
de sus amores, Ordóñez eligió una corrida de Pablo Romero. Toros cuya raza los
desaconsejaba para los pipiolos del escalafón, de modo que con el de Ronda hicieron el
paseíllo los experimentados Pedrés y Gregorio Sánchez. Adelantemos que el único que
tocó pelo esa tarde fue el albaceteño Pedro Martínez, las dos orejas del quinto
plablorromero. A esas alturas Antonio Ordóñez estaba en manos del cuerpo médico de la
Malagueta, herido al estoquear al cuarto de la tarde, cuyo genio lo había traído a mal
traer, luego que tampoco consiguiera lucirse con el complicado abreplaza.


El parte facultativo de la cornada hablaba de una “herida contusa en la región escrotal,
que rompe septum y hernia ambos testículos, contusionándolos, así como el cordón
espermático, presentando una trayectoria hacia arriba que alcanza el peritoneo posterior.

Gran hematoma. Pronóstico grave.” No lo sería tanto, pues Antonio reaparecía sin
problemas el día 19, en San Sebastián.


Figura grande en dos tramos. Antonio Ordóñez se vistió de luces por primera vez en 1949.
Ya apuntaba desde el principio un corte de resonancias clásicas pero revestido de un
empaque muy personal. Tras su consagración novilleril en Las Ventas tomó la alternativa
de manos de Julio Aparicio (Madrid, 28.06.51: toro “Bravío”, de Galache). Despegó como
figura en el abril sevillano de 1952 para alcanzar su apogeo en la segunda mitad de dicha
década; muy castigado por los toros, su inesperada retirada del 18 de noviembre de 1962,
en Lima, lo mantuvo alejado de los ruedos hasta que a principios de 1965 decidió
reaparecer. Quienes lo seguían y le rendían culto aseguran que fue en ése y los tres años
siguientes cuando produjo sus obras más perfectas y acabadas, pero no es menos cierto
que la década del 70 lo tomó a contrapié, físicamente mermado y con el toreo copado por
la popularidad de El Cordobés y el apogeo de la tríada Puerta-Camino-Viti. Las secuelas de
una lesión de cervicales en la isidrada del 71 lo indujeron a quitarse de la circulación a
mitad de esa temporada, en San Sebastián (12.08.71). Una década después haría un
intento fallido por volver. El año anterior había toreado por última vez la goyesca de
Ronda mano a mano con su yerno Francisco Rivera “Paquirri” (09.09.80), festejo
consolidado hoy como infaltable tradición, y que Antonio continuaría organizando hasta

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