Alcalino y Silverio, el del pasodoble de Lara
El caso de Silverio Pérez es tan peculiar que no nos sirve para ilustrarlo el de ningún otro
torero. Para empezar, el Faraón de Texcoco siempre confesó que los toros le aterraban, y
que dominar esa sensación le resultaba cada día más difícil. Pareciera la declaración del
típico torero desigual, con esporádicos raptos de inspiración trufados de frecuentes tardes
aciagas. Pero esa definición no consigue explicar la constancia en el triunfo del texcocano
a lo largo de los cinco felices años de su encumbramiento, comprendidos entre 1940 y
1944, como uno de los artistas más preclaros en la historia del toreo. Tanto prodigó su
personalísimo estilo que malacostumbró a la gente, hasta el punto de no perdonársele la
menor flaqueza. Razones muy poderosas había: nunca, nunca, se había visto en las plazas
un toreo más dramático ni más sentido, ni esa manera tan única de templar las
embestidas cada vez más lenta, prolongada y ceñidamente. Por algo, ningún torero ha
sido tan querido y admirado. A través del tiempo, Silverio seguiría siendo un ídolo mayor
para el México plural, más allá incluso de las plazas de toros. Y más allá de su muerte
física, que lo alcanzó a la avanzada edad de 91 años (02.09.2006).
Tarde crucial. Pero una fibra muy sensible se quebró, para Silverio y su público, el 13 de
febrero de 1944. La Punta, la ganadería anunciada, se ufanaba de criar los toros más
grandes y poderosos del país. Hay que señalar que el Faraón nunca puso reparos a
ganadería o alternante alguno. Y con Luis Castro “El Soldado” y Carlos Arruza completaba
una terna de gran atractivo. Y quién mejor, para revivir la tarde aquella, que Carlos
Septién García, el siempre recordado cronista de El Universal que firmaba como El Tío
Carlos.
Crónica del Tío Carlos. “¡Había comenzado tan bien, tan espléndida la tarde de toro! De
toros, sí: no de mamones, ni de becerrotes, ni de burros. De toros con fuerza, con sentido,
con dura agresividad. En los tendidos, la multitud zumbaba de entusiasmo. Abajo, la arena
de oro, brilladora y caliente, era como una página donde escribir historias de epopeya.
Chispeaban los ternos suntuosos de los tres toreros y golpeaban los ruidos breves y raudos
de las pezuñas del toro.
De pronto, se deprendió de la barrera Luis Castro. Y el arco rojo del capote trazó sobre la
tierra la acompasada redondez de tres lances al natural. Era el quite de la solemnidad. Y
luego –largo, huesudo y genial–, anduvo Silverio Pérez. Se echó hacia atrás el capote
terrible. Y ante el asombro de quienes lo veían reducido a la chicuelina, abrió el abanico de
las fregolinas, metiendo en el cite la pierna contraria para obligar al quedado punteño a
seguir la suerte bizarra. Era el quite del drama. Después –espigado, cenceño—Carlos
Arruza corrió hacia el toro con ímpetus de casta. Paso a paso, gazapeando
desesperadamente, el punteño acudió. El capote estaba atrás, el cuerpo delgado del torero
frente a las astas. Y así, aguantando inflexible, moviendo los brazos con suavidad y gracia,
Arruza trazó tres gaoneras increíbles. Era el quite de la alegría poderosa (…) Los tendidos
reventaron de júbilo ardiente ¡Qué tercio de quites!
Y minutos después, aquella alegría excitante e irrefrenable se transformaba, primero, en
un grito de angustia; después, en un silencio de muerte. Sobre las astas del segundo toro,
el cuerpo contrahecho de Silverio se sacudía trágicamente al impulso de las cabezadas del
animal. Luego caía destrozado el torero sobre la arena, para tratar de levantarse y volver a
caer, con un gesto de dolor y vencimiento. Era el cruento sacrificio del torero que todo lo
ha dado siempre. Era el sacrificio del torero que por una sola tarde desganada en medio de
miles de heroísmos había sido tratado dura, cruelmente. Era el sacrificio del torero que no
se quiso quitar –como no se había quitado nunca—del camino de la cornada. Sólo que esta
vez el toro no obedeció su imperio. Hablar de seguridad en los toros es hablar de una
paradoja. Silverio Pérez es, será un drama siempre. Porque allá, en las profundidades de
su alma mestiza, la tragedia y la gloria de su hermano fueron sombra en su duro camino
(…) Silverio no luchó tanto contra los toros como con el recuerdo de Carmelo (…) Y han sido
su humildad y su genio los que lo han hecho triunfar sobre la pesadilla (…) Silverio Pérez es
grande precisamente porque no tiene confianza en sí mismo. Es grande porque conoce
todos sus temores y sus debilidades; pero también porque conoce la fuerza de esa señal de
la cruz que hace al partir plaza (…) La prueba más dura la ha recibido ya. Esperamos que
su toreo de mañana sea más hondo y más sentido, porque tendrá la hondura y el gemido
de la purificación.
