En la pluma de Alcalino empezamos a ver como en la tarde en que Joselito El Gallo murió, Juan Belmonte permaneció en su casa de Madrid.
Lluvioso y gris se presentó aquel 16 de mayo de 1920, y Juan mataba el tiempo jugando a las cartas con algunos amigos cuando, ya anochecido, el teléfono empezó a sonar con insistencia.
Tal como puede leerse en “Juan Belmonte (Matador de toros)”, una de las biografías de mayor hondura literaria y humana que se han escrito en castellano, obra de su paisano Manuel Chaves Nogales y producto de meses de conversaciones entre ambos.
Rememora […] Belmonte: “Se puso al aparato no sé quién y nos dijo: “–Me han dado la noticia de que a Joselito lo ha matado un toro en Talavera—“. “—Anda, anda, cuelga el teléfono—“, le dije […] sin soltar las cartas ni levantar la cabeza. Seguimos jugando.
Al rato llegó jadeante Antoñito, mi mozo de estoques, y repitió: “—En Teléfonos corre el rumor de que a Joselito le ha matado un toro en la corrida de Talavera.“
“–¡No traes más que infundios!”—le repliqué malhumorado.
Era frecuente entonces que los domingos por la tarde circularan noticiones que luego no se confirmaban. Estaba reciente la implantación del descanso dominical para los periódicos, y la falta de noticias ciertas sobre las corridas poblaba el mundillo taurino de falsos rumores.
Al rato volvió a sonar el teléfono. Esta vez era ya una persona de crédito, un conocido ganadero, quien daba la terrible noticia.
“–¡Es verdad! ¡Es verdad!—“, decía con acento estremecido….Aquella espantosa certeza nos hizo mirarnos unos a otros con espanto. Dejamos caer los naipes sobre el tapete… nadie dijo nada… Mis amigos fueron levantándose uno a uno y, sin pronunciar una sílaba, se marcharon… En soledad, estuve repitiéndome mil veces aquellas palabras que me golpeaban el cráneo como martillazos:
“¡A Joselito le ha matado un toro!¡A Joselito le ha matado un toro!” Poco a poco fue invadiéndome una espantosa congoja.
Miré a mi alrededor y tuve miedo. ¿De qué? No lo sé… hasta que no pude contenerme por más tiempo y estallé en sollozos. Lloré como no he llorado nunca en mi vida… la extraña onmoción del llanto me libraba de aquel martilleo seco que repetía en mi cerebro:
“¡A Joselito le ha matado un toro!”.
(Chaves Nogales, M. Juan Belmonte (Matador de toros). Alianza Editorial-6 Toros 6, tomo 2. pp 265-266.
Interregno para el estupor. Pocas veces, la sociedad española habrá experimentado un pasmo emocional como el que provocó la muerte del gran José Gómez Ortega. La vida mantuvo su pulso, seguían celebrándose corridas, pero el país tardaba en reaccionar.
Naturalmente, para el medio taurino el golpe fue devastador, todo se pobló de augurios sombríos y manifestaciones espasmódicas.
Don Pío (Alejandro Pérez Lugín)
El paladín más radical del gallismo entre quienes escribían de toros, creyó ver en esa tragedia inaudita una conspiración en toda forma y, más por desesperación que por otra cosa, embistió ciegamente contra todo lo que oliera a Belmonte.
La tauromaquia de Juan no valía nada, comparada con la de su ídolo. Y su violentísima campaña golpeó cuanta cosa representara el trianero. Por supuesto, el gallismo más recalcitrante lo secundó sin miramientos.
Historia de un cartel
La corrida del 15 de mayo en Madrid –última en la que alternaron
Joselito y Belmonte, y que constituyó un fracaso total—empezó a torcerse cuando los veterinarios rechazaron el anunciado encierro de Albaserrada –ganadería famosa por la casta y poderío de sus astados–, y el terciado sexteto de reemplazo, de doña Carmen de Federico, irritó por su invalidez.
