ste fin de semana se puso en marcha en Puebla –aunque geopolíticamente La Estrella pertenece a San Andrés Cholula– una Temporada Chica de carácter internacional, con novilleros procedentes de España, Colombia y Perú, y bisoños mexicanos.
La lista incluye a promisorios herederos dinásticos –Juan Querencia, Jorge Glison, José Alberto Ortega, Gustavo García «El Solito»–, además de hierros ganaderos de la prosapia de Piedras Negras, De Haro, Tenexac, Darío González y otros de la región Puebla-Tlaxcala, que ya era hora que diera un golpe de mano en medio de la incertidumbre que rodea a la Fiesta desde hace tanto tiempo y que la pandemia agudizó al extremo.
Signos esperanzadores No por nada estamos ante la propuesta más importante que ha surgido en este país durante la última década. Mucho más generosa que las minitemporadas capitalinas, prácticamente borradas durante el confinamiento y reducidas a unos cuantos festejos chicos en la reciente reapertura de la Plaza México. Además, existen garantías de máxima seriedad en la organización, de acuerdo con lo expuesto a este columnista por el empresario Mario García Rojas, cuyo historial registra, en la última década, la iniciativa de cuatro certámenes similares celebrados en plazas del norte del país –Tampico, Altamira, Reynosa– aunque este de Puebla sea el más ambicioso de todos y el primero de carácter internacional. Con alma de aficionado curtido, la ilusión de García Rojas es promover entre las nuevas generaciones el gusto por la fiesta. Y entiende que, para conseguirlo, ha de cuidarse al máximo el respeto al público, al reglamento y a la esencia de la tradición taurina, tan mal tratada en el México del siglo XXI.
Al rescate Muchas veces hemos recordado, con añoranza, las espléndidas temporadas novilleriles de Guadalajara y Monterrey. Y de cómo el relevo lo fueron tomando «El Relicario», la plaza «La Paloma» de Vallarta y la Plaza Arroyo, en versión más reducida.
Después nada, silencio casi total, con la emigración forzosa de aspirantes nuestros hacia España y sus escuelas taurinas –los que cuentan con medios para emprender la aventura, claro–y notoria escasez de valores consolidados entre las filas de los matadores mexicanos. Mientras una Fiesta popular –que eso fue el toreo en nuestro país, donde reinó por casi una centuria como la pasión nacional por excelencia–, se volvía asunto de élites aisladas, bajo el embate de los taurófobos, la indiferencia gubernamental y un abandono mediático y de patrocinios casi total.
Cartelería internacional En medio de esa situación ha surgido la iniciativa de Mario García Rojas que ha cristalizado en la feria novilleril de La Ronda –una portátil con cuatro mil cien localidades–, que más que feria se nos presenta como una temporada adaptada a las circunstancias actuales.
Tal vez algún quisquilloso reclamaría que esa condición –la de temporada a la usanza tradicional– no condice con carteles confeccionados de antemano, pero se comprende que García Rojas ha decidido abrirla a la mayor cantidad posible de chicos con hambre de caminar y ser gente en esto del toro, antes de reservar para los más dotados y talentosos las finales para triunfadores de la primara parte del ciclo. Es decir, de las cinco novilladas de selección, a sábados y domingos, que van del el 19 de marzo al 2 de abril; la semifinal será el domingo 3, con novillos de El Grullo para los que más hayan destacado en los festejos de selección, y habrá una gran final de triunfadores el sábado 9 con ganado de Piedras Negras.
Atractivos carteles La participación internacional incluye nombres que el ambiente taurino reconoció de inmediato, como el del extremeño Manuel Perera –que en la inauguración justificó plenamente el encontrarse ya a las puertas de la alternativa–, o los también hispanos Eugenio Martín «El Mani», Juan Carlos Benítez, Manolo Casado y Pablo Maldonado; en representación de Colombia tendremos por aquí a Andrés Castellón y Mateo Gómez(Santiago Fresneda «Gitanillo de América» no pudo comparecer el sábado por culpa del Covid 19); y por Perú Samuel Calderón, soñando con emular las hazañas de Roca Rey.
Entre los muchachos mexicanos tenemos, además de los ya citados, a Jussef Hernández –que cortó oreja en la apertura–, José Miguel Arellano, Emiliano Ortega, Hidalgo García, José Sáinz, Juan Pedro Herrera, Luis Martínez, Jesús Sosa, José Arreguín, Rafael Soriano y Enrique de Ayala. Y el panorama ganadero no es menos prometedor, con utreros de encastes poblano-tlaxcaltecas garantes de bravura y clase para que los muchachos puedan alzarse con el triunfo a poco que se decidan.
Hay que hacer votos porque tan ambicioso plan encuentre apoyo mediático, mueva suficiente público y se vaya desarrollando con el éxito y la seriedad deseadas. En juego está el porvenir de la Fiesta, en Puebla y a nivel nacional¿Ilusiones propias de los idus de marzo? Mejor esperanza de futuro. Pero fincada no en el aire ni en fantasías sin fundamento sino en una idea realmente original y prometedora.
Leo a columnistas, colegas y aficionados y solo » se oyen» ( metáfora ) truenos y centellas sobre el cartel de la feria de abril de Sevilla y la palabra mas comedida por la obra el danés de origen vietnamita, Dan Voh es » horror»
El columnista Juan Belmonte se pregunta en Aplausos : “Veremos cómo se colocan ahí los nombres de toros y toreros ¿unos en un cartel y otros en otro?”.
Hay quien es más fuerte y habla de » mamarracho».
Dan Voh escogió el poema de Lorca Llanto por Ignacio Sánchez Mejías y se inspiró en él
La selección del poema de García Lorca para esta obra va de la mano con el interés del artista por crear obras que contienen más significados que los visibles a primera vista: las obras sobre fondo rojo y rosa evocan la muleta y el capote. El Llanto por Ignacio Sánchez Mejías canta los detalles más representativos de la fiesta taurina y revela la íntima relación entre el torero herido de muerte y el poeta devastado por la pérdida. Una lectura de la primera parte del Llanto “La cogida y la muerte” para inaugurar la Feria de Sevilla es parte indispensable de la pieza de Danh Vo quien así completa su propuesta para el cartel. La declamación será igualmente un homenaje a la poesía, a la vida y al arte de torear.
Aqui está la referencia de un respetado y reputado sevillano, el maestro Antonio Burgos :
Igual que en las corridas se anuncian 6 toros, 6, este año la Real Maestranza ha conseguido lo que parecía imposible: que en vez de un mamarracho de cartel, según costumbre, obra de un artista renombradísimo pero que de la Fiesta no suele tener ni idea, tengamos 2 carteles, 2. Obra de un chino que no es chino, sino vietnamita de origen, danés de nacionalidad y berlinés de residencia. Pero se le quedará para siempre lo de chino. Sí, a los chinos parece que se han jugado ver quién encargaba el cartel más descabellado. Y ha ganado quien ha conseguido que Danh Vö, que así se llama el autor, haga dos carteles por el precio de uno. Yo no sé cuál de los dos carteles van a imprimir sobre las combinaciones de toros y toreros, si el que pone «Toros en Sevilla», o el del conocido verso de García Lorca: «Eran las cinco en punto de la tarde». Pues anda que como la gente se vaya a los toros a la hora que dice el cartel se van a encontrar la plaza cerrada. Este maravilloso y famosísimo por lo visto artista conceptual y escultor no se ha enterado que las cinco de la tarde son en García Lorca, que en Sevilla los toros son a las seis y media. A las cinco en punto de la tarde no han llegado a la plaza ni los regadores.
El cartel de la Real Maestranza de este año es sevillanísimo: un petardo. Por partida doble. No es un cartel, sino una hoja roja con una caligrafía ilegible que ha puesto este buen señor vietnamita como homenaje a García Lorca y al «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías». Es como si el cartel tuviera dos caras, como los marcos que se encargan en el Venecia de la calle Lagar con cristales por ambos lados, para que se puedan ver los dos. En uno de ellos pone «Toros en Sevilla» y en el otro, los versos lorquianos. Y aunque dicen que el fuerte de este artista es la caligrafía artística, que aprendió de su padre, es dificilísimo leer lo que allí pone sobre un fondo rojo, dicen que encarnado color muleta uno y más rosáceo color capote otro. Si Eugenio d`Ors decía que un cartel es un grito pegado en la pared, este incomprensible doble cartel es un alarido de horror y desacierto.
Lo único que me interesa del cartel del vietnamita es la historia de su autor. Una novela, que la escribes y ganas el premio Ateneo. Según nos cuenta Jesús Bayort «la familia Vö tuvo que huir de Vietnam con la invasión comunista y se lanzaron al mar en una patera creyendo que iban a llegar a Estados Unidos. En mitad del mar los recogió un buque que los desembarcaría en Dinamarca. Y allí unos religiosos franceses enseñaron al padre, Fung Vö, a emplear este tipo de caligrafía». Cuya principal característica parece que es hacerla ilegible. El cartel doble del chino parece patrocinado por General Óptica, de lo difícil que es leer la que pone su presunta caligrafía artística. Podría servir a los oculistas para graduarnos la vista. Ah, y al final pero no lo último, cómo se presentó el mocito para dar a conocer su obra, en mangas de camisa, como si fuera al tendido 12 con la solanera. Con razón un ingenio del Arenal, al ver el cartel doble de la caligrafía ilegible dijo: «Más que Danh Vö es Chin Ver Güén». De circo, no de toros: más difícil todavía superar el mamarracho anual. Y lo han superado.
