A El Cid le pareció una tarde rara, y apostilló: “Tal vez en otra época del año, los tres hubiéramos tocado pelo…”. Es cierto. El jueves, en Las Ventas, hubo más vivas y palmadas de impaciencia que ovaciones cerradas y peticiones de oreja. Las ¡vivas! se lanzaban en los momentos menos oportunos con cualquier pretexto –el más socorrido, la fecha misma, 12 de octubre–, las palmas de tango generalmente llegaban cuando ya el espada en turno faenaba extrañado por la indiferencia del público, que prefirió seguir las ocurrencias del tendido a lo que sucedía en el ruedo aunque esto tuviera un mérito y un torerismo reconocibles por el buen aficionado.
Ahí es donde parece estar el quid de la cuestión. En que los buenos aficionados son cada vez menos, y la masa amorfa se concreta a seguirle la corriente al primer gritón o alborotador que se manifieste. Normalmente, las expresiones de inconformidad y los señalamientos más exigentes parten del tendido siete, donde solía estar el origen de esa tensión tan particular que tienen las corridas madrileñas y que distingue a Las Ventas de cualquier otra plaza del mundo. Alguna vez podían pasarse de tueste, pero nadie negaría que en ese pedazo de tendido se acomodaban aficionados de buena cepa y rigor insobornable. El jueves 12, sin embargo, los ahí reunidos prefirieron adoptar el triste papel de reventadores, presas de un malhumor otoñal y de una disposición a rechazarlo todo que subvierte el sentido de la fiesta y contagiaba al resto como reguero de pólvora. Su misión parecía consistir en pasar de la frialdad a la censura gratuita por pura diversión.
No sé si tendría razón El Cid en su observación final. Lo cierto es que las faenas del quinto y sexto toros –mejor, torazos— difícilmente se habría quedado sin premio de haberse desarrollado en presencia de un colectivo integrado por aficionados de verdad.
Isaac entre el oleaje. Al moreliano le correspondió un gran toro de Victoriano del Río –“Bolero”, zaino con 540 kilos y con una percha paliabierta de mucho cuidado. Era toro de triunfo, pero el triunfo no llegó. Ya el arrimón que Isaac se pegó en el primer tercio –larga de rodillas, mecidas verónicas, abelmontada media, temerario quite por saltilleras, citando desde largo y cambiando varias veces el viaje del toro en el trayecto—había sido recibido con sospechosa tibieza. La rompió iniciando su faena en los medios y de rodillas, con dos péndulos escalofriantes, a los que siguió una buena tanda con la derecha, de muleta baja y palpable temple. Insistió en lucir al toro dándole siempre distancia para aprovechar su alegre, noble y repetidora embestida. Y es verdad que debió ceñirse más y que en la tercera serie derechista perdió el compás y la faena empezó a venírsele abajo, sin que arreglara el cuadro lo cerca que se pasó los agudas astas en las bernadinas finales, ya con el público en contra. Pero la verdad es que a favor no lo tuvo ni siquiera en sus momentos más inspirados. Naturalmente, la ovación final fue para los restos de “Bolero”.
Y ante el sexto, que no era igual de bueno y con el que se estaba jugando la piel a águila o sol, para obtener alguna respuesta del indiferente tendido hizo falta que el castaño “Verbenero” lo trincara feamente con el pitón zurdo al pegarle un arreón en corto, y que Fonseca se levantara de la seria paliza sin verse la ropa para cobrarse el mal rato que le había hecho pasar el mansurrón aquel con una disposición y una entrega conmovedoras: péndulo y derechazos de hinojos al reanudar faena, final con manoletinas escalofriantes y estoconazo a toro tapado y vencido en el que libró la tarascada de milagro, refrendado con certero descabello. Y asomaron bastantes pañuelos, aunque en cantidad insuficiente para alcanzar premio. No obstante, había conseguido remontar la adversidad del toro anterior a fuerza de casta y torerismo. Y es de desear que el año entrante no tenga que pasar por otra Copa Chenel –especie de segunda o tercera división del toreo– para encontrar algún hueco en los carteles. Cosa que, por desgracia, dudamos.
Autocrítica. Isaac Fonseca demostró que además de valor por toneladas es un torero con la cabeza clara. Lo prueba, por ejemplo, su fácil conocimiento y dominio de los terrenos. Pero además posee autocrítica, prenda rarísima entre la gente del toro. Por eso, interrogado sobre su tropezón con el excelente “Bolero” de Victoriano del Río, admitió el hecho y prometió analizar muy cuidadosamente lo sucedido. Porque, dijo, un torero joven debe estar dispuesto a convertir en buenas las malas experiencias. Que así sea.
Magistral Talavante y muy torero El Cid. La faena de la tarde, asimismo ninguneada por la mala fe de los reventadores y el papanatismo del resto de la plaza, se la cuajó Alejandro al quinto toro –alto, cornivuelto, astifinísimo y con un peligro sordo–. Serio, templado, magistral en suma, el extremeño ofreció su mejor versión en plazas de primera de los últimos dos años, tan complicados para él como decepcionantes para sus seguidores. Con la derecha y con la izquierda, obligando y toreando mucho, con aire y aplomo de figura en sazón, y además certero con la espada. Poco caso le hicieron. Y hasta hubo pitos entreverados con los aplausos que lo llamaron a saludar al tercio a la muerte del marrajo.
El Cid contendió con un par de sosos –uno de Garcigrande y otro de Del Río– que iban y venían sin trasmitir poco ni mucho. Pero se le vio muy seguro y templado toda la tarde, y con un sitio, incluso al estoquear, que ya hubiera querido ostentar en sus años buenos. Si 2023 no fue uno de ellos será porque a las empresas no les dio la gana contratarlo.
Feria de Otoño: semana final. Después del cálido adiós a El Juli –reconocimiento y desagravio felizmente asociados–, lo más interesante llegó con dos toracos de Toros de Cortés tan declaradamente mansos que, en su desaforada fuga, no se dejaron ni picar. Y resulta que Sebastián Castella, más serio y mandón que nunca, sin atender a un peligroso amago de cogida, no tardó en convertir al buey en borrego, labró una gran faena y sólo por pincharlo se quedó sin trofeos. La vuelta al ruedo que lo obligaron a dar fue clamorosa, como clamorosa sería la que dio Paco Ureña por otra hazaña muleteril totalmente inesperada, pues el astifino burraco, un buey huidizo, hasta había obligado a desempolvar las banderillas negras y desarrolló un genio endemoniado –con el navajazo final le partió en dos el chaleco– sin conseguir amedrentar la estoica entrega del lorquino.
Fue, la de ese viernes 6, una muestra inesperada de la tauromaquia de otros tiempos, dramáticamente ajustada a las exigencias técnicas y estéticas del toreo contemporáneo.
Borja, la sensación. El suceso del final de temporada en Las Ventas lo marcó la puerta grande abierta por Borja Jiménez el 8 de octubre luego de exprimir gota a gota las posibilidades de tres encastados victorinos, tan distintos entre sí como pareja y sin fisuras fue la entrega del sevillano, que les cortó la oreja a los tres, incluido el segundo de Román. Fue el suyo un alarde de toreo quieto y mandón, basado en una colocación perfecta y aderezado con carisma y sello propios. Lo más asombroso es que semejante torero partiera plaza en Madrid con solamente otra corrida toreada en el año, confirmando hasta dónde pueden llegar los cerrados intereses, omisiones y mezquindades del empresariado.
Esa tarde, nuestro Leo Valadez estuvo muy valiente, torero y cumplidor con el lote malo de Victorino, cuyo geniudo primero le había pegado seca cornada en el muslo derecho a Román, ese joven valenciano tan esforzado y pundonoroso al que toro que le levanta los pies del suelo, toro que irremediablemente lo manda al hospital.
Una lanza quebrada por la México. Viendo las reacciones del público de Madrid –que no son novedad, se ha manejado a capricho desde siempre–, y también del de Sevilla, hoy por hoy las plazas más importantes del microuniverso taurino –más micro que nunca–, me afirmo en la convicción de que la mejor afición que he podido conocer es la de la Plaza México. Me refiero, claro está, a la que me enseñó lo poco que sé de toros en los felices años 60 y el 70 del siglo XX. Esa que terminó siendo ahuyentada y finalmente aniquilada por las empresas autorreguladas, las autoridades omisas y el post toro de lidia mexicano.
Puntualicemos. Sin dárselas de exigente, tan metido en fiesta que patentó el gigantesco ooole con que se saludan aquí las primeras notas de Cielo Andaluz, nuestro pasodoble de partir plaza, aquel público sabía ser imparcial e imponer su buen gusto combinando una sensibilidad natural para el arte con el criterio y los conocimientos derivados de ver toros cada domingo, y leer y conversar mucho del tema entre semana. Como no se dejaba llevar por la ley de las compensaciones ni por simpatías o antipatías a priori, sus juicios estaban relacionados siempre con el aquí y el ahora, no con deudas pasadas, afectos personales o alucinaciones compartidas. Sus broncas castigaban la incapacidad, la mandanga o la impostura, y si el juez de plaza equivocaba una decisión se lo hacía ver y pagar de inmediato.
Fue aquí donde floreció con mayor fuerza el coro consagratorio de ¡To-re-ro!¡To-re-ro!, nacido en el viejo Toreo, no en España ni en ningún otro lugar; y no faltaba en su repertorio ese otro de ¡to-ro!¡to-ro!, tan temido lo mismo por la figura infatuada que por el novillero incipiente porque decretaba inapelablemente la superioridad del astado sobre el diestro incapaz de aprovechar su bravura. Como todo ente vivo, mi Plaza México podía tener días buenos y malos, pero aún en los peores supo mantener firmes su personalidad inconfundible y la solidez de su sensibilidad y sus conceptos taurinos.
Como decía, esa afición no existe más. La fueron expulsando las trastadas y desafueros de una empresa cuya labor de zapa se extendió a casi un cuarto de siglo. A los grupos de aficionados bien organizados los sucedieron alcoholizados porristas a sueldo. Y quienes fueron llegando después, sobre todo a las barreras y tendidos de sombra, se creyeron que para pasar por conocedores tenían que rendir incondicional tributo a los ases foráneos –mientras más famosos más impunes–, contribuyendo por activa y por pasiva al juego de intereses y desmemorias que han ido acabando irremisiblemente con nuestra fiesta.
En el siglo de oro del toreo, el toreo gitano merece capítulo aparte. No será un capítulo extenso sino intenso, de aroma y sabor tan especiales como el arte leve y singular de una corta lista de toreros de esa etnia romaní, asentada sobre todo en Andalucía, que peregrina por España desde tiempo inmemorial y que, cuando se vistió de luces, fue para entregarle a la Fiesta ejemplares tan extraordinarios como Joaquín Rodríguez “Cagancho”, Francisco Vega de los Reyes “Gitanillo de Triana” o Rafael Gómez “El Gallo”, el primero de ellos, nacido Madrid porque su padre, torero finísimo también él, hacía temporada en la Villa y Corte; Fernando Gómez, el fundador de la dinastía de los Gallos, no era gitano, pero sí lo fue la madre de sus hijos, la señá Gabriela Ortega, bailaora de fama.
Unos cuantos nombres, de menor prosapia, se irían agregando a la corta lista de los toreros típicamente gitanos, caracterizados todos por su inconfundible vena artística, capaz de alumbrar obras imperecederas, entreveradas con escenas de pánico impropias de cualquier profesional responsable. Nótese que no agregamos a tan peculiar galería el nombre de Joselito “El Gallo” porque la genialidad de José –paradigma por antonomasia de una maestría sin fisuras– nada tuvo que ver con tan extravagantes comportamientos. Cuando parecía que los artistas gitanos a lo Cagancho, a lo Curro Puya, estaban en vías de extinción, llega al toreo un gitanito de Jerez de arte tanto o más quintaesenciado, pero también más escondido. Escondido físicamente –Paula, doctorado en Ronda por Julio Aparicio con Antonio Ordóñez como testigo (09.09.60), casi no salía del rincón del sur, es decir, las plazas más meridionales de Andalucía la Baja, con Jerez, El Puerto de Santa María y Sanlúcar de Barrameda como eje–, y escondido, oculto también artísticamente, ya que más usual era verlo huir de los toros que hacerles sus cosas, un toreo, se decía, de resonancias celestiales. Catorce años tardó en confirmar la alternativa en Madrid (28.05.74, de manos del portuense José Luis Galloso), donde maravilló con el capote y defraudó con la muleta. Y en esa situación estaba cuando la empresa de Vista Alegre, la placita del barrio de Carabanchel, anunció una insólita feria de otoño cuyo cartel principal integraban Antonio Bienvenida –sería, sin anunciarse así, la última corrida de su vida–, Curro Romero y el propio Rafael de Paula. Toros asimismo jerezanos, hierro y divisa de Fermín Bohórquez. Tres toreros de culto –aunque Paula lo era más bien de oídas—y la moneda al aire que son esta clase de carteles.
El adiós de Antonio Bienvenida. Que Antonio se despedía esa tarde fue rumor de última hora, había comunicado a las empresas de Valencia y Jaén, que lo tenían anunciado en sus
plazas para ese mes de octubre, que no contaran con él, que le había prometido a su familia que no toreaba más. Y fue el suyo un adiós sin historia, más allá de la que a lo largo de sus 34 años de matador tenía ya escrita Antonio, sevillano nacido en Caracas por razones parecidas a las del eventual madrileño Rafael Gómez Ortega. Un toro sin fuerza y otro de indócil y corta embestida le deparó el sorteo al gran torero que se iba y a ambos los despachó dignamente pero sin contemplaciones. Y se marchó en silencio, llevando al brazo el capote de seda con el que había partido plaza por última vez, hermosa prenda de un negro cerrado que había pertenecido a Joselito “El Gallo”.
Diremos de paso que Curro Romero, elegantísimo en su traje azabache y oro, tuvo destellos de arte con su primero –un sobrero de Juan Mari Pérez Tabernero que parchó la corrida de Bohórquez—y a su muerte fue llamado a dar la vuelta al ruedo. Después nada. Excepto la ascensión a los cielos de Rafael de Paula, el gitano escondido que al fin se reveló en toda su esencia y sustancia toreras.
Hora de ceder la pluma a quienes tuvieron la dicha de presenciarlo.
