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Tres toreros que se malograron: Valente Arellano,Carmelo Pérez y «El Pana» ,en la pluma del maestro Alcalino

México ha visto malograrse a tres toreros que pudieron cambiar el rumbo de la fiesta y de manera radical y no sólo en el país. Tres revolucionarios en ciernes que, por distintos motivos, se quedaron en la estacada. Más presente en la memoria colectiva está Rodolfo Rodríguez «El Pana», cuya singularidad no admite dudas: pudo haber sido mucho más y quedó en fuegos de artificio, por mucho que al final agrandara su leyenda.
Más lejano en las brumas del pasado Carmelo Pérez, el hermano de Silverio, con todo lo que tuvo de precursor, sin tiempo ni para una mala filmación pero que con un puñado de fotografías ha tenido para alimentar nuestro asombro a casi un siglo de su deslumbrante aparición, doloroso drama y oscuro fallecimiento.


El tercero se llamó Valente Arellano Salum y nació en Torreón (30-08-64). Recuerdo sus principios porque los viví en la placita que el ingeniero Raúl Coca y el inolvidable «Popo» Tamburrino instalaron por rumbos de Chilotzingo, en las afueras de Puebla. Corría el año de 1982 y la entusiasta mancuerna organizó una temporada novilleril con festejos de cuatro utreros para cuatro aspirantes, seguidas de manos a mano entre triunfadores.


De inmediato, Valente llamó la atención por lo que tenía de diferente. Su desparpajada actitud, su permanente cara de niño travieso nada tenía que ver con las inseguridades, los titubeos, los rictus de interrogación y angustia de sus alternantes, visiblemente incómodos dentro de unos ternos notoriamente ajados y ajenos. Ni con todo eso que el jovencito coahuilense intentaba en los tres tercios de la lidia de aquellos novillotes.
Con una seguridad no siempre acompañada por la precisión, pero sí por la alegría, el afán de complacer y el gusto por torear. En los dos primeros tercios nunca lo vi apurado, a pesar de lo que exponía en banderillas, inventando sobre la marcha con bárbaro atrevimiento. Y con el percal, qué desahogo el suyo. Para burlar los pitones de pie y de rodillas, llevar el bicho al caballo a base de tapatías y largas, atreverse con el quite de oro, la orticina, la crinolina.


Con el tiempo iba  patentar un par de quites de su inventiva, convertido ya en sensación de una de esas temporadas desarticuladas en que 

Alfonso Gaona convirtió los últimos tiempos de su gestión al frente de la Plaza México. La misma que aclamó con frenesí a Valente cuando levantaba el rabo ante un novillo grande y muy armado de Rodrigo Tapia, y que lo paseó por las calles luego de cortarles las orejas a sus dos novillos de La Venta del Refugio, triunfador al lado de Manolo Mejía y Ernesto Belmont, la terna que en aquella etapa de los años 82-83 llenaba de gente y emociones la Monumental.


El impasse
Que aún no estaba para la alternativa lo demuestran sus frecuentes percances, casi todos durante el tercio final. Y es que, muleta en mano, Valente 

seguía empeñado en improvisar salidas fantasiosas sin tener a los novillos dominados ni mostrar mayor interés por los mecanismos del toreo ligado en redondo que tan natural y fácil nos parece desde fuera.


Sería, pienso ahora, que en aquella cabeza inquieta, en aquel cerebro de innovador nato no había cabida para lo mecánico y repetitivo; que para Valente Arellano el toreo era un juego de giros inesperados en relación despreocupada, osada y cómplice con los astados. Ese apego radical a su muy personal idiosincrasia –el mismo que movió a Carmelo, al Brujo de Apizaco, al Glison, al Loco Ramírez– encerraba un poder de atracción capaz de volver loca a la gente. 
Pero con tan formidable don comunicativo convivía también la debilidad de esos extraños entes humanos, ávidos de curarnos de la monotonía que, a partir de la última mitad del siglo XX, viene aquejando al toreo al punto de anular su fuerza emocional para convertirlo en algo previsible y lánguido. Perfecto y pulcro en su monotonía.


La alternativa
Muy atrás habían quedado, entre curas dolorosas y largas convalecencias, las tardes trepidantes de la placita De Coca, «La Florecita!, Guadalajara, Monterrey y los triunfos clamorosos en la México, que de últimas se puso exigente con Valente y amagó con volverle la espalda. A cambio, la ortodoxia, los ortodoxos, no conseguían llenar el vacío de emociones genuinas que con tanta naturalidad llevaba consigo el torbellino de Torreón.


Hasta que, finalmente, Adolfo Guzmán, su representante y algo discutido guía, arregló la ya necesaria alternativa una vez agotada, o casi, la veta novilleril. Sería en Monterrey y a todo lujo: Eloy Cavazos de padrino y testigo Miguel Espinosa «Armillita»: la figura más popular y curtida y el as joven con más arte dentro del panorama taurino nacional, huérfano reciente de Manolo Martínez, que se había retirado en 1982. El ganado procedió de San Miguel de Mimiahuapam, para que nada fallara. Y la fecha: 3 de junio de 1984. Cartucheras al cañón.

Prolegómenos
El día esperado, la prensa nacional volcaba sus esperanzas en el nuevo doctor. Para el cronista Cutberto Pérez «Tapabocas», lo sucedido con Valente en su etapa novilleril mostró a un torero «de aplastante emotividad que pasa sobre las reglas y los moldes establecidos… Hoy la alternativa y luego… Valente está llamado a ser el torero que barra y borre los moldes del rutinario arte que padecemos… hasta cimentar su carácter y conquistar con su toreo todos los ruedos del mundo». (Ovaciones, 3 de junio de 1984).


La corrida
Dejemos el relato a los testigos presenciales. Para José Alameda, «Suele ser difícil que las corridas muy grandes en el papel respondan en la realidad a la expectación despertada, pero el resultado de esta corrida regiomontana nada dejó que desear, y el público, que se había volcado desde hace días en la taquilla, quedó enteramente satisfecho… Dos orejas y rabo para Eloy, una oreja para Valente Arellano en el toro de su alternativa, y otra para Miguel del quinto de la tarde; la vuelta al ruedo del ganadero Alberto Bailleres, por la nobleza y la bravura del toro «Admirado» de San Miguel de Mimiahuápam, cifran el balance triunfal del festejo». (El Heraldo de México, 4 de junio de 1984).


Menos complaciente, el diarista local, el profesor Ricardo Torres Martínez (no confundir con su homónimo capitalino, también periodista taurino, exnovillero e hijo del antiguo matador hidalguense del mismo nombre), a cambio de ensalzar desmesuradamente a Cavazos, se muestra sumamente crítico con sus alternantes, en especial el catecúmeno, sobre quien intenta versificar con agrio talante: «El valiente de Valente, / que hoy se doctoró torero, / divirtió a toda la gente / con su show faramallero… // Porque en Valente alocado / por los nervios del evento / corrió de uno al otro lado / ¡sin pararse ni un momento!» (El Norte, 4 de junio de 1984).
Para Alameda, «Sobre Valente todos teníamos dudas, empezando por el propio Valente. Pero Valente cuenta con una panacea para disiparlas que es arrimarse al toro. Lo hizo con el primero y estuvo bien, de capa y muleta. Solamente que el toro, a fuerza de clase, no resultaba fácil para un torero nuevo. Tenía tanto temple al embestir que obligaba a templarlo mucho. 

Valente lo consiguió a veces, pero en otras, por querer llevarlo demasiado despacio, dejaba enganchar la muleta. Pero como torero de corazón no tuvo ni una falla. Le dieron una oreja y se dividieron las opiniones: los que ovacionaban, los que abucheaban y los que sencillamente aplaudían. Digamos, los pro-Valentes, los antiValentes y los ambi-Valentes… Torero que deja indiferente al público está perdido» (íbid).


«Con el que cerró plaza estuvo más «en Valente»… Largas afaroladas de rodillas sencillamente estupendas y luego sus cosas, las tapatías y la valentina, que le salió redonda. Y con las banderillas, colosal, sobre todo en un par al recorte que fue un prodigio. Con la muleta no rayó a igual altura y con la espada, inseguro, pinchó varias veces». (íbid).


Sobre Cavazos, el cronista hispanomexicano equipara su faena a «Admirable», el cuarto, con aquella célebre a «Coquetón» en una inauguración de temporada en la México (29-11-72), «Coquetón también era de Mimiahuápam pero ahora pasa a segundo término. Porque los mejores pases naturales de Eloy Cavazos son los que le ligó a «Admirado» para cortarle el rabo…» De Miguel Espinosa, insinúa que no pudo con su primero «un toro muy toro, fuerte y bravo, que no humillaba y al que había que pelearle. Lo mató pronto y ya. Tenía que sacarse la espina con el quinto y lo consiguió cumplidamente. Magníficas sus  verónicas, estupendos sus pares de banderillas. Y brillante su faena, con ese bello estilo que distingue a Miguel… se le otorgó una oreja, pero la ovación que acompañó el trofeo fue lo importante.” (íbid).
Por el contrario, 

Ricardo Torres encontró a Miguel «apático, frío y desangelado». Y tampoco fue benigna su crítica a la corrida de Mimihuápam, tan ensalzada por Alameda: «Tres buenos y tres regularcitos; bien presentados en lo general, afeitados, picosillos fue lo que mandó San Miguel de Mimiahuápam, destacando el cuarto, que mereció vuelta al ruedo, y el último, desperdiciado por Arellano».  (íbid).


