A El Cid le pareció una tarde rara, y apostilló: “Tal vez en otra época del año, los tres hubiéramos tocado pelo…”. Es cierto. El jueves, en Las Ventas, hubo más vivas y palmadas de impaciencia que ovaciones cerradas y peticiones de oreja. Las ¡vivas! se lanzaban en los momentos menos oportunos con cualquier pretexto –el más socorrido, la fecha misma, 12 de octubre–, las palmas de tango generalmente llegaban cuando ya el espada en turno faenaba extrañado por la indiferencia del público, que prefirió seguir las ocurrencias del tendido a lo que sucedía en el ruedo aunque esto tuviera un mérito y un torerismo reconocibles por el buen aficionado.
Ahí es donde parece estar el quid de la cuestión. En que los buenos aficionados son cada vez menos, y la masa amorfa se concreta a seguirle la corriente al primer gritón o alborotador que se manifieste. Normalmente, las expresiones de inconformidad y los señalamientos más exigentes parten del tendido siete, donde solía estar el origen de esa tensión tan particular que tienen las corridas madrileñas y que distingue a Las Ventas de cualquier otra plaza del mundo. Alguna vez podían pasarse de tueste, pero nadie negaría que en ese pedazo de tendido se acomodaban aficionados de buena cepa y rigor insobornable. El jueves 12, sin embargo, los ahí reunidos prefirieron adoptar el triste papel de reventadores, presas de un malhumor otoñal y de una disposición a rechazarlo todo que subvierte el sentido de la fiesta y contagiaba al resto como reguero de pólvora. Su misión parecía consistir en pasar de la frialdad a la censura gratuita por pura diversión.
No sé si tendría razón El Cid en su observación final. Lo cierto es que las faenas del quinto y sexto toros –mejor, torazos— difícilmente se habría quedado sin premio de haberse desarrollado en presencia de un colectivo integrado por aficionados de verdad.
Isaac entre el oleaje. Al moreliano le correspondió un gran toro de Victoriano del Río –“Bolero”, zaino con 540 kilos y con una percha paliabierta de mucho cuidado. Era toro de triunfo, pero el triunfo no llegó. Ya el arrimón que Isaac se pegó en el primer tercio –larga de rodillas, mecidas verónicas, abelmontada media, temerario quite por saltilleras, citando desde largo y cambiando varias veces el viaje del toro en el trayecto—había sido recibido con sospechosa tibieza. La rompió iniciando su faena en los medios y de rodillas, con dos péndulos escalofriantes, a los que siguió una buena tanda con la derecha, de muleta baja y palpable temple. Insistió en lucir al toro dándole siempre distancia para aprovechar su alegre, noble y repetidora embestida. Y es verdad que debió ceñirse más y que en la tercera serie derechista perdió el compás y la faena empezó a venírsele abajo, sin que arreglara el cuadro lo cerca que se pasó los agudas astas en las bernadinas finales, ya con el público en contra. Pero la verdad es que a favor no lo tuvo ni siquiera en sus momentos más inspirados. Naturalmente, la ovación final fue para los restos de “Bolero”.
Y ante el sexto, que no era igual de bueno y con el que se estaba jugando la piel a águila o sol, para obtener alguna respuesta del indiferente tendido hizo falta que el castaño “Verbenero” lo trincara feamente con el pitón zurdo al pegarle un arreón en corto, y que Fonseca se levantara de la seria paliza sin verse la ropa para cobrarse el mal rato que le había hecho pasar el mansurrón aquel con una disposición y una entrega conmovedoras: péndulo y derechazos de hinojos al reanudar faena, final con manoletinas escalofriantes y estoconazo a toro tapado y vencido en el que libró la tarascada de milagro, refrendado con certero descabello. Y asomaron bastantes pañuelos, aunque en cantidad insuficiente para alcanzar premio. No obstante, había conseguido remontar la adversidad del toro anterior a fuerza de casta y torerismo. Y es de desear que el año entrante no tenga que pasar por otra Copa Chenel –especie de segunda o tercera división del toreo– para encontrar algún hueco en los carteles. Cosa que, por desgracia, dudamos.
Autocrítica. Isaac Fonseca demostró que además de valor por toneladas es un torero con la cabeza clara. Lo prueba, por ejemplo, su fácil conocimiento y dominio de los terrenos. Pero además posee autocrítica, prenda rarísima entre la gente del toro. Por eso, interrogado sobre su tropezón con el excelente “Bolero” de Victoriano del Río, admitió el hecho y prometió analizar muy cuidadosamente lo sucedido. Porque, dijo, un torero joven debe estar dispuesto a convertir en buenas las malas experiencias. Que así sea.
Magistral Talavante y muy torero El Cid. La faena de la tarde, asimismo ninguneada por la mala fe de los reventadores y el papanatismo del resto de la plaza, se la cuajó Alejandro al quinto toro –alto, cornivuelto, astifinísimo y con un peligro sordo–. Serio, templado, magistral en suma, el extremeño ofreció su mejor versión en plazas de primera de los últimos dos años, tan complicados para él como decepcionantes para sus seguidores. Con la derecha y con la izquierda, obligando y toreando mucho, con aire y aplomo de figura en sazón, y además certero con la espada. Poco caso le hicieron. Y hasta hubo pitos entreverados con los aplausos que lo llamaron a saludar al tercio a la muerte del marrajo.