Versión de El Ruedo. “¡Cómo sería la faena de Rafael de Paula que la naturaleza, como cuando Josué detuvo al sol, se paró! Era ya de noche y la luna –la luna de los poetas y los gitanos, no la de los astronautas—se detuvo a meditar, enamorada de tanta belleza. Y Quien todo lo puede paró los relojes de España para que no perdiesen el ritmo del tiempo. ¡Por eso, la noche de la faena de Paula tuvo una hora más! (…) Comprenderán mis lectores que escribo lleno de pasión (…) hay ocasiones en que la razón cede el mando al sentir, la belleza desborda el alma y hay que darle salida para que no nos ahogue.
La faena mágica, intuida, presentida, tomó carne y se hizo realidad. Rafael sentía y hacía sentir el toreo. Uno se sentía dentro del círculo encendido, ardiente y negro de las embestidas del toro al que Paula iba engañando con la cadencia de sus movimientos pausados, armónicos, perezosos. ¡Aquella revolera engendrada como media verónica en que el capote giró tan lento que no parecía real! Aquella faena tan prieta, tan concentrada, tan esencial, sin movimiento inútil, sin gesto que no fuera hermoso, sin pase que no fuera canon de estética, de dominio, de arte… Cada lance, un asombro. El conjunto, un prodigio (…) Porque en Rafael técnica y estética son una sola cosa: belleza (…)
Cómo me habría gustado que la plaza de Vista Alegre estuviera llena de jóvenes de dieciocho, de veinte años, porque allí, por el milagro paulista, hubiera nacido una nueva generación de aficionados que diera al traste con tantos entredichos y desencantos como sufre la Fiesta. Quien tiene la ocasión de encontrarse con maravillas como ésta, cimera, impar, comprende por qué el Toreo pervive y sobrevive y se eterniza y no podrá ser arrojado nunca a las catacumbas (…)
Cuando acaba la corrida respetables señores, viejos aficionados, rodean el coche de Rafael de Paula. –¡Una faena para la historia! ¡Enhorabuena, Rafael!–… –¡Ha resucitado El Niño
de la Palma!–… –¡No… No! ¡Gitanillo de Triana… el mejor, Francisco!–… –¡Has borrado veinte años de toreo!…
Yo creo que no. Era sólo Rafael de Paula. El depositario actual de ese soplo divino que es el toreo grande. Ya no es solo torero de Jerez. Es universal. Ni parecido a nadie de otra época, porque él es él y ya es eterno…” (El Ruedo, 8 de octubre de 1974. Sin firma) La epifanía de Paula con “Barbudo”. Ahora, algo más parecido a una descripción de lo que Rafael de Paula realizó con el tercer toro de Fermín Bohórquez aquel 5 de octubre en Vista Alegre. Lo publicó el diario madrileño ABC sin más firma que las iniciales P. M. “Hizo su aparición “Barbudo”, un bonito ejemplar de Bohórquez. El bicho no cesa de barbear tablas, incluso se dedica a escarbar (…) Ahí está Rafael de Paula. Silencio. Paula lleva el capote muy recogido y se lo ofrece, como una dádiva, a su enemigo, que se embelesa y sigue el alado engaño en cuatro verónicas. Un clamor. Un recorte. Otro clamor. “Barbudo” toma una vara. Paula se dispone a hacer el quite. Un silencio claustral. Dos verónicas y una media. Nuevo clamor. Verónicas éstas de Paula que levantan a la gente del asiento. El viento, este viento artístico, se nos antoja refrescante ante tanto y tanto capotazo que actualmente se prodiga. El capote, en las manos de Paula, es sutil, ligero. Inspirador de formas.
Paula va a iniciar la faena de muleta. Unos ayudados por alto en los que “Barbudo” pasa obediente delante del muletero. La plaza continúa siendo un clamor. Redondos, naturales “¡Que no toque la música!” La música deja de oírse para dar paso a las únicas notas que deben acompañar una faena. Olés, olés y olés subrayan cada pase del torero, que embruja con su arte, que hechiza. Paula emerge, se transfigura. Sus pases se nos antojan algo nuevo, distinto, nunca visto, y ahí está su fuerza. Paula mata de media tras pinchar en dos ocasiones y aun así corta dos orejas. En la vuelta al ruedo, Sebastián Miranda, desde una barrera del cinco, le arroja su sombrero. En el último, que atendía por “Nazareno”, entre el viento y la embestida cortita y deslucida, Paula se deshizo de él tras trastearlo y matarlo mal. Aplausos, más que nada de respeto al recuerdo de su faena cumbre (…) Tarde de pasión, de controversias. De ráfagas de viento artístico que aún me llegan, calientes en el recuerdo de la faena de Paula. De hechizo, de brujería, de magia. (ABC, 8 de octubre de 1974).
No hubo más. Madrid no volvería a saber de Paula sino como un fenomenal capotero. Y por el estilo el resto del mundo, salvo su rincón del sur. Pero así son los gitanos. Muy dados a vivir del cuento. Y, a veces, a cuajar faenas que suscitan adhesiones y fervores interminables.
Un día el maestro Gabriel García Márquez me dijo : Jamás ha pasado un día encuentre donde me halle que Colombia no esté en mis preocupaciones. Y así pensaba el maestro Fernando Botero que en sus residencias en cualquiera de las capitales europeas nunca faltó la arepa , otras delicias de nuestra gastronomía ,y de cuando en vez un aguardientico. Por cierto, el maestro jamás perdió ese acento tan peculiar de los antioqueños y leía y escuchaba todo lo eferente a nuestro país por lo que se enteraba de los aconteceres de esta nación que lo vio nacer en 1932.
Bueno, pues las cenizas del maestro reposarán al lado de las de su esposa Sophia Vari en el pequeño y bello cementerio de Pietrasanta donde tenía su estudio y taller, de allí salieron impresionantes obras escultóricas muchas de las cuales están en varias capitales del mundo. Pero antes de esa ceremonia que será íntima, su familia quiere que el «corpore insepulto» esté en Bogotá y Medellín para su despedida. En nuestras dos capitales reposan obras maravillosas del maestro antioqueño en dos museos que honran su memoria.
Juan Carlos Botero, uno de los hijos contó en W radio que se ultiman los detalles para ese proceso de ida y vuelta de los restos del maestro que ha sido honrado por el palacio del Eliseo, sede de la presidencia francesa y por los reyes de España, Felipe VI y doña Leticia.
La operación ha salido bien y la cornada de El Puerto al fin va por mejor camino… Muchas gracias a todos por sus mensajes y por preocuparse.
Siento no poder ir hoy domingo a San Sebastián de los Reyes…
La 66 corrida rondeña quedó ensombrecida por los toros de Daniel Ruiz pero eso sí se constituyó en una jornada social con personajes de la farándula, políticos y » mirones» que no se quisieron perder ese acontecimiento que más que taurino deviene en lo social.
Y antes de proseguir con Ronda, es preciso decir que Manzanares y Roca se fueron directamente a un hospital sevillano para una revisión lo que implica que no acudirán a San Sebastián de los Reyes donde estaban acartelados hoy.
Manzanares vuelve a hacer un alto en el camino y Roca fue intervenido en el hospital de Sevilla.
RESUMEN DEL FESTEJO DE RONDA
MORANTE DE LA PUEBLA, ovación y silencio.
• JOSÉ MARÍA MANZANARES, oreja y oreja con fuerte petición de la segunda.
• ROCA REY, silencio y oreja.
Incidencias: Se guardó un minuto de silencio en memoria del ganadero Daniel Ruiz.
Volvamos a Ronda. Eso sí Morante con esos destellos ( fue devuelto el cuarto y el sobrero tampoco sirvió ), Roca estuvo soberbio y Manzanares cortó una y una y abandonó el coso a la vera del río Tajo en hombros.
Una corrida que no marcará ne lo taurino pero sí en la brillantez de lo social. Se hicieron presentes la incombustible Isabel Preysler, recién separada del nobel Mario Vargas LLosa, los consejeros de la Junta de Andalucía, de la Presidencia, Interior, Diálogo Social y Simplificación Administrativa, Antonio Sanz; de Economía, Hacienda y Fondos Europeos, Carolina España; y de Turismo, Cultura y Deporte, Arturo Bernal, además de la delegada del Gobierno andaluz en Málaga, Patricia Navarro.
También se dejaron ver con sus mejores galas la periodista Mariló Montero, que este viernes pronunció el Pregón Taurino de la Goyesca, organizado por la Asociación Tauromundo; Carmen Lomana; y Arturo Pérez-Reverte, entre otros.
RESULTADO DEL FESTEJO
MORANTE DE LA PUEBLA, ovación y silencio.
• JOSÉ MARÍA MANZANARES, oreja y oreja con fuerte petición de la segunda .
• ROCA REY, silencio y oreja.
Se guardó un minuto de silencio en memoria del ganadero Daniel Ruiz.
Andrés Roca Rey que ha pasado varias veces por el quirófano. se lastimó una mano y debió abreviar la faena en Bayona. . Como es torero de raza, volvió al ruedo y psaportó a su segundo al que le cortó dos orejas. Y la situación de Morante es delicada pues fue sustituido en el cartel de este viernes en Palencia. El cartel quedó así : Diego Ventura, Julián López ‘El Juli’ y Fernando Adrián (Guiomar Cortés de Moura y Zacarías Moreno).
Morante y Roca están acartelados en la goyesca de Ronda en medio de un gran ambiente.
Morante de la Puebla, José María Manzanares y Andrés Roca Rey componen el cartel de este extraordinario festejo, en el que se conmemorará el 450 Aniversario de la Real Maestranza de Caballería de Ronda. Las reses a lidiar corresponderán a la ganadería de Daniel Ruiz.
Federico García Lorca, uno de los poetas más insignes de nuestra época, nació en Fuente Vaqueros, un pueblo andaluz de la vega granadina, el 5 de junio de 1898, el año en que España perdió sus colonias. Su madre, Vicenta Lorca Romero, había sido durante un tiempo maestra de escuela, y su padre, Federico García Rodríguez, poseía terrenos en la vega, donde se cultivaba remolacha y tabaco. En 1909, cuando Federico tenía once años, toda la familia -sus padres, su hermano Francisco, él mismo y sus hermanas Conchita e Isabel- se estableció en la ciudad de Granada, aunque seguiría pasando los veranos en el campo, en Asquerosa (hoy, Valderrubio), donde Federico escribió gran parte de su obra.
(FUENTE VAQUEROS )
Más tarde, aun después de haber viajado mucho y haber vivido durante largos períodos en Madrid, Federico recordaría cómo afectaba a su obra el ambiente rural de la vega: Amo a la tierra. Me siento ligado a ella en todas mis emociones. Mis más lejanos recuerdos de niño tienen sabor de tierra. Los bichos de la tierra, los animales, las gentes campesinas, tienen sugestiones que llegan a muy pocos. Yo las capto ahora con el mismo espíritu de mis años infantiles. De lo contrario, no hubiera podido escribir Bodas de sangre.
Una vida, en breve
Federico García Lorca, uno de los poetas más insignes de nuestra época, nació en Fuente Vaqueros, un pueblo andaluz de la vega granadina, el 5 de junio de 1898, el año en que España perdió sus colonias. Su madre, Vicenta Lorca Romero, había sido durante un tiempo maestra de escuela, y su padre, Federico García Rodríguez, poseía terrenos en la vega, donde se cultivaba remolacha y tabaco. En 1909, cuando Federico tenía once años, toda la familia -sus padres, su hermano Francisco, él mismo y sus hermanas Conchita e Isabel- se estableció en la ciudad de Granada, aunque seguiría pasando los veranos en el campo, en Asquerosa (hoy, Valderrubio), donde Federico escribió gran parte de su obra.
Más tarde, aun después de haber viajado mucho y haber vivido durante largos períodos en Madrid, Federico recordaría cómo afectaba a su obra el ambiente rural de la vega: Amo a la tierra. Me siento ligado a ella en todas mis emociones. Mis más lejanos recuerdos de niño tienen sabor de tierra. Los bichos de la tierra, los animales, las gentes campesinas, tienen sugestiones que llegan a muy pocos. Yo las capto ahora con el mismo espíritu de mis años infantiles. De lo contrario, no hubiera podido escribir Bodas de sangre.
En sus poemas y en sus dramas se revela como agudo observador del habla, de la música y de las costumbres de la sociedad rural española. Una de las peculiaridades de su obra es cómo ese ambiente, descrito con exactitud, llega a convertirse en un espacio imaginario donde se da expresión a todas las inquietudes más profundas del corazón humano: el deseo, el amor y la muerte, el misterio de la identidad y el milagro de la creación artística.
Primeros pasos: Fuente Vaqueros
El traslado de la familia del campo a la ciudad afectó profundamente a Federico. En 1916 o 1917, cuando empezaba a interesarse por la literatura, redactó un largo ensayo autobiográfico en el que evocaba Fuente Vaqueros, aquel pueblecito muy callado y oloroso de la vega de Granada. El pueblo está rodeado de chopos que se ríen, cantan y son palacios de pájaros y de sus sauces y zarzales que en el verano dan frutos dulces y peligrosos de coger. Al aproximarse hay gran olor de hinojos y apio silvestre que vive en las acequias besando al agua. En verano el olor es de paja que en las noches, con la luna, las estrellas, y los rosales en flor, forma una esencia divina que hace pensar en el espíritu que la formó.
En estas páginas autobiográficas intentó captar sus experiencias en la escuela, los juegos con los amigos, el ambiente de su casa y su asombro ante las desigualdades sociales; como recordó en una entrevista: Mi infancia es aprender letras y música con mi madre, ser un niño rico en el pueblo, un mandón. Como resultado de su nueva vida en Granada experimentó una sensación de ruptura con aquel pasado en el campo y, desde el umbral de la adolescencia, exclamó: Hoy de niño campesino me he convertido en señorito de ciudad […] Los niños de mi escuela son hoy trabajadores del campo y cuando me ven casi no se atreven a tocarme con sus manazas sucias y de piedra por el trabajo. ¿Por qué no corréis a estrechar mi mano con fuerza? ¿Creéis que la ciudad me ha cambiado? No… Vuestras manos son más sanas que las mías. Vuestros corazones son más puros que el mío. Vuestras almas de sufrimiento y de trabajo son más altas que mi alma. Yo soy el que debiera estar cohibido ante vuestra grandeza y humildad. Estrechad, estrechad mi mano pecadora para que se santifique entre las vuestras de trabajo y castidad.