Como todos, he lamentado el reciente deceso de Joaquín Bernadó, excelente torero y excelente persona, cuyo discreto paso por los ruedos durante una dilatada trayectoria (1954-1990) no consiguió nublar sus condiciones taurinas y humanas, exaltadas en los numerosos textos escritos con motivo de su sentida desaparición terrenal.
Enfatizaban, sobre todo, su condición de catalán legítimo –sus apellidos eran Bernadó Bertomeu y nació en Santa Coloma de Gramanet el 16 de agosto de 1935—y lo reconocían en justicia como el mejor torero nacido en Cataluña. Este solo hecho lo hace notable, pero como no pasa de ser un accidente geográfico –nadie elige su lugar de nacimiento ni la familia de pertenencia–, se han exaltado en grado máximo sus atributos toreros. Alabanzas todas que hubieran hecho sonreír con ironía al bueno de Joaquín, que luchó durante tantos años contra la indiferencia de las empresas y el ninguneo mediático. Y que probablemente habría abandonado mucho antes la profesión de no contar con el constante apoyo de don Pedro Balañá Espinós, el legendario empresario que mientras estuvo vivo colocó a Barcelona a la cabeza de las estadísticas de festejos taurinos celebrados al año durante buena parte del siglo XX. Tan competente era Balañá como taurino y como empresario que, aunque de la pareja novilleril “Chamaco”-Bernadó, que tanto promovió en 1955, el que revolucionó Barcelona y le hizo ganar millones fue el primero, a la larga apostaría por Quim Bernadó, menos espectacular pero mucho más torero.
Pudimos enterarnos, gracias a esas numerosas biografías de emergencia, que fueron 243 los paseíllos que como matador sumó Bernadó entre la Monumental y Las Arenas, las dos plazas de la ciudad condal. Y, de paso, que ha sido de los pocos que se han atrevido a enfrentar en solitario una corrida entera de Miura, hazaña que acometió en la propia capital catalana sin perder el tono ni darse demasiada importancia. También que en Madrid cortó bastantes orejas –de una en una siempre—y en Sevilla apenas se vistió de luces en siete ocasiones (tres de novillero) sin que los cuatro apéndices obtenidos le sirvieran para entrar en ningún cartel estelar. Esa discriminación fue una constante sufrida por Joaquín de parte de los organizadores de las principales ferias de España y Sudamérica, que eran prácticamente los mismos.
Bernadó en México. En cambio, el diestro santacolomeño ha sido el matador hispano con mayor número de corridas toreadas en territorio mexicano, cerca de doscientas entre 1961 y 1988, de los cuales 14 se celebraron en la Plaza México –en la primera le confirmó la alternativa Antonio del Olivar en presencia de El Viti con el toro “Catrín” de Pastejé, 20.01.63–, y seis más en El Toreo de Cuatro Caminos, donde cortó apéndices por única vez ante el público capitalino, las dos orejas del toro “Manzanero” de Coaxamalucan en premio a una deliciosa faena (01.04.62). Pudieron ser más de no haber mediado sus deficiencias con la espada, perpetuo talón de Aquiles de Bernadó.
Hay que decir en su favor que participó gustoso en cuatro corridas por la Oreja o el Estoque de Oro a beneficio de sus colegas mexicanos, a la inversa de tantos espadas foráneos reacios a vestirse de luces sin cobrar emolumentos. También que, así como formó parte del cartel hidrocálido en que se lidió el último encierro de la prócer ganadería de La Punta (05.05.72), también lo hizo la última vez que el legendario hierro jalisciense se anunció en la Plaza México (28.02.71), y dio, a la muerte de “Trabajoso”, su primero, la postrera vuelta al ruedo en la capital de un matador enfrentado con astados del famoso hierro con simiente Parladé. Aun así hubo plazas de la república, notoriamente la de Guadalajara, donde contó con muy buen cartel y crecido número de partidarios. Y fue en El Progreso tapatío donde Bernadó redondeó una de sus mejores faenas con motivo de la llamada corrida del siglo (21.03.63), que consagró a Paco Camino para los restos pero también vio triunfar al catalán, que había sido llamado para cubrir la ausencia de Diego Puerta y toreó como los grandes a “Cubetero” de San Mateo para cortarle las orejas.
As del primer tercio. Siendo indiscutible esa aura de torero elegante y fino a la que se han referido los obituarios, me parece que, puestos a hacerle justicia a la realidad, habría que separar al Bernadó del primer tercio del Bernadó en ejercicio y uso de los trastos toricidas. Con estos fue siempre un torero correcto y pulcro pero a menudo faltó de la vibración interior que distingue a los artistas capaces de conmover a las multitudes. En cambio, su capote emanaba una exquisitez señorial porque lo manejaba sin ninguna prisa, sobrio y ceñido, con hondura, temple y armonía. Hasta me animaría a conjeturar que lo medido de sus triunfos pudo deberse al descenso emocional que suscitaba ese contraste entre sus formidables primeros tercios y sus discretos trasteos muleteriles, una caída de tensión que consciente o inconscientemente los públicos perciben y a la que se agregaban, para su mal, frecuentes yerros con la espada.
Remembranza. Aún recuerdo con meridiana claridad mi primer contacto de aficionado incipiente con el artista catalán. Toreaba su segunda corrida en México, siete días después de su debut en Monterrey, y era el 24 de diciembre de 1961, en el Toreo de Puebla. Vestía Bernadó un deslumbrante terno azul turquesa y oro, y a “Malagueño” de Peñuelas le cortó la primera oreja que conquistaba en nuestro país. Fue por una faena muy fina, ligada y variada que coronó de fulminante estocada (esa fría tarde, por excepción, a sus dos toros los mató bien). Como tuve el privilegio de crecer cerca de aficionados sensibles que me fueron enseñando a ver toros sin que la inevitable pasión del toreo les nublara el análisis, aún me parece estar escuchando la voz del tío José Luis con su punto de vista sobre el atildado catalán: “Con la muleta más o menos, porque la faena de la tarde fue la de Rafael (Rodríguez) al quinto, que era menos bueno que el tercero y al que toreó con un temple asombroso. Pero con el capote este Bernadó es tan bueno como el mejor”. Y eran los años grandes del Calesero, Procuna, Leal, Del Olivar, entre otros capoteros eminentes.
¿Qué suertes de capa dibujó Bernadó para merecer esa distinción, que vista a través del tiempo me parece hoy acertadísima? Un fajo de verónicas, sin probatura alguna, de trazo principesco y mando y estética ejemplares, rematadas con media deslizada y fina como ella sola, en escorzo ligeramente frontal. Y en el quite, varias chicuelinas citando de frente, manteniéndose erguido y girando pausadamente, como opulento y suave fue el recorte final. Por lo demás, todas sus intervenciones en los primeros tercios tuvieron el mismo toque de buen gusto, y me llamó la atención que atendiera la lidia de los toros propios y ajenos con atingencia y oportunidad. Muy a la española.
Lo dicho: un capote imperial. Era apenas el principio. En lo sucesivo, el arte de Bernadó con la capa continuaría creciendo a nuestros ojos al mismo tiempo que sus dificultades para mantener ese nivel muleta en mano. Incluso la variante de la manoletina bautizada como bernadina, esa creación suya tan prodigada últimamente por casi todos, era subrayada con medidas palmas, tal vez por tratarse de un torero invariablemente sobrio, incapaz de incurrir en gestos y aspavientos efectistas en reclamo del aplauso fácil.
Pero volvamos a su grácil toreo de capa. Si recurro otra vez a la memoria, cómo obviar las chicuelinas de aquel quite suyo a “Canelero” de José Julián Llaguno, al que luego cuajaría su quizá mejor faena en la Plaza México, malograda una vez más al matar mal (12.01.64). Quite verdaderamente antológico, del cual rescato esta vívida descripción a cargo de Juan de Marchena (Juan Pellicer Cámara): “Muy bien veroniqueó al tercero de la tarde, pero lo mejor de su actuación, y uno de los momentos cumbres de la corrida, fueron aquellas cinco chicuelinas de su quite. Hizo el toreo de brazos con precisión impecable, con gracia y estilo excepcionales. Al lado de las chicuelinas silveristas, de las de El Soldado, de las de Cagancho, de las del Calesero, quedan estas chicuelinas inolvidables de Joaquín Bernadó.” (Esto, 13 de enero de 1964). Unas chicuelinas equiparables, por su ritmo y su radiante belleza, a las posteriores de Paco Camino o Manolo Martínez, con la sola diferencia de que el cite inicial no lo hacía como ellos desde largo.