De modo que cuando la empresa anunció la reaparición del trianero precisamente con albaserradas, el solo anuncio alborotó al cotarro. Aquel
domingo 20 de junio de 1920 Juan iba a alternar con Curro Martín Vázquez y Fortuna, dos segundones; sería que, rota la pareja más célebre del toreo, no había más de quién echar mano.
Como Belmonte era Belmonte, el papel se agotó rápidamente. Con tal de ver si era capaz de sobreponerse al vacío que se abría ante él y la Fiesta toda. Y de comprobar si les podría a los temibles albaserradas. O si se confirmaban las punzantes diatribas de Don Pío.
Apoteosis.
De tabaco y oro, contrito y adusto, partió plaza el trianero. El primero de Albaserrada mandó a la enfermería a Curro Martín Vázquez –gran estoqueador a la antigua, ya muy desgastado a esas alturas—y Juan, como segundo espada, tendría que despachar cuatro bureles.
Al heridor lo pasaportó de un espadazo fácil. Con los otros tres iba a protagonizar la tarde más redonda de su vida. La vieja plaza de la carretera de Aragón vivió una de sus jornadas más gloriosas, y la leyenda de Belmonte creció hasta al infinito.
Como es natural, la crítica se volcó en loas al trianero. En medio de la apoteosis, la plaza en pleno se había alzado contra Don Pío, reprochándole su injusta y ruin campaña.
Versión de Barbadillo:
“Cuando soltó Belmonte el trapo milagroso que fue ayer en sus manos una bandera de gloria y de triunfo… era la gente quien cogía imaginariamente un capote fantástico, una ilusoria muleta de grana y se ponía a torear… por la calle de Alcalá, un mozo del tropel alegre y bullicioso marcaba una lenta verónica, el cuello doblado, el gesto gentil y despacioso del torero genial… un poco más allá se veía al señor don Paco… tendiendo al aire el brazo izquierdo en el pausado semicírculo de un pase natural… y en todas partes gestos, voces, corrillos, algarabía, contagios del entusiasmo popular… Siempre que se quiera poner una corrida de toros como ejemplo será necesario mentar ésta de Albaserrada».
¡Qué reses, que finura, qué tipos, qué temple, que codicia, que poder, qué estilo en los tres tercios, sin discrepancias, con leves variantes en la bravura y la nobleza!.
Cuanto hizo (Belmonte) fue cosa de pasmo y maravilla. Cada lance un milagro, cada quite un prodigio, cada pase de la muleta mágica un deslumbramiento de asombro, cada momento una ovación frenética… Verónicas, faroles, medias verónicas.
¡Ah, las medias verónicas de Juan Belmonte!
(Don Pío había escrito el día antes: “Estamos de medias verónicas hasta más arriba del cimborrio de San Francisco”).
Faenas ligadas, magnas, inverosímiles… tenía el toro que pararse ante el hombre triunfante, como si le dijera –Hombre, apártese un poco, que no tengo sitio para moverme. Y entonces, el hombre se acercaba más y más. Y no a un toro sino a tres, porque a los tres los toreó así: soberbios naturales, molinetes de farol… gracia, arte enorme, y un dominio y un temple de tal índole que, así que se iba agotando el empuje de las reses, iba el torero tirando de ellas, obligándolas y toreándolas más.
Y todo con la izquierda (Don Pío había escrito el día antes):
“Señor Belmonte, ¿quiere usted hacerme el favor de no dejarse olvidada en casa la mano izquierda? Porque es ya excesivo su abuso de la derecha”)…
De una estocada en los rubios el segundo albaserrada murió sin puntilla. Un pinchazo y una entera caída, atacando con idéntico brío, al cuarto de la tarde, que murió sin puntilla; y media en las agujas al quinto, que quedó muerto sin puntilla también. Por cada hazaña dio la vuelta al ruedo. Cortó la oreja del segundo bicho. Cortó las dos y el rabo, que se cortaba por primera vez en Madrid, de su último cornúpeto.