Los viajes de estudios
Durante su adolescencia, Federico García Lorca sintió más afinidad por la música que por la literatura. De niño le fascinó el teatro, pero estudió también piano, tomando clases con Antonio Segura Mesa, ferviente admirador de Verdi. Su primer asombro artístico surgió no de sus lecturas sino del repertorio para piano de Beethoven, Chopin, Debussy y otros. Como músico, no como escritor novel, lo conocían sus compañeros de la Universidad de Granada, donde se matriculó, en el otoño de 1914, en un curso de acceso a las carreras de Filosofía y Letras y de Derecho.
El ambiente intelectual que rodeaba al joven estudiante era de una riqueza sorprendente para una ciudad provinciana. En la tertulia llamada «El Rinconcillo», del animado café Alameda, García Lorca se reunía con frecuencia con un grupo de jóvenes de talento que llegarían a ocupar puestos importantes en el mundo de las artes, la diplomacia, la educación y la cultura. En la Universidad, dos profesores le abrieron camino: Fernando de los Ríos, profesor de Derecho Político Comparado y futuro adalid del socialismo español, y Martín Domínguez Berrueta, titular de Teoría de la Literatura y de las Artes.
Con Domínguez Berrueta hicieron Federico y sus compañeros una serie de viajes de estudios a Baeza, Úbeda, Córdoba y Ronda (junio de 1916); a Castilla, León y Galicia (otoño del mismo año); otra vez a Baeza (primavera de 1917); y un último viaje a Burgos (verano y otoño de 1917). Estos viajes pusieron a Federico en contacto con otras regiones de España y ayudaron a despertar su vocación como escritor. Fruto de ello sería su primer libro de prosa, Impresiones y paisajes, publicado en 1918 en edición no venal costeada por el padre del poeta. No se trata de un simple diario de sus excursiones, sino de una pequeña antología de sus mejores páginas en prosa. El joven poeta discurre sobre temas políticos -la decadencia y el porvenir de España, sus inquietudes religiosas, la vida monacal- y sus intereses estéticos, como eran el canto gregoriano, la escultura renacentista y barroca, los jardines o la canción popular.
Con la publicación de Impresiones y paisajes y la muerte de su profesor de música al año siguiente, el aprendiz de músico entró, en palabras suyas, en el reino de la Poesía y acabé de ungirme de amor hacia todas las cosas. En el otoño de 1918 confesaría: Me siento lleno de poesía, poesía fuerte, llana, fantástica, religiosa, mala, honda, canalla, mística. ¡Todo, todo! ¡Quiero ser todas las cosas!.
Madrid
Primavera de 1919. Varios miembros de «El Rinconcillo» se habían trasladado ya a la capital y, en marzo de ese mismo año, José Mora Guarnido escribía a Federico desde Madrid: Debías venir aquí; dile a tu padre en mi nombre que te haría, mandándote aquí, más favor que con haberte traído al mundo».
Fue Fernando de los Ríos quien, al fin, tuvo que convencer a los padres del poeta para que le dejaran salir de Granada y seguir con sus estudios en la Residencia de Estudiantes de Madrid, dirigida por Alberto Jiménez Fraud. Así pasó Federico a formar parte de una institución que pretendía ser, en palabras de su director, un hogar espiritual donde se fragüe y depure, en corazones jóvenes, el sentimiento profundo de amor a la España que se está haciendo, a la que dentro de poco tendremos que hacer con nuestras manos.
Fundada a semejanza de los colleges de Oxford y Cambridge, la Residencia de Estudiantes representaba, en aquel entonces, un punto de contacto importantísimo entre las culturas española y extranjera. Aquel hervidero intelectual supuso un excelente caldo de cultivo para el desarrollo del poeta. Su vida en «la Colina de los Chopos» le dio una nueva visión de la responsabilidad del artista frente a la sociedad y reforzó su amor por la cultura, desde la clásica a la popular española. Así, entre 1919 y 1926, Federico conoció a muchos de los más importantes escritores e intelectuales del país. En la Residencia se hizo amigo de Luis Buñuel, de Rafael Alberti o de Salvador Dalí. Además, gracias a la muy activa política cultural de Jiménez Fraud, pasaron por allí numerosos conferenciantes, científicos, músicos y escritores extranjeros: Claudel, Valéry, Cendrars, Max Jacob, Marinetti, Madame Curie, H. G. Wells, Le Corbusier, Chesterton, Wanda Landowska, Ravel, Milhaud, Poulenc…
Los dos primeros años de Federico en la capital (1919-1921) constituyeron una época de intenso trabajo. Sus caminatas por la ciudad, sus visitas a Toledo con Pepín Bello, Buñuel y Dalí, sus encuentros con directores teatrales -como Eduardo Marquina o Gregorio Martínez Sierra– y con la vanguardia -los ultraístas, Ramón Gómez de la Serna o el creacionista Vicente Huidobro-, aún le dejaron tiempo para terminar y publicar su Libro de poemas, componer las primeras Suites, estrenar El maleficio de la mariposa -que fue un fenomenal fracaso- y elaborar otras piezas teatrales. No perdió tampoco la oportunidad de conocer a Juan Ramón Jiménez, a quien acudió con una carta de presentación de Fernando de los Ríos en 1919: Ahí va ese muchacho lleno de anhelos románticos: recíbalo usted con amor, que lo merece; es uno de los jóvenes en que hemos puesto más esperanzas -y a la que respondió Juan Ramón de esta manera: Su poeta vino y me hizo una excelentísima impresión. Me parece que tiene un gran temperamento y la virtud esencial, a mi juicio, en arte: entusiasmo.
Con aquella visita se inició una amistad duradera, y la correspondencia de Lorca deja claro que Juan Ramón -generoso mentor de todos los poetas jóvenes de aquel entonces- tuvo una influencia decisiva en su visión del quehacer poético. Durante los siguientes dos años ayudó a Federico a publicar algunos de sus versos en revistas de prestigio, como España, La Pluma o Índice, y le convenció para que editara su Libro de poemas en la imprenta de Gabriel García Maroto, en vez de hacerlo en una editora comercial más grande, para que Federico tuviera la oportunidad de cuidar, él mismo, de todos los aspectos de la edición.
Libro de poemas contiene versos seleccionados, con la ayuda de su hermano Francisco, de todo lo que había escrito desde 1918. Algunos de ellos giran alrededor de la fe religiosa, tema al que había dedicado cientos de páginas en prosa y en verso. Otros tratan del anhelo del poeta de unirse con la naturaleza o de recuperar una infancia perdida. En versos que recuerdan al primer Juan Ramón Jiménez, a Rubén Darío y a poetas menores del modernismo hispánico, el poeta lamenta que la razón y la retórica hayan reemplazado la fe poética que poseía como niño.
Cuando se publicó este libro, en mayo de 1921, Federico ya se había entregado a otros proyectos y volvió a Granada ilusionado con la composición de sus Suites. El entusiasmo señalado por Juan Ramón le llevaba hacia el estudio del folclore: títeres, cante jondo, la canción popular. Estaba a punto de conocer a Manuel de Falla.
Granada y Manuel de Falla
Falla se había trasladado a Granada a mediados de septiembre de 1920, y en el verano de 1921 se instaló en el Carmen de Santa Engracia, próximo a la Alhambra, donde Federico le visitó con frecuencia. El poeta se sintió pronto íntimamente ligado al compositor al compartir con él su amor por la música, los títeres, el cante jondo…
Entre los primeros en dar al compositor la bienvenida a Granada, en 1920, estuvo el grupo de jóvenes amigos que se reunía en el café Alameda de la plaza del Campillo, y que formaba la ya citada tertulia de «El Rinconcillo». José Mora Guarnido explicaba así el nombre dado a la tertulia: En el fondo del café Alameda, detrás del tabladillo en donde actuaba un permanente quinteto de piano e instrumentos de cuerda, había un amplio rincón donde cabían dos o tres mesas con confortables divanes contra la pared, y en aquel rincón […] plantaron su sede nocturna un grupo de intelectuales granadinos: los dos hermanos Lorca, los periodistas Melchor Fernández Almagro, José Mora Guarnido y Constantino Ruiz Carnero, los futuros poetas o críticos José Fernández Montesinos, Miguel Pizarro y José Navarro Pardo, y los pintores Manuel Ángeles Ortiz, Ismael González de la Serna o Hermenegildo Lanz, entre otros.
La vida granadina de Federico a partir de 1920 o 1921 giró, pues, alrededor de esos dos focos culturales: Falla y los integrantes de «El Rinconcillo». Estos últimos intentaban dar nuevo brío a la vida cultural de la ciudad, defendiendo aquella parte del patrimonio artístico que pudiera orientar a las nuevas generaciones en su rebelión contra el «costumbrismo» y el «color local», y asustando a la «Beocia burguesa», en palabras de Mora. Algunos de los proyectos apenas transcendieron el ámbito local, como, por ejemplo, la colocación de azulejos conmemorativos en honor a los «viajeros europeos ilustres» que habían contribuido al conocimiento de Granada en el extranjero. Otros, sin embargo, tuvieron repercusión en el resto de España y Europa, especialmente el Primer Concurso de Cante Jondo, celebrado en junio de 1922.
Promovido por Falla, Lorca e Ignacio Zuloaga, y apoyado por el Ayuntamiento de Granada, aquel concurso tenía varios objetivos: marcar la diferencia entre el cante jondo -de orígenes antiquísimos, según Lorca y Falla- y el cante flamenco -creación, según ellos, más reciente-; ganar respeto para el cante jondo como arte; preservarlo de la adulteración musical y de la amenaza de los cafés cantantes y la ópera flamenca; premiar a los cantaores no profesionales, y demostrar la influencia que habían tenido el cante, el baile y el toque jondos no sólo en la música española, sino también en la francesa y la rusa. El concurso fue un atrevido intento de conectar el arte musical de Andalucía con el arte «universal». La fórmula estética de Falla –de lo local a lo universal– iba a fijarse para siempre en el corazón de su joven discípulo.
Meses antes del concurso Federico pronunció, para educar al público granadino, una de las conferencias que más revelan sobre su propios principios estéticos «Importancia histórica y artística del primitivo canto andaluz llamado cante jondo»; texto que revisaría años después al leerla en Argentina, Uruguay y en varias ciudades españolas.
Otro fruto de su interés por el cante jondo fue su segundo libro de versos, Poema del cante jondo, escrito en 1921 y publicado una década más tarde. En este libro, como en sus Suites, Lorca explora las posibilidades de la secuencia de poemas cortos. Sin llegar al pastiche, se inspira en la brevedad, intensidad y concentración temática de las coplas del cante jondo, que habían sido para él toda una revelación artística: Causa extrañeza y maravilla cómo el anónimo poeta del pueblo extracta en tres o cuatro versos toda la rara complejidad de los más altos momentos sentimentales en la vida del hombre.
El poeta acariciaba la idea de crear con el compositor gaditano un teatro ambulante, Los Títeres de Cachiporra, que sería comparable, en su tratamiento estilizado del folclore, a los Ballets Russes de Diaghilev, con los que Falla había colaborado. En casa del poeta ofrecieron ambos, a sus familiares y amigos, un espectáculo inolvidable de títeres en la festividad de los Reyes Magos de 1923, en el que, con Falla al piano, estrenó Federico La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón y se interpretó -«por primera vez en España», según Federico- La historia del soldado de Igor Stravinski. Fiesta en que se reunían, pues, lo tradicional (La niña… se basaba en un viejo cuento andaluz) y las corrientes musicales más modernas.
La amistad de Falla seguiría orientando a Federico García Lorca a la hora de reconciliar las nuevas corrientes estéticas con las formas populares. En 1923, Falla y Lorca estaban colaborando en una opereta lírica, Lola, la comedianta, nunca terminada, y al año siguiente el compositor ayudó a Federico a dar la bienvenida al poeta Juan Ramón Jiménez, quien visitó a la familia García Lorca durante el mes de julio de 1924.
Cadaqués y Salvador Dalí
En abril de 1925, desde la Residencia de Estudiantes, Federico anunció a sus padres que había recibido una invitación para pasar la Semana Santa en Cadaqués con su amigo Salvador Dalí: Dalí me invita espléndidamente. He recibido una carta de su padre, notario de Figueras, y de su hermana (una muchacha de esas que ya es volverse loco de guapas) invitándome también, porque a mí me daba vergüenza de presentarme de huésped en su casa. Pero son una clase de familia distinta a lo general y acostumbrada a vida social, pues esto de invitar gente a su casa se hace en todo el mundo menos en España. Dalí tiene empeño en que trabaje esta Semana Santa en su casa de Cadaqués y lo conseguirá, pues me hace ilusión salir unos días a pleno mar y trabajar y ya sabéis vosotros cómo el campo y el silencio dan a mi cabeza todas las ideas que tengo.
Fue el primer viaje de Federico a Cataluña, y aquella visita y una segunda estancia más larga, entre mayo y julio de 1927, dejaron una huella profunda en la vida y obra de ambos.
Dalí había ingresado en 1922 en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y vivía en la Residencia, donde había trabado amistad con el poeta granadino. Durante cinco años, desde 1923 hasta 1928, los mundos artísticos de Dalí y de Federico se compenetraron hasta tal punto que Mario Hernández ha hablado, con razón, de un período daliniano en la obra del poeta, y Santos Torroella, de una época lorquiana en la del pintor. Fruto de esta amistad, que se convirtió en pasión amorosa, fue la «Oda a Salvador Dalí», que Federico publicó en abril de 1926 en la Revista de Occidente, poema «didáctico» -así lo llama- en que canta …un pensamiento / que nos une en las horas oscuras y doradas.
En sus discusiones en Madrid y Cadaqués, y en un riquísimo epistolario que se ha conservado sólo en parte, los dos amigos abordaban cuestiones estéticas de hondo interés para ambos. Juntos exploraron la pintura y la poesía contemporáneas y el arte del pasado. Cuando Federico preparaba su tragedia Mariana Pineda, en la que intentaba captar la historia de la heroína granadina en bellas «estampas» románticas, le pidió a Dalí que diseñara el decorado para su estreno en Barcelona (1927). Otros proyectos se quedaron en pura conversación, como el Libro de los putrefactos, una serie de dibujos satíricos de Dalí que iba a incluir un prólogo, jamás escrito, de Federico.