Años después, al concluir la temporada grande de 1969, el jurado designado para discernir el otorgamiento de los Trofeos Domecq a lo mejor del año premió unos bellos lances de recibo de Joaquín Bernadó a un toro de Mariano Ramírez. Y en 1983, el trofeo al mejor quite fue para sus chicuelinas a “Mequetrefe” de Begoña (24.07.83), al que hubiera desorejado si acierta al estoquear: fue su última vuelta al ruedo en la Monumental. En ambos casos tuvieron sus lances tuvieron el temple, la cadencia y el sello del excelso capotero Joaquín Bernadó Bertomeu.
Posdata. Con dedicatoria a antitaurinos de todos pelajes y procedencias: ni en los peores escándalos suscitados por El Gallo, Cagancho o Lorenzo Garza, una plaza de toros se convirtió, ni por aproximación, en teatro de tragedias como la del sábado anterior en el estadio Corregidora de Querétaro. Aunque ahora nos parezca de una brutalidad sin precedentes, lo allí ocurrido cuenta con antecedentes incluso más brutales, esparcidos en recintos deportivos de la caliente Sudamérica y la culta Europa, por no hablar del vandalismo incendiario en que han degenerado a lo largo del tiempo numerosas celebraciones de seguidores de equipos deportivos en calles de la Unión Americana.
El Raúl de esta historia es Raúl García Rivera (Monterrey, 1936), que decidió hacerse torero atraído por la esplendidez de su tío Gregorio –el esteta potosino, que no fue figura porque no quiso— cada vez que visitaba la casa del hermano, emigrado a Monterrey para ganarse la vida y la de su familia trabajando de obrero metalúrgico. Fue su paisano Héctor Saucedo quien inició al joven Raúl en los secretos del toreo, y tras varios años de recorrer la legua, ocurrió su triunfal eclosión novilleril, emparejado con Gabriel España en el verano de 1958 en el Toreo de Cuatro Caminos. Luis Procuna los doctoró a ambos en Morelia (01.02.59), pero sus respectivas carreras no despegaban. Más tenaz que su eventual pareja, el regiomontano se fue abriendo paso por cosos provincianos, distinguiéndose como un torero valiente y capaz en los tres tercios de la lidia. Pero las puertas de la plaza grande no se le abrían, luego de que El Callao los confirmara a ambos una tarde en la que Raúl tuvo petición y dio la vuelta al ruedo tras despachar al quinto de la Viuda de Franco (16.04.61).
Como no era el de Monterrey hombre que se achicara fácilmente, en 1964 decidió probar fortuna en España de la mano de Manolo Chopera, cuya atención había captado como alternante de El Cordobés durante las prolongadas giras que Benítez hizo aquel año por nuestra república. Y entre los meses de julio y octubre, desarrolló en la península una breve pero deslumbrante campaña. Si sorprendió al triunfar en San Sebastián de los Reyes al lado de Manuel Benítez, su tarde cumbre la viviría en Zaragoza, paseado en hombros tras cortarle tres orejas a un corridón de Concha y Sierra (12.10.64). Ese aldabonazo repercutió en la confección de los carteles de la inminente feria de otoño en El Toreo, donde superaría al propio Cordobés y a Alfredo Leal al desorejar a “Cupido”, de Reyes Huerta (21.11.64). El acceso a la temporada de la México se lo ganó esa tarde, y al fin pudo partir plaza en Insurgentes, al lado de César Girón y Victoriano Valencia, para despachar un encierro, de pinta castaña todo él, procedente de Santo Domingo. Era el domingo 31 de enero de 1965.
Santo Domingo. Vacas del antiguo hierro regional de Espíritu Santo y sementales de Miura figuran en el pie de simiente de la ganadería potosina adquirida a fines de la década del 40 por los señores Labastida, que pronto relegaron el encaste inicial en favor de un hato de San Mateo. Pero el pelo rojizo prendió, y quedó replicado en una docena de machos de las camadas de 1960 y 61. Teniendo como telón de fondo la célebre corrida de berrendos que consagró en México a Paco Camino (Toreo, 31.03.63), el Dr. Manuel Labastida decidió apartar varios toros colorados para lidiarlos en la México en cuanto alcanzaran la edad reglamentaria. Tal decisión iba a ser determinante para el encuentro de Raúl García con “Comanche”, sexto de una tarde anodina hasta ahí, que ambos transformarían en histórica.
Lidia total. Tocado por las musas desde el primer momento, Raúl empezó a cuajar al alegre y noble “Comanche” desde los sensacionales lances de recibo, abrochados con la revolera más rítmica y armoniosa que recuerdo. Acudió el de Santo Domingo al caballo y al deshacerse la reunión, García se irguió en los medios y se echó el capote a la espalda a la manera de Lorenzo Garza para bordar la auténtica gaonera, cargando la suerte y jugando los brazos con cadencia musical. Y aún agregó otro quite, por chicuelinas estatuarias, antes de invitar a César Girón a cubrir, con gran lucimiento, el tercio de banderillas. La plaza rugía.
Ya no dejaría de hacerlo, cautivada por un toreo que nada tuvo de tremendista –etiqueta que le habían colgado a Raúl–. Su faena provocó un intenso cataclismo emocional, pues a la quietud y clase derrochadas aunó una irreprochable arquitectura, fundamentada en el toreo clásico con oportunos guiños ultramodernos. La inició el de Monterrey con tres muletazos de hinojos, llevando muy toreada la embestida. Y una vez situados en los medios toro y torero, todo fue a más. Las tandas por ambos pitones, a base de muletazos de prolongado temple, cintura rota e impecable pulseo, se iban eslabonando con perfecta armonía. Brillaron sobre todo los naturales, tan ligados como si se tratara de uno solo. Y en los remates, lo mismo se pudo admirar la arrogancia del de pecho izquierdista que, dentro de la moda de la época, el cambiar el viaje del toro para pasárselo por la espalda, ya en la capetillina, ya desahogando por alto la embestida según lo había implantado El Cordobés pero sin la brusquedad de éste, casi con tersura. “Comanche” repetía y repetía sin tirar una cornada, como hipnotizado por la inspirada muleta del norteño. Y del clamor emanado de la monumental obra derivó, en pleno éxtasis, la petición de indulto, finalmente atendida por el juez Jacobo Pérez Verdía. Era el tercer perdón que se concedía en la México a un astado tras los de “Muñeco” de Carlos Cuevas (Procuna, 16.04.51) y “Cantarito” de Valparaíso (José Huerta, 10.05.59). Y habíamos visto una de las mejores faenas en la historia del coso, premiada con las orejas y el rabo “simbólicos” y un clamor interminable.
Para Raúl García, aquel triunfo representaba la consagración, pero al mismo tiempo resultó una dura carga para su futuro. Aún indultaría un toro más en la México –“Guadalupano” de Las Huertas, 19.03.67—, pero por más que su nombre y su capacidad torera continuaron vigentes durante el resto de los años 60, alturas semejantes no volvió a alcanzarlas, al menos en la capital, donde el recuerdo de “Comanche” y de aquel 31 de enero pesaron demasiado en el ánimo de un público dotado en esa época de tanta sensibilidad como memoria.
¿Cómo lo vio la crítica?Carlos León, en carta “dirigida” a Isabel II de Inglaterra, se encontró con que “Raúl García, que antes era un diestro como para la Cámara de los Comunes, va camino a entrar en la de los lores. Hoy le ha tocado un bizcocho borracho salido del horno de Santo Domingo, y lo ha degustado con la etiqueta de quien acude a un five o´clock tea… ha armado la escandalera con el capote, donde la forma garbosa de echárselo a la espalda evocó la vieja prestancia del Ave de las Tempestades. Le adornó el morrillo en unión de César Girón, que puso cátedra con un par maestro. Mas con el trapo rojo, Raúl pudo haber sido un personaje digno de Chelsea, el barrio londinense de los artistas.” (Novedades, 1º de febrero de 1965).
Antonio García Castillo “Jarameño” cabeceó su crónica exaltando la “Faena de arte extraordinario de Raúl García a Comanche”, y tras evocar la coincidencia con el 22 aniversario de la memorable gesta de Armillita con “Clarinero” y Silverio con “Tanguito” de Pastejé (31.01.43), lo relacionaba así: “Enfatizando que toda cima es alcanzable, ha enriquecido los fastos taurinos Raúl García con el nobilísimo castaño de Santo Domingo bautizado como “Comanche”, que mereció el honor máximo del indulto… el toro en los medios, la franela en la diestra mano, para otra serie aun mejor, más lenta y pura, con pases más largos, concluida con un cambiado por la espalda y otro magistral muletazo de pecho… Y de ahí, con pañuelos en el tendido –girones de victoria para el torero—la clásica cadencia del natural, pulimentado en temple sedeño, elevado al arte por el sentimiento del diestro, que repercutía y llenaba el coso de emoción taurina.” (Ovaciones, ídem).
