TAUROMAQUIA. Alcalino.- En perspectiva. Defender la fiesta, una obligaciòn
Para el aficionado de toda la vida –lo mismo da que escriba o no de toros– hay dos maneras de enfocar el presente de la Fiesta, anémico y perturbador al mismo tiempo. Una consiste en fingir que no pasa nada y dar seguimiento puntual a la información de lo inmediato, con sus buenas o malas noticias. Seguir la costumbre sin alterarse de más, aparentar que nada grave está sucediendo. La otra representa un arduo viaje al pasado, una mirada en retrospectiva cuyo móvil, paradójicamente, ha de apuntar resueltamente al porvenir. Este empeño es bastante más intrincado y exigente. Doloroso incluso, pues volver la mirada en dirección de tiempos mejores es exponernos, con crudeza y por puro contraste, a los reveses de la sombría actualidad. Pero vale la pena el esfuerzo.
Vale la pena, y acaso sea lo único que podemos hacer para intentar salvar a la tauromaquia de los veleidosos objetivos de un movimiento global que encontró en las tradiciones taurinas una presa a modo para ensayar sus planes expansionistas, necesariamente ligados a la codicia económica y al aplanamiento de las culturas en beneficio de una sola, la anglosajona, empresa no por absurda menos dañina, teñida además de ominosas obscenidades.
¿Nostalgia o reivindicación? Hace poco, un amigo muy estimado me echaba cordialmente en cara que mis columnas de estos tiempos tiendan más al pasado que al presente; lo hizo con una sentencia que me caló: “toda nostalgia es o se vuelve reaccionaria”. Lo decía, supongo, en el sentido marxista del término. De todos modos mi reacción natural fue de rechazo; sin dejar de reconocer que hay nostalgias que matan, sobre todo cuando se aferran a privilegios cuestionados o amenazados por algún enemigo, real o imaginario.
Pero el rechazo lo mantengo e intentaré explicarlo a continuación, entre otras razones porque los enemigos de la Fiesta son hoy múltiples y feroces, de una ferocidad que ni se detiene ni se ruboriza ante la estupidez de decisiones como la de la alcaldesa asturiana que acaba de prescribir la fiesta de sus dominios porque en una corrida reciente (Gijón, 24.08.21) salieron dos toros llamados “Nigeriano” y otro de nombre “Feminista”, lo que la señora en cuestión consideró gravísima mofa contra quienes se opongan al racismo y la misoginia, argumentos suficientes para condenar el ancestral rito taurino. Pero casos de descerebramiento agudo aparte, y al margen de la actualidad estricta y sus devaneos, quiero defender la tesis de que la tauromaquia es cultura, y de que toda cultura es el resultado siempre provisional de una historia,
preferentemente copiosa, rica, y necesariamente evolutiva, vital. Partiendo de lo cual afirmo que, en países como el nuestro, y por encima de cualquier condena, lo mismo las malintencionadas que las ingenuas, la tradición taurina contiene valores incuestionables y su evolución como arte presenta facetas singularísimas, ninguna tanto como la de ser el único arte surgido del vencimiento del temor por el estoicismo, con tal de ilustrar vivenmcialmente el triunfo de la vida sobre la muerte. Y todo esto dentro de la paradoja que consiste en anteponer a logros técnicos y estéticos el alto precio de la vida del autor, latente siempre mientras sea un toro de lidia su obligada contraparte.
Dicho lo cual paso a la exposición de mi propio camino en activa defensa de la Fiesta.De los Carteles con historia al Siglo de Oro del Toreo. Se aproximan al centenar las Tauromaquias que firmo cada lunes desarrolladas bajo el título de Historia de un cartel, y debo a algunas de ellas comentarios y pareceres que cuentan entre los más vanidosamente satisfactorios que pueda recordar, procedentes incluso de fuera de nuestras fronteras. Pero vanaglorias aparte, mantengo un propósito original, basado en la necesidad de exponer y difundir los valores de nuestra Fiesta a través de algunos de sus episodios más catárticos debido a su vuelo
artístico o su contenido trágico. Porque el significado profundo de la tauromaquia, creo, no reside tanto en el seguimiento minucioso de su ralo acontecer cotidiano, ni siquiera en los enconados debates en los medios en que también he tenido oportunidad de participar. Apunta mucho más allá, a la comprensión de su devenir histórico y el seguimiento de su transformación técnica y estética, encerrado en historias de triunfo y muerte que exaltan inevitablemente al toro, ese incomparable, temible, hermosísimo misterio activo, capaz de pelear hasta su propio final pero también de herir y truncar en un instante vidas e ilusiones.
Diré, adicionalmente, que la idea que dio origen a tan multiplicada Historia de un cartel ha sido la quimérica pretensión de recrear, como si acabasen de ocurrir, infinidad de tardes de toros en las que me hubiera gustado estar presente, y si acaso lo estuve en unas pocas, en atraer hacia la sensibilidad y el asombro lo vivido en tales días, con toda su inefable capacidad para sustraernos del mundo que nos rodea para transportarnos a dimensiones en las que el gozo, la zozobra y la emoción se mezclan fugaz, inefable y deleitosa o terriblemente. En cuanto al concepto Siglo de Oro del Toreo, simboliza algo que una vez pensado fluye con entera naturalidad. Depende tan solo de que aceptemos el pasaje de una tauromaquia con ese acre sabor a lucha, a solamente lid (ia), arrostrada con
inaudito coraje por los insignes maestros del primer siglo y medio de tauromaquia, a la aparición, lenta pero segura, del genuino arte de torear, en los albores del siglo XX, hasta su pleno desarrollo, ya en nuestros días. Un recorrido en el tiempo que solamente un lego en cuestiones estéticas o un fanático empeñado en no ver, oír ni entender estaría en condiciones de negar.
Hablamos, pues, de un Siglo de Oro palpable y real, perfectamente verificable.
La lucha de hoy. Creo que todos estaremos de acuerdo en que se libra en diferentes campos. El que he elegido parte de la idea de que la situación presente de la Fiesta, con la activa trama de acoso y derribo urdida en su contra desde numerosos frentes, exige, como primera barrera de contención, un taurófilo culto e informado. Más allá del disfrute de lo inmediato, de lo anecdótico, de lo sabrosamente polemista o del superficial colorido del ambiente, los tiempos están pidiendo el advenimiento de un defensor de lo nuestro capaz de aunar a su pasión por los toros un sólido trasfondo argumental, indispensable para plantarle cara al interlocutor antitaurino con la seguridad y el aplomo que siempre distinguió al torero auténtico, ese héroe dispuesto a urdir su improbable bordado en la misma boca del abismo. Y a asumir tan tremenda agonía tarde tras tarde.
En el fondo, esta visión de perspectiva, reveladora de nuestro amor por la Fiesta y convencida de las razones que nos asisten, será, creo, la mejor arma para defenderla de los embustes y exabruptos de sus atacantes.
Y lo que mejor puede reforzar y acrecentar nuestra propia autoestima como aficionados.