México ha visto malograrse a tres toreros que pudieron cambiar el rumbo de la fiesta y de manera radical y no sólo en el país. Tres revolucionarios en ciernes que, por distintos motivos, se quedaron en la estacada. Más presente en la memoria colectiva está Rodolfo Rodríguez «El Pana», cuya singularidad no admite dudas: pudo haber sido mucho más y quedó en fuegos de artificio, por mucho que al final agrandara su leyenda.
Más lejano en las brumas del pasado Carmelo Pérez, el hermano de Silverio, con todo lo que tuvo de precursor, sin tiempo ni para una mala filmación pero que con un puñado de fotografías ha tenido para alimentar nuestro asombro a casi un siglo de su deslumbrante aparición, doloroso drama y oscuro fallecimiento.
El tercero se llamó Valente Arellano Salum y nació en Torreón (30-08-64). Recuerdo sus principios porque los viví en la placita que el ingeniero Raúl Coca y el inolvidable «Popo» Tamburrino instalaron por rumbos de Chilotzingo, en las afueras de Puebla. Corría el año de 1982 y la entusiasta mancuerna organizó una temporada novilleril con festejos de cuatro utreros para cuatro aspirantes, seguidas de manos a mano entre triunfadores.
De inmediato, Valente llamó la atención por lo que tenía de diferente. Su desparpajada actitud, su permanente cara de niño travieso nada tenía que ver con las inseguridades, los titubeos, los rictus de interrogación y angustia de sus alternantes, visiblemente incómodos dentro de unos ternos notoriamente ajados y ajenos. Ni con todo eso que el jovencito coahuilense intentaba en los tres tercios de la lidia de aquellos novillotes.
Con una seguridad no siempre acompañada por la precisión, pero sí por la alegría, el afán de complacer y el gusto por torear. En los dos primeros tercios nunca lo vi apurado, a pesar de lo que exponía en banderillas, inventando sobre la marcha con bárbaro atrevimiento. Y con el percal, qué desahogo el suyo. Para burlar los pitones de pie y de rodillas, llevar el bicho al caballo a base de tapatías y largas, atreverse con el quite de oro, la orticina, la crinolina.
Con el tiempo iba patentar un par de quites de su inventiva, convertido ya en sensación de una de esas temporadas desarticuladas en que
Alfonso Gaona convirtió los últimos tiempos de su gestión al frente de la Plaza México. La misma que aclamó con frenesí a Valente cuando levantaba el rabo ante un novillo grande y muy armado de Rodrigo Tapia, y que lo paseó por las calles luego de cortarles las orejas a sus dos novillos de La Venta del Refugio, triunfador al lado de Manolo Mejía y Ernesto Belmont, la terna que en aquella etapa de los años 82-83 llenaba de gente y emociones la Monumental.
El impasse
Que aún no estaba para la alternativa lo demuestran sus frecuentes percances, casi todos durante el tercio final. Y es que, muleta en mano, Valente
seguía empeñado en improvisar salidas fantasiosas sin tener a los novillos dominados ni mostrar mayor interés por los mecanismos del toreo ligado en redondo que tan natural y fácil nos parece desde fuera.
Sería, pienso ahora, que en aquella cabeza inquieta, en aquel cerebro de innovador nato no había cabida para lo mecánico y repetitivo; que para Valente Arellano el toreo era un juego de giros inesperados en relación despreocupada, osada y cómplice con los astados. Ese apego radical a su muy personal idiosincrasia –el mismo que movió a Carmelo, al Brujo de Apizaco, al Glison, al Loco Ramírez– encerraba un poder de atracción capaz de volver loca a la gente.
Pero con tan formidable don comunicativo convivía también la debilidad de esos extraños entes humanos, ávidos de curarnos de la monotonía que, a partir de la última mitad del siglo XX, viene aquejando al toreo al punto de anular su fuerza emocional para convertirlo en algo previsible y lánguido. Perfecto y pulcro en su monotonía.
La alternativa
Muy atrás habían quedado, entre curas dolorosas y largas convalecencias, las tardes trepidantes de la placita De Coca, «La Florecita!, Guadalajara, Monterrey y los triunfos clamorosos en la México, que de últimas se puso exigente con Valente y amagó con volverle la espalda. A cambio, la ortodoxia, los ortodoxos, no conseguían llenar el vacío de emociones genuinas que con tanta naturalidad llevaba consigo el torbellino de Torreón.
Hasta que, finalmente, Adolfo Guzmán, su representante y algo discutido guía, arregló la ya necesaria alternativa una vez agotada, o casi, la veta novilleril. Sería en Monterrey y a todo lujo: Eloy Cavazos de padrino y testigo Miguel Espinosa «Armillita»: la figura más popular y curtida y el as joven con más arte dentro del panorama taurino nacional, huérfano reciente de Manolo Martínez, que se había retirado en 1982. El ganado procedió de San Miguel de Mimiahuapam, para que nada fallara. Y la fecha: 3 de junio de 1984. Cartucheras al cañón.