Abrupto final
Pero Valente Arellano no iba a sobrevivir más allá del 4 de agosto siguiente, a los dos meses de su alternativa. Lo perdió, en un camino secundario cercano a su nativo Torreón, ese su afán por desafiar los límites que había sacudido a la aletargada afición mexicana. Exprimía a fondo los caballos de fuerza de su motocicleta más nueva cuando la sorpresiva maniobra de un camión de alto tonelaje lo sacó de la ruta y lo proyectó a una muerte brutal.
Roto en una cuneta y acaso sin perder esa sonrisa tan suya, entre irónica y traviesa. Concluía así, de golpe, otra revolución inconclusa. Una más.

Colombia necesita un sucesor de César Rincón

Carlos Palacio ha publicado en Cultoro un artículo en el que llama la atención por el sucesor del maestro Rincón.

Es preciso matizar.

Lo del maestro César Rincón fue un milagro como «Cien Años de Soledad «, Suenan Timbres, José Asunción Silva , Aurelio Arturo, Don Fernando Botero, Nayro Quintana, Cochise, Egan Bernal, Diego Ramos, o «Pambelé «.

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Es verdad que uno de los que puede volver a ilusionar a los aficionados ya no solo de Colombia sino de América y Europa es el caleño Leandro Gutierrez que tiene excepcionales condiciones , se ha formado en la Escuela de Navas del Rey bajo la tutela de su mentor y apoderado Albeto Aguilar y da campanazos importantes en sus dos novilladas con caballos.

Pero …en el país hay un nutrido ramillete de jóvenes que cuentan con grandes opciones . Los voy a mencionar en desorden y no por otra cosa. Tienen mérito : Juan Gómez » Dinastía», nieto y sobrino de toreros , Cristian Castañeda, Julián Páez, José Gallo, «El Pecas » , Cristian Gómez, Curro Pimentel , » Kalio» ( hijo de un buen banderillero y hermano de un novillero que pintó pero no siguió ) ; Mateo Gómez , Julián Mateo, Andrés Manrique, hijo de torero , Manolo Castañeda, Santiago Fresneda , Arturo Sierra un joven que acaba de mostrar mucha calidad , talento e ilusión en el certamen del CART liderado en Zapopan, Jalisco, por don Pablo Moreno portavoz de Casa Toreros.

Comprendo que los mencionados solo Dios sabe si llegarán o no POR CIRCUNSTANCIAS del proceso de formación en medio de la carencia de novilladas con y sin picadores pero con la ilusión de esfuerzos grandiosos como los de Mannizales con » Toros y Ciudad» y eventos de la categoría de ¿Quién es quién? o las Escuelas de Sogamoso, Manizales, Cali y tareas personales y significativas como las del torero David Martinez y su padre Humberto , del novillero Nico Méndez que forman chicos que atesoran esa dicha de querer ser toreros. Y vaya uno a saber si algun chico o chica se forma en solitario toreando de salón a la espera de una oportunidad.

Escribe Palacio :

En este 2021, justo cuando se celebran los 30 años de la gran gesta de César Rincón en Madrid, Colombia atraviesa una de las más graves crisis sociales de los últimos tiempos. También a nivel taurino.

Y si echamos la vista atrás, en aquel 1991, cuando el torero de Bogotá derribó a golpe de triunfos las puertas de la plaza más importante del mundo, hasta en cuatro veces consecutivas en la misma temporada, para instalarse directamente en el Olimpo del toreo, el panorama social de su país natal también era un drama. Esta vez, ocasionado por las secuelas del crimen y la inseguridad asociadas a la más oscura y devastadora guerra que el narcotráfico había declarado a toda una nación.

En aquel momento, Rincón se convirtió, no sólo en el emperador del toreo, sino en un símbolo nacional. Uno que trajo ilusión y esperanza a todo un país que se unificó en su nombre, pues identificó en él el máximo éxito que se puede obtener a base de mucho esfuerzo, sudor y lágrimas. Por eso, aquella Colombia sin complejos le idolatró como antes sólo lo había hecho con personajes como García Márquez, Lucho Herrera o el Pibe Valderrama.

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Hoy el panorama es distinto, pero no tanto. Superado aquel difícil momento, las últimas noticias que llegan del otro lado del océano son las de una Colombia resquebrajada y enfrentada por la desigualdad, la corrupción y la injusticia social, una situación límite que ha devuelto la violencia a los titulares.

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Arturo Sierra en el CART

En el plano taurino, el retrato también es preocupante. De aquella Colombia que llenaba las plazas de todo el país con el nombre de César Rincón como eje gravitacional de todas las ferias queda muy poco. Plazas como las de Medellín, Cartagena, Duitama, Bucaramanga, Palmira y muchas otras, han echado el cierre y, prácticamente, sólo resisten los bastiones de Manizales, Cali y la muy golpeada (políticamente) Bogotá.

Más allá de la aparición de Luis Bolívar o, más actualmente, la ilusión que ha despertado un torero como Juan de Castilla, triunfador a nivel nacional, pero al que todavía le cuesta entrar en la temporada europea, así como otros nombres que no tienen eco más allá de las ferias locales, no ha habido nadie que, hasta hoy, haya podido ocupar el inmenso vació que dejó la retirada de César Rincón, hace ya 13 años.

No hay duda de que la dimensión de la gloria que adquirió Rincón es, prácticamente, inalcanzable, no ya para un colombiano, sino para cualquier torero en general. Pero la vida es caprichosa y suele dejar pasar un pequeño rayito de luz justo cuando parece que la oscuridad se adueña de todo.

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Justo eso es lo que representa la aparición de Leandro Gutiérrez para el toreo colombiano. Desde que el caleño viajó a España para su formación como torero no ha dejado de dar muestras de su calidad, incluso, en tiempos en los que las oportunidades están tan escasas. Su paso por la última edición de el Camino hacia Las Ventas, en 2019, fue toda una declaración de intenciones. Y ahora, con tan sólo dos novilladas toreadas, podemos asegurar que estamos delante de una de las promesas más sólidas del toreo colombiano en los últimos tiempos.

El propio César Rincón ya ha advertido en él esas “ganas de comerse el mundo”, pero, además, también destaca que Leandro “tiene cualidades muy valiosas para un torero tan nuevo como lo es él, porque, además un valor y un concepto que se le ven sólidos, está demostrando aplomo y buena cabeza para ver las características de los animales que lidia, algo que se suele adquirir con una experiencia que él, que apenas está comenzando, evidentemente, todavía no tiene”.

Precisamente por eso, por la falta de experiencia, se puede antojar precipitado el descargar tanta responsabilidad en el joven caleño, pero lo cierto es que la expectación que ha levantado Leandro a su alrededor y la esperanza que está despertando entre los aficionados (y no sólo la de los colombianos) están fundadas en la profunda huella que su toreo va dejando aún en sus primeros pasos. A Leandro le ha bastado su debut con picadores en Añover de Tajo (su debut) y una tarde más en el recientemente celebrado ciclo de Leganés para llamar la atención de aficionados y profesionales. Por eso, su participación en el Circuito de Novilladas de Madrid aparece como el mejor escaparate para lanzar su carrera.

Para Colombia, nada sería más beneficioso en este momento que tener un nombre que uniera al país, uno que, como César Rincón, volviera a poner de moda el toreo, que lo normalizara en la sociedad y la trascendiera, para que, a través del toreo, volviera el ambiente de diálogo y concordia que tanto necesita esta nación ahora mismo. ¿Y si fuera el de Leandro Gutiérrez?

Alcalino.Tauromaquia.-Hace medio siglo lo de Camino en Madrid, la corrida de la emoción y el sentimiento

En Madrid, las corridas de un solo matador son de larga data. Ya en el tercio final del siglo XIX, bajo el reinado de Rafael Molina «Lagartijo» Salvador Sánchez «Frascuelo», cualquiera de ellos y sus partidarios se llamaba a ofensa si el ganado elegido para la encerrona del acérrimo rival presentaba mayor corpulencia y pitones que el que acababa de lidiar su favorito, considerando que echar semejante torada suponía una «ventaja» inadmisible.


Y más acá en el tiempo, la vieja plaza de la carretera de Aragón agotó el papel para no perderse el examen a título de suficiencia del legendario José Gómez «Gallito», que con 19 años a cuestas ofreció una inolvidable lección en siete capítulos (04-07-1914). Pero en la era moderna, el campeón de las encerronas madrileñas, ya en Las Ventas, fue el caraqueño- evillano Antonio Bienvenida, que acometió tal proeza media docena de veces, anunciándose incluso para despachar doce toros, uno tras otro, en funciones vespertina y nocturna, lo que no consiguió por culpa de un calambre muscular cuando apenas llevaba despachados nueve bureles (16-06-60).


Los memoriosos recordaron entonces la frustración de su padre, ElPapa Negro, cuando un cárdeno de Trespalacios, tercero de los seis con que se anunció en solitario, le pegó un cornalón de caballo (10-07-10). Por cierto que, a pocos días de la lesión muscular de Antonio Bienvenida,Gregorio Sánchez, en corrida en pro del Montepío de Toreros que presidía, se entretuvo en cortarle siete apéndices a un pastueño encierro de Barcial. Algo habría dado Luis Miguel Dominguín por alcanzar parecida cosecha luego que su deslucida encerrona (05-07-49) topara con el contrapunto, dos días antes, de la que Raúl Acha «Rovira» saldó con corte de cuatro orejas y la consiguiente puerta grande.