Para Juan de Marchena (Juan Pellicer), “la revolera con que remató su tanda de verónicas emborrachó a la plaza entera. En seguida se echó el capote a la espalda con majestad garcista –al fin de Monterrey–, y las gaoneras sedeñas se sucedieron unas a otras. Quitó por chicuelinas templadísimas y pidió el cambio de tercio con un solo puyazo, pues el de Santo Domingo no estaba sobrado de fuerza. Ofreció banderillas a César Girón… y (con la muleta) se puso a torear con más tranquilidad, con más gusto y recreándose más y más en cada muletazo que si estuviera toreando de salón… el noble “Comanche” iba y venía, sumiso y obediente, cuantas veces lo llamaba el de Monterrey. El pase de costado, cambiando el viaje en la propia cara, tan de moda, lo hizo Raúl con insuperable perfección… aun antes de que el licenciado Pérez Verdía otorgara el indulto, Raúl entró a matar… sin estoque, llegando con la mano al pelo… en el destazadero había disponibles diez orejas y cinco rabos y escogieron unas y uno para entregarlos a Raúl, que sacó al ruedo al doctor Labastida y a su hermano, antes de recorrer dos veces el anillo bajo una catarata de palmas y un diluvio de prendas de vestir.” (Esto, ídem)
“Comanche”. Una vez curadas sus heridas, el hermoso colorado de los señores Labastida volvió a los potreros de Santo Domingo y, como es natural, se le destinó a semental. Alcanzó a procrear algunas crías de excelente nota, pero una fría mañana de 1966 amaneció muerto en el campo. Corta vida para tan larga memoria.
De Carlos Arruza han circulado muchas fábulas, desde la que puso de moda José María de Cossío, tildándolo absurdamente de torero deportivo, hasta la de ciertos comentaristas de su primera época, encasillándolo como un criollo ajeno a los gustos del público mexicano, que «siempre lo rechazó».
Quien haya presenciado la conmoción provocada en todo el país por su triunfal reaparición como rejoneador en los años de 1965-66, la entrega desbordada de la afición ante su arte magistral y el cariño de la gente hacia el torero –expresado con tumultuoso dolor durante su sentidísimo sepelio en el Panteón Español de la ciudad de México (22-05-66)–, seguramente se sonreiría al conocer los reduccionismos que acerca del Ciclón Mexicano nos ha legado esa especie de injusta e inexacta leyenda negra en torno a una de las mayores y más arrolladoras personalidades toreras de este país.
Ésta estuvo más presente que nunca en la corrida de su reaparición como rejoneador –y grandísimo torero de a pie– en la Monumental México, séptima corrida de una temporada cuyo único sostén venía siendo un Manuel Capetillo en plenitud, mientras se daba el caso de que ninguno de los diestros que, simultáneamente, las dos plazas abiertas al público de la capital importaron de España –incluido Antonio Ordóñez, que vino a «El Toreo», y de ocho toros puestos a disposición de su arte solamente le cortó una oreja al primero–.
Para empezar, la empresa de Insurgentes se dio el gusto de instalar en las taquillas del enorme coso el cartel de «Agotadas todas las localidades». Y eso que, al lado de Arruza, escaso atractivo tenía la terna de toreros de a pie: un JorgeAguilar ya de salida, el gitano de Albacete Manolo Amador, que estuvo como la chata, aunando confirmación y fulminante despedida, y el queretano, también confirmante, Rafael Muñoz «Chito», que al menos tuvo el rasgo viril de permanecer en el ruedo con un muslo literalmente atravesado, y estoquear ejemplarmente a su heridor, el sexto de la tarde, gesto que le valió merecida oreja. Ver partir plaza al añorado Ciclón levantó los primeros clamores de una tarde que iba a ser de apoteosis para Carlos.
La crítica, volcada Manuel García Santos, español de Arcos de la Frontera, y gran señor de la pluma, se expresó así de la actuación de Arruza con «Gavilán» de Tequisquiapan, primero del festejo y único adversario suyo: “Por primera vez en la temporada, la plaza se ha llenado totalmente de público y de pañuelos. De pañuelos que se agitaban con entusiasmo. De auténticos pañuelos que reflejaban la emoción del gentío. Y ha vuelto a resurgir el grito mexicano de ¡Torerooo… Torerooo…!, y hemos visto como el alguacil cortaba las orejas y el rabo de un toro sin una sola nota discordante… A los que dicen –a los que decíamos– que las orejas se cortan con la espada, nos ha llenado de dudas la actuación de Carlos Arruza. El volapié que logró tirar a «Gavilán», de Tequisquiapan, fue perfecto: se entregó el torero y enterró la espada hasta los gavilanes… Pero ese instante único de la suerte suprema no lo fue todo. Carlos había ganado ya las orejas y el rabo del toro en aquella pelea homérica que sostuvo con el caballo y con el astado; con el caballo, que se encogía al sentir el bufido en los ijares, y con el toro, que se frenaba y casi se escupía al llegar al caballo. Entre esos dos temores irracionales, –el miedo del caballo y el miedo del toro– el valor de Arruza hacía un puente y lo cruzaba: con su enorme cabeza de torero, con su sentido de la medida milimétrica de las distancias, con el conocimiento que tiene de las reses y del modo de encelarlas y consentirlas…Pocas veces hemos presenciado una faena de toreo a caballo tan perfecta, tan justa, realizada con tanto conocimiento y concebida con tal desprecio al peligro.
Cuando Carlos Arruza echó pie a tierra –obligado por la petición unánime de un público que había agotado las localidades de la Plaza México–, los antiguos aficionados se dispusieron a volver a ver al Arruza muletero magistral, y la nueva ola vibró de incontenibles ansias de conocer al diestro que compartió triunfos con Manolete… El toreo de brazos sin enmendar el terreno, aguantando la embestida para que el toro se definiera y entrara en celo, el juego de muñeca para llevar al toro por los terrenos que la cabeza torera ordena. Y el temple –condición sin la que no puede existir el toreo–, y la ligazón, y un valor que no se veía porque estaba envuelto en poderío y en serenidad y en mando…» («Lunes de Excélsior», 31 de enero de 1966).
Así lo contó Juan de Marchena… «El caso de Carlos Arruza es asombroso. Su caudalosa maestría y una arrolladora facilidad lo llevaron a ser un torero para la historia. Como rejoneador, según lo demostró soberbiamente ayer, esos mismos atributos lo han colocado en primerísimo sitio, yo diría que a la cabeza de absolutamente todos los toreros de a caballo. Ayer se presentó en la plaza capitalina y escribió una página memorable de su vida torera, que dedicó, por la radio, al licenciado López Mateos.
A caballo y a pie, de manera rotunda, demostró su incontenible poderío. Desde el paseíllo fue ovacionado y tuvo que dar la vuelta al ruedo, saludando sobre un precioso tordillo rodado. Cambió de cabalgadura para enfrentarse a un toro de Tequisquiapan que fue soso y se refugió en tablas. ¡Y qué lección dio Arruza de lo que es el toreo a la jineta! ¡Qué lidia magistral realizó con ese astado, encelándolo con pasadas cada vez más cercanas, más comprometidas, en peligrosísimos terrenos, hasta quebrar en todo lo alto el primer rejón!.
Fue un curso magnífico de lo que es torear a caballo y, así, quebró otros dos rejones, de modo magistral. Como pocas veces, el público se entregó a Carlos. Qué bien estuvo el público, inteligente, entendiendo de inmediato la gran labor de Arruza frente a un toro que constituyó todo un problema; y cuando el gran torero lo resolvió tan gallardamente, con tan deslumbrante sabiduría, con tan emocionante valor, las ovaciones se sucedieron unas a otras. Con una mano, clavó Carlos un estupendo par de banderillas, y después, con las dos, puso otro par, sencillamente portentoso, dejando llegar, teniendo apenas salida e igualando en todo lo alto. ¡El mejor par que yo he visto a rejoneador alguno!.
Echó pie a tierra y, clavadas las plantas en la arena, sin enmendarse un ápice, se pasó al toro en cuatro soberanos ayudados por alto. Todavía añadió otro más y remató con torerísimo muletazo por abajo, con la zurda. Un molinete de rodillas y después, una larga tanda de ayudados por abajo, mandando y templando de modo impecable. Más toreo en redondo y con la diestra y, rodilla en tierra, cuatro formidables pases de trinchera. Hubo en la faena de muleta, como en la lidia caballo, un señorío, una madurez y un equilibrio excepcionales. Y como punto final, un volapié perfecto, deletreado, que mató sin puntilla. Así terminó Arruza su prodigiosa lección de toreo. Las dos orejas y el rabo, dos vueltas, salida a los medios. Si Arruza quisiera, hacía un buche de agua con la nueva ola…» (Esto, 24 de enero de 1966).
Jarameño «Cuando anduvo vestido de luces, su señorío se impuso en todos los ruedos, sin importar ni alternantes ni toros. Torero largo, completo, fue puliendo su estilo, y se encumbró hasta los sitios más altos que torero alguno haya ocupado. Y cuando las circunstancias eran prietas –en esas tardes de inolvidable angustia–, supo siempre, siempre, dar el pecho, cuando no era posible dar pases naturales.
¡Grandeza torera, la de este Carlos Arruza!… hubo quien afirmó ayer: «es el mejor rejoneador que he visto»; y quien lo decía, ha visto torear a caballo incluso a Juan Belmonte… No sabemos, ignaros en los pormenores del arte ecuestre, si Carlos tenga mejor «asiento» o rienda más firme. Pero sí sabemos que, a caballo, nunca le hemos visto a nadie hacer lo que ayer hizo Arruza, con el toro más absolutamente impropio –por remiso, por querencioso y áspero– para las suertes del rejoneo» (Ovaciones, ídem).
