Silverio Pérez y Fermin Espinosa en la pluma de «Alcalino»

Silverio Pérez y Fermin Espinosa en la pluma de «Alcalino»

Oficialmente, Silverio Pérez Gutiérrez tomó la alternativa de manos de Fermín Espinosa «Armillita» el 6 de noviembre de 1938 en «El Toreo» de Puebla. Citada como mera efeméride, este suceso nada dice de la entrañable relación que existió entre Fermín y Silverio.


Iniciada tres años antes, continuaría madurando hasta convertirse en un caso de amistad acaso único en la historia del toreo, ámbito donde imperan egos robustos y celos desatados, nada que ver con la natural y fraternal sencillez de aquellos dos seres de mítica nombradía.

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El escritor y critico Horacio Reiba en su magnífica biblioteca


Fermín y Silverio
Difícilmente podría pensarse en dos toreros más distintos de carácter y expresión: abrumadora la facilidad del saltillense por su comprensión y dominio de la técnica y de los astados, también por su amplísimo bagaje artístico y una maestría lidiadora casi infalible. Presa frecuente de la inhibición el texcocano, y al mismo tiempo incomparables la hondura  y sentimiento mexicanísimos de su impactante, bellísimo estilo torero. Quizá por eso Silverio fue ídolo y Fermín maestro de maestros.

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Pero no nos vayamos con las etiquetas simplificadoras: que Armilla sentía y saboreaba el toreo lo demuestran sus muchas faenas grandes, distintas todas entre sí, de perfecta arquitectura todas ellas y de una estética sobrecogedora en sus momentos culminantes. Y tampoco sería justo negarle al Faraón de Texcoco que, con todas sus desigualdades anímicas, poseía un agudo conocimiento de los astados y recursos de sobra para poderles. Por capacidad natural y porque abrevó desde temprano en la fuente del sabio de Saltillo, que le tomó especial aprecio personal desde aquel contacto casual que los acercó para siempre en una modesta pensión madrileña.


Fue a raíz del brindis que Silverio, novillero incipiente, le dedicó a quien España reconocía ya como figura indiscutible. Sucedió en la placita de Tetuán una tarde en que alternaban dos principiantes hispanos y dos mexicanos y quiso la casualidad que se encontraran por primera vez en un ruedo Silverio y Manolete, equivocadamente anunciado en aquella ocasión como Ángel Rodríguez (01-05.35).


Fermín correspondió a la atención de su joven paisano con el obsequio de un terno de luces, y al pasar Silverio por la preciada prenda empezó a fraguarse entre ambos una amistad para toda la vida. Escaso de contratos como estaba, no le fue difícil a Silverio aceptar la oferta de Fermín de convertirse en chofer de su auto, y así pudo recorrer la península, ciudad por ciudad y corrida tras corrida, a cambio de las lecciones  cotidianas que le transmitía aquel catedrático de los ruedos con su sencillez proverbial y claridad meridiana, primero ante el toro en la plaza y más tarde de palabra, al recordar y analizar lo ocurrido. Un as del volante al servicio de un as del toreo, para mutuo provecho de ambos. No hace falta decir que Armillita reconoció desde temprano  en Silverio a un artista de sello incopiable y posibilidades inmensas. Y que se propuso convertirlo en su discípulo e impulsarlo con sus influencias en el medio taurino.


Vino el boicot del año 1936 y, de vuelta en México, cada cual continuó su ruta sin perder nunca ese mutuo contacto. Armilla en primera línea, como la figura señera que era; Silverio a través de una trayectoria novilleril de lenta progresión. Hasta que, una vez concluida la temporada chica de 1938, en la que Fermín estuvo observando con lupa sus avances, decidió que había llegado para el de Texcoco la prueba suprema de la alternativa.
Génesis de la corrida


Sabido es que La Punta fue de las ganaderías predilectas de Fermín Espinosa, con su encaste Parladé puro y toros arrogantísimos, enormes como tanques. Su afinidad con los señores Madrazo, propietarios del prestigiado hierro jalisciense, derivó pronto en amistad franca, propia del ser sin fatuidades ni dobleces que fue aquel coloso nacido en la norteña ciudad de Saltillo.
Y un buen día de verano del año 1938, en un paréntesis de las faenas de tienta, 

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Pepe Madrazo condujo al torero hasta los cerrados donde pastaban sus cuatreños y cinqueños de saca y le mostró la corrida más cuajada que allí rumiaba. Se trataba de un encierro imponente, y al notar en el moreno rostro del maestro la fuerte impresión que le había causado, se le ocurrió formular esta apuesta: sería dueño de cierto semental, largamente codiciado por Fermín –entusiasmado con hacerse ganadero, siempre que fuera capaz de presentarle como contraseña el rabo a cualesquiera de los galanes que estaban a la vista, él que con tantos punteños había triunfado.
De momento, Fermín nada contestó. Pero la propuesta era demasiado tentadora y no tardaría en responder con un sí al desafío del ganadero amigo. Tenía en mente conjuntar la osada apuesta con su propósito de doctorar cuanto antes a Silverio. Y fue urdiendo, a favor de sus buenas relaciones con la empresa poblana –cuya cabeza activa era don Carlos Reyes González–, la posibilidad de que fuese «El Toreo» de Puebla el escenario del acontecimiento. Se trataba de una plaza grande y moderna, cercana al Distrito Federal, y su serie de corridas tenía lugar justo antes del inicio de la temporada grande capitalina.