Más contemporáneamente, y entre varias más de diestros mayores y menores, sobresalen la de El Niño de la Capea con Victorinos en corrida de la Prensa (28.6.88) –y sus naturales sobrenaturales a «Cumbrerillo»–, y la de Joselito Arroyo en la goyesca del 2 de mayo de  1996, tarde de seis apéndices y plena culminación artística del maestro madrileño.
Lo de Camino, punto y aparte. En 1970, un Paco Camino en plenitud puso tan alto el listón de su cotización que Sevilla por abril y Madrid por mayo lo dejaron fuera de sus carteles. En respuesta, el de Camas arregló con la Comunidad capitalina su participación en el tradicional festejo de Beneficencia, sin cobrar una peseta y además sin alternantes, solo ante un encierro de toros andaluces entre los que figuraba uno de Miura. Ni qué decir tiene que el «No hay billetes» se puso desde temprano en las taquillas de Las Ventas aquel jueves 4 de junio de 1970 en que Camino, vestido de grana y oro, tuvo que destocarse en mitad del paseíllo para corresponder a la creciente ovación con que se le recibía.


Lo demás es historia grande. Bien es verdad que, como el mismo diestro reconoce, no encontró un solo toro propicio para el arte, y su actuación estuvo basada en un despliegue de esfuerzo permanente y preclara inteligencia torera. Incluyó una cogida sin consecuencias –por «Bocanegra», el arisco abreplaza de Juan Pedro Domecq–; alcanzó para un hermoso muestrario en quites, sin faltar su clásica, musical chicuelina citando de frente y desde largo; incluyó siete faenas en las que el poder rivalizaba con la elegancia y la imaginación con el temple y el aplomo; y concluyó con sendas demostraciones de destreza estoqueadora, aunada la belleza del volapié a la eficacia del espadazo.


Y culminó, como era natural, con varias vueltas al ruedo en hombros sin que nadie se moviera de su localidad ni las aclamaciones dejaran de acrecentarse, seguidas de la salida por la Puerta grande de Madrid y el jubiloso recorrido calle arriba.
Siete toros, ocho orejas. Los seis cornúpetos –que al cabo serían ocho, sustituido por inválido el de Pablo Romero y obsequiado por el matador el que cerró la fiesta– fueron asomando por estricto orden de antigüedad: 1o. de Juan Pedro Domecq, con el hierro del Duque de Veragua, que data de 1790 (primera oreja para Paco); 2º de Carlos Urquijo, los antiguos murubes, 1848 (dos orejas); 3º Miura, 1849 (ovación final para el de Camas); 4o. Pablo Romero, 1888, sustituido por un sobrero de Juan Pedro Domecq (dos orejas); 5o. Joaquín Buendía, antes Santa Coloma, 1908 (ovación); 6o. Manuel Arranz, 1928 (dos orejas); 7o. Buendía-Santa Coloma (oreja).
Incómodo antecedente


Acababa de clausurarse la isidrada –17 corridas, 33 apéndices, todos para toreros de a pie–, que arropó un montón de triunfadores, resultado de incesante dispendio de orejas, entre ellas ocho para Manuel Benítez “El Cordobés”, que sin demasiados méritos las paseó por pares luego de dar cuenta de los cuatro bichos correspondientes a sus dos presentaciones. Y desde México, vía satélite y por televisión, presenciamos con asombro cómo se pedían y otorgaban cuatro más,  a cual más facilonas, la tarde en que Manolo Martínez confirmó su alternativa, repartidas entre el regiomontano, su padrino Santiago Martín «El VIti» (dos) y Palomo Linares. Y ninguna realmente bien ganada (22.05-70). ¿Habría que tomar, pues, prudente distancia de las ocho que Paco Camino les cortó a los siete toros de su célebre encerrona?


Cómo se contó y cantó la hazaña caminista
Antonio Díaz-Cañabate se encontró con una tarde de ecos románticos, reminiscencias de otras épocas del toreo, tan agitado últimamente por la erupción y disrupción de El Cordobés:
«Por la plaza rebosante se extiende un clamor. No es el habitual… No es la bullanga que acompaña siempre a una multitud. Es un rumor sordo, contenido, ancho, dilatado, difuso. Pocos somos los que comprendemos su origen. Sólo los viejales. Es el eco romántico… Clarinea el clarín. Los alguacilillos llegan a la puesta de cuadrillas. Surge Paco Camino. Va vestido de rico carmesí y oro. Una ovación lo acoge. No es la rutinaria. Es una ovación que llega de lejos. De los tiempos en que un suspiro de mujer era una prenda de amor…. Los nervios, en tensión… (pero) los nervios de Paco Camino estaban serenos. Serenidad inalterable, traducida en una regularidad maravillosa. Sólo en dos momentos esta regularidad se altera. La estocada al primer toro, la faena de muleta al sexto. La estocada fue bellísima. La faena de muleta, meritísima. El toro no iba por su voluntad. Era el torero el que le obligaba, de frente, a la distancia precisa, con el temple unido al mando, con la armonía del ritmo y la tersura de la limpieza. Esos dos momentos sobrepasaron la regularidad, alcanzaron lo extraordinario, la pureza y la belleza del arte de torear». (ABC, 5 de junio de 1970).


Vicente Zabala, contundente


«El toreo no ha muerto” tituló su crónica en «Blanco y Negro», el suplemento sabatino del ABC. Era apenas la cabeza de una auténtica declaración de principios, previa introducción pertinente:
«En Madrid, Camino pidió para San Isidro seis toros para él solo. La empresa no accedió, presionada probablemente por determinados toreros, y prefirió las corridas chicas y los escándalos del toro bufo. Por lo que el torero, erre que erre en su ilusión, se ofreció a la Diputación de Madrid para la corrida de Beneficencia, la corrida más importante del año…”
«A las seis en punto estaba en el portón de cuadrillas vestido de grana y oro PacoCamino, el representante más cualificado del toreo imperecedero. En los graderíos, veintitrés mil espectadores en máxima tensión, más los millones de la televisión… Por dos veces tuvo el diestro que salir a saludar al tercio, visiblemente emocionado…


A partir de las seis y diez en que se abrió el portón de los sustos, el profesor empezó a explicar su lección dominando los nervios propios y el nervio de sus enemigos, que no fueron ni fáciles ni propicios para el lucimiento. La hazaña se fue consumando por los senderos de la fácil y señera torería. Todo con pulcritud, finura y elegancia… Vimos la verónica a pies juntos y con el compás abierto, la media verónica, la revolera, la larga cordobesa y la larga afarolada, tres chicuelinas con la rúbrica de lo inolvidable. Toreó por gaoneras y delantales, lanceó rodilla en tierra. Pasamos del pase por abajo al de la firma, del mandón trincherazo al pinturero kikirikí, del molinete al cambiado, del abaniqueo al medio pase, del natural de frente al pectoral pasándose a todo el toro por delante. Tauromaquia variada, rica en matices y colorido. A cada toro su lidia. En cada momento el detalle justo, oportuno, de buen gusto. Maestro, maestro, maestro… Le dieron ocho orejas, tiró a sus pies siete toros…


(Pero) Lo de Camino no se puede valorar con orejas. Tampoco con dinero, que esta vez no lo hubo. Fue la corrida de la emoción y el sentimiento. De la afición en general y del aficionado en particular. Tiene un valor incalculable, y un significado clarísimo y esperanzador: el toreo no ha muerto. Ni la época ni las modas pasajeras han podido llevarse por delante la razón de ser de este espectáculo tan nuestro cuya base inamovible son el toro y el arte… Paco Camino, agradecidos todos. Y más que nadie, la propia fiesta» («Blanco y Negro», semanario. Sábado 13 de junio de 1970).
Leído lo cual todo lo que pudiera agregarse estaría de sobra.

Tauromaquia. Alcalino.- Ese tiempo de don Juan Silveti

Luego del boicot del 36 y de la guerra civil española, las únicas figuras mexicanas que triunfaron en Madrid de manera concluyente fueron Carlos Arruza, Juan Silveti jr. y Curro Rivera. Yo añadiría a Toño Lomelín –que en sólo tres tardes cortó seis orejas y abrió dos veces la puerta grande—y desde luego a Joselito Adame, que lleva cosechados cinco apéndices en condiciones bastante más desventajosas que las de sus antecesores. Pero la
trayectoria venteña de Juan Silveti Reynoso viene hoy muy a cuento por razones tan especiales como el hecho de que, por lesiones de sus alternantes, tuvo que despachar cuatro toros de Pablo Romero, la corrida más seria y cuajada de la isidrada de 1952.

Aquel domingo 25 de mayo se presentó Juan cuando ya otros dos mexicanos –Manuel Capetillo y Jesús Córdoba—habían hecho un excelente papel en la isidrada, pues el tapatío le cortó la oreja al toro de su confirmación de alternativa y el leonés, deficiente estoqueador, tuvo no obstante doble petición en sus dos actuaciones sobre el albero de Las Ventas.


Pero volvamos a la consagratoria actuación de Juanito Silveti con los pablorromeros del día 25. Era el undécimo y último festejo de San Isidro y el cartel no incluyó figuras consagradas, un hecho frecuente cuando se anuncian encierros con la envergadura de los de Pablo Romero. En este caso, se anunció una terna internacional: Raúl Ochoa “Rovira”,
Juan Silveti y Pablo Lozano, peruano, mexicano y madrileño. La plaza, prácticamente llena.


Percances. Rovira –que no era peruano sino argentino ni se apellidaba Ochoa sino Acha—volvía a Las Ventas tras una cornada sufrida en el mismo ruedo el 27 de abril. Y se mostró muy valiente y decidido con el abreplaza, hasta el punto dar la vuelta al anillo luego que el presidente desoyera una petición poco copiosa. Por cogida de Lozano tuvo que despachar al encastado tercero, en cuya faena fue entrampillado y herido, aunque
permaneciera en la arena hasta despacharlo, retirándose entonces a la enfermería para no salir más.