Prolegómenos
El día esperado, la prensa nacional volcaba sus esperanzas en el nuevo doctor. Para el cronista Cutberto Pérez «Tapabocas», lo sucedido con Valente en su etapa novilleril mostró a un torero «de aplastante emotividad que pasa sobre las reglas y los moldes establecidos… Hoy la alternativa y luego… Valente está llamado a ser el torero que barra y borre los moldes del rutinario arte que padecemos… hasta cimentar su carácter y conquistar con su toreo todos los ruedos del mundo». (Ovaciones, 3 de junio de 1984).
La corrida
Dejemos el relato a los testigos presenciales. Para José Alameda, «Suele ser difícil que las corridas muy grandes en el papel respondan en la realidad a la expectación despertada, pero el resultado de esta corrida regiomontana nada dejó que desear, y el público, que se había volcado desde hace días en la taquilla, quedó enteramente satisfecho… Dos orejas y rabo para Eloy, una oreja para Valente Arellano en el toro de su alternativa, y otra para Miguel del quinto de la tarde; la vuelta al ruedo del ganadero Alberto Bailleres, por la nobleza y la bravura del toro «Admirado» de San Miguel de Mimiahuápam, cifran el balance triunfal del festejo». (El Heraldo de México, 4 de junio de 1984).
Menos complaciente, el diarista local, el profesor Ricardo Torres Martínez (no confundir con su homónimo capitalino, también periodista taurino, exnovillero e hijo del antiguo matador hidalguense del mismo nombre), a cambio de ensalzar desmesuradamente a Cavazos, se muestra sumamente crítico con sus alternantes, en especial el catecúmeno, sobre quien intenta versificar con agrio talante: «El valiente de Valente, / que hoy se doctoró torero, / divirtió a toda la gente / con su show faramallero… // Porque en Valente alocado / por los nervios del evento / corrió de uno al otro lado / ¡sin pararse ni un momento!» (El Norte, 4 de junio de 1984).
Para Alameda, «Sobre Valente todos teníamos dudas, empezando por el propio Valente. Pero Valente cuenta con una panacea para disiparlas que es arrimarse al toro. Lo hizo con el primero y estuvo bien, de capa y muleta. Solamente que el toro, a fuerza de clase, no resultaba fácil para un torero nuevo. Tenía tanto temple al embestir que obligaba a templarlo mucho.
Valente lo consiguió a veces, pero en otras, por querer llevarlo demasiado despacio, dejaba enganchar la muleta. Pero como torero de corazón no tuvo ni una falla. Le dieron una oreja y se dividieron las opiniones: los que ovacionaban, los que abucheaban y los que sencillamente aplaudían. Digamos, los pro-Valentes, los antiValentes y los ambi-Valentes… Torero que deja indiferente al público está perdido» (íbid).
«Con el que cerró plaza estuvo más «en Valente»… Largas afaroladas de rodillas sencillamente estupendas y luego sus cosas, las tapatías y la valentina, que le salió redonda. Y con las banderillas, colosal, sobre todo en un par al recorte que fue un prodigio. Con la muleta no rayó a igual altura y con la espada, inseguro, pinchó varias veces». (íbid).
Sobre Cavazos, el cronista hispanomexicano equipara su faena a «Admirable», el cuarto, con aquella célebre a «Coquetón» en una inauguración de temporada en la México (29-11-72), «Coquetón también era de Mimiahuápam pero ahora pasa a segundo término. Porque los mejores pases naturales de Eloy Cavazos son los que le ligó a «Admirado» para cortarle el rabo…» De Miguel Espinosa, insinúa que no pudo con su primero «un toro muy toro, fuerte y bravo, que no humillaba y al que había que pelearle. Lo mató pronto y ya. Tenía que sacarse la espina con el quinto y lo consiguió cumplidamente. Magníficas sus verónicas, estupendos sus pares de banderillas. Y brillante su faena, con ese bello estilo que distingue a Miguel… se le otorgó una oreja, pero la ovación que acompañó el trofeo fue lo importante.” (íbid).
Por el contrario,
Ricardo Torres encontró a Miguel «apático, frío y desangelado». Y tampoco fue benigna su crítica a la corrida de Mimihuápam, tan ensalzada por Alameda: «Tres buenos y tres regularcitos; bien presentados en lo general, afeitados, picosillos fue lo que mandó San Miguel de Mimiahuápam, destacando el cuarto, que mereció vuelta al ruedo, y el último, desperdiciado por Arellano». (íbid).
Abrupto final
Pero Valente Arellano no iba a sobrevivir más allá del 4 de agosto siguiente, a los dos meses de su alternativa. Lo perdió, en un camino secundario cercano a su nativo Torreón, ese su afán por desafiar los límites que había sacudido a la aletargada afición mexicana. Exprimía a fondo los caballos de fuerza de su motocicleta más nueva cuando la sorpresiva maniobra de un camión de alto tonelaje lo sacó de la ruta y lo proyectó a una muerte brutal.
Roto en una cuneta y acaso sin perder esa sonrisa tan suya, entre irónica y traviesa. Concluía así, de golpe, otra revolución inconclusa. Una más.