El Cid contendió con un par de sosos –uno de Garcigrande y otro de Del Río– que iban y venían sin trasmitir poco ni mucho. Pero se le vio muy seguro y templado toda la tarde, y con un sitio, incluso al estoquear, que ya hubiera querido ostentar en sus años buenos. Si 2023 no fue uno de ellos será porque a las empresas no les dio la gana contratarlo.
Feria de Otoño: semana final. Después del cálido adiós a El Juli –reconocimiento y desagravio felizmente asociados–, lo más interesante llegó con dos toracos de Toros de Cortés tan declaradamente mansos que, en su desaforada fuga, no se dejaron ni picar. Y resulta que Sebastián Castella, más serio y mandón que nunca, sin atender a un peligroso amago de cogida, no tardó en convertir al buey en borrego, labró una gran faena y sólo por pincharlo se quedó sin trofeos. La vuelta al ruedo que lo obligaron a dar fue clamorosa, como clamorosa sería la que dio Paco Ureña por otra hazaña muleteril totalmente inesperada, pues el astifino burraco, un buey huidizo, hasta había obligado a desempolvar las banderillas negras y desarrolló un genio endemoniado –con el navajazo final le partió en dos el chaleco– sin conseguir amedrentar la estoica entrega del lorquino.
Fue, la de ese viernes 6, una muestra inesperada de la tauromaquia de otros tiempos, dramáticamente ajustada a las exigencias técnicas y estéticas del toreo contemporáneo.
Borja, la sensación. El suceso del final de temporada en Las Ventas lo marcó la puerta grande abierta por Borja Jiménez el 8 de octubre luego de exprimir gota a gota las posibilidades de tres encastados victorinos, tan distintos entre sí como pareja y sin fisuras fue la entrega del sevillano, que les cortó la oreja a los tres, incluido el segundo de Román. Fue el suyo un alarde de toreo quieto y mandón, basado en una colocación perfecta y aderezado con carisma y sello propios. Lo más asombroso es que semejante torero partiera plaza en Madrid con solamente otra corrida toreada en el año, confirmando hasta dónde pueden llegar los cerrados intereses, omisiones y mezquindades del empresariado.
Esa tarde, nuestro Leo Valadez estuvo muy valiente, torero y cumplidor con el lote malo de Victorino, cuyo geniudo primero le había pegado seca cornada en el muslo derecho a Román, ese joven valenciano tan esforzado y pundonoroso al que toro que le levanta los pies del suelo, toro que irremediablemente lo manda al hospital.
Una lanza quebrada por la México. Viendo las reacciones del público de Madrid –que no son novedad, se ha manejado a capricho desde siempre–, y también del de Sevilla, hoy por hoy las plazas más importantes del microuniverso taurino –más micro que nunca–, me afirmo en la convicción de que la mejor afición que he podido conocer es la de la Plaza México. Me refiero, claro está, a la que me enseñó lo poco que sé de toros en los felices años 60 y el 70 del siglo XX. Esa que terminó siendo ahuyentada y finalmente aniquilada por las empresas autorreguladas, las autoridades omisas y el post toro de lidia mexicano.
Puntualicemos. Sin dárselas de exigente, tan metido en fiesta que patentó el gigantesco ooole con que se saludan aquí las primeras notas de Cielo Andaluz, nuestro pasodoble de partir plaza, aquel público sabía ser imparcial e imponer su buen gusto combinando una sensibilidad natural para el arte con el criterio y los conocimientos derivados de ver toros cada domingo, y leer y conversar mucho del tema entre semana. Como no se dejaba llevar por la ley de las compensaciones ni por simpatías o antipatías a priori, sus juicios estaban relacionados siempre con el aquí y el ahora, no con deudas pasadas, afectos personales o alucinaciones compartidas. Sus broncas castigaban la incapacidad, la mandanga o la impostura, y si el juez de plaza equivocaba una decisión se lo hacía ver y pagar de inmediato.
Fue aquí donde floreció con mayor fuerza el coro consagratorio de ¡To-re-ro!¡To-re-ro!, nacido en el viejo Toreo, no en España ni en ningún otro lugar; y no faltaba en su repertorio ese otro de ¡to-ro!¡to-ro!, tan temido lo mismo por la figura infatuada que por el novillero incipiente porque decretaba inapelablemente la superioridad del astado sobre el diestro incapaz de aprovechar su bravura. Como todo ente vivo, mi Plaza México podía tener días buenos y malos, pero aún en los peores supo mantener firmes su personalidad inconfundible y la solidez de su sensibilidad y sus conceptos taurinos.
Como decía, esa afición no existe más. La fueron expulsando las trastadas y desafueros de una empresa cuya labor de zapa se extendió a casi un cuarto de siglo. A los grupos de aficionados bien organizados los sucedieron alcoholizados porristas a sueldo. Y quienes fueron llegando después, sobre todo a las barreras y tendidos de sombra, se creyeron que para pasar por conocedores tenían que rendir incondicional tributo a los ases foráneos –mientras más famosos más impunes–, contribuyendo por activa y por pasiva al juego de intereses y desmemorias que han ido acabando irremisiblemente con nuestra fiesta.