Pablo Lozano, forzando las circunstancias –en su caso escasez de contratos–, se plantó de hinojos en mitad del ruedo para recibir a su primero a portagayola, acudió como obús el pablorromero y se lo llevó por delante. El golpazo que le causó a Pablo tal conmoción que se lo llevaron hecho un fardo y ahí terminó su esforzada y casi inexistente actuación.

Un mexicano que “torea como español”.

Así se expresó del segundo Juan Silveti matador más de un crítico hispano dada la llamativa seguridad del joven diestro y el sabor clásico que emanaba de su fino capote y su poderosa muleta. Otros, en cambio, le regatearon su reconocimiento, siguiendo inveterada costumbre “nacionalista”. Así por ejemplo “Barico”, cronista del famoso semanario El Ruedo, que si acaso le concedió credenciales de “valiente” al comentar su gesta de estoquear los cuatro torazos de Pablo Romero de aquel 25 de mayo, y no sólo salir indemne sino a hombros y en plena apoteosis.

Leamos:
“El mejicano Silveti había estado muy bien en su primer toro, que llegó suave y noble a la muleta. De las cuatro que hizo, fué (sic) ésta al segundo la faena más reposada y meritoria de Silveti. Buenos los naturales, buenos los en redondo y buenos los ayudados por alto.


Mató de media estocada y el descabello al tercer intento, y dió (sic) la vuelta al ruedo.


Después se vió (sic) solo en el ruedo para matar los tres de Pablo Romero que quedaban, y no se acobardó. El cuarto toro fué magnífico. No lució lo debido porque llegó al último tercio con dos puyazos menos de los que necesitaba, y apuró al matador, que, a pesar de su indudable valor y sus grandes deseos de agradar, no pudo con aquel excelente ejemplar. Si el toro hubiera llegado a manos de Silveti con menos fuerza, la oreja o las orejas del bravo animal habría o habrían sido para el mejicano. El público, preocupado por la suerte del matador que quedaba en el ruedo, y al que juzgaba en trance difícil, no vio las magníficas condiciones de un toro excepcional. Vio, eso sí, las buenas maneras y la gran voluntad de Silveti, que muleteó por bajo para reducir al astado, y mató de una entera y el
descabello al segundo intento. Hubo ovación por partida doble: una para el toro y otra para Silveti, que dió su segunda vuelta al ruedo.


Él quinto, recibido con una ovación, era bonito, grande, gordo y bravo. Tomó con empujé y alegría tres varas, en las que fué duramente castigado, y pasó a la muleta en inmejorables condiciones. Aprovechó bien Silveti aquel magnífico toro. Toreó muy valiente por alto, por bajo, en redondo, por naturales y de pecho y ayudados. Fue cogido y derribado, cayó en la
cara del toro, y éste nada hizo para cornearle. Siguió valiente el torero, y mató de un pinchazo delantero y una entera. Le dieron las dos orejas, porque el valor también ha de ser premiado; dió la vuelta al ruedo y sacó al redondel al mayoral de la ganadería, que fué ovacionado con entusiasmo.


También el sexto fué saludado con aplausos al hacer su aparición. Tomó tres varas con poca codicia y llegó al final sin peligro y soso, Silveti vió pronto que no era posible hacer faena, tiró a abreviar y lo mató de un pinchazo y el descabello al segundo intento. Le aplaudieron mucho, y a hombros salió de la plaza.” (El Ruedo, 29 de mayo de 1952) Crónica del ABC. “A partir del tercer toro quedó solo en la plaza el mejicano, que ya había
dado la vuelta al ruedo después de matar, luego de una labor buena, al segundo de latarde. A Silveti –excelente torero, que el año anterior toreó una sola corrida y, a mi juicio, estuvo mejor que en ésta, en la que cortó dos orejas—le había correspondido un sólo (sic) puesto en la feria, pero las circunstancias hicieron que torease, en un día, el equivalente a dos corridas. Y con gran éxito…


El cuarto era bravo, abierto de defensas. Como en la segunda vara quedase enhebrado el nstrumento, el público impuso el cambio de tercio. Un toro con peso y casta, de temperamento andaluz, con solo dos puyazos, tenía que irse para arriba. Acosó en banderillas, con mucho genio, aunque con esa nobleza y la cabeza baja de los toros que permiten torear. El mejicano demostró que es un torero de buen temple. Y le sostuvo la pelea por bajo, desde muy cerca, con inteligencia. El público ovacionaba, y cuando terminó
de entera y descabello tuvimos petición de oreja, gran ovación y vuelta al ruedo…


Ya estaba el quinto en la plaza. “Campero”, cárdeno, precioso toro. Salida de bravo.


Impresionante. El público está de pie. Silveti se enreda en verónicas, su quite es de primor.


Ovación. El toro toma tres varas recargando, sin dolerse al castigo… El mejicano lo saca de las tablas al tercio. Muy buenos pases con la derecha. Está muy cerca y es arrollado. Tres series con la izquierda, impresionantes. Ovaciones. Entusiasmo. Un pinchazo y, enseguida, una gran estocada. Silveti ha estado superior. El público ha apreciado cuanto ha puesto en hombría y buen arte, y le conceden las dos orejas entre atronadores aplausos, que
acompañan la vuelta al ruedo y la salida final al centro (el toro ha pesado 539 kilos). Se ovaciona al mayoral andaluz, que salta al ruedo, uniéndose a Silveti en estrecho abrazo…


Al terminar la corrida es paseado en hombros y el cortejo sale de la plaza entre clamores.


Sólo estuvo en un cartel, pero había matado dos corridas.” (ABC, martes 27 de mayo de 1952; crónica de J. Carmona) Notable palmarés. En Madrid, entre 1951 y 1954, Juan Silveti Reinoso tomó parte en nueve festejos mayores y cosechó siete orejas en total. Sin embargo, por San Isidro sólo
hizo el paseíllo en un par de ocasiones, incluida ésta del 25 de mayo de 1952. También triunfó fuerte en Sevilla y en Bilbao. Y en Valencia, Barcelona, San Sebastián. En Linares cambió una cornada por un rabo y en Palma de Mallorca, otra tarde, se alzó con cuatro orejas y un rabo. Como decía, en temporadas españolas ha sido de los mexicanos más constantes en el triunfo y más apreciados por los aficionados.

Otra cosa serían las empresas y, hasta cierto punto, los santones de la crítica y la comentocracia, tan cuidadosos la mayoría de conservar las distancias en tratándose de espadas foráneos. Y si no, que lo digan Castella y Roca Rey.

TAUROMAQUIA. ALCALINO.- ? Y los toros , cuándo ?

Estando en la preparación de la Historia del cartel aquel de la mítica faena de Antoñete al toro “blanco” de Osborne me entero que la ciudad de México ingresó en semáforo amarillo y los estadios de futbol abrirán sus puertas hasta un 25 por ciento de su aforo. Y que van a hacerlo esta misma semana, sin más demora. Me pregunto, ¿y la Plaza México, cuándo? ¿Qué tan preparada estaba la empresa para cuando se produjera el anhelado anuncio de la liberación sanitaria? Y más allá de la circunstancia de tal o cuál ciudad donde exista plaza de toros y tradición taurina, ¿qué providencias tienen previstas las fuerzas vivas de nuestra mortecina fiesta para aprovechar la oportunidad, que por cierto se ha abierto ya en otros estados del país sin encontrar una respuesta pronta y apropiada por
parte del estamento taurino? Lo ignoro, y seguramente lo mismo le pasa a usted. Y es que no ha habido pronunciamientos claros, planes conjuntos, diálogo organizado en busca de una ruta coherente hacia la reanudación de los festejos taurinos. Y si algunos hubo, fundamentalmente en cosos de Tlaxcala y Zacatecas, y últimamente en Aguascalientes y Cinco Villas, se trató de corridas aisladas, al margen de un proyecto de continuidad y con escaso eco mediático. Fruto más de buenas intenciones aisladas que de un proyecto conjunto y bien planteado.


Ya sé que hablar de unión y trabajo asociado tratándose de la gente del toro es invocar un milagro, pero si alguna circunstancia demandaba desoír por una vez la voz de las malas costumbres era precisamente ésta que durante más de un año hemos vivido. Mas no hay reacción: para empresarios, apoderados, toreros, ganaderos, y la mayoría de los críticos y
opinantes es como si nada sucediera. Por lo que ellos respecta –habrá excepciones—sólo queda sentarse a esperar. Esperar a qué, ésa es la incógnita.


No hay peor bicho que la pasividad. Desde que el mundo es mundo no se sabe de crisis alguna, ni aún las peores, que no haya aconsejado, en razón misma del derrumbe, cambios de fondo. Lo que llaman hacer de la necesidad virtud. No existe mayor enemigo que la inacción, la experiencia indica que resignarse a la fatalidad equivale al suicidio. Por eso estas líneas.

Por eso la apresurada propuesta que a continuación formulo.
Algunas ideas. Me concentraré en la Plaza México porque es la que, de manera natural,,tendría que tomar la batuta con vistas al reposicionamiento de la tauromaquia en el país.


Y pienso que, si el 25 por ciento de asistencia que acaba de autorizarse resulta una limitante muy seria para otros espectáculos, trasladada al coso capitalino representa entre diez y once mil espectadores: prácticamente un entradón, si nos atenemos a los raquíticos patrones de asistencia a la Monumental a lo largo de este malhadado siglo XXI. Hay aquí una oportunidad de oro y sería tonto no aprovecharla.