Breve y fructífera temporada

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Carnicerito de Mexico


Corridas sueltas aparte, Puebla armaba su temporada formal entre los meses de octubre y noviembre. Aquel año la inauguró con un encierro duro de Piedras Negras y un mano a mano del que José González «Carnicerito de México» emergió triunfador y Alberto Balderas con el oprobio de los 27 pinchazos sumados en una de sus tardes más aciagas. Al domingo siguiente, 23 de octubre, repitió Carnicerito con una corrida preciosa de San Mateo, pero apenas se vio al lado de un arrollador Armilla. Estuvo Fermín colosal con sus tres toros y los rabos de «Capirucho» y «Manzanito», noble y bravo el uno, duro y complicado el otro, coronaron su apoteosis.


Hubo después un concurso de ganaderías de la región que despacharon Jesús Solórzano y Paco Gorráez.El Cachorro queretano asustó con sus alardes de valor, pero la faena de la tarde la cuajó Jesús con un toro nobilísimo de La Laguna al que toreó con suavidad de seda y desorejó entre clamores. Como es obvio, fue ese lagunero el astado vencedor.


Como cerrojazo de la corta serie se anunció, con un encierro de La Punta de imponente trapío, la alternativa de Silverio Pérez –a punto de cumplir 23 años–, apadrinado por Fermín Espinosa «Armillita» y con Paco Gorráez como testigo. La entrada de un prematuro invierno no consiguió enfriarles el ánimo a los poblanos. Y hubo en «El Toreo» local muchos visitantes procedentes, sobre todo, de la capital de la república.

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La corrida
Este es el testimonio de Paco Madrazo Solórzano, hijo de don Francisco, mandamás, junto con su hermano José, de la ganadería a lidiar: «Día de Muertos. Nuestros toros amanecieron en los corrales de Puebla. Con latas de engrudo, unos chiquillos pegaban los carteles en las esquinas. Se anunciaba la alternativa de Silverio Pérez. El domingo 6 partió plaza al lado de Fermín Espinosa “Armillita” y Paco Gorráez para matar los toros «Estudiante», número 33, negro, gordo y bien armado, y «Capuchino», número 20, negro, que abrieron y cerraron plaza aquella tarde inolvidable para Silverio. No estuvo el de Texcoco como se esperaba ni como la gente lo quería ver». (Madrazo Solózano, Francisco. «El color de la divisa». Edit. Font, S. A. Guadalajara. 1986. p. 171).
El propio Silverio, que habrá sudado como pocas veces el terno azul y oro que lució en tan señalada ocasión,  confirmaría el aserto de Paquito Madrazo: «Ya tenía yo la experiencia de aquellos elefantes sobreros con los que apechugué en Salamanca de novillero, pero en mi vida volví a encontrarme con una corrida tan grande, bronca y pesada como la que me tocó en Puebla. Salí del paso como pude, verdad de Dios”. (Cantú, Guillermo H. «Silverio o la sensualidad en el toreo». Edit. Diana. México. 1987. p 147).
Fermín gana la apuesta. Toros con trapío y guasa los punteños de aquel domingo nublado y sin música. Tanto así que Paco Gorráez, el torero cuña por antonomasia, desbordante de valentía siempre, tuvo la contrariedad de que su segundo adversario volviera vivo al corral al sonar el tercer aviso. Y al mismísimo Armilla lo envió súbitamente por los aires, con la banda de la taleguilla desprendida de arriba abajo, un gañafón brutal lanzado por su primero, dificilísimo, al intentar descabellarlo. Pero remedado y todo a «Malagueño», el cuarto, le cuajó un faenón que mantuvo al público de pie y le cortó el rabo. Vestía Fermín de verde botella y oro, como el día de la pata de «Pardito» en «El Toreo» de la Condesa.


Los señores Madrazo, tras presenciar esa hazaña de la que no creyeron capaz ni siquiera al mejor de los maestros –como que sabían lo que habían mandado a Puebla–, tuvieron que disponer, de regreso en su finca jalisciense, el embarque del prometido semental español en dirección de la hacienda donde Armillita hacía sus pinitos como ganadero.

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Lo mejor estaba por venir. Al poco tiempo, el recién doctorado confirmaba su alternativa en la capital con «Vigía» de La Laguna y, naturalmente, de manos de Fermín «Armilla» (11-12-38). Sin acomodó y con apenas asomos de su arte en esa y las otras dos tardes de su primer invierno de matador, no tardaría en convertirse en deslumbrante revelación en la temporada del sisma (1939-40), luego de una provechosa campaña veraniega por tierras de Portugal –el boicot del año 1936 mantenía rotas las relaciones con España, desangrada además por su guerra civil–. Principiaba la leyenda del Faraón de Texcoco.


Ya aguardaban, un poco más allá en el tiempo, «Clarinero», «Tanguito» y la eternidad…

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