Alfonso de Icaza «Ojo» «La coincidencia de unas iniciales como las que anteceden los nombres de los reyes, ha inducido a cierto diestro hispano a usarlas como propaganda… (pero) el único que merece ostentar tal título con pleno derecho, es S. M. Carlos I, el incomparable Ciclón Arruza, que es indudablemente el lidiador más completo que jamás haya existido… Nadie como él. Y después de nadie, el que ustedes quieran.” (El Redondel, 30 de enero de 1966).
Nunca rejoneador alguno suscitó un tributo de la crítica tan hondo, entusiasta y unánime. Los que han venido después, en reconocimiento de rejoneadores contemporáneos de la talla de Pablo Hermoso de Mendoza o Diego Ventura, suenan a elogios convencionales y de mero compromiso. Y a los quince días, repetía Arruza el llenazo, la expectación y la apoteosis. Pero su estrella estaba a punto de apagarse, se acercaba la lluviosa tarde del 20 de mayo de 1966 en que un mal volantazo de La Rana, su mozo de rejones y espadas, pondría al Ciclón Mexicano a merced del impacto brutal que acabó con su vida, mientras dormitaba a su lado tras entrenar en su Rancho «María», cercano a Toluca.
Lo que siguió fueron noches y días de doloridas manifestaciones de duelo, que culminaron en su tumultuoso sepelio en el Panteón Español de la ciudad de México. Obviamos los torrentes de tinta y papel que su inesperado óbito suscitó, y que se prolongaron durante meses.
En su postrera presentación en la repleta Plaza México (06-02-66), el Ciclón alternó con Jaime Rangel, Manolo Espinosa y Santiago Martín «El Viti», a quien, tras impecable estocada en la suerte de recibir, se le otorgó una oreja, injustamente protestada, del segundo de un flojo encierro de Jesús Cabrera.
Arruza le cortó las dos, con petición de rabo, a un bravo y esta vez muy propicio ejemplar de Reyes Huerta, con el que repitió su par a dos manos por los adentros y se explayó en larga y lucidísima faena muleteril, coronada de formidable volapié. Ésta nueva proeza se recoge, casi íntegra en Arruza, hermosa película biográfica de Butt Boetticher (1972). El toro se llamaba «Peregrino», como el último que toreó Carlos la tarde de su adiós vestido de luces sobre la misma arena de la Monumental (22-02-53). Un silencioso, premonitorio aviso que nadie, en ese momento, hubiera sido capaz de descifrar.
Carmelo Pérez –aquel que, desde el cielo, “se asoma a verte torear”, en la metafórica letra de “Silverio”, el célebre pasodoble de Agustín Lara– provocó en México una revolución parecida, sin exageración, a la de Juan Belmonte en la Meca del toreo, allá por 1913. Como el Pasmo de Triana, el texcocano carecía de los atributos físicos del torero prototípico –cargado de hombros y achaparrado el andaluz; alto, flaco y desgarbado el mexicano, de un moreno subido–, pero cualquier duda desaparecía en cuanto salía el toro y se topaba con aquel hombre impasible, plantadísimo, que lo obligaba a acometer un lienzo minúsculo y a repetir sobre el mismo una y otra vez. Aunque así “es imposible torear”, Carmelo toreaba en esas condiciones de inverosímil ceñimiento llevando las manos muy bajas, cargando la suerte y obligando al animal a quebrar la dirección de su embestida para poder eludir el imperturbable obstáculo humano que, conforme mayores fueran la codicia y celo de la fiera, más lances o muletazos sumaba (hasta 16 naturales consecutivos ligó cierta tarde en la plaza El Progreso de Guadalajara, incendiada de emoción).
Con Carmelo –que en realidad se llamaba Armando y empezó a torear a escondidas de su familia con nombre falso– todo ocurrió muy de prisa hasta el trágico desenlace: la campaña novilleril de Puebla que lo condujo a una alternativa sin sustento (13.01.29) –por cierto con el mismo cartel de la auténtica, diez meses después–, su seguidilla de triunfos y cogidas en la temporada chica capitalina, donde lo presentaron como “Un novillero que asusta”… pero de feo, le gritó un porrista mofándose de su fracaso ante su primer novillo, previo a la escandalera monumental que armaría con el sexto (05.05.29), su rivalidad con Esteban García –que era su contrafigura, casi un matador sin la alternativa que no llegó a tomar, pues lo mataría en Morelia el morlaco de su despedida como novillero (02.11.29)–, y, finalmente, un doctorado forzado por la empresa, que ese año comandó Rodolfo Gaona y que se le dio en contra del parecer de la crítica sensata, que no veía al texcocano preparado para convertirse, de la noche a la mañana, en matador de toros cinqueños.
La corrida. Todavía se discute si la cornada de Carmelo Pérez la tarde de nuestro cartel de referencia fue la causa de su muerte en Madrid en octubre de 1931, o ésta se debió a la cirugía del médico titular del coso madrileño, doctor Jacinto Segovia, para cerrarle la canalización que los médicos mexicanos le había dejado libre a fin de que continuara supurando la gravísima herida de pleura causada por “Michín”, de San Diego de los Padres, sexto de una corrida en la que Antonio Márquez (celeste y oro) acababa de cortarle el rabo a “Polvorilla”, cuarto bis de la tarde, y Pepe Ortiz (rosa y oro), sin ganado propicio, legó a la posteridad su quite por las afueras, andándole rítmicamente entre los pitones al abreplaza “Cornejón” mientras mecía su capote tras la espalda. Había nacido la tapatía, rebautizada por la futura ignorancia de algunos con otras denominaciones.
“Michín”. Retinto de pinta, era un saltillo del hierro toluqueño de San Diego de los Padres, al que se le asignó el nombre del gato con botas del cuento infantil. Su comportamiento en las corraletas de El Toreo fue bastante apacible, nada que presagiara el huracán astado que iba a saltar a la arena de El Toreo en sexto lugar, con Carmelo decidido a recuperar el terreno perdido ante su complicado primero, situación nada nueva para él si recordamos lo ocurrido el día de su presentación novilleril y también la tarde misma de su alternativa (03.11.29), en la que el de la ceremonia, un encastadísimo berrendo aparejado de Piedras Negras de nombre “Granado”, literalmente lo trajo de cabeza, como preparando una sonada reivindicación in extremis con el cierraplaza “Madrileño”, al que desorejó entre clamores. Si ese día le salió al último piedreño picado por el triunfo previo de Heriberto García –testigo de su alternativa, recibida de Cagancho–, más le pesaba esta vez el rabo cobrado por Antonio Márquez. No iba Carmelo, mexicano hasta las cachas, a dejarse pisotear en su propia tierra por un torero español. Y dejó el burladero dispuesto a todo.
La cogida. Rescatemos el vívido relato de Armando de María y Campos: “En sexto lugar salió “Michín”, retinto albardado, hondo, bien armado y bajo de agujas. El primer capotazo se lo da Rolleri y se revuelve rápido. Toma el olivo el peón y Carmelo (corinto y oro), en el tercio de capotes, le da un primer mantazo por bajo, por el derecho, “Michín” se revuelve violento en el preciso instante en que Carmelo se estira para pasárselo en uno de sus parones escalofriantes. Pero el toro se le viene tan vencido que lo encuentra en su viaje y lo empunta por los machos de la taleguilla. Y se produce la cogida más espantosa y larga, más horrible y dramática, más emocionante y absurda que hemos visto y que se recuerde. No menos de un minuto estuvo Carmelo en los pitones de “Michín”, que ya lo cogía por un muslo y lo soltaba, y rápidamente, brutalmente codicioso, lo enganchaba por la espalda, se lo pasaba de un pitón a otro, lo volvía a coger por los riñones, lo pisoteaba y arrastraba teniéndolo enganchado y azotándolo como trágico pelele. Márquez, colgado del rabo, no lograba que el toro soltara su presa, y cien capotes no podían distraer a “Michín”, que estaba asesinando al pobre torero. Una emoción intensísima palpitaba la plaza cuando Carmelo quedó en la arena, hecho un guiñapo humano, chorreando sangre de varios sitios, medio desnudo, porque un pedazo de taleguilla quedó en la arena, y una hombrera, y una zapatilla… ¡Está muerto!… ¡Lo ha matado!… decíamos todos, mientras compañeros y asistentes se llevaban el fardo trágico del torero ensangrentado… Nadie atendió ya lo que pasaba en el ruedo. Cumplió en varas ”Michín”… el tercio de banderillas, a cargo de Rolleri y Chencho, pasó como un relámpago. Y Márquez, sin brindar, hizo una faena breve y torera, casi toda por delante, logrando que el asesino “Michín” le obedeciera como inofensivo corderillo. Mató de dos pinchazos buenos y una corta que el público no se detiene a ovacionar porque materialmente se arroja hacia las salidas para saber qué es lo que tiene Carmelo.” (El Eco Taurino, 21 de noviembre de 1929).