Abruma el encierro, sobran encierros. Llevamos 15 meses sin toros en la capital y la gente abomina ya del confinamiento y sus restricciones, qué mejor ocasión para ir en corto y por derecho a ese toro que escarba retador con los once mil boletos enredados en la cornamenta. Que toros, precisamente, es lo que más debe abundar hoy en las ganaderías
del país, y sus criadores estarán desesperados por lidiar en vez de enviarlos a la muerte ignominiosa del rastro. De lo perdido bueno será lo que aparezca.


Es hora, pues, de volver al toro. Al toro auténtico, no a su cansino sucedáneo, ese post toro de lidia mexicano gustosamente impuesto por los ases foráneos al mismo tiempo que repudiado, con su alejamiento de la taquilla, por la afición. Como la temporada de reinicio sería necesariamente corta, acudir en busca del toro de verdad a los potreros de La Joya,
Santa María Xalpa, Los Encinos, Jaral de Peñas o Piedras Negras sería un paso obligado.


Con espadas nuestros. No creo que los matadores mexicanos y sus emolumentos fueran a ser obstáculo. Estarán rezando porque llegue a su fin el prolongado, angustiante, impredecible paro al que han sido sometidos, y rabiarán por volverse a calzar el terno de luces. Desde luego, como cabezas d ecartel habría que contar con Joselito y Luis David
Adame, El Zapata, Leo Valadez, Sergio Flores, los Arturos Macías y Saldívar y El Payo.


¿Reforzar los carteles con españoles? ¿Para qué? Que se sepa, en el presente siglo solamente uno de tales figurones fue capaz de llenar a su capacidad máxima el coso Monumental –no hablo de Roger Federer, obviamente–. Para efectos de esta temporada de relanzamiento y remozamiento de la fiesta, obligadamente brece –media docena de corridas alcanza perfectamente– no estaría nada mal prescindir de ellos por completo.
Tampoco me parece que los aficionados –ávidos de toros y de romper con la pesadilla de la cuarentena más larga de la historia—pusieran remilgos a carteles a base exclusivamente de diestros mexicanos. Que los hay, los hubo siempre, capaces de suscitar interés e incluso polémicas. Y de triunfar y hacerse repetir reiteradamente. Siempre, claro está, que la organización sepa impulsar el reposicionamiento de la fiesta en los medios masivos,
fundamentalmente los audiovisuales.


La cuestión económica. Por supuesto, los tiempos no son propicios para el regateo sino para la solidaridad. Se impone como llamado a la conciencia de todos los factores del espectáculo. Del primero al último. Hablamos, claro está, de una solidaridad equilibrada.


De ceder proporcionalmente de acuerdo a la posición de cada quien, sin cargarle la mano al débil ni intentar sacar raja de la coyuntura.

Las empresas, por su parte, deben pensar por ahora más en la recuperación de su mercado que en la ganancia inmediata. Calcular que los aficionados no van a regatear su asistencia –la estarán deseando, luego de tan prolongado ayuno— pero tampoco disponen de fondos ilimitados. Y echar mano d ela imaginación pensando en el presente pero también en el futuro: nada mal estaría que algunos cientos de esos once mil boletos autorizados se destinen, gratuitamente, a jóvenes y niños. E incluso agente de la tercera
edad, aficionados viejos que fueron siempre mentores de los nuevos en el tendido. E insistiré en carteles realmente atractivos, para lo cual habrá que volver a la buena costumbre de repetir a los triunfadores y, por lo mismo, romper con la insana costumbre de tener todo cocinado de antemano en programaciones tipo feria, olvidando que lo de México fueron siempre temporadas cuyos resultados iban dictando su natural desarrollo.


Se requiere, eso sí, del toro de verdad y toreros de casta para enfrentarlo.
Tras un proyecto bien diseñado. El llamado no es solamente para la Plaza México, motivo y referente de estas reflexiones. Puesto que la misma empresa tiene bajo su control los cosos de Guadalajara, Aguascalientes y la injustamente olvidada Monterrey, entre otros, eso posibilitaría un plan extensivo al resto del país. Aprovechar tal coyuntura, llamar a un proyecto conjunto a empresas más modestas, indispensables para la celebración de corridas y ferias provincianas, pareciera lo indicado. Lo otro, la inacción y la espera sin fin lo único que puede acarrear es el descarte definitivo de la tauromaquia del patrimonio cultural de este país, envuelto de por sí en prácticas, discursos y campañas ominosas.


Claro que para llevarlo a cabo se requiere sentido de la oportunidad, sensibilidad para encarar situaciones como la presente, ganas de hacer negocio, fértil imaginación y, por encima de todo, verdadero amor por la fiesta.

En México, hoy, el toreo necesita apretarse bien los machos y, entre todos, tirar pa´lante.

Alcalino recuerda a Gaona

Durante su último viaje a México, la tierra que cuatro decenios atrás había conquistado con la finura de su arte y las primicias del toreo fluidamente ligado en redondo, un Manuel Jiménez “Chicuelo” ya sesentón declararía su admiración por el Rodolfo Gaona que conoció al presentarse ahí, coincidiendo con la temporada final del Califa de León. “Torero de un garbo y un arte excepcionales”, apostilló al aire José Alameda… “Un extraordinario artista, sí… pero sobre todo, ¡cómo les podía a los toros…!”, repuso el exniño de la Alameda de Hércules, entrevistado por televisión en aquel Brindis Taurino de 1962.

Con Chicuelo, Gaona alternó en El Toreo durante la temporada de 1924-25 –la última del Indio Grande– hasta en ocho ocasiones. Y fueron de tal calibre sus continuas muestras de grandeza que, conforme la fecha del adiós se acercaba –había avisado con antelación que al final de esa campaña se retiraría–, los continuos prodigios que realizó más eran de torero en plenitud que de alguien a punto de irse. Pero tal como lo había anunciado lo cumplió. Y eso que la afición entera, en su fuero más íntimo –allí donde el deseo suele despreciar las evidencias—tan se resistía a creerlo que para la corrida del adiós –12 de abril de 1925– la multitud que llenaba el coso de La Condesa permaneció silenciosa y como en trance, presa de un estupor que ni se había visto antes ni ha vuelto a ocurrir.

La temporada de su vida. A esas alturas, la verdad es que nadie –ni Antonio Márquez ni los hermanos Pepe y Victoriano Valencia ni Luis Freg ni mucho menos Mariano Montes o Juan Armilla, al que concedió Rodolfo la última alternativa de su vida (30.11.24)– le habían hecho sombra. Si acaso Manolo Jiménez, que luego de un arranque más bien flojo era ya el principal contendiente del leonés la tarde en que el primero de San Mateo, “Vivelejos”, sorprendió a Rodolfo en un desplante final y lo mandó a la enfermería, forzando a Chicuelo a despachar la corrida completa –toreaban mano a mano—, tarde en la que iba a cuajar con “Lapicero” la primera de sus grandes faenas mexicanas (01.02.25). La herida del Califa resultó leve, y siete días después le cortaba el rabo a “Turronero II” de La Laguna, reanudando su racha victoriosa de aquel invierno inolvidable. Si en años anteriores había alternado grandes faenas con reveses no menos célebres, en sus 16 presentaciones de 1924-25 redondeó la temporada cumbre de su vida, rozando casi la perfección. A lo largo de la misma fueron sucediéndose las más variadas lecciones magistrales bajo su acentuado sello de esteta inconfundible. Una lista que incluye a “Brillantino” de Piedras Negras (16.11.24), “Faisán” de Atenco (23.11.24), “Pavo” de Zotoluca (30.11.24), “Jorobado” de Piedras Negras (21.12.24), “Revenido II” de Zotoluca (11.01.25), “Cantarero” de Coaxamaluca (18.01.25), “Cornetín” de Atenco (25.01.25), “Turronero” de La Laguna (08.02.25), “Azote” de San Diego de los Padres (15.02.25), “Hortelano” del Duque de Varagua (15.03.25)…

El cartel. Curiosamente, para su despedida prescindió Rodolfo del concurso de los ases de la temporada y se hizo acompañar por un diestro modestísimo, cuyo nombre ha perdurado gracias a ese simple azar: el albaceteño de La Roda Rafael Rubio “Rodalito”.  Para ellos reses de Atenco, Piedras Negras y San Diego de los Padres. Se comprende que Rodalito, bajo el peso de las circunstancias, pasara la tarde prácticamente inadvertido.

Una corrida histórica. Aquel 12 de abril de 1925 amaneció nublado, y una lluvia mansa se dejó sentir hasta poco después del mediodía. Conforme se aproximaba la hora de partir plaza, la bruma fue abriéndose a un sol tímido, mientras los aficionados, comidos por la ansiedad, formaban largas colas ante las taquillas y frente a los accesos al coso. Desde lo alto, la espléndida banda de Lerdo de Tejada empezó a sonar como con sordina, y la ovación que recibió a las cuadrillas tuvo que esforzarse para romper aquel velo de extraño pudor, antes de desbordarse en honor del ídolo hasta obligarlo a dar la primera vuelta al ruedo de la tarde. Vestía Rodolfo un terno celeste y oro “de la aguja”.