Dalí alentó al granadino en su esfuerzo por comprender la pintura moderna (véase su conferencia «Sketch de la nueva pintura») y lo animó como dibujante, reseñando su primera exposición, en el verano de 1927, en las Galeries Dalmau de Barcelona; Y fue Federico, sin duda, quien más animó a Dalí como escritor. En 1928, la granadina Gallo -revista literaria impulsada por Lorca y dirigida por su hermano Francisco- publicó las traducciones al español del «San Sebastián» de Dalí -un ensayo, en forma de narración, en que expone su estética de la «santa objetividad»- y del «Manifiesto antiartístico catalán», firmado por Dalí, Sebastià Gasch y Lluís Montanyà.
La estética de Dalí le sirvió a Federico como estímulo cuando empezaba a cultivar, a partir de 1927, una poesía de «evasión», en la que se daba menos importancia a la metáfora que a lo que Federico llamó -sirviéndose de la expresión de Dalí- el «hecho poético»: la imagen que pretende «evadirse» de cualquier explicación racional (véase su conferencia «Imaginación, inspiración, evasión»).
De la mano de Dalí pudo adquirir Federico un conocimiento más profundo del arte popular y culto de Cataluña, región por la que sentiría siempre gran afecto. Si el ingreso en la Residencia de Estudiantes le había permitido trascender las limitaciones del medio granadino, los viajes a Cataluña le revelaron las limitaciones del mundo cultural de Madrid.
Viaje a Luis de Góngora
Mientras Federico descubría el mundo cultural de Cataluña, los poetas españoles estaban a punto de rescatar y celebrar a un poeta barroco cuya estética -originalidad de la metáfora, esplendor sintáctico y léxico- les impresionaba hondamente. Luis de Góngora y Argote (1561-1627) dejó huella en la poesía de García Lorca -por ejemplo, en «La sirena y el carabinero» y en algunos de los romances gitanos-, y la celebración de su tricentenario sirvió para aunar a los poetas españoles en lo que algunos de ellos empezaron a llamar una «generación». Los amigos de Lorca -Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Emilio Prados, Gerardo Diego, Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre- se conocen hoy en día como integrantes de aquella Generación del 27.
El cri de guerre inicial lo lanzó Gerardo Diego en un ensayo titulado «Escorzo de Góngora». Desde Valladolid, en febrero de 1924, Jorge Guillén acusa recibo de ese ensayo y de este nuevo «contemporáneo»: Aunque esto de las generaciones es casi un mito, y casi una tontería, sin embargo, siento cada día más vivamente la convivencia con mis verdaderos contemporáneos. Sí, creo en la contemporaneidad de los espíritus. Leyendo, atisbando su Góngora, me siento tan aludido que ¿cómo no expresarlo, cómo no sacar esta alusión a evidencia amistosa? [Correspondencia. Pedro Salinas, Gerardo Diego, Jorge Guillén (1920-1983), edición de José Luis Bernal, pp. 47-48.]
Dos años más tarde, Lorca envió a Guillén las primicias de un hermoso ensayo suyo leído como conferencia en febrero de 1926: «La imagen poética de don Luis de Góngora», donde expresaba la imponderable grandeza del poeta cordobés. Según Lorca, Góngora armonizaba mundos diversos gracias a su uso de la mitología, dominó como nadie el mecanismo de la metáfora y de la inspiración, y su lenguaje cayó sobre la lengua española como un rocío vivificador. Otros poetas amigos, desde Rafael Alberti hasta Gerardo Diego, Guillén o Dámaso Alonso, pusieron en marcha una campaña de homenaje y divulgación en torno a la figura y obra de Góngora, campaña que, en efecto, marca un fenómeno «generacional» (se abstienen Machado, Unamuno, Juan Ramón Jiménez…) y que culmina con el viaje de sus promotores a Sevilla.
En diciembre de 1927, en el Ateneo de aquella ciudad, el grupo formado por el propio Lorca, Alberti, Cernuda, José Bergamín, Juan Chabás, Gerardo Diego, Dámaso Alonso y Mauricio Bacarisse, comunicó a un público entusiasta una nueva visión no sólo de Góngora sino de su propio arte frente al de las generaciones anteriores. En la más sustanciosa y sabia de esas intervenciones, Dámaso Alonso pidió una completa revisión de los valores de la literatura pretérita. Expuso un nuevo enfoque de la literatura española, arguyendo que al lado del realismo y del «vulgarismo» asociados habitualmente con las letras españolas había una corriente de aristocrático idealismo ejemplificado por la obra de don Luis y por la de los poetas modernos que se agrupaban en torno a él.
El viaje en tren de Madrid a Sevilla fue narrado graciosamente por Jorge Guillén en una serie de cartas a su mujer, Germaine Cahen (editadas por Biruté Ciplijauskaité): Es absurdo -escribe Guillén-. Ni antes, ni después de ahora volveré a contemplar todo un departamento de un vagón, lleno de estos animales llamados poetas.
Los actos oficiales -dos veladas literarias y un banquete en la venta de Antequera- fueron conmemorados en la prensa sevillana de aquel entonces. Años después, Dámaso Alonso, Luis Cernuda y Rafael Alberti recordarían con nostalgia otros pormenores de la celebración: una juerga en Pino Montano -el cortijo del torero Ignacio Sánchez Mejías, que había costeado la excursión-, la travesía nocturna del Guadalquivir, el primer encuentro de Cernuda y García Lorca…
Entre 1924 y 1927, pues, puede decirse que Federico García Lorca llegó a su madurez como poeta, atento al arte del pasado y formando parte de uno de los grupos poéticos, en palabras suyas, «más importantes de Europa, por no decir el más importante de todos».
Un poeta en Nueva York
El éxito crítico de Canciones (1927) y el éxito popular de Primer romancero gitano, publicado en julio de 1928, dejó descontento a Federico García Lorca, que, en cartas a sus amigos en el verano de 1928, confesaba estar atravesando una gran crisis sentimental, una de las crisis más hondas de mi vida. [Cartas a Sebastià Gasch y a José Antonio Rubio Sacristán, agosto de 1928]. Estoy convaleciente de una gran batalla y necesito poner en orden mi corazón. Ahora sólo siento una grandísima inquietud. Es una inquietud de vivir, que parece que mañana me van a quitar la vida [A Rafael Martínez Nadal, agosto de 1928].
Esta crisis debió de agravarse en septiembre, cuando el poeta recibió en Granada una durísima carta de Dalí sobre el Romancero gitano, en la que argüía el pintor catalán que gran parte de la obra estaba ligada en absoluto a las normas de la poesía antigua, incapaz de emocionarnos, y que el libro pecaba de «costumbrismo» y moviéndose dentro de la ilustración y de los lugares comunes más estereotipados y más conformistas.
La crisis de García Lorca había sido provocada por varias circunstancias vitales. Por una parte, con el éxito popular del Romancero surgió la imagen pública -que pervive todavía en algunas partes- de un Lorca costumbrista, cantor de los gitanos, ligado temáticamente al folclore andaluz. El mismo poeta se había quejado de esa imagen antes de que saliera el Romancero, e incluso antes de la publicación de Canciones, en una carta a Jorge Guillén de principios de enero de 1927: Me va molestando un poco mi mito de gitanería. Los gitanos son un tema. Y nada más. Yo podía ser lo mismo poeta de agujas de coser o de paisajes hidráulicos. Además, el gitanismo me da un tono de incultura, de falta de educación y de poeta salvaje que tú sabes bien no soy. No quiero que me encasillen. Siento que me va echando cadenas.
Por otra parte, mientras Dalí y Luis Buñuel criticaban duramente su obra, Lorca se separó de Emilio Aladrén, un joven escultor con el que había mantenido una fuerte relación afectiva.
A pesar de sus preocupaciones y de un horrible verano de sentimientos, el poeta no dejó de trabajar intensamente, y se entregó a proyectos nuevos muy distintos al Romancero. En Granada se rodeaba de un grupo de amigos jóvenes y editó los dos únicos números de la citada revista Gallo. Envió al crítico de arte Sebastià Gasch algunos de sus mejores dibujos y dos poemas en prosa -«Nadadora sumergida…» y «Suicidio en Alejandría»- que respondían a su nueva manera espiritualista: emoción pura descarnada, desligada del control lógico. Exploró en una de sus mejores conferencias el mundo de las nanas infantiles, y explicó su nueva teoría de la «evasión» poética. Durante el invierno de 1928 se propuso estrenar su «aleluya erótica» Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, intento frustrado por los censores del régimen de Primo de Rivera.
Aun en medio de estos proyectos, debió de quedar claro para Lorca que necesitaba desvincularse durante cierto tiempo del ambiente andaluz y de su círculo madrileño de amigos. En la primavera de 1929, Fernando de los Ríos, antiguo maestro de Federico y amigo de su familia, propuso que el joven poeta le acompañara a Nueva York, donde tendría la oportunidad de aprender inglés, de vivir por primera vez en el extranjero y, quizás, de renovar su obra. Se embarcaron en el Olympic -buque hermano del Titanic– y arribaron el 26 de junio.
La estancia en Nueva York fue, en palabras del propio poeta, una de las experiencias más útiles de mi vida. Los nueve meses que pasó -entre junio de 1929 y marzo de 1930- en Nueva York y Vermont y luego en Cuba hasta junio de ese año, cambiaron su visión de sí mismo y de su arte.
Fue ésta su primera visita al extranjero; su primer encuentro con la diversidad religiosa y racial; su primer contacto con las grandes masas urbanas y con un mundo mecanizado. Casi podría decirse que su viaje a Nueva York representó su descubrimiento de la modernidad. Allí exploró el teatro en lengua inglesa, paseó por el barrio de Harlem con la novelista negra Nella Larsen, escuchó jazz y blues, conoció el cine sonoro, leyó a Walt Whitman y a T. S. Eliot, y se dedicó a escribir uno de sus libros más importantes, el que se publicó, cuatro años después de su muerte, con el título de Poeta en Nueva York.
Pocos críticos y biógrafos han escrito sobre la vida de Lorca en Nueva York sin insistir en que allí se sintió deprimido y aislado. Tal es, desde luego, el sentimiento que desprenden sus poemas. Pero existe también una serie de cartas encantadoras a su familia donde presentaba una imagen muy diferente. Estas cartas, con su visión más risueña de la ciudad más atrevida y más moderna del mundo, hacen imposible una lectura autobiográfica de Poeta en Nueva York y nos recuerdan que uno de los logros más admirables de esta obra consiste en la creación de un protagonista trágico, la «voz» de los poemas, que tiene propiedades, como dijo un crítico, de Prometeo, profeta y sacerdote. Sin duda, ese protagonista se relaciona con la «persona» creada por Walt Whitman, a quien dedicó Lorca una «Oda» en su libro.
Una tercera visión de la ciudad -aparte de la epistolar y la poética- la ofreció Lorca al volver a España, en una conferencia-recital titulada «Un poeta en Nueva York».
Del conjunto de estos tres textos -conferencia, cartas, y, sobre todo, el libro de poemas- surge una visión penetrante y memorable no sólo de la civilización norteamericana, sino de la soledad y la angustia del hombre moderno.
La Habana
En marzo de 1930, Lorca salió de Nueva York en tren con rumbo a Miami, donde se embarcó para Cuba. Antes de su llegada, su visión de la isla era, según él mismo reconoció, puramente pintoresca; al pensar en el paisaje cubano y en el tono poético de la isla, recordaba las deliciosas litografías de las cajas de habanos que había visto de niño.
En La Habana, Lorca experimentó una sensación de libertad y de alivio. Dejando atrás la ciudad de los rascacielos –Nueva York de cieno. / Nueva York de alambre y muerte– llegó a la América con raíces, la América de Dios, la América española, como la llamaría en una conferencia. Después del período neoyorquino, tuvo en La Habana su primer contacto con un país extranjero de habla española.
Entre el 7 de marzo y el 12 de junio de 1930 (fechas de su estancia en Cuba) vivió unos días intensos y alegres. Dio una serie de conferencias, con enorme éxito, en la Institución Hispano-Cubana de Cultura. Exploró la cultura y la música afrocubanas y compuso un son basado en los ritmos de los negros. Conversó sobre la música y el folclore con el matrimonio Antonio Quevedo y María Muñoz -amigos de Manuel de Falla, editores de la revista Musicalia, y fundadores del Conservatorio de Música Bach-. Trabajó en su drama homoerótico El público y gozó de amistades nuevas y antiguas. Coincidió en La Habana con los españoles Adolfo Salazar y Gabriel García Maroto, y se reunió de nuevo con otro amigo entrañable de sus primeros años madrileños: el escritor y diplomático José María Chacón y Calvo. Paseó por las calles de La Habana con el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón y juntos visitaron el famoso Teatro Alhambra, donde se representaban espectáculos satíricos: escenario vivo, esperpento de la sensualidad habanera saturada de alegría y de humor, de indignación popular. Conoció también a los hermanos Loynaz –Dulce María, Flor, Enrique y Carlos Manuel- en su «casa encantada» del barrio del Vedado.
Período sensual, risueño, pues, en la vida de Federico, quien escribió a sus padres: Esta isla es un paraíso. Cuba. Si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba.
Volvió a España en el Manuel Arnús, sintiéndose renovado, hablando de la reforma del teatro español y listo para participar en proyectos culturales como La Barraca.
Itinerario cultural de la República: La Barraca
Con la proclamación de la II República en abril de 1931, Federico García Lorca empezó a colaborar con entusiasmo en varios proyectos culturales que pretendían fomentar un mayor intercambio entre la cultura de las ciudades y la de los pueblos.
Bajo los auspicios de los comités de cooperación intelectual, fundados por Arturo de Soria y Espinosa, Federico García Lorca dio una serie de conferencias en distintas partes del país. En Sevilla, Salamanca o Santiago de Compostela habló del cante jondo y leyó los poemas que había escrito en Nueva York. Se trataba -escribe Ian Gibson- de fundar comités en todas las grandes ciudades; promover el intercambio de ideas; invitar a destacados conferenciantes; procurar unir a todos aquellos jóvenes intelectuales que compartiesen el amor a los principios de libertad y de progreso social; fomentar la solidaridad [Federico García Lorca, vol. II, p. 172]. Y para Lorca, la conferencia o la lectura de sus poemas era una manera de forjar lo que él llamaba una maravillosa cadena de solidaridad espiritual.