Breve coda de José Alameda: “Antonio Márquez, el gran torero madrileño, a quien le tocó matar al toro que había matado a Carmelo –aunque la muerte de éste sobreviniera meses después—me lo contó un día, con emoción que no habían mitigado los años: “Pudimos al fin hacerle el quite, que buen trabajo nos costó a todos; di el primer capotazo después de la cogida y me quedé sorprendido de la fiereza con que acometió el toro. Nunca he visto un animal tan fiero ni una cogida tan impresionante. El toreo es duro muchas veces, pero pocas lo sentí y lo vi más duro que aquella tarde, en la vieja plaza El Toreo de México…” (Alameda, José. Los heterodoxos del toreo. Grijalbo, México, 1979. p. 99).
Parte facultativo. Da cuenta de seis heridas, dos de ellas muy graves: “Primera: Herida por cuerno de toro de 25 centímetros situada en el tercio medio e inferior de la cara interna del muslo izquierdo, interesando todas las partes blandas y faltando sólo la piel para salir por la cara externa; descubrió las venas femorales y desgarró el nervio crural, destruyendo grandes porciones musculares. Segunda: Herida causada por cuerno de toro en el hemitórax derecho, a la altura del noveno espacio intercostal, de nueve centímetros de extensión”. El parte menciona otras cuatro cornadas y detalla la curación practicada en la enfermería. “Pronóstico: El conjunto de dichas lesiones pone en peligro la vida del diestro.” Firmado por los doctores Xavier Ibarra y José Rojo de la Vega.
Será la segunda, la del costado, la herida que finalmente segará la joven vida de Armando Pérez Gutiérrez (Texcoco, 01.07.1908/ Madrid, 18.10.1931), Carmelo Pérez en los carteles.
Aportación y grandeza. Al contrario de los ases de la edad de oro mexicana –los Armilla, Garza, Balderas, Solórzano, El Soldado…—y no se diga los posteriores, del toreo de Carmelo no existen constancias fílmicas sino solamente fotográficas; en todas pasan los toros a una distancia inverosímil de su cuerpo, pero el toreo es un arte en movimiento, y en cuanto al temple carmelita y sus remates y su modo de ligar, nos quedamos en ascuas. Sabemos que el ganadero de San Mateo, Antonio Llaguno González, que fue un gran impulsor de la clase y el son en toros y toreros, tuvo siempre su torero de referencia, sucesivamente Gaona, Chicuelo, Garza, Luis Castro, dueños todos del secreto del temple; en esa línea solamente prescindió de Silverio Pérez debido a su cercanía con Fermín Armilla, visto por el señor Llaguno como enemigo a vencer. Pues bien, Carmelo también figuró, aunque fugazmente, en su corta lista de privilegiados.
Tres legados: técnico, estético y emocional. Al respecto, reproduzco lo que Paco Malgesto, apoyándose en una crónica de Carlos Quirós “Monosabio”, escribió sobre Carmelo: “Cinco pases naturales de tal temple, de tal suavidad y de tal longitud como no se habían visto nunca en México; y allí estaba, testigo asombrado y mudo de la escena, el torero que antes que Carmelo mejor y más bellamente había toreado al natural ante los ojos de la afición mexicana: Manuel Jiménez “Chicuelo”. Estaba viendo derribarse, al soplo de la inspiración maravillosa del torero de Texcoco, el monumento que eran en la memoria de los aficionados sus faenas a “Dentista” y “Lapicero” de San Mateo…” (Cantú, Guillermo H. Silverio o la sensualidad en el toreo. Edit. Diana. México, 1987, p. 191).
Este relato corresponde a la faena de Carmelo a “Viñero” de Zacatepec (11.01.31), un año después de la cornada de “Michín”, con el pulmón derecho colapsado, asfixiándose al torear y ya con la muerte en el cuerpo. Mientras ésta llegaba, inexorable, otra clase de legado suyo se fraguaba. Tenía nombre, apellido y un futuro esplendoroso: Silverio Pérez.
Oficialmente, Silverio Pérez Gutiérrez tomó la alternativa de manos de Fermín Espinosa «Armillita» el 6 de noviembre de 1938 en «El Toreo» de Puebla. Citada como mera efeméride, este suceso nada dice de la entrañable relación que existió entre Fermín y Silverio.
Iniciada tres años antes, continuaría madurando hasta convertirse en un caso de amistad acaso único en la historia del toreo, ámbito donde imperan egos robustos y celos desatados, nada que ver con la natural y fraternal sencillez de aquellos dos seres de mítica nombradía.
Fermín y Silverio Difícilmente podría pensarse en dos toreros más distintos de carácter y expresión: abrumadora la facilidad del saltillense por su comprensión y dominio de la técnica y de los astados, también por su amplísimo bagaje artístico y una maestría lidiadora casi infalible. Presa frecuente de la inhibición el texcocano, y al mismo tiempo incomparables la hondura y sentimiento mexicanísimos de su impactante, bellísimo estilo torero. Quizá por eso Silverio fue ídolo y Fermín maestro de maestros.
Pero no nos vayamos con las etiquetas simplificadoras: que Armilla sentía y saboreaba el toreo lo demuestran sus muchas faenas grandes, distintas todas entre sí, de perfecta arquitectura todas ellas y de una estética sobrecogedora en sus momentos culminantes. Y tampoco sería justo negarle al Faraón de Texcoco que, con todas sus desigualdades anímicas, poseía un agudo conocimiento de los astados y recursos de sobra para poderles. Por capacidad natural y porque abrevó desde temprano en la fuente del sabio de Saltillo, que le tomó especial aprecio personal desde aquel contacto casual que los acercó para siempre en una modesta pensión madrileña.
Fue a raíz del brindis que Silverio, novillero incipiente, le dedicó a quien España reconocía ya como figura indiscutible. Sucedió en la placita de Tetuán una tarde en que alternaban dos principiantes hispanos y dos mexicanos y quiso la casualidad que se encontraran por primera vez en un ruedo Silverio y Manolete, equivocadamente anunciado en aquella ocasión como Ángel Rodríguez (01-05.35).
Fermín correspondió a la atención de su joven paisano con el obsequio de un terno de luces, y al pasar Silverio por la preciada prenda empezó a fraguarse entre ambos una amistad para toda la vida. Escaso de contratos como estaba, no le fue difícil a Silverio aceptar la oferta de Fermín de convertirse en chofer de su auto, y así pudo recorrer la península, ciudad por ciudad y corrida tras corrida, a cambio de las lecciones cotidianas que le transmitía aquel catedrático de los ruedos con su sencillez proverbial y claridad meridiana, primero ante el toro en la plaza y más tarde de palabra, al recordar y analizar lo ocurrido. Un as del volante al servicio de un as del toreo, para mutuo provecho de ambos. No hace falta decir que Armillita reconoció desde temprano en Silverio a un artista de sello incopiable y posibilidades inmensas. Y que se propuso convertirlo en su discípulo e impulsarlo con sus influencias en el medio taurino.
Vino el boicot del año 1936 y, de vuelta en México, cada cual continuó su ruta sin perder nunca ese mutuo contacto. Armilla en primera línea, como la figura señera que era; Silverio a través de una trayectoria novilleril de lenta progresión. Hasta que, una vez concluida la temporada chica de 1938, en la que Fermín estuvo observando con lupa sus avances, decidió que había llegado para el de Texcoco la prueba suprema de la alternativa. Génesis de la corrida
Sabido es que La Punta fue de las ganaderías predilectas de Fermín Espinosa, con su encaste Parladé puro y toros arrogantísimos, enormes como tanques. Su afinidad con los señores Madrazo, propietarios del prestigiado hierro jalisciense, derivó pronto en amistad franca, propia del ser sin fatuidades ni dobleces que fue aquel coloso nacido en la norteña ciudad de Saltillo. Y un buen día de verano del año 1938, en un paréntesis de las faenas de tienta,
Pepe Madrazo condujo al torero hasta los cerrados donde pastaban sus cuatreños y cinqueños de saca y le mostró la corrida más cuajada que allí rumiaba. Se trataba de un encierro imponente, y al notar en el moreno rostro del maestro la fuerte impresión que le había causado, se le ocurrió formular esta apuesta: sería dueño de cierto semental, largamente codiciado por Fermín –entusiasmado con hacerse ganadero, siempre que fuera capaz de presentarle como contraseña el rabo a cualesquiera de los galanes que estaban a la vista, él que con tantos punteños había triunfado. De momento, Fermín nada contestó. Pero la propuesta era demasiado tentadora y no tardaría en responder con un sí al desafío del ganadero amigo. Tenía en mente conjuntar la osada apuesta con su propósito de doctorar cuanto antes a Silverio. Y fue urdiendo, a favor de sus buenas relaciones con la empresa poblana –cuya cabeza activa era don Carlos Reyes González–, la posibilidad de que fuese «El Toreo» de Puebla el escenario del acontecimiento. Se trataba de una plaza grande y moderna, cercana al Distrito Federal, y su serie de corridas tenía lugar justo antes del inicio de la temporada grande capitalina.
Breve y fructífera temporada
Corridas sueltas aparte, Puebla armaba su temporada formal entre los meses de octubre y noviembre. Aquel año la inauguró con un encierro duro de Piedras Negras y un mano a mano del que José González «Carnicerito de México» emergió triunfador y Alberto Balderas con el oprobio de los 27 pinchazos sumados en una de sus tardes más aciagas. Al domingo siguiente, 23 de octubre, repitió Carnicerito con una corrida preciosa de San Mateo, pero apenas se vio al lado de un arrollador Armilla. Estuvo Fermín colosal con sus tres toros y los rabos de «Capirucho» y «Manzanito», noble y bravo el uno, duro y complicado el otro, coronaron su apoteosis.