El Indio Grande despachó entre palmas de aprobación a sus dos primeros adversarios, “Empresario” de Atenco, que abrió plaza, y “Bordador” de Piedras Negras, ambos de capa cárdena oscura y bien despachados de defensas. Pero no bastaba que el insigne torero, como culminación de su redondísima temporada, hubiese estado magistral con ambos. La afición esperaba una apoteosis a la altura del acontecimiento, y con “Veguero”, de San Diego de los Padres –en teoría el último de su vida–, Rodolfo salió apretando desde el principio, aunó eficacia e imaginación en quites y estuvo soberbio con los palos, sobresaliendo un tercer par de poder a poder. Brindó su faena al cronista Carlos Quirós “Monosabio” y a tres políticos prominentes: el general Arnulfo R. Gómez, el ingeniero Luis L. León y el abogado Miguel Alessio Robles. Llevóse al toro a los medios con asombrosa sencillez y le cuajó ahí una tanda de cinco naturales clásicos que pusieron al público de pie –muestra de la estética que Chicuelo venía realizando con cada vez mayor frecuencia–, entre música de dianas y revoloteo de sombreros. El resto fue un bello compendio de toreo al paso, de corte antiguo y armonía moderna. Pinchó antes de meter la espada, tardó “Veguero” en doblar y quedó en el aire una sensación de cosa inacabada. Gaona le salió al paso ofreciendo la lidia de un séptimo toro. Así fue como entró en la historia “Azucarero” de San Diego de los Padres, berrendo en negro, frontino, coletero, calcetero y veleto; cinco puyazos recibió de Adolfo y Juan Aguirre, y llegó franco al tercio mortal.     

Faenón y adiós definitivo. Las crónicas de la época ensalzan unánimemente la faena de “Azucarero” sin revelarnos mayor cosa sobre su contenido. Pero existe una película más o menos completa de la lidia del berrendo que, con todas sus deficiencias, permite advertir la grandeza integral de Indio Grande, especialmente en los dos primeros tercios: asombrosa la elegancia de sus verónicas y gaoneras, su dominio absoluto para poner en suerte al animal y, sobre todo, la soberana naturalidad y versátil creatividad de remates tan diversos como suntuosos: recortes, medias verónicas con y sin giro, largas, molinetes a una mano… Con las banderillas, Rodolfo parecía no querer terminar nunca, pues prodigó pasadas en falso que resolvía en la propia cara con gracia sin par, galleos para cambiar de terreno al bicho –a partir de ahí, las cuadrillas desaparecen del campo visual, todo para el Califa en solitario–, pares al quiebro –uno en los medios por el pitón izquierdo–, al cuarteo y de poder a poder. Aun así, “Azucarero” llegó a la muleta con facultades para embestir unas treinta veces –faena inusualmente larga para la época—que Gaona aprovechó para adornarse de todas las formas posibles, derecho y mandón, y con un temple natural palpable tanto cuando se quedó quieto –en los pases altos del principio, rematados con uno colosal de pecho, y en una única tanda al natural, rematada con una especie de levísimo, deslizado desdén—que en toreo al paso de precisión y suavidad pasmosas. Como sus cambios de mano en la cara, doblones rodilla en tierra o erguidos kikirikíes. Se sabe que pinchó tres veces antes de la estocada, que el tendido se nubló de pañuelos blancos, que unos pocos se lanzaron al ruedo e iniciaron un conato de salida en hombros, que muchos espectadores se dejaron abrasar por el llanto. Y que Rodolfo, luego de deshacerse de los que pretendían auparlo, se metió entrebarreras y con su capote de paseo en el antebrazo, enteramente solo, hizo apresurado mutis por la puertecilla falsa de  cuadrillas sin poder, por única vez en su vida, contener las lágrimas.

Dejaba, tendido arriba y palcos adentro, a una multitud estupefacta y contrita, a la que le llevaría años reponerse de aquella pérdida inconcebible. Lo consiguió merced al ímpetu de los grandes toreros mexicanos de la generación inmediata, brotes todos, dentro de una amplísima paleta de estilos y coloraturas, del árbol monumental que sembraron el arte y la personalidad señeras de Rodolfo Gaona. El hombre cuyo genio incorporó a su México a la historia mayor del toreo universal.

Alcalino revisa la presencia de César Girón en México

Entre César Girón y el público de México la comunicación nunca fue fácil. Desde que el venezolano partía plaza moviendo ostentosamente el brazo derecho en posición horizontal caían sobre él los primeros abucheos. El mayor de los Girón –prolífica dinastía de buenos toreros– ha sido sin duda la mayor figura de su país, y en España lo fue desde novillero, cuando en 1952 se presentó causando sensación para ganarse una alternativa a todo lujo (Barcelona, 28-09.-52). Ya matador sería líder del escalafón europeo en 1954, año en el que cortó nada menos que dos rabos en la feria de Sevilla, hazaña jamás repetida por nadie.


Pero en la Plaza México –donde confirmó el doctorado sin pena ni gloria (04-01-53), y cuajó luego una buena temporada en el invierno de 1955-56– no acababa de encajar, de ahí su esporádica presencia en nuestras temporadas.


Y la de 1961, tercera suya aquí, no le estaba resultando particularmente fecunda. Ese año, la empresa regentada por Alfonso Gaona, privada del concurso de diestros hispanos por encontrarse roto el convenio, apeló a espadas de otras nacionalidades con tal de dotar de cierta variedad sus carteles; desfilaron así Manolo dos Santos, Pepe Cáceres, Joselillo de Colombia –el de mayores logros, aunque al final decepcionara–… y César Girón, en plenitud de poderío y decidido a conquistar la Monumental de una vez por todas. Tanto así que, en su arrogancia, se declaró muy superior a la baraja mexicana vigente y no dudó en presentarse con un encierro descomunal de La Punta al que los ases locales le alzaron pelo. Excepto, claro, Joselito Huerta, con quien ya tenía un mano a mano en su haber (22-01-56) del que salió vencedor el poblano.


Pero ni los punteños, a los que Girón, puestísimo, impuso su mando, ni posteriores corridas de La Laguna y Matancillas le permitieron triunfar, a pesar de que anduvo siempre por encima de sus adversarios. Con eso su contrato, por tres corridas, quedó concluido. Y por toda recompensa, una vuelta al ruedo con discrepancias. Gris panorama y escasas perspectivas de futuro en México.


La corrida de la Prensa


Pero aquel 1961, la prensa taurina, aliada con algunos conocidos periodistas de espectáculos, se animó a revivir la corrida de la prensa, que había estado de moda en las décadas del 20 y el 30 y llevaba muchos años sin celebrarse. Su mayor acierto fue contar con una señora corrida de Tequisquiapan a la que se apuntaron dos toreros de buen arte pero algo marginales a la sazón, Jesús Córdoba, bastante empolvado, y Humberto Moro, que había triunfado fuerte al reaparecer esa temporada (18-02-61) pero luego no asegundó. Girón no sólo se ofreció para completar la terna sino visitó redacciones pregonando que bañaría a sus alternantes porque no había en México una sola figura de su talla. Los periodistas manejaron muy bien la propaganda y no sólo consiguieron llenar la plaza sino la engalanaron con Rodolfo Gaona como invitado especial y desfile de bellas actrices como preámbulo de la fiesta, que iba a abrir el rejoneador potosino Gastón Santos. Lucía el centauro, vestido a la Federica, una suntuosa casaquilla granate, y entre aplausos desfilaron de negro y oro Córdoba, de rosa y oro Moro y de lila y oro Girón, con gesto tan decidido que esta vez nadie se atrevió a pitarlo. Tequisquiapan.


La ganadería de don Fernando de la Mora procedía de la antigua de Carlos Cuevas, que poseía unos goterones de sangre de Coquilla, y se distinguía por la galana presencia y la encastada bravura de sus toros. Vacada era corta pero de calidad contrastada. Hasta ese momento –la del 26 de marzo de 1961 era la corrida número 13 de la campaña– el mejor encierro había procedido de las dehesas de José Julián Llaguno, en feliz alianza de casta y nobleza. Pero ésta de Tequisquiapan no iba a ser menos, con la ventaja de una mayor corpulencia, mucha leña en la sesera y sobrado poderío. Un sexteto de lujo que iba a aprovechar para encumbrarse definitivamente en México César Girón Díaz, natural de Caracas (13-06-1933) y uno de los más grandes toreros de la segunda mitad del siglo XX.


Digno papel de los mexicanos
En una tarde de cielo luminoso y azul Gastón Santos lució la doma de sus bellas jacas y estuvo bien con el abreplaza, de suerte que la ovación final lo llamó al tercio. Por su parte, Chucho Córdoba resucitó el quite de la mariposa ante «Monosabio», veleto imponente y de fuerte embestida. Le brindó la faena a Rodolfo Gaona –que muy rara vez se dejaba ver en las plazas– y lo estaba toreando muy bien, con limpieza y sabor clásico, cuando, en un natural con cite a distancia el morlaco acudió vencido y lo puso en órbita, sufriendo Jesús en la caída la fractura de la clavícula izquierda. Reanudó el muleteo sin amilanarse, y limitado como estaba a una sola mano útil, planteó una faena derechista en el que hubo temple y mando, hasta que, vencido por el dolor, debió abreviar, terminando con el bravo «Monosabio» de estocada en lo alto que le valió petición de reja y una aclamada vuelta al ruedo. Marchó a la enfermería y no volvió a salir.
Una lástima porque su segundo toro, «Don Verdades», resultó el bicho soñado, una auténtica breva, saboreada y aprovechada a placer por Humberto Moro, el segundo espada y todo un esteta del toreo en redondo. La faena fue cobrando altura por ambos pitones –llamaban a Humberto «el de la izquierda de oro»–, y con la certera estocada llegó la tumultuaria petición, la concesión de las dos orejas y la triunfal vuelta al ruedo de los dos alternantes sobrevivientes y el ganadero Fernando de la Mora Madaleno, responsable de enviar el encierro mejor presentado y más bravo de la temporada.