La aportación más importante de Federico García Lorca a la política cultural de la República fue, sin duda, la organización del teatro universitario La Barraca, grupo que dirigió junto con Eduardo Ugarte y que, a partir del verano de 1932, representó obras del teatro clásico español en diversos pueblos de España. Durante su estancia en Nueva York, mientras vivió en la Universidad de Columbia, Federico había tenido la oportunidad de observar una vigorosa tradición de teatro no profesional; de ahí, quizás, proviene la idea de dar un nuevo impulso al teatro universitario que había florecido en España siglos antes.
La historia comienza en noviembre de 1931, según su amigo, el diplomático Carlos Morla Lynch: Muy entrada la noche irrumpe Federico en la tertulia con impetuosidades de ventarrón… Se trata de una idea nueva que ha surgido, con la violencia de una erupción, en su espíritu en constante efervescencia. Concepción seductora de vastas proporciones: construir una barraca -con capacidad para 400 personas-, con el fin de «salvar al teatro español» y de ponerlo al alcance del pueblo. Se darán, en el galpón, obras de Calderón de la Barca, de Lope de Vega, comedias de Cervantes… Resurrección de la farándula ambulante de los tiempos pasados… Aquí Federico se encumbra a las nubes. -Llevaremos -dice- La Barraca a todas las regiones de España; iremos a París, a América…, al Japón… [En España con Federico García Lorca, pp. 12-128].
Dos aspectos de la experiencia de Federico García Lorca con La Barraca fueron decisivos para su carrera como dramaturgo: le permitió aprender el oficio de director de escena y le expuso a un público nuevo, ajeno a la burguesía frívola y materializada de Madrid. En sus viajes por el campo soñó con representar el teatro clásico ante el pueblo más pueblo, un público con camisa de esparto frente a Hamlet, frente a las obras de Esquilo, frente a todo lo grande. Estaba convencido de que lo burgués está acabando con lo dramático del teatro español… está echando abajo uno de los dos grandes bloques que hay en la literatura dramática de todos los pueblos: el teatro español. Esta nueva visión del público debió de afectar profundamente el alcance que intentó dar a su propio teatro durante los últimos años de su vida.
Buenos Aires y Montevideo
En el verano de 1933, mientras Federico hacía una gira con La Barraca, la compañía de Lola Membrives estrenó en Buenos Aires Bodas de sangre. Tal fue el éxito de la tragedia lorquiana que Membrives y su marido, el empresario Juan Reforzo, le invitaron a Buenos Aires, donde dirigió una nueva producción y leyó una serie de conferencias sobre el arte español en la sociedad Amigos del Arte.
Durante los seis meses que pasó en Buenos Aires y Montevideo (entre octubre de 1933 y marzo de 1934), Lorca dirigió no sólo Bodas de sangre, sino también Mariana Pineda, La zapatera prodigiosa, el Retablillo de don Cristóbal y, aprovechando su experiencia con La Barraca, una adaptación de La dama boba , de Lope de Vega. En cartas a su familia, expresó su asombro por el éxito de estas obras y por su creciente popularidad entre el público bonaerense: Buenos Aires tiene tres millones de habitantes pero tantas, tantas fotografías han salido en estos grandes diarios que soy popular y me conocen por las calles.
Un periodista de aquella época aludió a lo mismo: García Lorca en la terraza. García Lorca en el piano. García Lorca entre telones. García Lorca en una peña. García Lorca recitando. García Lorca poniéndose la corbata. García Lorca aprendiendo a cebar mate. García Lorca firmando una foto. Y a todo esto, en medio de todo esto, como consecuencia fisiológica de todo esto, García Lorca mirándose las manos, golpeándose la frente, escondiéndose por aquí, huyendo por allá, sin saber el pobre muchacho qué hacer ni dónde meterse para esquivar los golpes del asalto del periodista, del fotógrafo, del dibujante, del empresario, del admirador.
En enero de 1934, el mismo periodista bonaerense había seguido a Federico a Montevideo, con la esperanza de entrevistarle. Éste se sentía «secuestrado», primero por la sociedad porteña y luego por Lola Membrives, que le había encerrado en un cuarto de hotel de aquella ciudad para que a marchas forzadas terminara Yerma, la obra que le había prometido para la siguiente temporada. Al final, el periodista lo encontró, con paso «leve, fugaz», intentando esquivar a otras personas, en un túnel debajo del hotel donde se alojaba:
«¡Por favor…! No me pida usted que cante. No, señor. No me pida que recite. No, señor. No me pida que toque el piano. No, señor. No me pida que le lea los dos actos que creo que he terminado de mi nuevo drama Yerma. No, señor. Ni un trocito de mi camiseta de marinero. No, señor. Y sobre todo, ¡por lo que más quiera!, no me pida que le escriba un pensamiento…».
Su estancia triunfal en Buenos Aires y Montevideo constituyó una revelación: el joven dramaturgo se dio cuenta de que su obra podía interesar a un vasto público fuera de España; de que podía hacer carrera en el teatro, y de que, como dramaturgo, no se quedaría nunca a merced de los empresarios madrileños. Bodas de sangre alcanzó más de ciento cincuenta representaciones en Buenos Aires. Gracias a ello, Federico García Lorca logró, por fin, su independencia económica. Como el viaje a Cuba en 1930, el viaje a Argentina le deparó una serie de amistades nuevas, entre ellas: los poetas Pablo Neruda, Juana de Ibarbourou y Ricardo Molinari; el escritor mexicano Salvador Novo, y el crítico Pablo Suero.
Últimos años
Cuando Federico García Lorca volvió de Buenos Aires, en abril de 1934, contaba 36 años y le quedaban poco más de dos de vida. Vivió ese tiempo de manera intensísima: terminó nuevas obras (Yerma, Doña Rosita la Soltera, La casa de Bernarda Alba y Llanto por Ignacio Sánchez Mejías); revisó libros ya escritos (Poeta en Nueva York, Diván del Tamarit y Suites); hizo una larga visita a Barcelona para dirigir sus obras, leer sus poemas y dar alguna conferencia, y meditó con ilusión sobre proyectos futuros, que iban desde una versión musicalizada de sus Títeres de Cachiporra a dramas sobre temas sexuales, sociales y religiosos.
Entre 1934 y 1936 dirigió sus esfuerzos, en gran medida, a la renovación del teatro español, con su propia obra y a través de La Barraca y de la organización de clubes teatrales -como el Anfistora, fundado por Pura Maortua de Ucelay- y agrupaciones que debían estrenar obras, clásicas o modernas, que hubieran sido ignoradas por el teatro comercial. Con gran vehemencia reclamó una «vuelta a la tragedia» y al teatro de contenidos sociales candentes.
En sus entrevistas y declaraciones de 1934 a 1936, insistió Lorca, más que nunca, en la responsabilidad social del artista, especialmente en la del dramaturgo, pues éste podía poner en evidencia morales viejas o equivocadas. Se entregó, como siempre, a la creación poética, pero su poesía «se levanta de la página» y, desde el escenario, llega a un público más amplio. En una velada en el Teatro Español, en que Margarita Xirgu ofreció a los actores de Madrid una representación especial de Yerma, salió al escenario Federico para defender su visión del teatro de «acción social»: Yo no hablo esta noche como autor ni como poeta, ni como estudiante sencillo del rico panorama de la vida del hombre, sino como ardiente apasionado del teatro y de su acción social. El teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para la educación de un país y el barómetro que marca su grandeza o su descenso. Un teatro sensible y bien orientado en todas sus ramas, desde la tragedia al vodevil, puede cambiar en pocos años la sensibilidad de un pueblo; y un teatro destrozado, donde las pezuñas sustituyen a las alas, puede achabacanar a una nación entera. El teatro es una escuela de llanto y de risa y una tribuna libre donde los hombres pueden poner en evidencia morales viejas o equivocadas y explicar con ejemplos vivos normas eternas del corazón y el sentimiento del hombre.
Mientras pronunciaba Federico estas palabras, Yerma era atacada por la prensa de derechas como obra «inmoral» y «pornográfica». No se apocó Lorca. Insistió en la autoridad oral y estética que debían compartir el dramaturgo y los actores y esperaba luchar para seguir conservando la independencia que me salva… Para calumnias, horrores y sambenitos que empiecen a colgar sobre mi cuerpo, tengo una lluvia de risas de campesino para mi uso particular.
El ambiente de Madrid, en estos dos años, se había vuelto cada vez más intolerante y violento: España parecía irremediablemente abocada a una guerra civil.
La muerte
En mayo de 1936 un periódico madrileño publicaba una brevísima nota sobre los proyectos de Federico García Lorca. El poeta estaba a punto de cumplir 38 años. Casi había terminado su drama de la sexualidad andaluza, La casa de Bernarda Alba. Llevaba «muy adelantada» una comedia sobre temas políticos -la llamada Comedia sin título o El sueño de la vida– y estaba trabajando en una obra nueva titulada Los sueños de mi prima Aurelia, elegía de su niñez en la vega de Granada. Planeaba otro viaje a América, esta vez a México, donde esperaba reunirse con Margarita Xirgu. Estaba, pues, rebosante de proyectos, con la sensación de que en el teatro no era más que un «novel»: Yo no he alcanzado un plano de madurez aún… Me considero todavía un auténtico novel. Estoy aprendiendo a manejarme en mi oficio… Hay que ascender por peldaños… Lo contrario es pedir a mi naturaleza y a mi desarrollo espiritual y mental lo que ningún autor da hasta mucho más tarde… Mi obra apenas está comenzada.
La situación política en Madrid, y en toda España, se había vuelto insostenible. Se hablaba de la posibilidad de un golpe militar y en las calles de la capital se vivieron numerosos actos de violencia, desde la quema de iglesias hasta los asesinatos políticos.
Aunque Federico García Lorca detestaba la política partidaria y resistió la presión de sus amigos para que se hiciera miembro del Partido Comunista, era conocido como liberal y sufrió con frecuencia las arremetidas de los conservadores por su amistad con Margarita Xirgu o con el ministro socialista Fernando de los Ríos. La popularidad de Lorca y sus numerosas declaraciones a la prensa sobre la injusticia social, le convirtieron en un personaje antipático e incómodo para la derecha: El mundo está detenido ante el hambre que asola a los pueblos. Mientras haya desequilibrio económico, el mundo no piensa. Yo lo tengo visto. Van dos hombres por la orilla de un río. Uno es rico, otro es pobre. Uno lleva la barriga llena, y el otro pone sucio el aire con sus bostezos. Y el rico dice: «¡Oh, qué barca más linda se ve por el agua! Mire, mire usted el lirio que florece en la orilla». Y el pobre reza: «Tengo hambre, no veo nada. Tengo hambre, mucha hambre». Natural. El día que el hambre desaparezca, va a producirse en el mundo la explosión espiritual más grande que jamás conoció la humanidad. Nunca jamás se podrán figurar los hombres la alegría que estallará el día de la gran revolución. ¿Verdad que te estoy hablando en socialista puro? [Entrevista en La Voz, Madrid, 7 de abril de 1936].
Intuyendo que el país estaba al borde de la guerra, Lorca decidió marcharse a Granada para reunirse con su familia. El día 14 de julio llegó a la Huerta de San Vicente y cuatro días más tarde celebró con ellos la festividad de San Federico.
El 17 de julio estalló en Marruecos la sublevación militar contra la República, y desde Canarias, Francisco Franco proclamó el Alzamiento Nacional. Para el día 20, el centro de Granada estaba en manos de las fuerzas falangistas. Durante la revuelta, el cuñado de Federico, Manuel Fernández-Montesinos, marido de su hermana Concha y alcalde de la ciudad, fue arrestado en su despacho del Ayuntamiento; al cabo de un mes fue fusilado a mano de los rebeldes.
La tarde del 16 de agosto de 1936, Lorca fue detenido en casa de los Rosales por Ramón Ruiz Alonso, un ex diputado de la CEDA, derechista fanático, que sentía un profundo odio por Fernando de los Ríos y por el poeta mismo. Según Ian Gibson, biógrafo de Federico, se sabe que esta detención fue una operación de envergadura. Se rodeó de guardias y policías la manzana donde estaba ubicada la casa de los Rosales, y hasta se apostaron hombres armados en los tejados colindantes para impedir que por aquella vía tan inverosímil pudiera escaparse la víctima [Federico García Lorca, vol. II, p. 469].
Lorca fue trasladado al Gobierno Civil de Granada, donde quedó bajo la custodia del gobernador, el comandante José Valdés Guzmán. Entre los cargos contra el poeta -según una supuesta denuncia, hoy perdida y firmada por Ruiz Alonso- figuraban el ser espía de los rusos, estar en contacto con éstos por radio, haber sido secretario de Fernando de los Ríos y ser homosexual [Federico García Lorca, vol. II, p. 476]. Fueron infructuosos los varios intentos de salvar al poeta por parte de los Rosales y, más tarde, por Manuel de Falla. Según Gibson, hay indicios de que, antes de dar la orden de matar a Lorca, Valdés se puso en contacto con el general Queipo de Llano, jefe supremo de los sublevados de Andalucía.
Sea como fuere, el poeta fue llevado al pueblo de Víznar junto con otros detenidos. Después de pasar la noche en una cárcel improvisada, lo trasladaron en un camión hasta un lugar en la carretera entre Víznar y Alfacar, donde lo fusilaron antes del amanecer.
Aunque no se ha podido fijar con certeza la fecha de su muerte, Gibson supone que ocurrió en la madrugada del 18 de agosto de 1936. En documentos oficiales expedidos en Granada puede leerse que Federico García Lorca falleció en el mes de agosto de 1936 a consecuencia de heridas producidas por hecho de guerra.
Existe una manera infalible de minimizar, empequeñecer, jibarizar, restarles fuerza y resonancia a las expresiones humanas, sean del tipo que sean. Basta con hacer como si no existieran o, en su defecto, meterlas en un baúl al que pocas llaves tengan acceso y alejarlo todo lo posible de miradas curiosas.
Este encapsulamiento sistemático lo ha practicado con singular aplicación el medio taurino hispano. Si el toro de lidia simboliza al país, el toreo debe ser defendido como exclusivo patrimonio cultural suyo. La consecuencia fue, secularmente, una tauromaquia entendida y mantenida como coto cerrado y encerrado dentro del territorio español. Cualquier intromisión, cualquier intervención ajena, ha de verse como descuido fugaz de los aduaneros en turno que calígrafos y vigilantes atentos han de minimizar, si no es posible borrarlo del todo, en su particular versión histórica de las corridas de toros.