Hubo después un concurso de ganaderías de la región que despacharon Jesús Solórzano y Paco Gorráez.El Cachorro queretano asustó con sus alardes de valor, pero la faena de la tarde la cuajó Jesús con un toro nobilísimo de La Laguna al que toreó con suavidad de seda y desorejó entre clamores. Como es obvio, fue ese lagunero el astado vencedor.
Como cerrojazo de la corta serie se anunció, con un encierro de La Punta de imponente trapío, la alternativa de Silverio Pérez –a punto de cumplir 23 años–, apadrinado por Fermín Espinosa «Armillita» y con Paco Gorráez como testigo. La entrada de un prematuro invierno no consiguió enfriarles el ánimo a los poblanos. Y hubo en «El Toreo» local muchos visitantes procedentes, sobre todo, de la capital de la república.
La corrida Este es el testimonio de Paco Madrazo Solórzano, hijo de don Francisco, mandamás, junto con su hermano José, de la ganadería a lidiar: «Día de Muertos. Nuestros toros amanecieron en los corrales de Puebla. Con latas de engrudo, unos chiquillos pegaban los carteles en las esquinas. Se anunciaba la alternativa de Silverio Pérez. El domingo 6 partió plaza al lado de Fermín Espinosa “Armillita” y Paco Gorráez para matar los toros «Estudiante», número 33, negro, gordo y bien armado, y «Capuchino», número 20, negro, que abrieron y cerraron plaza aquella tarde inolvidable para Silverio. No estuvo el de Texcoco como se esperaba ni como la gente lo quería ver». (Madrazo Solózano, Francisco. «El color de la divisa». Edit. Font, S. A. Guadalajara. 1986. p. 171). El propio Silverio, que habrá sudado como pocas veces el terno azul y oro que lució en tan señalada ocasión, confirmaría el aserto de Paquito Madrazo: «Ya tenía yo la experiencia de aquellos elefantes sobreros con los que apechugué en Salamanca de novillero, pero en mi vida volví a encontrarme con una corrida tan grande, bronca y pesada como la que me tocó en Puebla. Salí del paso como pude, verdad de Dios”. (Cantú, Guillermo H. «Silverio o la sensualidad en el toreo». Edit. Diana. México. 1987. p 147). Fermín gana la apuesta. Toros con trapío y guasa los punteños de aquel domingo nublado y sin música. Tanto así que Paco Gorráez, el torero cuña por antonomasia, desbordante de valentía siempre, tuvo la contrariedad de que su segundo adversario volviera vivo al corral al sonar el tercer aviso. Y al mismísimo Armilla lo envió súbitamente por los aires, con la banda de la taleguilla desprendida de arriba abajo, un gañafón brutal lanzado por su primero, dificilísimo, al intentar descabellarlo. Pero remedado y todo a «Malagueño», el cuarto, le cuajó un faenón que mantuvo al público de pie y le cortó el rabo. Vestía Fermín de verde botella y oro, como el día de la pata de «Pardito» en «El Toreo» de la Condesa.
Los señores Madrazo, tras presenciar esa hazaña de la que no creyeron capaz ni siquiera al mejor de los maestros –como que sabían lo que habían mandado a Puebla–, tuvieron que disponer, de regreso en su finca jalisciense, el embarque del prometido semental español en dirección de la hacienda donde Armillita hacía sus pinitos como ganadero.
Lo mejor estaba por venir. Al poco tiempo, el recién doctorado confirmaba su alternativa en la capital con «Vigía» de La Laguna y, naturalmente, de manos de Fermín «Armilla» (11-12-38). Sin acomodó y con apenas asomos de su arte en esa y las otras dos tardes de su primer invierno de matador, no tardaría en convertirse en deslumbrante revelación en la temporada del sisma (1939-40), luego de una provechosa campaña veraniega por tierras de Portugal –el boicot del año 1936 mantenía rotas las relaciones con España, desangrada además por su guerra civil–. Principiaba la leyenda del Faraón de Texcoco.
Ya aguardaban, un poco más allá en el tiempo, «Clarinero», «Tanguito» y la eternidad…
Personalmente tenía el interés de escribirlo, y lo escribo. Y es que todas las artes siempre pertenecieron a las entrañas de los Palacios Reales. Ustedes recordarán que la pintura, el teatro, la música, incluso la poesía, siempre sobrevivían en la soledad interior de los entretelones de los habituales reyes. Y por eso, no deja de ser hiperbólico escribir que la tauromaquia surgió de allí, de la nobleza, cuando se miraron en aquellos espejos reales las competencias equinas.
De allí vemos que el encaje de la popularidad no se alcanza a entender si es de ensayo o es de ficción. Qué quiero decir con ello. Pues que la tauromaquia es un espectáculo indefinible. Unos dicen que es un arte. Otros que es un deporte. La mayoría que es un rito. Y algunos, como Henry de Montherland, dice que «es un arte que juega con la muerte».
Pero la tauromaquia inicia su vinculación popular a través del caballo, tanto así, que con el paso de los años, se va cimentando en las competencias donde el caballo era más importante para posteriormente dar paso al toreo a pie, basado en el oro de los de a caballo. Los mozos y ayudantes son a la larga quiénes proveen a un protagonista, quién más tarde se convertiría en el torero. Dicho de otra manera, el torero actual, quién se arrebuja en un traje de luces, se encontró de repente con la libertad, inmerso en esa espiral. En la espiral de la libertad. Sin embargo, la liturgia del toreo se inicia con la soledad interior de ese mismo torero, que transita después por el acercamiento a la capilla de la plaza, para después de manera extraña, ese mismo torero, de una forma pagana toca madera al salir al redondel. Pero él toreo es un arte ? A mí personalmente me asaltan dudas. Para mí es un espectáculo repito, como indefinible, porque es la conjunción de dos elementos que son contrarios y que terminan para hacer el toreo, invirtiendo sus valores, su desempeño, su comportamiento. El feminoide se torna poderoso y el poderoso se torna débil y sometido. Que es un rito ? Pues, también lo es. Se acerca a su esencia ritual.
Entonces tendríamos que entrar en un análisis que nos haría muy extensos en el tema.Y así, abusaria del espacio que tan amablemente me han cedido. Es indudable que es un espectáculo plagado de estética y de embrujo por los movimientos de los protagonistas, constituyendose en un espectáculo singular, donde «la muerte está viva». De tal suerte que evidentemente es algo de vida y muerte, lo que lo señala como indefinible, incalificable e inclasificable.
Y en ese camino sin retorno, sí nos queda claro que al allanar todas sus bases descubrimos que está unido a la libertad, porque va rompiendo sus moldes hasta llegar a convertirse en un sí y en un no.
Ése es mi pensamiento. Pensamiento que se acerca a la tesis de Montherland, pero también se aleja, pues es palmario el trazado estético en el torero y en el toro, y en una magia que nos posee de manera efímera, pero cargada de belleza. Lo que sí es cierto es que el toreo es algo distinto. Efectivamente, es un sí y es un no.
Como nuestras celebraciones de Día de Muertos, la tauromaquia es una tradición mexicanísima. Nacieron contemporáneas y fueron creciendo y evolucionando sin dejar de representar algunos de los valores más caros a la gente de este país. Más de una vez me he referido –perdón por el tufo academicista—a la dualidad mito-rito como núcleo básico de toda tradición.
De los valores colectivos que aloja el relato mítico original y del simbolismo ritual que representa tales valores cuando la tradición se actualiza con cada nueva puesta en escena.
No son buenos tiempos éstos para las tradiciones mexicanas. Tampoco para las dos de referencia. En la de Muertos ya hasta Hollywood metió la mano, creando una ilusión de renovación y fortalecimiento que evidentemente no existen, porque el sentido del espectáculo y del negocio desplazó sin remedio a los valores tradicionales de un mito fincado en torno al amor por nuestros difuntos, el convite anual para que regresen a visitarnos, el cuidado de personalizar esa invitación con tal de hacerla grata al difunto particular de que se trate, ajustándola a sus gustos, apetitos y placeres más propios y entrañables… Y de la simbología del rito, ni hablar: ¿dónde quedaron las flores de cempasúchil que formaban una cuidadosa cruz que aunaba en su sencillez al mismo fe espiritual y guía material, y que si acaso sirven ahora para adornar las solapas de catrinas y catrines en el desfile capitalino inspirado en la filmación reciente de una película de James Bond? Quizá la respuesta la tenga Coco, el largometraje de animación producido y difundido por la Casa Disney al que se reduce el significado tradicional del Día de Muertos para la generación milenial.
Y sobre nuestra tradicional fiesta de toros sería ocioso abundar. Aquí sí que ni la industria del espectáculo está para echarnos una mano. Porque, como sabemos, la globalización anglosajona eligió la tauromaquia como el saco de los golpes ideal para exhibir musculatura y, por lo tanto, como presa perfecta para su acoso y derribo. Y el impacto ha sido brutal en cada uno de los países taurinos, con los cobayas locales del imperio multiplicados por las redes sociales y sus representantes oficiales instalados en cómodas butacas legislativas. En México, además, cuentan con el refuerzo adicional de un sistema largamente postrado por las causas endógenas ya conocidas y explicitadas por esta columna hasta el cansancio.