De bravura seca en más de un caso, según pudo dar fe el propio  Humberto, a quien para abrir boca le correspondió un «Verduguillo» que arrasó con la cuadra equina en un primer tercio lleno de tumbos y sobresaltos, y llegó pidiendo guerra a la muleta, de modo que su matador se dio de santos con poder cazarlo luego de varios pinchazos. Le habría sucedido casi a cualquiera, porque el de Tequisquiapan fue una auténtica fiera. Y como tampoco halló acomodo con el quinto –»Latiguillo», bravo pero no fácil–, el expediente del torero de Linares en la corrida de la Prensa quedó reducido a su artística faena a «Don Verdades», dejando campo libre a la gran tarde del orgulloso venezolano.


Cuatro orejas, un rabo y la apoteosis
En realidad, la arrolladora actuación de César Girón podía haberse saldado, como las legendarias de Lorenzo Garza (11-12-46) y Manolo dos Santos (30-01-50), con el corte de dos rabos, porque nadie se habría opuesto a que se le concediera también el tercer apéndice del cierraplaza «Juan Gallardo», luego de obligarlo a seguir la senda del toreo grande pese a la resistencia ofrecida por un bicho resabiado y probón, finalmente doblegado y obligado a embestir por la poderosa muleta del gran torero de Caracas en una de las tardes más inspiradas de su vida.


Carlos León, que nunca fue complaciente con el de Venezuela, describe con meridiana claridad la que fue, a criterio suyo, la faena de la temporada:
«Un torero tan bueno no podía irse sin convencer plenamente a una afición tan buena como la metropolitana. En forma inexplicable, la gente la había tomado contra el venezolano, porque en ocasiones se ponía teatral, soberbio y farsante. Pero dentro de ese histrión había un lidiador potencial, un diestro con mucho sitio, un torero en plenitud artística. Y le llegó su tarde cumbre, en la que tumbó cuatro orejas y un rabo para que no quedara duda de que es una figura indiscutible de la torería contemporánea.


«Bravísimo fue el primero de sus enemigos, pero no menos bravura hubo en el corazón del sudamericano. Bien lo toreó con el percal y monumentalmente con la franela, cuajando una de esas faenas que consagran a cualquiera… La había iniciado estatuariamente con ayudados por alto, para inmediatamente ponerse el trapo rojo en la mano torera y ligar ocho naturales portentosos por el temple, la quietud, el aguante: ¡El toreo clásico en su más pulcra manifestación!
«Siguió con la zurda dando extraordinarios naturales, que cerró brillantemente con el forzado de pecho. Mas, por si ello fuera poco, con la mano de saludar trazó la perfecta circunferencia del toreo en redondo, en dos o tres series monstruosas por lo bien eslabonadas. Y luego, el digno remate del volapié definitivo, la suerte suprema en su más pura ejecución. La gente se le entregó, ahora sí, redimiendo la saña injusta con que lo trataron otras tardes. Nevados de pañuelos los tendidos, César cortó las dos orejas y el rabo del burel de don 

Fernando. Vinieron las vueltas al ruedo en medio de la locura colectiva, pues habíamos presenciado la mejor faena de la temporada. Y, como era justo, el cadáver del bravísimo “Rascarrabias” de Tequisquiapan fue paseado en torno a la barrera, pues tan noble fue el toro como extraordinario el torero. Para tal faena cumbre, no había ya ni discusión en quién era merecedor de la “Pluma de Oro”. ¿Pluma nada más? Yo le hubiera dado una máquina de escribir fundida en platino, con las teclas de brillantes, el tabulador de ubíes, el soltador de margen de esmeraldas.
«La cosa no quedó ahí, pues César cortó otros dos apéndices del último de la tarde. Desde los superiores doblones con que inició el trasteo para meter al bicho en la muleta se mascaba que íbamos a ver otra faena de escándalo. Y así fue. Otra vez los derechazos de dimensiones increíbles y los naturales de espanto, por lo bien hechos. Otra lección de toreo extraordinaria, nueva cátedra de bien hacer, epilogada con el ramalazo del volapié certero. Las dos orejas y la salida en hombros, lograron lo que algún día tenía que suceder: la conquista plena del público de México por un torero que había sufrido su desprecio y su repudio, pero que acabó por vencer y convencer». (Novedades, 27 de febrero de 1961).


Sin continuidad
Ya sea por desinterés de las empresas o por desdén del propio torero, César Girón no volvió a la México sino hasta 1965, como si aquella corrida de la Prensa no hubiera sucedido nunca. Algo más toreó por los estados, siempre bien pero sin especial resonancia. Justo al año siguiente a su memorable victoria –1962–, al reanudarse el intercambio hispanomexicano mediante la firma de un nuevo convenio, rompía la era de los Camino, Viti, Puerta y El Cordobés y las principales figuras mexicanas de la época como centro de la atención y el fervor de los aficionados. Y ya solamente tres tardes más  veríamos partir plaza en Insurgentes, con su altanería  habitual, al mayor as venezolano.
Con todo, y aun contando la antipatía personal de 

César Girón entre alguna parte de la afición capitalina, sigo sin explicarme la cortina de humo que se ha tendido en torno a una tarde definitivamente histórica, en la que el caraqueño colocó su torería a la altura de las mejores que haya visto y aclamado la Plaza México.

Respetarás al hombre, defenderás al toro

«Respetarás al hombre, defenderás al toro». Jorge Bustos, jefe de opinión de El Mundo.

Los toros hay que defenderlos sobre todo si no te gustan.

No es mi caso, porque a mí me gustan los toros, aunque entiendo de toros mucho menos de lo que me gustaría.

Pero al menos sé que no sé de toros porque soy un ignorante, no porque una civilización superior me haya enviado desde el futuro a una España de carnívoros primarios para evangelizar a sus santas especies y salvar el condenado planeta.

Para empezar, al planeta le da exactamente lo mismo si sobre su superficie mugen poderosos victorinos recortando su cárdena estampa al sol de una dehesa, o si toda la biodiversidad terrestre ha quedado reducida al gambeteo de las cucarachas bajo las piedras tiznadas por un holocausto nuclear.

La bola cósmica donde azarosamente vivimos no tiene preferencias bioéticas ni sentimientos antropomorfos, y esta vieja evidencia debemos recordársela a todos los niños de 50 años de nuestros días:

el planeta no necesita que lo salve ningún activista con los nervios destrozados por nueve décadas de animismo Disney.

Los que necesitamos salvación, y de manera urgente, somos los homínidos de la especie sapiens sapiens.

Y la mayor amenaza para nuestra supervivencia la representan otros sapiens sapiens que se han propuesto que este sea el siglo más gilipollas desde que bajamos de un árbol en África hace 300.000 años.

Defender los toros cuando te gustan tiene poco mérito.

Si te conmueve el valor de un hombre enfrentado a un animal salvaje con un trapo rojo y un código estético bajo la mirada frecuentemente enfurecida de una plaza llena, entonces defenderás los toros como el hijo reivindica el carácter peculiar de su madre o el clérigo protege a su iglesia de ciertas desviaciones.

Esa clase de defensa está bien, no deja de tener lógica que los taurinos defiendan los toros; pero no es lo ideal.

Tampoco estoy sugiriendo que enviemos misioneros a tierras de animalistas: bastante tienen con no desatar un fratricidio cuando uno se entera de que otro miembro de la tribu ha cedido a unas aceitunas rellenas de anchoa, no digamos ya a un plato de jamón.

Lo que digo es que la tauromaquia solo puede perdurar mientras los indiferentes entiendan que en esa plaza a la que jamás acudirá se defiende la libertad del ser humano.

No la del ser humano español, ni mucho menos la del ser humano español de derechas: en esa plaza aún se defiende la amenazada autonomía del hombre que es dueño de su rito, soberano de su criterio y heredero de su civilización.

Y allí donde se defiende la libertad de unos, se defiende la de todos.

No es la conservación del toro de lidia, no es el calor patriotero de la fiesta nacional, no son ni siquiera los cuadros de Picasso ni los versos de Lorca.

Ninguno de esos argumentos me convencen.

Hay que tirar por elevación: los toros se defienden porque los hombres se respetan.

Se respeta su amor al toro esmeradamente criado.

Su dinero ganado y gastado en un abono. Su ilusión y su decepción, ambas invencibles en el buen aficionado.

La complejidad del pueblo genuinamente retratado en un tendido, tan lejos de la caricatura del placer sádico y tan cerca del ideal crítico -kantiano- que a la política hace mucho nadie le exige.

Y se respeta, por supuesto, a San Isidro.

De modo que a los toros hay que ir como siempre se fue, sin rencor y sin petulancia, pero decididos a repasar aquel borroso trazo en la arena donde empezaba nuestra pasión de hombres libres.

«Respetarás al hombre, defenderás al toro».

Tauromaquia. Alcalino.- El toreo, rito y poesía

El toreo, rito y poesía. “¡No hemos aprendido nada!”, exclamó Pablo Picasso al verse por vez primera en La Sala de los Toros de la cueva de Lascaux, pintura cuya antigüedad se remonta a 13 mil quinientos años a. C.

La misma asombrosa visión que inspiró esta reflexión de Jean Clottes, contenida en su documental “La Cueva de los Sueños Olvidados”:

“No somos Homo Sapiens sino Homo Espiritualis… porque Sapiens significa “el que sabe”, y en realidad no sabemos gran cosa… pero, en cambio, tenemos el arte, que es pura manifestación espiritual.”

Desde los tiempos sin tiempo, la relación arte-toro ha estado presente en el devenir de la humanidad.

Se trata de dos referencias entre muchas, develadas por Alfonso López Monreal durante su charla-conferencia de la semana pasada a la pudimos asistir gracias a la Peña Taurina El Toreo.