Últimamente, en uno de tantos descuidos, se les coló Francia: ahora resulta que hasta puede dar toreros buenos. Y ganaderos. Y escritores taurinos. Pero al otro lado de los Pirineos se lo han tomado con calma, un simple contagio debido a su cercanía con la matriz, repentinamente generosa. Porque, ya se sabe, para toreros, España. Y cuando una ristra de indios de otro lado del Atlántico –la América nuestra, pensarían– desembarcaron en sus costas y se pusieron a torear, y lo hacían tan bien que se adueñaron de la buena voluntad y el interés del aficionado español simple y llano, entonces el aparato taurino cerró sus tentáculos y arrojó al invasor de sus plazas.
Que los morenos se vuelvan a sus tierras, que esto que vinieron a hacer, que esa clase y ese arte y esa comprensión del toro y del toreo con que estaban llenando nuestras plazas es herejía inadmisible que debemos apresurarnos a exorcizar. Por eso, justo antes de que estallara la guerra civil, promovieron el incivil boicot del miedo, como socarronamente lo llamó Juan Belmonte, viejo admirador de México y sus toreros. Era el gesto de un espíritu libre, humorista y lúcido en medio de la xenofobia dominante.
Fue el boicot de 1936 la respuesta de un sistema absurdamente cerrado en un universo naturalmente abierto, como lo es por definición el universo del arte. Que es capaz de celebrar la creatividad humana en cualquiera de sus expresiones. Y puede reconocerlas como patrimonio de determinada cultura o de cierto lugar, pero no acostumbra negarlas ni menos clausurarlas, pues sabe que sería atentar contra su propia naturaleza. Lo que sería hoy el arte de torear –en forma, diversidad y resonancia– sin el reaccionario y celoso activismo xenófobo del hermano mayor hispano. Gente necia ésta de México… y del mundo. Expulsados de un país que se veía a sí mismo como propietario exclusivo del toreo, despachados sin contemplaciones, los mexicanos –aztecas, solían llamarlos—siguieron a lo suyo, aunque solamente entre los suyos. Así fructificó la época de oro del toreo en México (1930-1950 aproximadamente), y de nuevo pudo paladear la afición española numerosas muestras –aunque ya debidamente
acotadas y bajo control— de cuánto el arte de torear podía enriquecerse cuando se abría a otras sensibilidades y culturas. Fue así que más americanos –llegados de Venezuela y Colombia principalmente– llevaron su mensaje torero a España, al tiempo que trasponían la frontera de cristal tan celosamente encerrada en la piel de toro algunos portugueses de porte y proceder magníficos. Y, curiosamente, ningún embajador galo o peruano todavía. Hoy como ayer. La semana ida, Joselito Adame toreó y triunfó en España. Fue el viernes 11, en la plaza de Huesca, compartiendo cartel con Morante de la Puebla y Ginés Marín, toros de Antonio Bañuelos, un ganadero que siempre ha declarado que, del escalafón, es José, el de Aguascalientes, quien mejor entiende y cuaja a sus toros. Y el hidrocálido –gentileza por gentileza—le ha correspondido una vez más cortándoles las orejas a los dos su lote. Cuatro apéndices en total, por tres del joven Marín y ninguno de Morante, que reaparecía luego de una convalecencia relativamente prolongada.
Joselito Adame. Este año ha toreado muy poco en España –de México, ni hablar–. Ignorado por las empresas, ausente de las ferias grandes, ninguneado por la prensa taurina de allá, autor de una gesta perfectamente estéril en el San Isidro de 2022 –aquella voltereta espeluznante por un torazo castaño de Pedraza de Yeltes (17.05.22), seguida de una faena tan torera como entregada estando el hombre a punto del desmayo–; y, de súbito, el golpe éste de Huesca. Ya era inusual verlo encartelado con una figura –el de la Puebla—y un joven con clase e ímpetus para dar y prestar, como Ginés. Pero alguna fuerza tendrá el ganadero burgalés para que, al lado de ellos, la empresa pusiera al mexicano. Que fue el que cortó el bacalao y se llevó la mejor parte.
Lo cual no significa que Joselito Adame pueda hacerse mayores ilusiones de cara al resto de la temporada española. Cazará alguna corrida en plazas menores donde ya ha triunfado reiteradamente, pero difícilmente Zaragoza o Guadalajara, donde años atrás indultó un toro al que muleteó por nota. Y pronto lo tendremos de regreso, ojalá que para dar fe de su espléndida madurez torera, propia de la figura más destacada de una generación con pocas oportunidades. Si en Aguascalientes, por abril, le pegó un serio repaso a El Juli en corrida de mano a mano, no por eso tendrá más reconocimiento entre nosotros ni mejores emolumentos que esos españoles de todos los calibres alegremente dispuestos a hacer la América. Aunque México, por dictado de Washington, ya sea más bien Norteamérica.
El caso Roca Rey. Otro cuerpo extraño, peruano de procedencia, y resulta que es el único llenaplazas auténtico que España ha conocido en el presente siglo. Pero lleva tres percances consecutivos –siempre reaparece sin estar curado del todo–, y eso tiene muy preocupado al empresariado. No es una preocupación vinculada al estado de salud de Andrés Roca Rey sino en forma indirecta, por el efecto que los agresivos pitonazos que se han cebado en su humanidad puedan tener en la taquilla. Saben que quien más sufre sus reiteradas bajas por cornada es el ánimo de esos aficionados que en tropel acuden a los cosos cada vez que el limeño está anunciado. Algo tendrá que lo distingue del resto.
Algo que no es sino una disposición heroica, desusada en estos tiempos. Con lo que Roca Rey sabe y puede, podría darse el lujo de jugar al intocable y volver sano y salvo al hotel sin haber dejado de animar muchas tardes con su probado torerismo. Pero si hiciera eso, si se limitara a aprovechar al toro sencillo y salir del paso con el impropio, si se adocenara, no sería Roca Rey. El único llenaplazas que le queda a la fiesta.
Luque, herido grave. Esto no entraña una crítica al resto del escalafón. La campaña española de este año demuestra que la capacidad de entrega de los toreros –novilleros incluidos—se escribe con sangre. A los muchos percances registrados últimamente se unió este viernes –mismo día de la apoteosis en Huesca del mayor de los Adame—el sufrido por Daniel Luque en El Puerto de Santa María. Luque, que es para mí el español más puesto y de mejor trazo en la actualidad, estaba bordando a un astado muy encastado de Montalvo cuando el bicho se rebeló a la maestría del torero, se le fue encima como si fuera un tigre y le clavó el pitón en el vientre. Cornadón. Y es que, cuando el toro es toro, nadie se encuentra a salvo. Aunque la gente tenga sus manías. Y hoy esté en que o torea Roca Rey o habrá en las gradas mucho cemento calcinándose al rayo del sol. En El Puerto apenas se ocupó ese día un tercio del aforo. Con Urdiales, Castella y Luque en el cartel. Y repito que, para mí, tal como viene el año, es Daniel Luque el torero al que no habría que perderle paso. Pero con la suerte, buena o mala, no hay quien pueda.
Cornadas. Tema casi casi tautológico cuando se habla de toros. Y, sin embargo, da la casualidad que si el peligro desaparece, la fiesta languidece. El riesgo de cornada nunca se irá del todo, de acuerdo. Pero si lo invisibilizamos, vía un semiastado bofo y soso, las plazas se vacían y cunde el desinterés. Si es rematadamente absurdo afirmar, como tantos antis, que la corrida es un mero vertedero de sangre que por amor a los animales y a la civilidad hay que suprimir, nada de absurdo tiene reconocer que sin la sensación de riesgo inminente, el toreo carece de sentido. Por eso, porque allá sigue saliendo el toro, en España hasta futboleros distinguidos se declaran taurófilos –un montón de jugadores, el seleccionador nacional, el presidente de la Liga, a quien Morante acaba de brindarle en Huesca…–; mientras que en México, paraíso del post toro de lidia, todo mundo se tapa. Bastaría con acudir a una estadística comparativa del número de cornadas que los toros dan aquí y allá para encontrar la razón de fondo. Podrá alegarse que a la gente que va o deja de ir a las plazas las estadísticas la tienen sin cuidado. Pero es indudable que el colapso de la fiesta en nuestro país, su virtual desaparición de la escena pública, se ha dado bajo el imperio del post toro de lidia mexicano y la pérdida de emoción que de sus cansinos procederes emana. Ante tan palmaria evidencia, sobran especulaciones.
Más claro: si se habla de una especie de epidemia del disimulo –de la empresa y los propietarios de la suspendida Plaza México, de los tenedores de derecho a apartado, de los omisos medios escritos y audiovisuales, incluso de los toreros para defender lo suyo–, habría que referirlo al ambiente antitaurino que nos rodea. Y cómo no, si lo ha precedido
la desaparición del toro entero, alerta, encastado y codicioso, capaz de hacer brillar el peligro en sus astas y de transmitirlo arriba y abajo, a ruedo y tendidos. Porque en el toro, y solamente en el toro, se encierra el ser o no ser del toreo.
( Fotos cortesía de Onetoro y captadas por Julián Velasco )
La terna en la feria de la Albahaca en Huesca con los toros de Bañuelos cuyo propietario, don Antonio es el presidente de la Unión de Criadores de Toros de Lidia en España, la abrió Morante de la Puebla que volvió tras sus dolencias, el mexicano Joselito Adame y el siempre ilusionante Ginés Marín.
Como dato . Revela el empresario Alberto García que este sábado Joselito Adame, triunfador hoy sustituye a Cayetano Rivera y en el cierre, Talavante torea por Roca Rey , aun convaleciente.
Puerta grande de Joselito Adame y Ginés Marín y ovacionado al abandonar al plaza Morante de la Puebla que dejó gotas de arte en su segundo.
LLeno en los tendidos
El primero para Morante, «Sonámbulo !», un castaño con 514 kilos, cuatreño.
Toro a menos…Sin «alma», duró poco o nada. Sin casta. AL PUNTO QUE MORANTE HIZO UN ADEMÁS A LA BANDA QUE CORTARA LA MÚSICA PUES NO TENÍA SENTIDO.
Pincha y una trasera y tendida.
El segundo para el mexicano Joselito Adame, «Voladero» con 490 kilos, colorao. cuatreño.
Faena variada del gusto de esa afición , con detalles pintureros y una gran estocada.
Dos orejas.
Tercer toro. Silencioso, cuatreño, negro de capa. 490 kilos para Ginés Marín, serio por delante, bajito.
Poca fuerza pero humilla, se viene a más, el torero lo deja » crudito» y la suerte de varas se convierte en mero trámite.
Inicia de rodillas, uno por alto y a los medios. El toro embiste con cierta enjundia y es pronto.
Tanda de naturales, templados, de mano baja. El toro que es bravo, va hacia » las afueras «, a los medios. Pero el toro al no tener la casta suficiente son preferible los muletazos a media altura. No tiene ese necesario fondo para embestir por abajo y aguantar 4 o 5 muletazos. Toro bravo pero desrazado. Y eso que la suerte de varas apenas si se mencionó.
Suerte contraria. Va despacito al morrillo pero la espada cae desprendida.
Oreja.
He intentado estar por encima del toro pero el toro no tuvo la chispa suficiente y dentro de lo que me ha dejado ha sido una faena importante, indica el torero jerezano a Onetoro.
Encimero es negro mulato de capa, tiene 470 kilos. El segundo de Morante.
El toro , de momento, vale poco pero Morante le enjarreta unas verónicas enganchándolo suavemente con los vuelos.
Puyazo breve » para cuidarlo «. Tiempos en los que el primer tercio vale poco.
Preciosos capotazos como éste
Estatuarios lentos y una giraldilla que es un tesoro.,
Tanda por el derecho con un toro que » va » pero sin clase, sin convicción. La calidad la tiene el de La Puebla. Dos naturales alargando el brazo, el forzado pero !!ay!! el toro no vale. Dos muletazos de costado. Detalles de este artista singular que logra sacar agua de un pozo seco. Y un natural, magnífico que captó la lente de Julián Velasco
Puros detalles, y detalles de pureza. Tanda por el derecho con esa parsimonia, con ese duende y el público en pie le ovaciona.
Tendida y contraria la espada. El toro noblón se acula en tablas. Toro » tapao» ( sin descubrir la testuz ) y falla. Y como no descuelga vuelve a marrar con el verduguillo. A la tercera fue la vencida. Ovacionado. Recibe el cariño del público desde el tercio.
Dice a los colegas de Onetoro que el toro tenía cosas buenas pero era soso y había que ponerle mucho para que el publico se metiera en la faena. Y expresa su cariño a las gentes de Huesca.
El quinto para Joselito Adame. Belloto de nombre, 528 kilos. Negro de capa.
Bueno, brinda a sus pequeños hijos que están en barrera.
Comienza con estatuarios.
Torea a gusto, le da tiempos, los muletazos son de calidad y suaves porque cualquier violencia es perjudicial.
Al torear de rodillas, el toro lo arrolla y lo arrastra como un pelele por la arena. y las 4 patas pasan por encima del torero. Sangra en la cara por un pitonazo con el cuerno izquierdo.
Dos facetas del de Aguascalientes . Ha toreado magníficamente , en la modalidad del clásico y luego con raza y entrega en esa tonalidad del valiente y pundonoroso.
En la suerte contraria, estoconazo.
Dos orejas.
El torero pasa a la enfermería
Concavito, 510 kilos con el que cierra Ginés Marín
Ha lanceado primorosamente a la verónica y cerró con la media. El toro ha ido humillado.
El toro se queda corto por el izquierdo pero insiste y logra momentos muy emotivos. Tanto que los naturales largos los abrocha con el de pecho.-
Gira los talones, da un derechazo pero al toro le cuesta seguir el engaño.
El toro echa la cara abajo pero va decreciendo en sus embestidas. El toro declina y ya muy reservón, escarba.
Ginés vuelve a acertar con la espada tirándose recto y despacito
Dos orejas y res en su esportón
GANADERIA DE BAÑUELOS
La Cabañuela es una finca situada en la zona central de la provincia de Burgos, en el borde del Páramo de Masa, a una altitud entre los 1.050 y 1.250 metros, con una pluviosidad aproximada entre los 750 y 800 litros por metro cuadrado al año, y unas temperaturas que oscilaron en 1998 entre los -13ºC de mínima en Enero y 34ºC de máxima en el mes de Agosto, con mínimas por debajo de 0ºC ocho meses de los doce del año y heladas durante 114 días de este citado año, periodo en el que el termómetro descendió por debajo de -5ºC en 24 ocasiones.