Y el tríptico se cierra nuevamente con alegría (…) En la arena había quedado Carlos Arruza
(…) tenía frente a sí a un animal poderoso y difícil, duro y peligroso. La amenaza volvía a
cernirse sobre el ruedo. Y el chaval domino temores y aprensiones, ambiente y duelo (…)
peleó con la muerte que rozaba sus piernas, que lanzaba derrotes de guadaña hacia lo
alto. Y ganó la vida (…) el tanto que Silverio Pérez yacía en una mesa de operaciones,
Carlos Arruza paseaba su triunfo, oreja en mano, sobre el anillo ensangrentado.”
Crónica de Don Tancredo. “La cornada que “Zapatero”, de La Punta, le infirió a Silverio
Pérez, nos obliga a subrayar la verdadera tragedia del torero texcocano (…) en el curso de
la temporada anterior hizo trasteos asombrosos por su calidad plástica y emotiva, con
toros que no merecían la gran faena (…) y así indujo al público a que exigiera a los demás,
y a él principalmente, hazañas imposibles. No hacerlo significa para las mayorías un fraude
por parte del torero. Si lo ha hecho una vez, y otra, y otra, ¿por qué no hacerlo siempre?
(…) Y cuando se ha mantenido en un plano distinto, como en la corrida de Piedras Negras
del mes pasado, los espectadores le sacaron las uñas.
Así las cosas, Silverio reapareció en El Toreo (…) nervioso, preocupado, con ansias de dar la
nota, desde el primer lance se vio que venía decidido a jugarse la cornada (…) Y cuando en
el primer toro instrumentó un quite por fregolinas, muy finas y angustiosamente ceñidas,
de nuevo lo envolvieron las ovaciones clamorosas.
Su primer adversario se llamó “Zapatero”, un buen mozo de imponente trapío, negro y
marcado con el número 117. Lo saludó con tras y medio lances a pies juntos en que
aguantó impávido las tarascadas del punteño (…) Aunque se arrancó de largo sobre los
montados, el toro fue blando en varas y salió suelto siempre, pasando con poco castigo (…)
Llegó a la muleta con fuerza y temperamento, con tendencia a cortar y derrotar por el lado
derecho (…) Silverio inició su trasteo con magníficos doblones que remató cambiándose el
engaño por la espalda (…) vino luego un pase de costado y tres naturales algo
atropellados, en los medios, que le valieron estruendosa ovación (…) Y con la franela en la
diestra, un derechazo que intentó rematar con otro cambio de muleta por la espalda; al
hacerlo, cortó el viaje al toro, que viéndolo descubierto movió la cabeza y lo prendió,
zarandeándolo en forma impresionantísima más de medio minuto. Cuando Silverio fue
arrojado a la arena intentó levantarse pero se fue de bruces, revelando en la expresión de
su rostro y en la actitud de sus manos, sobre la ensangrentada taleguilla, la importancia y
gravedad de la herida (…) El Soldado le atizó a “Zapatero” media estocada letal, después
de un solo muletazo. (La Lidia, 18 de febrero de 1944)
Parte facultativo. “Herida por cuerno de toro de ocho centímetros de longitud en la región
inguinofrontal derecha con exteriorización de testículo; presenta tres trayectorias: una
hacia arriba que llega a la fosa ilíaca externa (…); la segunda hacia afuera, que llega a la
cara externa del muslo; y la tercera que llega al tercio medio del muslo (…) Mide en total
22 centímetros de extensión (…) Ligadura de vasos, reducción testicular y canalización con
cinco tubos de hule. De no presentarse complicaciones tardará en sanar alrededor de
cuarenta y cinco días. Dres. Xavier Ibarra y José Rojo de la Vega.”
Carlos Arruza o el poderío jovial. Aunque El Soldado toreó muy bien de capa al abreplaza
“Cachucho” y lo muleteó toreramente, pasó fatigas al estoquear a sus dos toros. Carlos
Arruza, que se encontró de primeras con un “Peregrino” áspero y revoltoso, le cuajó una
faena de dominio en la que se aliaron la emoción y el poderío, casi toda ella por la cara
pero muy cerca siempre y con mucha expresión estética y sabor torero. La estocada,
fulminante y en lo alto, puso en su mano la oreja de un bicho que habría puesto en jaque
a más de cuatro. No menos interesante fue su faena al quinto, que mató por Silverio y
tenía asimismo mucho que torear; a este lo estuvo consintiendo hasta enseñarle el
camino del toreo, terminando por cuajarlo convincentemente. Y aunque falló con la
espada, fue obligado a recorrer el anillo. Redondeó su gran tarde sin perder la frescura ni
el dominio ante un “Urraco” frenado y a la defensiva, al que había banderilleado entre
grandes ovaciones, que se reprodujeron cuando dio cuenta del incómodo animal.
Como El Tío Carlos, Don Tancredo calificó a los de La Punta de “bravos en general y muy
bien presentados. Acusaron fuerza, casta y temperamento; ninguno de los seis fue fácil ni
pastueño, pero todos fueron auténticos toros de lidia”. (La Lidia…)