Tiene su sede en Monterrey e invitó al eminente pintor zacatecano a compartir una parte sustanciosa de su experiencia, sensibilidad y sabiduría con un nutrido auditorio reunido en torno al inevitable zoom.

Una noche memorable.

Sin abandonar el tono de amistosa sencillez que lo caracteriza, López Monreal fue exponiendo detalles de su oficio y práctica profesionales, entreverados con anécdotas de sus pintores-fetiche y vivencias personales, para terminar mostrando algo de su obra taurina.

Que aúna tradición con originalidad y refleja una pasión desbordante por la fiesta de toros.

Al mismo tiempo que el rigor intelectual y el trasfondo espiritual y poético que distingue a todo creador genuino.

El toreo, rito y poesía.

Nacido en 1953 en la capital zacatecana y artista de vocación muy temprana, Alfonso López Monreal cumplió la mayor parte de su aprendizaje en Europa.

Sin abandonar ni por un momento su afición a los toros, reflejada en sus trabajos de manera muy personal.

“Nuestro toro es la tela en blanco a la que nos enfrentamos los pintores… y nuestro compromiso, como el del torero, consiste en poner y exponer sobre el lienzo el misterio de nuestra verdad más íntima…

Los autores de los históricos frescos de Lascaux y Altamira seguramente los pintaron vestidos de luces.

Es decir, con el cuerpo cubierto con las mismas sustancias colorantes y motivos semejantes a los que dejaron plasmados allí, para asombro de las generaciones futuras.”


Más cercanas a nuestro tiempo están las tauromaquias de Francisco de Goya, Pablo Ruiz Picasso e Ignacio Zuloaga, destacadas por el zacatecano sobre las de tantos creadores más, pues es bien sabida la atracción ejercida por la tauromaquia sobre las más diversas sensibilidades artísticas.

Si el genio de Goya introdujo en las escenas de sus cuadros al populacho en el Siglo de las Luces, y Picasso representa la irrupción de las vanguardias del XX, del bilbaíno Zuloaga dijo Juan Belmonte que “no pintaba figuras, pintaba almas”.

Quizá por eso entre los cuadros principales que se exponen en el museo de La Habana esté el retrato más logrado del Pasmo de Triana, descubierto ahí por López Monreal a su paso por la isla junto con otro.

No menos asombroso, del “Buñolero”, el viejo torilero de la plaza de Madrid que fue amigo personal de Curro “Cúchares” y seguía en su puesto a principios del siglo XX.

Cuadro éste al que el gobierno cubano dedicó un timbre postal.

Zuloaga pintaba sobre todo al óleo, Goya produjo su célebre Tauromaquia sobre láminas procesadas al aguafuerte y Picasso la suya (1957), no menos conocida, en planchas de cobre al azúcar.

El toreo, rito y poesía; refirió el zacatecano su asistencia a un ritual huichol en algún lugar impreciso de la frontera entre Durango y su estado natal, en el cual el oficiante de la ceremonia.

Lo bautizó con sangre de un bovino que había sido sacrificado para el efecto de acuerdo con antiguo ceremonial.

También nos habló de un mito local sobre Ramón López Velarde, el centenario de cuya muerte se conmemora este año.

El cual el poeta de Jerez, cuando componía un nuevo poema, lo memorizaba bien para poner a prueba la efectividad de su ritmo.

Recitándolo en voz alta durante solitarios paseos por calles solitarias y veredas cercanas.

Procedimiento que le permitía corregirlo, pulirlo o de plano desecharlo, de acuerdo con el resultado de dicha práctica.

López Monreal compara la andadura poética de su paisano López Velarde con la de Morante de la Puebla “andándole al toro” del tercio a los medios en su inicio de faena a “Peregrino” de Teófilo Gómez (11.12.2016).

En una muestra de que el toreo, en sus momentos grandes, también puede ser poesía.

Tauromaquias.

La Tauromaquia de Goya la integran 33 láminas al aguafuerte.

Por cierto, uno de los pocos museos que, fuera de España, tienen completa esa obra crucial del aragonés es el Pedro Coronel de Zacatecas.

Como homenaje al maestro de Fuendetodos, López Monreal produjo a su vez una Tauromaquia de 33 cuadros divididos en tres tercios: Infancia, madurez y senectud.

Editado en abril de 2016 bajo la forma de un muy hermoso libro, del cual me permito presentar tres muestras para deleite del lector de esta columna.


Aunque pudiera decirse que dicho volumen representa la culminación de la obra taurina del zacatecano.

Incluye ésta diversas manifestaciones que son otras tantas muestras de un estilo en permanente evolución.

Fiel al compromiso de expresar invariablemente “su verdad” sobre un ruedo que puede ser lienzo, muro o vitral.

Juan Esteban Constaín y su tierna mirada sobre los novilleros que torean de salón en el parque: Me conmueven su mística, su devoción por ese oficio y esa profesión y su respeto por el maestro

Escritor pulcro, intelectual independiente, Juan Esteban Constain ha escrito una columna bellísima sobre esos jóvenes que aspiran a ser toreros y que entrenan en el parque Nacional de Bogotá.

Como todo hombre culto, no entra en el áspero tema de los pro y anti toreo aunque y eso habrá que matizarlo y dialogarlo (con el columnista será fácil pues en su ser está el dialogante y no el autoritario Cree que la fiesta brava está condenada a desaparecer.

Le indago a tan distinguido caballero:

Juan Esteban Constaín, ¿Usted cree que con esa devoción con la que esos chicos entrenan y sueñan ser toreros va a desaparecer un arte que hace 800 años intentan prohibirlo?… Bueno, ahí queda eso.

Con la venia de El Tiempo me permito reproducir la columna de tan espléndido escritor a quien sigo hace varios años y he tenido la fortuna de escucharlo en varias conferencias

Por: Juan Esteban Constaín 

Casi todas las semanas voy al parque Nacional de Bogotá a jugar tenis; a tratar de jugar, más bien, a aprender.

Y aprovecho esta ocasión, como en canción vallenata, me dan ganas hasta de abrir los brazos, para saludar al profe Elkin y a toda la liga de la capital: a Steven, a Sebastián, a Jefferson, a los muchachos.

Durante los momentos más duros de la cuarentena sufrimos mucho con esas canchas cerradas, hoy por fin abiertas.

En general la fauna del parque es rica y variada: siempre hay unos viejitos marchando, felices, sin saber muy bien hacia dónde; hay también, claro, unos perros que pasean a unos señores, a veces de uno en uno y a veces en manada.

Están los que boxean, otros que hacen teatro, otros que caminan y otros que trotan, estos últimos con la cara proverbial de angustia y sufrimiento que ha implicado toda la vida dicha actividad.

Yo, después de jugar, suelo quedarme embelesado por un rato viendo una escena surreal, la de los aprendices de torero que entrenan y practican en una de las canchas de básquet.

Son tres o cuatro estudiantes y un maestro, vestido siempre de negro, camisa blanca, el pelo todo peinado hacia atrás.

Usan capote de brega y una carreta con cuernos y cara de toro que es la que embiste y ellos la lidian.

Me conmueven su mística, su devoción por ese oficio y esa profesión y su respeto por el maestro, que los instruye con firmeza y con cariño.

“¡Ole!”, dice a veces, emocionado por algún pase.

Pero lo más impresionante es el contraste entre esa escena y las demás.

Es allí donde está el surrealismo, en esos matadores en ciernes que tratan de serlo en medio de un mundo tan distinto, que está por completo en otra cosa.

Y no me interesa, para nada, invocar aquí el debate moral y político sobre las corridas de toros, entre otras cosas porque estoy más o menos de acuerdo con las dos partes.

Entiendo a los taurófilos y todo lo sagrado y estético y trascendental que ellos ven y viven en la tauromaquia.

Pero también entiendo a quienes repudian eso en nombre de una idea distinta y acaso mejor –no lo sé– de la civilización y la compasión.

El escritor y columnista Juan Constain en su biblioteca

Lo que sí creo es que la ‘fiesta brava’ está condenada sin remedio a desaparecer; tarde o temprano, y cada vez más lo segundo que lo primero, ese mundo dejará de tener cabida en el de hoy.

A mí no me importa, la verdad, me parece que hay discusiones más importantes que esa, pero es mi opinión.

Lo que sí me intriga y enternece mucho, cada vez que la veo, es esa imagen de esos muchachos que quieren ser toreros.

Tiene que ser una vocación muy fuerte esa, una vocación religiosa. Y se les ve en la cara.

Pero además se les ve esa poesía que destilan siempre los que se dedican a oficios y artes antiguos y hoy condenados a desaparecer.

Como si esa certeza, porque lo es, tiene que serlo, les diera más fuerza, una especie de razón definitiva para dedicarse a eso y no a otra cosa.

Si uno es aprendiz de torero en esta época es porque es torero, así nació.

“¿Qué sientes ante esa fiera?”, le preguntó una vez don Marcelino, el erudito enano de su corte, a Luis Miguel Dominguín, que le respondió: “Es que la fiera soy yo”.

Y sin duda lo era: un héroe con la capa hacia adelante, como lo definió un día su hijo, Miguel Bosé, el hijo del Capitán Trueno.

Eran otros tiempos, claro, y los toreros eran tan famosos como los futbolistas de ahora o los gladiadores más célebres en la antigua Roma.

A estos del parque Nacional yo los veo maravillado y triste, como si asistiera al fulgor postrero de un viejísimo ritual:

una iniciación de siglos que se está muriendo, y habrá quien lo celebre, pero cuyos últimos oficiantes creen ser los primeros o no les importa.

“Ole”, dice otra vez el maestro, orgulloso. Luego recoge sus cosas y se va.


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