Sus 600 hectáreas de terreno se reparten en varios cercados dispuestos en eje, con una proporción similar de un 60% de pradera de buen pasto y un 40% de monte bajo de encinas y robles. Casi 200 de las 600 ha se dedican al cultivo, en cuya rastrojera se mete al ganado de agosto a marzo.
Esta ganadería, la primera de la provincia perteneciente a la Unión de Criadores de Toros de Lidia, se formó en 1993, tras adquirir a la familia Prado-Eulate el hierro que primero se denominó «TORREBLANCA» y que, posteriormente, en 1985 al comprar vacas y machos de «TORREALTA», se anunció a nombre de Doña Paloma Eulate y Aznar.
Así, en Junio del 93, llegaban a Burgos las 95 primeras vacas que salían de la finca de «El Toñanejo», en Medina Sidonia. Entre ellas, 28 paridas con los hierros de Marqués de Domecq, Maribel Ybarra y «Torrestrella», 47 eralas preñadas del hierro de «Torrealta» y otras 20 añojas del mismo hierro. En cuanto a los sementales, se han utilizado ejemplares de «Torrestrella» y «Torrealta», en todos los casos con prueba de descendencia satisfactoria.
Las características climatológicas y orográficas de la zona en la que se ubica La Cabañuela condicionan casi todo: el manejo, la alimentación y las instalaciones. La primavera se retrasa en relación a otras regiones; la aparición de las hojas de los robles, signo de que la primavera está en su esplendor, no se produce hasta bien entrado el mes de mayo. Por otra parte, la humedad aportada por el rocío de la mañana durante muchos días de verano, hace que la hierba se mantenga verde, en las zonas de exposición solar no excesiva, hasta prácticamente la entrada del otoño, en el que el rebrote del pasto y la rastrojera de cereales está prácticamente asegurada, a poco que las temperaturas de septiembre no sean excesivamente bajas.
Los ciclos productivos de las vacas de vientre procuran ajustarse a la producción de pasto para que la necesidad de suplementar la alimentación sea mínima. Los lotes de cubrición se separan en torno al 10 de mayo, procurando así que los partos se produzcan a partir de últimos de febrero, cuando los días van alargando las horas de sol, las heladas no son tan duras y las nieves menos persistentes. De marzo a agosto, el bravo pasta en los cercados de monte, siendo trasladados después a los rastrojos, donde se alimenta, ayudado en algunos casos hasta el mes de marzo. El destete se produce en octubre o noviembre, fechas en las que se realiza el herradero. Como dato anecdótico señalar que el macho número uno de todas las camadas lleva de nombre «Campeador», independientemente del nombre de su madre, para hacer honor al legendario héroe castellano que nació muy cerca de aquí.
La adaptación de los animales puede considerarse como muy buena, habida cuenta de su procedencia, de una zona totalmente diferente en cuanto a condiciones de clima y alimentación. Las buenas condiciones sanitarias de la zona, determinadas por la escasa concentración de ganado vacuno en los alrededores, facilitan indudablemente esta adaptación.
No es frecuente que un espada con estatus de figura indiscutible sea reconocido además como torero de culto, categoría ésta usualmente reservada a los escasos artistas capaces de suscitar adhesiones fervorosas entre los aficionados de paladar más selecto. Figuras de alto bordo al tiempo que artistas con un sello singular, autores de obras perdurables e irrepetibles, han sido, por ejemplo, Pepe Ortiz, Silverio Pérez y Luis Procuna en México, y Juan Belmonte, Curro Romero y José Tomás en España.
A este grupo tan especial perteneció Antonio Ordóñez Araujo (Ronda, 16.02.32–Sevilla, 19.12.98), que nunca fue un torero de multitudes –para eso estaban Litri o El Cordobés–, y sin embargo supo aglutinar en torno a su arte a aficionados de la más fina solera. Quien busque en Ordóñez cifras rompedoras o campañas estrepitosas seguramente sufrirá una decepción. “Una figura de verdad –solía decir el rondeño—debe estar dispuesto a salir a morirse en la plaza cuatro o cinco veces por temporada”. Esta autodefinición, entre heroica y melindrosa, dejará frío a más de uno. Digamos que existen constancias bastantes de muchas tardes en las que Ordóñez salía simplemente a cumplir y tirar las cartas, dejando con un palmo de narices a quienes habían pagado el boleto con la ilusión de paladear su arte y clase excepcionales. Paralelamente, tampoco faltaron ocasiones –nunca demasiadas—en las que Antonio “quiso” y pudo extraer faenas inesperadas de toros aparentemente impropios. Y siempre, aun en sus días más nefastos, dejó algún detalle imperial, islote áureo en medio de océanos de desgana. En su Málaga. Andalucía la baja se asoma a la luz del Mediterráneo por el blanco puerto de Málaga, capital de la provincia homónima, aprisionada entre las de Cádiz, Sevilla, Córdoba y Granada. Desde Málaga se sube sinuosamente hasta la alta serranía que corona el tajo de Ronda, donde Antonio Ordóñez nació y en cuyo bicentenario coso instituiría la famosa corrida goyesca de principios de septiembre, en cuyos carteles participó mientras le fue posible, incluso aquellos años en que se encontraba apartado de la profesión.
Pero la plaza que Antonio Ordóñez eligió como propia fue la Malagueta, cuya frondosa feria, celebrada la primera semana de agosto, reúne a las principales figuras y suele contar con una llamativa abundancia de toros propicios. Feria triunfalista, según lupas y parámetros rigurosos, o alegremente grata para quienes tarde a tarde llenan el bello coso mediterráneo para ver desempeñarse sin apuro a la grey coletuda, alejada de las exigencias de Madrid o Bilbao y ante ganado que suele embestir muy por encima de la media nacional. Será porque el oxígeno llena mejor los pulmones a nivel del mar.
Eje de la feria. Antonio Ordóñez participó, a lo largo de su vida, en más de medio centenar de festejos celebrados en la Malagueta, infaltable en casi todas sus ferias y siempre como astro mayor de la cartelería. En una época rebosante de figuras de los colores, sabores y estilos más diversos se necesitaba una fuerza muy especial, en los despachos y en la arena, de cara a la taquilla y frente al toro, para lograrlo. Ordóñez la tuvo, y en la feria malagueña del 61 acometió la proeza de hacerse anunciar en seis tardes consecutivas, del lunes 31 de julio al sábado 5 de agosto. Repetiría el gesto el año siguiente, pero puestos a elegir, el suceso mayor de su biografía lo marcan las seis corridas de 1961. Como era de esperar, la feria fue un irresistible continuum de triunfos para casi todas las espadas importantes en liza, pero Ordóñez estaba en su plaza y no iba a permitir que nadie se le fuera por delante. Y se superó a sí mismo a lo largo del ciclo. Aunque al final ocurriese lo inesperado.
Para abrir boca. El último día de julio, en la segunda de feria, alternaron con el rondeño Paco Camino y El Viti, dos recién doctorados que con el tiempo ocuparían sitio señero entre las figuras de su época. Pero ni uno ni otro se encontraban aún en condiciones de comprometer seriamente la hegemonía del dueño de casa. No obstante, Camino estuvo cerca de lograrlo al cobrar las orejas del quinto de Atanasio Fernández, uno de los dos mejores del encierro; el otro había sido el cuarto del hierro salmantino y Ordóñez lo aprovechó de cabo a rabo, apéndice éste que terminaría por exhibir como trofeo máximo y diferencial luego de coronar con su clásica estocada rinconera una faena de artista y maestro consumado. El Viti, sin ganado propicio y demasiado adusto para el festivo gusto malagueño prolongó en vano dos tenaces y áridos trasteos.
¡Tres toros de regalo! Al día siguiente –1 de agosto, tercera de feria–, estaban pintando bastos hasta que el sexto de José Quesada, un novillote famélico, exacerbó los ánimos y amenazó con provocar una bronca épica. Paco Camino la evitó astutamente anunciando que lidiaría un toro de obsequio para compensar del fiasco a la enfadada concurrencia. No queriendo ser menos, sus dos veteranos alternantes –Antonio y el toledano Gregorio Sánchez—acudieron también a sendos obsequios. Esta inesperada corrida de nueve toros, que había empezado bien, con faena de oreja de Ordóñez al abreplaza, cayó luego en un sopor muy a tono con la calurosa tarde malagueña. Pero iba a estallar en explosiones de júbilo durante las lidias extra debidas a la esplendidez de los tres espadas, provocada por la falta de trapío del sexto bicho del deficiente encierro de Quesada.
El orden en que se lidiaron los sobreros no correspondió al de la antigüedad de los alternantes. Por delante salió el obsequio de Paco Camino, con la divisa de Atanasio Fernández, noble y pronto, justo lo que necesitaba el de Camas, pleno de celo juvenil, para provocar un alboroto grande, premiado con las orejas y el rabo. El octavo fue para Ordóñez, y Antonio le cuajó un faenón que tuvo votos al mejor de la feria. A saber qué trofeos le habrían dado si no llega a fallar con el descabello: el premio se redujo a una oreja. Y Gregorio Sánchez, con la tarde embalada en apoteosis, bordó una de las faenas de su vida hasta el punto de recibir como recompensa las orejas, el rabo y una pata del ejemplar de Antonio Pérez de San Fernando, noveno de la tarde. Era el de Santa Olaya un torero de estilo seco pero con una formidable mano izquierda, y fue el primero en ser izado en hombros, salida triunfal compartida con sus compañeros de cartel.
Ordóñez corta una pata. Fue la de un astado de su ganadería –anunciado a nombre de su esposa, Carmina González–, cuarto de la cuarta corrida. Faena redonda, de deleitoso sabor, que enloqueció a la multitud y sembró la arena de sombreros. Sería premiada como la mejor de la feria… y de muchas ferias. Naturalmente no le hicieron sombra ni el local Manolo Segura, de pocos contratos y apuradillo con un lote difícil, ni el recién doctorado Manolé –Julio Aparicio le había cedido muleta y espada en la apertura de la feria, una de las dos corridas en cuyos carteles no figuró Ordóñez (30.07.61)–; este Manolé, a fuerza de tesón, iba a desorejar al sexto, un manso de Carmina González castigado con banderillas negras y sosote en el tercio final. Por cierto, fue Antonio quien solicitó a la autoridad la penalización del astado que él mismo había criado en su finca jerezana. Vino en seguida –3 de agosto, quinta de feria, cinco toros de Samuel Hermanos y uno de Carmina González— una tarde de tres orejas para el rondeño y una por coleta para Pedro Martínez “Pedrés” y Paco Camino. Al otro día, Antonio cuajó a plenitud a un excelente toro del Conde de la Corte y le cortó el rabo; el primer espada era esa tarde Julio Aparicio, que se alzó con un apéndice del cuarto condeso, yéndose en blanco por segunda vez Santiago Martín “El Viti”, al que le estaba costando entrar en el gusto de los malagueños. Final sin triunfo y con sangre. Para cerrar su hazaña de seis tardes consecutivas en la feria de sus amores, Ordóñez eligió una corrida de Pablo Romero. Toros cuya raza los desaconsejaba para los pipiolos del escalafón, de modo que con el de Ronda hicieron el paseíllo los experimentados Pedrés y Gregorio Sánchez. Adelantemos que el único que tocó pelo esa tarde fue el albaceteño Pedro Martínez, las dos orejas del quinto plablorromero. A esas alturas Antonio Ordóñez estaba en manos del cuerpo médico de la Malagueta, herido al estoquear al cuarto de la tarde, cuyo genio lo había traído a mal traer, luego que tampoco consiguiera lucirse con el complicado abreplaza.
El parte facultativo de la cornada hablaba de una “herida contusa en la región escrotal, que rompe septum y hernia ambos testículos, contusionándolos, así como el cordón espermático, presentando una trayectoria hacia arriba que alcanza el peritoneo posterior.
Gran hematoma. Pronóstico grave.” No lo sería tanto, pues Antonio reaparecía sin problemas el día 19, en San Sebastián.
Figura grande en dos tramos. Antonio Ordóñez se vistió de luces por primera vez en 1949. Ya apuntaba desde el principio un corte de resonancias clásicas pero revestido de un empaque muy personal. Tras su consagración novilleril en Las Ventas tomó la alternativa de manos de Julio Aparicio (Madrid, 28.06.51: toro “Bravío”, de Galache). Despegó como figura en el abril sevillano de 1952 para alcanzar su apogeo en la segunda mitad de dicha década; muy castigado por los toros, su inesperada retirada del 18 de noviembre de 1962, en Lima, lo mantuvo alejado de los ruedos hasta que a principios de 1965 decidió reaparecer. Quienes lo seguían y le rendían culto aseguran que fue en ése y los tres años siguientes cuando produjo sus obras más perfectas y acabadas, pero no es menos cierto que la década del 70 lo tomó a contrapié, físicamente mermado y con el toreo copado por la popularidad de El Cordobés y el apogeo de la tríada Puerta-Camino-Viti. Las secuelas de una lesión de cervicales en la isidrada del 71 lo indujeron a quitarse de la circulación a mitad de esa temporada, en San Sebastián (12.08.71). Una década después haría un intento fallido por volver. El año anterior había toreado por última vez la goyesca de Ronda mano a mano con su yerno Francisco Rivera “Paquirri” (09.09.80), festejo consolidado hoy como infaltable tradición, y que Antonio continuaría organizando hasta
Corre el tiempo, y también –marchas y contramarchas al margen—la posibilidad de que el cierre de la Plaza México se convierta en un hecho irreversible y definitivo, dada la pasividad de las presuntas partes interesadas, que teóricamente debieran empezar por la empresa –¿existe todavía?—y contar con un elemento de rebeldía esencial en los profesionales de la tauromaquia –aunque nada quede de los otrora poderosos sindicatos de toreros, reducidos a cenizas por años y años de indiferencia propia y socavamiento empresarial–, por no hablar de esos taurinos cuya influencia en la esfera política podría ser decisiva pero que prefieren limitarse a viajar cada primavera a Sevilla y Madrid antes que intentar el rescate de lo poco que va quedando de la fiesta brava en nuestro país. Boicoteadores. Recuerdo una conversación sostenida con el licenciado Julio Téllez García a la que en su momento no concedí la importancia que sin duda tenía. Recordaba el destacado y muy estimado excronista del Canal 11 que, cuando le tocó presidir la Comisión Taurina del DF –también extinta–, bajo el gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, primer gobernante democráticamente electo en la capital del país, acordaron entre ambos gestionar la incorporación de la Plaza México al patrimonio monumental de la ciudad como una medida de protección al histórico inmueble y, al mismo tiempo, a la continuidad de la cultura taurina. Y cómo fue que sus intenciones se estrellaron en el muro infranqueable de unos intereses encabezados por el propietario del coso y apuntalados por una nube de abogados de renombre y representantes de empresas dedicadas a la construcción, entre las cuales se contaba la de un ganadero famoso, sin perjuicio de que entre unos y otros –leguleyos y constructores— existieran algunos “grandes aficionados”, y varios tenedores de derechos de apartado en la México muy notorios e influyentes.