De ahí la necesidad de propuestas como la que a continuación se describe.
Una ofrenda por al fiesta. Ahora que Tauromaquia Mexicana planea, para el jueves 11 de este mes, una manifestación en la explanada del palacio de Bellas Artes contra la propuesta asamblearia de extender al toreo la ley del “bienestar animal” — entelequia de moda–, no sería mala idea instalar, aunque sea al modo virtual, una ofrenda dedicada a la fiesta brava. Tendría que ser una ofrenda tradicional, nada que ver con algún vistoso parade de calaveras en traje de luces ni cosa parecida. Ofrenda impulsada por nuestro amor a la fiesta, invocándola para que abandone su ostracismo y se haga de nuevo presente. Para lo cual tendría que acudir revestida con los valores morales que le dan sentido: el estoicismo, la serenidad para asumir un riesgo potencialmente mortal, la disposición a superarlo creativamente, la entrega, la pasión, la fuerza del espíritu de que hablaba Juan Belmonte…–. Una ofrenda centrada en el toro como nuestro muerto amado y, por lo tanto, el gran invitado al banquete anual y al milagro de su resurrección.
El toro, siempre el toro. Toro plural que hace posible toda tauromaquia pero también ejemplares cuya individualidad permanece indeleble más allá del sacrificio de su muerte, los “Revenido”, “Revistero”, “Centello”, “Pardito”, “Amapolo”, “Jumao”, “Clarinero”, “Tanguito”, “Famoso”, “Ratón”, “Cantaclaro”, “Platino”, “Goloso”, “Clavelito”, “Holgazán”, “Montero”, “Polvorito”, “Soldado”, “Tabachín”, “Fedayín”, “Azucarero”, “Navideño”, “Amoroso”, “Cumbrerillo”… pero también el “Gallero” de Guillermo, el “Valeroso” de Joselito, el “Rey Mago” de El Pana, el “Cantapájaros” de El Juli, el “Cervato” de Talavante, el “Dalia” de Manzanares, el “Peregrino” de Morante y hasta el “Navegante” que a punto estuvo de llevarse a José Tomás. En profusión fotográfica como fondo ilustre en un altar adornado con el colorido de las banderillas y del cempasúchil morado y amarillo, monteras y puros, muletas y espadas, imágenes religiosas bordadas en los capotes de paseo y carteles de corridas célebres.
Nuestros muertos. Observaba Raúl Dorra, con sensibilidad de poeta, que se va “a los toros”, y que invariablemente se habla de “fiesta de toros” o “fiesta brava”, cediéndole el protagonismo al temible y hermoso animal cuya casta da sentido a su sacrificio ritual en la por algo llamada corrida de toros. Pero nuestra ofrenda estaría incompleta, mutilada, si no reservara un espacio para la contraparte humana de la lidia, pues así como no hay tauromaquia son toro, tampoco habría toreo si se excluye al hombre que sublima el duelo con la hermosa, mítica y admirable bestia bicorne.
Por tal razón, nuestra ofrenda, que por lo visto va requiriendo más espacio y elaboración que cualquier ofrenda normal, debería asimismo contar con un sector bien visible dedicado a las víctimas del toreo; retablo donde no podrían faltar las imágenes de Pepe-Hillo –autor del primer tratado de tauromaquia conocido y compadre de Francisco de Goya, el pintor inmortal de Fuendetodos–, Manuel García “El Espartero”, Antonio Montes, Joselito “El Gallo”, Manolo Granero, Carmelo Pérez, Rafael Vega de los Reyes, Ignacio Sánchez Mejías, Alberto Balderas, Manuel Rodríguez “Manolete”, Francisco Rivera “Paquirri”, Rodolfo Rodríguez “El Pana”, Iván Fandiño y tantos más, famosos o humildes, cuyos nombres están unidos al del toro que los privó de la vida. Nada más justo, puesto que toro y torero integran una unidad indisoluble, más allá de los fugaces instantes de su reunión dialéctica y ritual sobre los ruedos del mundo.
Altares particulares. Como la fiesta, para el aficionado chipén, es de adhesión incondicional a tal o cual torero, cada uno de nosotros puede elaborar su propia ofrenda, dedicada al diestro de sus preferencias. Respetando rigurosamente las reglas del rito al instalarlo, pero dando rienda suelta a su imaginación e inventiva para incorporar los lances, pases y actitudes más característicos del espada fallecido, el pasodoble que le fue dedicado, acaso alguna prenda personal del mismo, presente material o simbólicamente en el altarcillo.
Redondel de ofrendas. Imagino, para estas fechas tradicionales, el ruedo de cualquiera de nuestras plazas aún sobrevivientes con una gran ofrenda al centro, parecida a la que quedó descrita líneas atrás. Y en torno a la roja barrera, ofrendas particulares dedicadas a los ídolos taurinos desaparecidos, sin impedimento para que las haya dedicadas también a tal o cual ganadero, empresario, cronista o aficionado de prosapia. No será ya en este complicado 2021, pero ojalá sucediera pronto, y de llegar a ocurrir, que no fuera un caso aislado sino muchas las ciudades y cosos que se sumaran. Y es que no se me ocurre mejor homenaje ni más mexicano rescate y defensa de nuestra bienamada fiesta, tan amenazada hoy desde tantos frentes. Ni demostración más gráfica de su valor tradicional e histórico.
Reapertura y discrepancias. El sábado por la noche, la Plaza México reabrió sus puertas luego de 621 días con los candados puestos. Nunca estuvo más tiempo cerrada. Y para celebrar semjante suceso se anunció una corrida de seis espadas, con un raro preámbulo religioso inspirado en la famosa corrida de las luces de Huamantla. La gente tenía ganas de toros –mitad del numerado estaba ocupada, pese a las restricciones sanitarias—, pero lo que salió por la puerta de chiqueros fue una muestra fiel del post toro de lidia mexicano, elemento fundamental de una crisis que se remonta mucho más atrás de la pandemia. Inútil resultó el empeño de los diestros, y a la altura del quinto astado el malestar general, agudizado por la pequeñez del bicho de Reyes Huerta, estalló en protestas. O sea, nada nuevo bajo la luna, aunque las de octubre gocen fama de ser particularmente hermosas.
La plaza solitaria, el larguísimo ayuno, el despertar de la afición demandaban otra cosa. No la luz artificial, el extraño preámbulo, el toro disminuido. La corrida es una fiesta solar, ¿a qué negarle su ámbito natural, el calor y la luz de la tarde, el espectáculo de la bravura? Si de reactivar el gusto de los capitalinos por el toreo se trataba, lo adecuado habría sido innovar con una estrategia publicitaria que llegara con fuerza a todos los ámbitos de la ciudad. E incluso del país, vía la televisión, que como todo mundo sabe ha sido una exitosa palanca para el relanzamiento de las corridas en España. Total, un fiasco más.
Y nada que reprochar al público, que abandonó la plaza desencantado luego de una reapertura presidida por la misma mezquindad conocida, y a la cual debemos la crisis que arrastra nuestra empobrecida fiesta del siglo XXI.
Mi admirado «Pollo» Pallares me envía desde la incomparable Cartagena de Indias una nota en su columna habitual en tendido7 y hace referencia a uno de los hombres mas romántico y mas querido de la fiesta, el gran Joselillo de Colombia.
Siempre he recalcado, cuando tocamos los temas taurinos – mi afición y por la cual sobrevivo las veinticuatro horas del día-, que según teorizo Aristipo, quién era un discípulo de Platón, que existen dos cosas que influyen en el hombre, y que son el sufrimiento y el placer.
Ello, creo, también es parte sustancial en la tauromaquia, porque en el toreo «la muerte está viva», y por supuesto, se asoma a ésta práctica, ya que el toro con cualquier descuido propina una cornada mortal al diestro. Allí se patentiza el sufrimiento que se inicia en los patios de cuadrillas con el denominado «ese miedo a tener miedo», hasta cuando ya en el redondel, ello se troca en responsabilidad.
Por ello, nos asalta una pregunta : Por qué «Joselillo de Colombia», se empecinó en cultivar la tauromaquia en prácticamente todas las plazas de toros del país, sirviendo como torero y empresario ? No sería que «Joselillo de Colombia», en todos los sentidos, argumento esa posición ambivalente, puesto que de todas maneras, se evidenciaba aquello del sufrimiento al placer. Es decir, al expresarse estéticamente con su toreo, también realiza la anexión hedonista del placer con el triunfo sonoro y corte de orejas. «Joselillo de Colombia» siempre vivió para la tauromaquia. Y en Colombia fue un gran sacrificado.
Sin embargo, por esa ceguera involuntaria de los aficionados no tiene siquiera un busto en honor a sus prácticas toreras. Y especialmente en Cartagena, mi ciudad, donde hizo palmario la gran plaza de toros como gestor, dando por válidos sus argumentos. Le recordamos con un busto invisible !
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