Cayeron a sus pies sombreros, ropa, flores; fue y vino tantas veces del estribo al centro del ruedo que, al final, ya no podía ni andar; y entonces fue cuando entró en el burladero y, como un hombre valiente, modesto y generoso, rompió a llorar de emoción y gratitud.”
(El Imparcial, 22 de junio de 1920) Versión de Corrochano:
“Precisamente cuando se hablaba de la decadencia de Belmonte, ha dado Belmonte su tarde más completa… y cuánto no se ensañaría el público aplaudiendo, que le hicieron llorar de emoción. Váyase por las veces en que su toreo hizo llorar al público.
No desaprovechó Belmonte ni un toro, ni un momento, ni una ocasión para torear maravillosamente.
Sus lances de capa, sus quites, su media verónica, fueron impecables; esa media verónica que es hija legítima de Belmonte y uno de los momentos más sublimes del toreo, y que acaba de ser censurada por una pluma chabacana con gustos de feriante….
Belmonte estuvo superior como torero y superior como matador… es un torero tan completo que toro que torea bien lo mata bien. Y estuvo tan sobrado que mató cuatro toros sin fatiga, y hubiera matado seis».
“Rodó el quinto toro de Albaserrada. Continuaba de pie el público y los pañuelos salieron a flote. El puntillero, por mandato del presidente, cortó a la res una oreja, luego otra, después el rabo… Terminó Juan su vuelta ritual, y cuando iba a retirarse al estribo, de súbito, la multitud rompió a aplaudir más y más fuerte.
Ovación larga, rotunda como no recuerdo otra, y que tenía un significado tan especial que, comprendiéndolo, este diestro, todo arte y todo corazón, la agradeció con firmeza desde los medios y en seguida fue a refugiarse en el burladero… para llorar, escondido en los hospitalarios tableros…
De nuevo estaba en pie la muchedumbre, pero ahora en actitud airada; por sobre las cabezas no albeaban los pañuelos, sino que enarbolábanse los bastones.
Y sonaba el nombre de un revistero que, según unos por ignorancia, y según otros por mala intención, y a mi juicio por las dos cosas, ha sostenido contra Belmonte una de las campañas más vocingleras e inicuas que se recuerden.”
“Don Pío” se retracta. Aludido en las tres crónicas de referencia, Pérez Lugín no tuvo más remedio que reconocer la grandeza de Belmonte y el carácter histórico de su gesta:
“¡Ha resucitado Juan Belmonte! ¡Aleluya!… Ahora que ya no vive el pobre y admirado Gallito, el torero de las grandes series de grandes naturales, –¡Con la izquierda!, había que gritarle a Juan. Y anteayer, toreando con la izquierda, tuvo Juan la tarde más grande de su vida torera… ¡Viva Belmonte… la izquierda… La Libertad!«.
La pugna sin cuartel entre cronistas es reflejo fiel de lo que se vivía en la calle, por algo España identificaría ese tiempo como la época de oro del toreo. Puede afirmarse que esta histórica corrida del 20 de junio de 1920 clausura una era de esplendor sin precedentes.
Muerto José y repatriado Gaona, que ofrecerá en México los mejores frutos de su madurez torera, Belmonte se quedó dramáticamente solo.
Aún resistió, sin llegar a emular ya su memorable triunfo con los albaserradas, las campañas completas del año 20 y del 21, antes de dar por clausurada la etapa más apasionante de su carrera, fundamental para la construcción del mito belmontino.
Porque en sus idas y vueltas posteriores circularía por las plazas en calidad de pieza única y aparte, objeto más de veneración que de escrutinio, y sin la pretensión de dirimir con nadie la supremacía que su puro nombre le otorgaba.