Conviene recordar que Cuauhtémoc Cárdenas, además de figura fundamental de la izquierda mexicana, es muy aficionado a los toros y hasta fue incipiente ganadero;
también que, al contrario de lo que ocurre en España, las embestidas más fuertes y directas contra la tauromaquia han provenido en México de políticos de derecha, tanto en Coahuila, Quintana Roo, Veracruz y Puebla como en la CDMX. Y que en ésta última surgió hace poco más de una década lo que se conoce como cártel inmobiliario, es decir, un conjunto de hacedores de rascacielos y superficies comerciales brotados de la nada, en colusión con autoridades de delegaciones casualmente dominadas por políticos del ala conservadora, cártel que, en alguna medida, continúa activo a la fecha. Respaldan tales pactos, inmersos en la ilegalidad y lesivos para los habitantes de la capital, enormes sumas de dinero opaco, al amparo de una intrincada red de influencias muy difícil de desmontar. Y es evidente que, por más que el actual gobierno capitalino ha intentado frenarlos, cuentan con el decidido apoyo del intocable poder judicial, el mismo que se apresuró a respaldar oficialmente el amparo interpuesto contra la Plaza México por una entidad hasta entonces desconocida y cuya autodenominación es en sí un grosero pleonasmo –Justicia Justa–, tan absurdo como la rauda intervención en su favor de la judicatura, seguida del silencio cómplice de esas presuntas partes interesadas aludidas con anterioridad.
De ahí las fundadas sospechas de que algo muy turbio podría estarse cocinando entre el tenebroso cártel inmobiliario, sus jueces de alquiler y la propiedad de nuestro bienamado coso de Insurgentes, Y esas sospechas están ganando una triste certeza entre los aficionados con cada día que pasa.
Carta de adiós de El Juli.
Veinticinco años de figura son muchos y, en consecuencia, El Juli anuncia que se va. La carta con la noticia y sus motivos y agradecimientos, dada a conocer en la semana, no perdona lugar común y derrocha corrección política. La trayectoria taurina de Julián López Escobar responde punto por punto al estatus de figura en que el madrileño se instaló antes incluso de tomar la alternativa (Nimes, 18.09.98). Y nadie podría hablar de decadencia, puesto que El Juli está físicamente entero y taurinamente maduro, resurgido tras la pandemia quizá más asentado, clarividente y dominador que nunca. Pero también demasiado visto, según suele decirse en lenguaje taurino. En principio, los motivos que aduce son tan razonables como atendibles. Y abrumadoras las cifras que lo avalan: efectivamente, son más de cinco lustros sin abandonar, incluso de novillero, la primera fila. De sensación juvenil a maestro consumado, Julián recorrió la escala ascendente de la tauromaquia con paso firme y mano segura, e imponiendo cotizaciones acordes con su elevada jerarquía. Un tema, este último, donde podría estar el meollo de la inesperada decisión del torero de Velilla de San Antonio. Es verdad que, a lo largo del camino, hubo alguien que puso más alto el listón de los millones exigidos por torear, pero ese alguien –José Tomás—diseñó de manera tan extraña e intermitente sus apariciones que, en conjunto, lo que cobró El Juli como figura eje de la fiesta no lo cobraba nadie. Incluso, poco antes de desatada la pandemia, ese hecho provocó el alejamiento por inconformidad de dos diestros que se consideraban con
iguales o mayores merecimientos que él sin que sus honorarios lo reflejaran. Optaron, entonces, por castigar a las empresas con sendas retiradas estratégicas, aunque Andrés Roca Rey, a diferencia de Alejandro Talavante, simplemente alegó una lesión muscular crónica para dejarlas con un palmo de narices por el resto de 2018, sabedor de que era el único llenaplazas de la baraja y, en justicia, le correspondería la bolsa más generosa. A partir de 2022, con Roca Rey al tope de las cotizaciones del mercado, seguido de cerca por Talavante –por más que éste no lo esté justificando–, El Juli siguió dando lecciones de tauromaquia pero ya sin la repercusión de sus años dorados. Hoy son otros nombres –Roca Rey a la cabeza– los que reclaman la atención de los públicos. Entre los viejos, nadie le hace sombra a Morante de la Puebla, en la cúspide de su inmenso potencial artístico; las novedades, jóvenes o no tanto, acusan inconsistencias y los hay francamente inflados, excepción hecha del magistral e infravalorado Daniel Luque, que está hecho un torerazo. Mientras los mexicanos que claramente podrían entrar en la lista son mantenidos al margen por el sistema.
El caso es que, entre unas y otras, se ha configurado un contexto en el que El Juli no se siente nada cómodo porque perdió cartel e importancia. Y como es un hombre inteligente, ha decidido abrir un paréntesis que aprovechará, explicaba en su carta, para experimentar un relajamiento que no ha conocido y disfrutar de la vida en familia. Bien merecido lo tiene. Y seguramente no dejará de otear un panorama del que, al finalizar la actual temporada, se habrá sustraído voluntariamente. Por si algún día le apetece volver.
Falta menos cada día para que suene el chupinazo en Pamplona y de comienzo a una de las fiestas más clamorosas, ruidosas, tumultuosas, San Fermín…
1 de enero, 2 de febrero, 3 de marzo, 4 de abril, 5 de mayo 6 de junio….7 de julio, SAN FERMIN.
“Siete de julio, San Fermín”, canturrea la canción más tradicional de Pamplona. Uno de los festejos más famosos, y controvertidos, de nuestro país no inició sin embargo la tradición de los encierros, que ahora vertebran estos días, sino que ya existían antes de que esta fiesta abanderase Pamplona incluso a nivel internacional.
«El origen de los encierros es todavía anterior a las propias fiestas de San Fermín», afirma el periodista Javier Solano, uno mayores expertos de los encierros de Pamplona. «Existe documentación escrita de que en 1385 el rey de Navarra Carlos II El Malo ya organizaba determinados festejos taurinos a finales del mes de julio, en torno a la festividad de Santiago».
Curiosamente, lo que en realidad dio origen a los encierros fue el traslado de los toros desde el campo hasta el centro de las ciudades, según explica el experto. Nació por tanto de la necesidad de llevar a los animales desde el extrarradio de la ciudad al coso taurino.
Durante el trayecto, en el que los pastores guiaban a los toros de lidia desde las dehesas de la Ribera de Navarra hasta la Plaza Mayor, donde se celebraban las corridas, un caballo abanderado guiaba el recorrido mientras los pastores lo cerraban a su paso y los lugareños se sumaban al trayecto con varas y palos.
«Ese paso del ganado a pie por los campos se hacía a través de la puerta de la amurallada ciudad de Pamplona”, explica Solano. “Entraban de madrugada y a la carrera hasta llegar a la plaza correspondiente para ser luego toreados. Ese paso a la carrera comenzó a unirse gente poco a poco hasta devenir en lo que hoy en día conocemos».
A día de hoy, los animales son trasladados el día anterior, en un evento conocido como Encierrillo, según informa el Ayuntamiento de Pamplona, hasta unos corrales en el centro de la ciudad donde los toros pasan la noche previa a los encierros que les guían hasta la plaza de toros.
Más allá de San Fermín: otros encierros de España
Pero, la tradición de los encierros en España ni se limita a Pamplona ni, casi con total seguridad, fueron los primeros. El historiador Luis del Campo Jesús, considerado como el historiador de los encierros, coincidía con los regidores del siglo XVIII al afirmar que correr delante de los toros es algo tan antiguo que no se conoce su inicio. Otros historiadores afirman que hasta finales del siglo XIX no estaba instaurada esta costumbre en Pamplona.
Entre los encierros más antiguos de España destacan, los de la villa segoviana de Cuéllar, que se remontan al año 1215, según la peña La Plaga. Por su parte, en el archivo municipal de 1417 de la localidad salmantina de Ciudad Rodrigo encontramos una alusión a correr los toros, mientras que en el municipio vallisoletano de Portillo se remontan a 1471, de cuando datan los documentos del Archivo de la Casa Ducal de Alburquerque la acción de “correr los toros”.
Hoy en día, los encierros de Cuéllar están declarados como de Interés Turístico Nacional, y se celebran enmarcados en las fiestas de la Virgen del Rosario, patrona de la villa, a finales de agosto, aunque en su origen se corrían por San Juan o el Corpus Christi.
También los municipios navarros de Tafalla o Falces son otro de los encierros más celebrados a día de hoy, junto con los de San Sebastián de los Reyes, en Madrid, Algemesí, en Valencia, Alfaro, en La Rioja, Brihuega, en Guadalajara, Íscar, en Valladolid, o Ampuero, en Cantabria.
Sin embargo, los encierros más famosos son hoy en día los de San Fermín. Ninguno de los encierros taurinos que se celebra tiene la fama internacional de la capital navarra, que se celebran en honor al primer obispo de Pamplona. Pero, ¿quién fue San Fermín y cómo dio origen a la fiesta más conocida de estas tierras?
Triple origen: religión, feria ganadera y tauromaquia
En el origen de los Sanfermines parecen congregarse los caminos de la religión, la ganadería y la tauromaquia. San Fermín era, según se cree, el hijo de un gran jefe romano de Pamplona en el siglo III. San Saturnino, un misionero francés que se encontraba en un viaje envangelizador por la península ibérica, le convirtió al cristianismo.
Al contrario de lo que se piensa de manera popular, San Fermín no es el patrón de Pamplona, sino de la Comunidad Foral, mientras Saturnino ostenta el título del verdadero patrón de la capital navarra.
Ordenado como sacerdote en Toulouse, Francia, San Fermín volvió a la capital navarra como obispo, pero finalmente fue decapitado en la ciudad de Amiens, en el norte de Francia, a principios del siglo IV. Fue este martirio el que le valió al primer obispo de Pamplona su ascenso a la categoría de Santo, por lo que todo apunta a que el culto al obispo ya estaba extendido antes de que comenzaran los Sanfermines.
Sin embargo, respecto a este relato, Solano afirma que “hay que poner[lo] en tela de juicio, no hay ningún dato documental que demuestre que San Fermín existió. Curiosamente, la veneración por San Fermín es es relativamente tardía, hasta el siglo XIV no existía ningún rito respecto a este santo”.
Este culto al santo se contagió desde Amiens, lugar donde el primer obispo de Pamplona bautizó a miles de personas. Según se cree, fue tras este los gobernadores romanos lo detuvieron y lo degollaron un 25 de septiembre, fecha en la que se conmemora su martirio.
Desde su componente religioso, la fiesta que dio origen a los Sanfermines se remonta a cuando Pedro de París, siendo obispo de Pamplona, llevó a Navarra las reliquias de San Fermín desde Francia y designó el 10 de octubre como el día de la celebración de su conmemoración. Se cree que posteriormente, en el siglo XVI, esta fiesta fue trasladada al mes de julio, coincidiendo con las ferias de ganado y el buen tiempo, porque Pamplona era un lugar de mucha lluvia y frío en el mes de octubre.
El profesor coincide en que, desde la Baja Edad Media, se documentan ferias comerciales el 10 de octubre. «Se documentan comedias, danzas, funambulistas, titiriteros, fuegos artificiales, sin que faltaran los gigantes, prohibidos en 1780 por Carlos III y recuperados tras la Guerra de la Independencia [1808-1814] al ser encontrados en las dependencias de la catedral», señala. Según el experto, desde el siglo XVI se conocen «numerosos datos sobre las diversiones con los toros, como parte fundamental de las fiestas en honor al santo».
Aunando antiguas y nuevas tradiciones
Así, la suma de tradiciones y costumbres de las diferentes épocas que ha atravesado la ciudad han ido dando forma a las fiestas y los encierros que hoy vive Pamplona entre el 6 y el 14 de julio. Estos cambios van desde el famoso Chupinazo, del día 6, que tan solo tiene algunos años de tradición, hasta el famoso atuendo de los sanfermines.
El primer programa del que hay constancia data de 1591 y consistía de: un pregón, un torneo con lanzas, teatro, festival de danza, procesión y, al día siguiente, una corrida de toros. En aquellos primeros momentos, los Sanfermines duraban dos días, frente a los ocho que duran ahora.
A pesar de las diferencias en el relato histórico, los expertos coinciden en que, a día de hoy, el componente religioso ha quedado más diluido. La procesión hacia la iglesia de San Lorenzo para celebrar la misa en la víspera de los Sanfermines fue convertida en lo que hoy se conoce como Riau-Riau, que se incorporó al inicio del siglo XX, igual que el Chupinazo.
Por su parte, el famoso atuendo de pantalón y camisa [o camiseta] blancas con pañuelo rojo al cuello es incluso más reciente. La razón del pañuelo rojo recae, según se cree, sobre una cuadrilla de los años 50 alcanzó la fama al incluir el atuendo rojo al cuello y la aparición del famoso cántico a San Fermín que se interpreta antes de cada encierro se incluye en el repertorio durante los años 70.
Según la tradición, el pañuelo rojo era un símbolo del martirio de San Fermín y fue anterior a la indumentaria blanca que se incorporó después. Solana afirma sin embargo que no está claro: “No hay datos concretos que nos digan con seguridad por qué, una hipótesis es que viene del color rojo de la bandera de navarra, otros que viene por el degollamiento de San Fermín”.
La fiesta más internacional de España sigue rodeada de muchos interrogantes sobre su pasado y, como ocurre con muchos de los espectáculos vinculados a la tauromaquia, su futuro también despierta muchas incógnitas.
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